Heath estaba furioso. No le gustaba quedar como un idiota bajo ninguna circunstancia, pero especialmente en presencia de Phoebe Calebow. Y sin embargo ahí estaba, absolutamente fuera de su elemento. Si se hubiera tratado de una fiesta de adolescentes, no habría problema. Le gustaban los adolescentes. Se le daba bien hablar con ellos. Pero los niños pequeños -las niñas pequeñas- eran un misterio para él.
Su ira contra Annabelle iba en aumento. Le había parecido que engañarle de esta manera sería divertido, pero nada que tuviera que ver con Phoebe podía hacerle gracia. Cuando de negocios se trataba, no le gustaban las bromas. Annabelle lo sabía, pero había decidido ponerle a prueba, y se vio forzado a cortarle las alas. No iba a dejar que eso le remordiera la conciencia, además. El sentimentalismo y el remordimiento eran cosa de perdedores.
Centró su atención en el patio trasero de los Calebow, con su piscina, sus altos árboles y su amplia y bien aprovechada explanada, todo ello pensado para una gran familia. Esa tarde, estaba lleno de vaporosos colgajos rosas: colgaban de los árboles, rodeaban la zona enlosada y cubrían la estructura de barras de los niños. Festoneaban igualmente las diminutas mesas en que globos rosas oscilaban al soplo de la brisa sobre el respaldo de cada sillita. Cajas de cartón rosa rebosaban de vestidos centelleantes como el que llevaba Pippi Tucker, y en un carrito rosa abollado se apilaban zapatillas de plástico. Falsas joyas rosas decoraban una silla en forma de trono situada en el centro del patio. Sólo la piñata en forma de dragón verde que se balanceaba bajo la rama de un arce se había librado de la plaga rosa.
Siempre se había sentido bien en su piel, pero ahora se sentía raro y fuera de lugar. Miró hacia la piscina y experimentó una chispa de esperanza. En una piscina estaría como en casa. Desgraciadamente, la verja de hierro tenía el candado echado. Al parecer, Molly y Phoebe habían decidido que vigilar a tantas niñas pequeñas alrededor del agua sería demasiado peligroso, pero él habría vigilado las malditas niñas. Le gustaba el peligro. Con un poco de suerte, una de las pequeñas sabandijas se habría sumergido un rato y él hubiera podido salvarla de ahogarse. Eso le habría ganado la atención de Phoebe.
La propietaria de los Stars se hallaba de pie detrás de la más alejada de las mesitas, disponiendo algún tipo de chismes de cartón. Al igual que todas las demás, llevaba en la cabeza una de aquellas espantosas diademas rosas, lo cual le inspiró un profundo sentimiento de agravio personal. Los propietarios de equipos debían llevar o bien Stetsons o la cabeza descubierta. No había más opciones.
Phoebe eligió aquel momento para levantar la vista. Abrió los ojos como platos por la sorpresa, y uno de aquellos chismes de cartón se le cayó de las manos.
– ¿Heath?
– Hola, Phoebe.
– Vaya. Esto sí que es bueno. -Se apresuró a recoger lo que demonios fuera aquello-. Por más que me encantaría subir con usted a las trincheras a disputar otro asalto de lucha en el barro, ahora mismo estoy bastante ocupada.
– Annabelle pensó que le vendría bien un poco de ayuda.
– ¿Y eso es usted? No lo creo.
El compuso en sus labios la más desarmante de sus sonrisas.
– Admito que estoy más bien fuera de mi elemento, pero si me orienta adecuadamente pondré lo mejor de mí mismo.
En lugar de seducirla, despertó sus recelos, y su rostro adoptó su habitual expresión de desconfianza. Antes de que pudiera interrogarle, no obstante, un ejército de niñitas apareció a la carga a la vuelta de la esquina. Algunas iban cogidas de la mano, otras caminaban. Vestían en diferentes formas y colores, y una de ellas lloraba.
– Los sitios desconocidos a veces nos dan miedo -oyó que decía Hannah-, pero aquí todo el mundo es muy, muy simpático. Y si te asustas mucho, ven y dímelo. Yo te llevaré a dar un paseo. Y si necesitas ir al váter, yo te diré dónde está también. Nuestro perrito está encerrado para que no le salte encima a nadie. Y si ves una abeja, díselo a uno de los mayores.
A esto debía referirse Molly cuando había dicho que Hannah se involucraba emocionalmente.
Molly se acercó a las cajas rosas de cartón.
– Toda princesa necesita una preciosa túnica, y aquí están las vuestras. -Algunas de las niñas más lanzadas corrieron a por ellas
Phoebe le encasquetó los chismes en la mano.
– Ponga una de éstas en cada sitio. Y más vale que no pretenda cobrarme por ello. -Se fue a toda prisa a echar una mano.
Annabelle no aparecía por ninguna parte. La había tratado con dureza, y no le extrañaba que necesitara tiempo para recuperarse. Hizo caso omiso de una desagradable punzada en el estómago. Ella se lo había buscado al traspasar la línea. Examinó los chismes: estrellas de cartulina rosa pegadas a los extremos de palitos de madera. Su humor se volvió más fúnebre. Debían de ser varitas mágicas. ¿Qué demonios tenían que ver las varitas mágicas con ayudar a niñas a aprender mates y ciencias? A él se le habían dado bien las dos cosas. Él podía haberlas ayudado con las mates y las ciencias. ¿No se suponía que esas niñas debían desarrollar sus capacidades? A la porra las varitas mágicas. El les habría repartido unas putas calculadoras.
Lanzó las varitas sobre la mesa y miró a su alrededor buscando a Annabelle, pero seguía sin aparecer, lo que empezaba a molestarle. Aunque no había tenido más remedio que despedirla, no quería destrozarla. Le llegaron gritos agudos desde las cajas de las túnicas. Aunque las niñas parecían un ejército, no eran más que quince o así. Algo le rozó la pierna y bajó la vista para encontrarse con la carita de Pippi Tucker. Le vino a la cabeza el tema de Tiburón.
La túnica de la pequeña de tres años era del color del jarabe de fresa, sus ojos como gominolas verdes de inocencia. Tan sólo la inclinación desenfadada de la diadema rosa sobre sus rubios rizos dejaba entrever el corazón de un forajido. Le tendía una diadema que sostenía en su puñito mugriento.
– Tienes que ponerte una corona.
– Por nada del mundo. -Clavó en ella una de sus miradas, breve para dejárselo claro sin llegar a hacerla gritar llamando a su madre. Sus cejitas claras se juntaron igual que las de su padre al adivinar una carga defensiva contra su quarterback.
– ¡Heath! -emergió la voz de Molly entre un mar de túnicas-. Estáte pendiente de Pippi mientras acabamos de vestir a todo el mundo, ¿quieres?
– Encantado. -Bajó la mirada hacia la cría.
La cría alzó los ojos hacia él.
Él estudió sus ojos de gominola y su diadema rosa.
Ella se rascó un brazo.
Él hurgó en su cerebro y finalmente se le ocurrió algo.
– ¿Alguien te ha enseñado a usar una calculadora?
Los gritos provenientes de la caja de las túnicas se hicieron más escandalosos. Pippi levantó la barbilla para verle mejor, y la diadema retrocedió un poco más en su cabeza.
– ¿Tienes pompas?
– ¿Qué?
– Me gustan las pompas.
– Ya.
Ella desvió súbitamente la mirada a sus bolsillos.
– ¿Dónde está tu teléfono?
– Vamos a ver qué hace tu madre.
– Quiero ver tu teléfono.
– Devuélveme el viejo primero, y luego hablamos.
Ella sonrió.
– Me encaaannnntan los teléfonos.
– Ya lo veo.
El mes anterior, un día que había pasado por casa de los Tucker, le habían dejado solo con su adorable pequeña unos minutos. Ella le pidió que le mostrara su móvil. Era un flamante Motorola nuevo de última generación que costaba quinientos dólares, equipado con periféricos suficientes para permitirle gestionar sus negocios desde él, pero no pensó que fuera a pasar nada. No había hecho más que pasárselo, sin embargo, cuando Kevin le llamó desde otra habitación pidiéndole que echara un vistazo al vídeo de un partido, y ya no volvió a verlo.
Se las arregló para quedarse a solas con ella antes de marcharse y tratar de interrogarla, pero de pronto la cría se volvió muda. Como consecuencia, había perdido un par de e-mails importantes y las notas finales relativas a un nuevo contrato. Más tarde, Bodie le dijo que hubiera tenido que contarle a Kevin lo ocurrido, sencillamente, pero a Kevin y Molly se les caía la baba con sus crios, y a Heath ni se le pasaba por la cabeza decir cualquier cosa que pudieran interpretar como una crítica a su adorada hija.
Ella dio un pisotón en la hierba.
– Quiero ver el teléfono ahora -dijo.
– Olvídate.
Ella hizo un puchero. Oh, mierda, se iba a poner a llorar. Sabía por experiencias anteriores que la mínima expresión de disgusto salida de la boca de su angelito ponía a Molly del revés. ¿Dónde diablos estaba Annabelle? Se llevó la mano como una flecha al bolsillo y sacó su móvil más reciente.
– Yo lo sostendré mientras lo miras. -Se arrodilló junto a ella.
Ella hizo ademán de cogerlo.
– Quiero sostenerlo yo.
Heath no lo habría soltado ni por un segundo -no era tan tonto-, pero Annabelle fue a elegir ese preciso instante para hacer su aparición, y se quedó tan sorprendido con lo que vio que se le fue el santo al cielo.
Una corona del tamaño de la de la reina de Inglaterra descansaba sobre su rebelde maraña de rizos, y llevaba una túnica larga y plateada. La vaporosa falda estaba salpicada de resplandecientes lentejuelas, y una voluta de malla argentina enmarcaba sus hombros desnudos. El sol le daba por todas partes al adentrarse en la hierba, prendiendo en llamas su pelo y arrancando destellos deslumbrantes de la falsa pedrería. No era de extrañar que se hubiera hecho el silencio entre la gritona chiquillada. Él mismo se había quedado casi pasmado.
Por un momento, olvidó lo cabreado que estaba con ella. Aunque el traje era un disfraz y la diadema falsa, ella parecía casi mágica, y algo dentro de él se negaba a apartar los ojos. La mayoría de las niñas ya estaban vestidas, con sus pequeñas túnicas rosas puestas por encima de shorts y camisetas. Al acercárseles Annabelle, él reparó en las chancletas que le asomaban por debajo del dobladillo del vestido. Por alguna extraña razón, parecían quedarle perfectas.
– Saludos, mis pequeñas bellezas -gorjeó, sonando como la bruja buena de El mago de Oz-. Soy Annabelle, vuestra hada madrina. Voy a preguntar a cada una de vosotras cómo se llama, y luego os lanzaré un hechizo que os convertirá en princesas auténticas. ¿Estáis listas?
Sus agudos chillidos parecieron indicar que lo estaban.
– Después de eso -prosiguió-, os ayudaré a hacer vuestra propia varita mágica para que os la llevéis a casa.
Heath agarró rápidamente las varitas que había tirado en un montón y empezó a colocarlas a toda prisa entre los potes de purpurina rosa y las joyas de plástico de las mesas. Annabelle avanzaba a lo largo de la fila de niñitas, inclinándose a preguntar su nombre a cada una para luego agitar su propia varita sobre sus cabezas.
– Os designo princesa Keesha… Os designo princesa Rose… Os designo princesa Dominga… Os designo princesa Victoria Phoebe.
¡Maldita sea! Heath se dio media vuelta, acordándose demasiado tarde de que la cría tenía su teléfono. Rebuscó entre la hierba por donde habían estado y comprobó sus bolsillos, pero ni rastro del móvil. Se volvió hacia las niñas y allí estaba ella, una diminuta ladrona de móviles con las manos vacías y una diadema torcida en la cabeza.
La cría no tenía más de tres años, y apenas habían pasado unos instantes. No podía habérselo llevado lejos. Mientras consideraba cuál debía ser su próximo movimiento, Phoebe surgió a su lado con una cámara Polaroid.
– Queremos una foto de cada niña sentada en el trono con su disfraz. ¿Las sacará gratis -le pinchó- o hará embargar las monedas que les deje el Ratoncito Pérez?
– Phoebe, me hiere.
– Nada de que preocuparse. Dudo que sangre. -Le plantó la cámara en la mano y se fue sin más, con su diadema rosa refulgiendo y la animosidad fluyendo de todos sus poros. Fantástico. De fomento, había conseguido despedir a su casamentera y perder otro móvil sin acercarse ni un milímetro al objetivo de enmendar sus relaciones con la propietaria de los Stars. Y la fiesta no había hecho más que empezar.
Annabelle concluyó la ceremonia de los nombramientos y luego Molly y ella condujeron a algunas de las niñas a las mesas para que decoraran sus varitas, mientras Phoebe y Hannah llevaban a las otras hacia una bandeja llena de pintalabios y sombras de ojos. Disponía de unos minutos antes de tener que montar su estudio de fotografía, tiempo suficiente para averiguar dónde había podido esconder un teléfono una niña de tres años.
Un gorjeo de risa procedente de Glinda la bruja buena se propagó en dirección a él, pero se resistió a dejarse distraer. Desafortunadamente, Pippi se había acurrucado junto a su madre. Tenía las manos ocupadas, una con una barra de pegamento y la otra pegada al pulgar que se había metido en la boca, así que debía de haberlo guardado en algún sitio. Tal vez se lo hubiera metido en el bolsillo de los shorts, debajo del vestido. Recordó que lo había programado para que vibrara y dejó la cámara en el suelo, luego rodeó la casa para coger del coche su BlackBerry, que tenía un teléfono incorporado. Cuando volvió, marcó el número del móvil perdido y se apartó a un lado para ver si ella reaccionaba.
No lo hizo. Así que no lo llevaba en los bolsillos.
«Mierda.» Necesitaba a Annabelle. Sólo que la había desterrado de su vida.
Todas las niñas estaban alborotadas reclamando su atención, pero no sólo no se la veía desquiciada, sino que parecía que eso le gustara. El se forzó a mirar hacia otro lado. ¿Y qué, si parecía tan inocente como un personaje de Walt Disney? Él ni olvidaba ni perdonaba.
Se adentró más en la sombra del patio. Ninguna de las niñas estaba lista para su foto, y aún tenía tiempo de hacer algunas llamadas, pero casi seguro que ella le sorprendería y haría algún comentario mordaz. Una vez más, el tema de Tiburón tronó en su cabeza. Miró hacia abajo.
Pippi llevaba sombra de ojos azul claro y lucía una boquita de piñón pringosa de carmín rojo. Se enfundó la BlackBerry en el bolsillo a la velocidad del rayo.
– ¿Has visto mi varita?
– Eh, una varita preciosa, sí señor. -Se puso en cuclillas y fingió examinar su artística obra, pero yendo directamente al grano en realidad.
– Pippi, enséñale al tío Heath dónde has guardado su teléfono.
Ella le brindó una sonrisa deslumbrante, con las paletas ligeramente torcidas, posiblemente a causa de aquel pulgar.
– Quiero teléfono -dijo.
– Genial. Yo también. Vamos a buscarlo juntos.
Ella señaló a su bolsillo.
– ¡Quiero ese teléfono!
– Ni hablar. -Se puso en pie como un rayo y se alejó a zancadas para qué, si Pippi se echaba a llorar, no se le viera a él por los alrededores-. ¿Alguna está lista para la foto? -exclamó, rebosante de entusiasmo.
– Princesa Rose, tú ya estás lista -dijo Molly-. Ve a sentarte en el trono y que el príncipe Heath te saque la foto.
Se oyó un bufido procedente de donde estaba Glinda la bruja buena.
– Tengo miedo -le susurró a Molly la pequeña.
– Con toda razón -masculló Glinda.
El comentario debería haberle exasperado, pero no había sido su intención quebrantarle a ella la moral, sólo darle una lección sobre negocios que en última instancia era por su propio bien.
– ¿Quieres que vaya contigo? -le preguntó Molly a la niña. Pero la pequeña miró a Annabelle con adoración.
– Quiero hacerme la foto con ella-dijo.
Molly sonrió a Annabelle.
– Hada madrina, parece que se te requiere para la foto.
– Cómo no. -Al llegar a la altura de él, levantó la nariz muy digna y pasó de largo. En la punta de la nariz tenía, Heath no pudo evitar observarlo, una mancha de purpurina rosa.
Después de aquello, pareció que todas las princesas del lugar querían sacarse la foto con la buena hada madrina, quien, no por casualidad, se comportaba como si el fotógrafo real no existiera. Él sabía jugar a ese juego, y limitó sus comentarios a las niñas.
– A ver esa sonrisa, princesa. Muy bien.
Puede que Annabelle le ignorara, pero se reía con las niñas, lanzaba encantamientos, arbitraba disputas, y dejó que la princesa Pilar viera lo que llevaban las hadas madrinas debajo de la túnica. Él mismo tenía más que curiosidad. Desgraciadamente, esa hada madrina en particular llevaba shorts grises de deporte y no brillantes tangas rojas como él hubiera preferido. Pero en fin, eso era él sólo.
Al poco rato, se había olvidado de las llamadas que tenía que hacer y se concentraba en hacerles buenas fotos a las niñas. Tenía que reconocer que eran monas. Algunas eran tímidas y necesitaban que se las animase un poco. Otras eran muy habladoras. Un par de las de cuatro años quisieron que Annabelle se sentara en el trono para poder aposentarse en su regazo. Unas cuantas la hicieron posar de pie junto a ellas. Ella las hacía reír y a él sonreír, y para cuando terminaron con las fotos había decidido perdonarla. Qué demonios Todo el mundo merecía una segunda oportunidad. Primero le echaría el rapapolvo de su vida, luego la volvería a admitir a prueba.
Hechas las fotos, ella se fue a ayudar a Hannah, que estaba supervisando un juego de clavar el beso en la rana con un alfiler. Como Hannah no le vendaba a ninguna los ojos, él no veía que la cosa tuviera mucho de juego, pero quizá se le escapaba algo. Phoebe y Molly, entretanto, habían organizado una búsqueda del tesoro.
Pippi apareció a su lado de pronto y trató de cachearle en busca de su móvil de reserva, pero él la distrajo con un pote abierto de sombra de ojos verde.
– ¡Pippi! ¿Cómo te has puesto así? -gritaba Molly instantes más tarde.
Él fingió estar ocupado con la cámara y no advertir la severa mirada de desconfianza que Phoebe le lanzó.
Molly reunió a las niñas bajo la sombra de un árbol y las tuvo entretenidas con un cuento que parecía estar improvisando sobre la marcha, titulado Dafne y la fiesta de las princesas. Incorporó el nombre de todas las niñas y hasta añadió una rana llamada «príncipe Heath» especializada en sacar fotos mágicas. Ahora que había decidido perdonar a Annabelle, se relajó lo suficiente para disfrutar mirándola. Estaba sentada cruzada de piernas sobre la hierba, con las faldas abombadas envolviendo a las niñas en torno a ella. Se reía con ellas, daba palmadas y, en general, parecía una niña más.
Mientras preparaban las mesas con la merienda, a él le pusieron a cargo de la piñata-dragón.
– No les vendes los ojos -le susurró Hannah-. Les da miedo.
De modo que no lo hizo. Las dejó dar palos hasta hartarse, y puesto que la piñata se resistía a romperse pese a todo, cogió él larguísimo el palo y la hizo pedazos. Las golosinas volaron en todas direcciones. Supervisó el reparto, y muy bien además. Nadie se hizo daño y nadie lloró, así que tal vez no era tan inepto con los crios.
Llegó la merienda en forma de marea rosa. Ponche rosa. Sándwiches hechos con pan rosa, una tarta en forma de castillo con sus torres escarchadas con helado rosa, al que faltaba ostensiblemente un pedazo del puente levadizo rosa, por obra sin duda del pequeño Andrew Calebow. Molly le pasó una cerveza.
– Eres un ángel misericordioso -le dijo él.
– No sé qué habríamos hecho sin ti.
– Ha sido divertido. -Al menos los últimos veinte minutos, en los que hubo un poco de acción con la piñata y como mínimo un resquicio para la posibilidad de derramar algo de sangre.
– ¡Princesas! -llamó Phoebe desde la mesa con la tarta-. Ya sé que todas deseamos dar las gracias a nuestra hada madrina por sacar tiempo de su apretada agenda para estar hoy con nosotras. Princesa Molly, tu historia nos ha encantado, y princesa Hannah, todas hemos apreciado los abrazos que has repartido. -Su voz adoptó el tono camelador que él había llegado a temer-. En cuanto al príncipe Heath… estamos tan contentas de que haya podido ayudarnos con la piñata… ¿Quién iba a decir que su talento para destrozar las cosas nos vendría tan bien?
– Caramba… -musitó Molly-. Sí que te tiene tirria.
Media hora más tarde, un grupo de princesas exhaustas volvía a sus casas con bolsas gigantes de chuches, repletas de golosinas para ellas y también para sus hermanos y hermanas.
– Ha sido una fiesta estupenda -dijo Hannah en la escalera de entrada cuando desaparecía el minibús-. Estaba preocupada.
Phoebe rodeó los hombros de su hija con el brazo y la besó en medio de la cabeza, justo detrás de su diadema.
– Has hecho que todas se sintieran como en casa.
«¿Y yo qué?», quiso decir Heath. No acababa de ver que hubiera ganado un palmo de terreno con ella, pese a que había arreglado mesas, hecho fotos y se había ocupado de la piñata, todo ello sin hacer una sola llamada o el mínimo intento de enterarse cómo iba el partido de los Sox.
Annabelle apoyó la mano en la valla del porche y se desembalo de su disfraz de hada madrina.
– Me temo que tiene algunas manchas de hierba y le ha caído Ponche encima, con lo que no sé si podréis volverlo a usar.
– Con un Halloween ha sido suficiente -repuso Molly.
– Muchísimas gracias, Annabelle. -Phoebe le dedicó la sincera sonrisa que a él le negaba-. Has estado perfecta de hada madrina
– He disfrutado de principio a fin. ¿Cómo se encuentran las gemelas?
– De morros. Pasé a verlas hace media hora. Les fastidia haberse perdido la fiesta.
– No las culpo. Ha sido una fiesta por todo lo alto.
Sonó un móvil. Él se llevó automáticamente la mano al bolsillo olvidándose por un instante de que había desconectado el teléfono La sacó de vacío…
– Hola, cariño… -hablaba Molly por el suyo-. Sí, hemos sobrevivido, aunque no gracias a ti y a Dan. Por suerte, tu valeroso representante acudió a nuestro rescate… Sí, en serio.
Se palpó los bolsillos. ¿Dónde demonios estaba su BlackBerry?
– ¡Quiero hablar con papá! -chilló Pippi, estirando el brazo hacia el teléfono de Molly.
– Espera un segundo. Pippi quiere saludar.
Molly bajó el móvil hasta la oreja de su hija. Heath se dirigió al patio trasero. ¡Maldita sea!, pensó. No era posible que le hubiera robado dos en una sola tarde. Había debido de caérsele del bolsillo mientras corría alrededor de la piñata.
Miró debajo del árbol, en la hierba, en todos los sitios que se le ocurrieron, pero fue en vano. Se lo habría cogido la niña del bolsillo cuando se agachó para hablar con ella.
– ¿Echa algo en falta? -dijo Phoebe a su espalda, en tono zalamero-. ¿El corazón, tal vez?
– Mi BlackBerry.
– No la he visto. Pero si la encuentro, esté seguro de que se lo haré saber inmediatamente. -Parecía sincera, pero él sospechó que si la encontraba, la tiraría a la piscina.
– Muchísimas gracias -dijo.
Annabelle y Molly habían vuelto al patio trasero, pero Pippi parecía haberse marchado con Hannah.
– Estoy reventada -dijo Molly-, y eso que yo estoy acostumbrada a estar con niños. Pobre Annabelle.
– No me lo habría perdido por nada del mundo. -Annabelle empezó a recoger platos poniendo gran cuidado en ignorarle.
Phoebe sacudió la mano indicándole que parara.
– Deja todo eso. Mi servicio de limpieza llegará enseguida. Mientras trabajan, voy a poner los pies en alto y recuperarme. No he empezado el último libro del club de lectura, y tengo que hacer méritos para compensar que no me acabé el anterior.
– Ese libro era un fiasco -dijo Annabelle-. No sé en qué estaría pensando Krystal cuando lo eligió.
Heath aguzó el oído. ¿Anabelle y Phoebe asistían juntas a un club de lectura? ¿Qué otros secretos interesantes le ocultaba? Molly bostezó y se desperezó.
– Me gusta la idea de Sharon de dar a los tíos un libro para que lo lean cuando nos vayamos de retiro. El año pasado, si no estaban en el lago o con nosotras, se pasaban el rato repasando viejos partidos. Digan lo que digan, eso ha de hacerse aburrido al cabo de un rato.
Cada célula del cuerpo de Heath se puso en máxima alerta.
– No dejéis que elija Darnell -dijo Phoebe-. Ahora está colgado de García Márquez, y no me imagino a los demás tíos entusiasmados con Cien años de soledad.
Sólo había un Darnell al que pudieran referirse, y ése era Darnell Pruitt, el antiguo placador en ataque estrella de los Stars. A Heath le iba la cabeza a cien. ¿En qué clase de club de lectura andaba metida Annabelle?
Y aún más importante… ¿cómo iba él a sacar tajada del asunto, exactamente?