La semana que siguió al desastroso retiro en el lago Wind, Annabelle se refugió en el trabajo para evitar obsesionarse con lo que había ocurrido. La página web de Perfecta para Ti estaba ya en funcionamiento, y recibió su primera consulta por correo electrónico. Se reunió por separado con Ray Fidler y Carole, que no estaban destinados a enamorarse, pero habían aprendido algo el uno del otro. Melanie Richter, la candidata de Parejas Power que Heath había rechazado, aceptó reunirse a tomar café con el ahijado de Shirley Miller. Desgraciadamente, Jerry se sintió intimidado con su vestuario de Neiman y se negó a quedar con ella de nuevo. A su puerta llegaron algunos jubilados que la tuvieron ocupada más tiempo de lo debido, pero ella sabía lo que era la soledad, y fue incapaz de rechazarlos. Al mismo tiempo, sabía que le hacía falta pensar a lo grande si pretendía ganarse así la vida. Examinó el balance de su cuenta bancaria y decidió que sólo le daba para ofrecer una fiesta con vino y queso a sus clientes más jóvenes. Se pasó la semana esperando que llamara Heath. Que no lo hizo.
El domingo, después de comer, estaba escuchando en la radio temas clásicos de Prince mientras sacaba algunas compras de la bolsa cuando sonó el teléfono.
– Hola, patatita. ¿Cómo va todo?
Con sólo oír la voz de su hermano Doug, se sintió una inepta. Le visualizó igual que le había visto por última vez: rubio y guapo, Una versión masculina de su madre. Metió una bolsa de zanahorias baby en la nevera y apagó la radio.
– A pedir de boca. ¿Qué tal las cosas por Lalalandia?
– La casa de al lado acaba de venderse por un millón doscientos mil. Ha estado en el mercado menos de veinticuatro horas. ¿Cuándo nos vas a hacer otra visita? Jamison te echa de menos.
– Y yo a él. -No del todo cierto, ya que Annabelle no conocía apenas a su sobrino. Su cuñada tenía al pobre crío tan abrumado con compañeros de juego y clases de refuerzo para niños pequeños que la última vez que había ido a verles le había visto dormido en su sillita la mayor parte del tiempo. Mientras Doug continuaba perorando sobre su fabuloso barrio, Annabelle se imaginó a Jamison apareciendo en su puerta como un fugitivo de trece años neurótico y lleno de tics, huido de su casa. Ella velaría por devolverle la salud mental enseñándole sus mejores trucos para vagos, y cuando él creciera hablaría a sus hijos de su amada y excéntrica tía Annabelle que había preservado su cordura y le había enseñado a apreciar la vida.
– Y escucha esto -dijo Doug-: la semana pasada sorprendí a Candace regalándole un Mercedes nuevo. Ojalá hubieras visto la cara que puso.
Annabelle miró por la ventana de la cocina al callejón en el que Sherman se freía al sol como una enorme rana verde.
– Apuesto a que le encantó.
– Y que lo digas. -Doug siguió hablando del Mercedes: el interior, el exterior, GPS, como ella quería. En cierto momento la dejó en espera para atender otra llamada: otro parecido con Heath. Por fin, fue al grano, y entonces ella recordó la razón principal por la que solía llamar Doug: para echarle un sermón-. Tenemos que hablar de mamá. He estado discutiendo el problema con Adam.
– ¿Mamá es un problema? -Abrió un bote de dulce de malvavisco y le metió mano.
– Bueno, patatita, no se está haciendo más joven, pero tú no pareces reconocer ese hecho.
– No tiene más que sesenta y dos años -dijo, con la boca llena de dulce-. Un poco pronto para llevarla a una residencia.
– ¿Te acuerdas del susto que tuvo el mes pasado?
– ¡Si fue una sinusitis!
– Puedes quitarle importancia si quieres, pero le van pesando los años.
– Se acaba de apuntar a clases de windsurf.
– Sólo te cuenta lo que quiere que oigas. No le gusta dar la lata.
– Podíais haberme engañado. -Tiró la cucharilla sucia al fregadero con más fuerza de la necesaria.
– Adam y yo estamos de acuerdo en esto, y Candace también. Todo lo que se preocupa Kate por ti y tu… digámoslo sin rodeos.
«Eso, digámoslo.» Annabelle enroscó la tapa y metió el bote en la alacena.
– Esta angustia por tu estilo de vida, básicamente sin objetivos, le crea una tensión que no le viene nada bien.
Annabelle se obligó a pasar por alto la pulla. Esta vez no iba a dejar que sus palabras llegaran a afectarla.
– Preocuparse por mí es lo que mejor le sienta a mamá -dijo casi con calma-. Estando jubilada se aburre, e intentar dirigirme la vida le da algo que hacer.
– No es así como lo vemos los demás. Siempre está estresada.
– Estar estresada es su forma de pasar el rato. Y tú lo sabes.
– Estás muy equivocada. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que aferrarse a esa casa le supone un dolor de cabeza que maldita falta le hace?
La casa. Otro punto vulnerable. Pese a que pagaba su alquiler todos los meses, Annabelle no podía sustraerse al hecho de que vivía en casa de mamá.
– Tienes que mudarte de allí para que pueda ponerla a la venta.
A ella se le cayó el alma a los pies.
– ¿Quiere vender la casa? -Contemplando la vetusta cocina, podía ver a su abuela de pie junto al fregadero cuando lavaban juntas los platos. A Nana no le gustaba estropearse la manicura, de modo que Annabelle siempre lavaba, mientras que ella secaba. Solían chismorrear sobre los chicos que le gustaban a Annabelle, o sobre algún nuevo cliente que acabara de firmar con Nana, sobre todo y sobre nada en particular.
– Creo que lo que quiere ella está bastante claro -dijo Doug-. Quiere que su hija siente la cabeza y viva de manera responsable. En vez de vivir de gorra, que es lo que estás haciendo.
¿Así consideraban el dinero del alquiler que a duras penas conseguía arañar cada mes? Pero, ¿a quién quería engañar, de todas formas? Su madre ganaría una fortuna si consiguiera vender aquella casa a un constructor. Annabelle no pudo soportarlo más.
– Si mamá quiere vender la casa, puede hablar conmigo del asunto, así que tú no te metas.
– Siempre haces lo mismo. ¿No puedes discutir un problema racionalmente, por una vez?
– Si quieres racionalidad, habla con Adam. O con Candace. O con Jamison, por el amor de Dios, pero déjame a mí en paz.
Le colgó como la mujer madura de treinta y uno que no era y rompió a llorar al instante. Durante unos segundos, intentó contener las lágrimas, pero enseguida cogió una toalla de papel, se sentó a la mesa de la cocina y se abandonó a su infelicidad. Estaba harta de ser la oveja negra de la familia, harta de no llegar a fin de mes. Y tenía miedo… porque, por mucho que se resistiera, se estaba enamorando de un hombre que era igualito que ellos.
El lunes por la mañana, Heath aún no se había puesto en contacto con ella. Tenía un negocio que llevar, y por más que le apeteciera, no podía seguir mirando hacia otro lado y haciendo como si nada, así que le dejó un mensaje. El martes por la tarde, aún no le había respondido. Estaba bastante segura de que su interpretación merecedora de un Oscar le había dejado convencido, en aquel momento, de que sólo había sido su terapeuta sexual, pero ya hacía más de una semana de aquello, y parecía que pudiera estar cuestionándoselo. Evitar la confrontación no estaba en la naturaleza de Heath, y se pondría en contacto con ella antes o después, pero querría que su duelo se produjera en sus términos, que la pondrían a ella en desventaja.
Todavía conservaba el número de móvil de Bodie, del día que había pasado con Arté Palmer, y aquella noche lo utilizó.
Un corredor muy madrugador pasó zumbando mientras encajaba a Sherman en un sitio milagrosamente libre a escasos portales de la dirección de Lincoln Park que Bodie le había dado la noche anterior. Se había puesto el despertador a las cinco y media de la mañana, una hora muy adecuada para el señor Bronicki y sus colegas, pero una pesadilla para ella. Tras una ducha rápida, se enfundó un vestido de verano amarillo ácido con un corpiño con estructura de corsé que le hacía sentir como si tuviera busto, se puso un poco de gel moldeador en el pelo lavado el día antes, se dio unos toques de maquillaje en los ojos y de brillo en los labios, y salió de casa.
El café que había pillado en un Caribú de Halsted le calentaba la mano mientras comprobaba la dirección. La casa de Heath la dejó boquiabierta. La estructura de formas libres de cristal y ladrillo con su dramática cuña de dos alturas apuntando a la calle umbría, conseguía de alguna manera armonizar con las casas vecinas, tanto las señoriales del siglo XIX exquisitamente rehabilitadas como los más recientes hogares de lujo construidos en solares estrechos y carísimos. Fue caminando por la acera hasta girar por un caminito de ladrillo que conducía, haciendo una curva, a una puerta principal de caoba labrada, y llamó al timbre. Mientras esperaba, trató de afinar su estrategia, pero antes de que llegara a nada, oyó el clic de la cerradura y la puerta se abrió.
Llevaba una toalla morada, y una cara de pocos amigos que no se le fue cuando vio quién llamaba a su puerta a las siete menos veinte de la mañana. Se sacó el cepillo de dientes de la boca.
– No estoy.
– Vamos, vamos. -Le encasquetó el café en la mano libre-. Estoy montando una empresa nueva llamada Cafeína a gogó. Eres mi primer cliente. -Pasó a su lado entrando en el vestíbulo, donde una escalera en forma de S ascendía en curva hasta un segundo rellano. Observó el suelo de mármol veteado, la moderna araña de bronce, y lo único que amueblaba el vestíbulo en realidad, un par de zapatillas abandonadas.
– Caramba. Estoy absolutamente impresionada, aunque finja que no.
– Me alegro de que te guste -dijo él arrastrando las palabras-. Lamentablemente, hoy no hago la visita guiada.
Annabelle se resistió al impulso de pasarle el dedo por los restos de espuma de afeitar que le habían quedado en el lóbulo de la oreja.
– No pasa nada. Ya echo yo un vistazo mientras tú te acabas de vestir. -Le señaló la escalera-. Adelante. No quiero interrumpirte.
– Annabelle, ahora no tengo tiempo de hablar.
– Hazme un hueco -dijo ella, con la más cautivadora de sus sonrisas.
La pasta de dientes había empezado a asomarle en burbujas a Heath por la comisura de la boca. Se la limpió con el dorso de la mano. Su mirada se deslizó por los hombros desnudos de Annabelle hasta el ajustado corpiño de su vestido.
– No he estado evitándote. Te iba a devolver la llamada esta misma tarde.
– No, de verdad, tómate el tiempo que quieras. No tengo ninguna prisa. -Le hizo adiós con la mano y se dirigió al salón.
El masculló algo que sonó a blasfemia, y segundos más tarde Annabelle oyó el golpeteo de sus pies descalzos sobre el piso de arriba. Miró de soslayo por encima del hombro y vislumbró unos hombros gloriosos, una espalda desnuda y una toalla morada. Sólo cuando hubo desaparecido, volvió a centrar su atención en el salón.
La luz de la mañana entraba a raudales por la alta cuña de ventanas y veteaba el claro suelo de maderas nobles. Era un espacio precioso que pedía a gritos ser habitado, pero, salvo por los aparatos de gimnasio sobre alfombrillas de goma azul, estaba tan vacío como el vestíbulo. Nada de muebles, ni tan siquiera un póster de deportes en la pared. Mientras lo estudiaba, empezó a ver la habitación como debería ser: una mesa de café enorme, rematada en piedra, frente a un sofá grande y confortable; sillas tapizadas en colores vivos; lienzos ostentosos en las paredes; un equipo de música estilizado; libros y revistas desparramados. El juguete con ruedas de un niño. Un perro.
Con un suspiro, se recordó a sí misma que le había tendido una emboscada esa mañana para hacer que superaran su fin de semana en el lago. Le vino a la mente el viejo proverbio según el cual uno ha de tener cuidado con lo que desea. Ella había deseado que la gente se enterara de que Heath había firmado con Perfecta para Ti, y se había corrido la voz. Ahora, si le perdía como cliente, todo el mundo daría por hecho que ella no había sido lo bastante buena como para retenerle. Todo dependía de cómo se portara esa mañana.
Atravesó el comedor vacío para ir a la cocina. Las encimeras estaban despejadas, los electrodomésticos europeos de acero inoxidable parecían sin estrenar. Únicamente el vaso sucio del fregadero indicaba presencia humana. Le sorprendió la idea de que Heath tenía un sitio donde vivir, pero no un hogar.
Regresó al salón y contempló la calle por los ventanales. Una pieza del rompecabezas que era el hombre del que se había encaprichado encajaba ahora. Como le veía siempre de aquí para allá, se le había pasado por alto el hecho de que era básicamente un solitario. Aquella casa sin amueblar llamaba la atención sobre su aislamiento emocional.
Reapareció con unos pantalones anchos grises, una camisa azul oscura y una corbata estampada, todo tan bien combinado que se diría que salía de un anuncio de Barneys. Dejó la americana sobre el banco de pesas, dejó el café que le había traído y se abotonó los puños.
– No te estaba despachando. Necesitaba algo de tiempo para reevaluar la situación, y no es que esté pidiendo disculpas.
– Disculpas aceptadas. -La forma en que él frunció la frente no auguraba nada bueno, y cambió rápidamente de enfoque-. Siento que no fueran mejor las cosas con Phoebe en el lago. A pesar de lo que puedas pensar, yo te apoyaba.
– Tuvimos una conversación medio decente. -Volvió a coger el café.
– ¿Qué pasó con la otra mitad?
– Dejé que me buscara las cosquillas.
Annabelle habría disfrutado escuchando los detalles, pero necesitaba avanzar antes de que él empezara a mirarse el reloj que asomaba bajo el puño de la camisa.
– Vale, te diré la razón por la que he venido en realidad, y si me hubieras devuelto las llamadas no habría tenido necesidad de molestarte: necesito saber si le has dicho algo a alguien sobre quien tú sabes. Si lo has hecho, te juro que no volveré a hablarte. Te lo conté de forma estrictamente confidencial. De verdad que me moriría de vergüenza.
– Dime que no te has presentado aquí intempestivamente para hablar del chico de tus sueños.
Ella fingió enredar con su anillo, uno con una turquesa que había comprado Nana en Santa Fe.
– Porque ¿tú crees que es posible que le guste a Dean?
– Diantre, no lo sé. ¿No puedes esperar a llegar a la sala de estuco y preguntar a tus amiguitas?
Intentó parecer ofendida.
– Buscaba el punto de vista masculino, eso es todo.
– Que te lo dé Raoul.
– Hemos terminado. Me ponía los cuernos.
– Eso ya lo sabía toda la ciudad, ¿no?
Muy bien, se habían divertido. Annabelle se sentó en una esquina del banco de pesas.
– Sé que piensas que Dean es demasiado joven para mí…
– Tu edad es sólo un punto de una larga enumeración de calamidades que sobrevendrán sin duda si no superas esto. Y no he visto a tu amorcito, de modo que tu secreto está a salvo. ¿Algo más?
– No lo sé. ¿Algo más? -Se levantó del banco-. La cosa es que… me temo que todavía estés lidiando con algunas implicaciones emocionales del retiro, lo que podría hacer que te portes un poco como una nena.
– ¿Nena? -Se le disparó hacia arriba una ceja oscura.
– Es sólo la opinión de una mujer.
– ¿Crees que estoy portándome como una nena? ¿Tú, la reina del instituto Annabelle?
– No has respondido a mis llamadas.
– Quería pensar en ello.
– Exacto. -Se aproximó a él, componiendo una actitud resuelta muy convincente-. Es obvio que todavía te supone un conflicto mi noche de liberación sexual, pero eres demasiado macho para admitirlo. Nunca debí aprovecharme de ti. Los dos lo sabemos, pero creí que no te importaba. Parece ser que no es así.
– Seguro que esto va a ser una desilusión para ti -dijo él secamente-, pero no me he quedado traumatizado por mi violación y pillaje.
– Respeto que te aferres a tu orgullo -dijo ella con cierto remilgo.
El frunció la frente.
– Déjate de tonterías. Fuiste meridianamente clara al hablar de mezclar el placer y los negocios, y tenías razón. Ambos lo sabemos. Pero Krystal dio su fiesta porno, a mí no me gusta que me digan que no, y el resto es historia. El que se aprovechó soy yo. La razón por la que no te he llamado es que todavía no he pensado en cómo compensarte.
Annabelle detestaba la idea de que la viera como a su víctima.
– No será echándote a correr, eso seguro. Apesta un poquito el jefe que se acuesta con su secretaria y luego la despide por ello.
Tuvo la satisfacción de verle crispar el gesto, herido.
– Yo nunca haría eso -dijo.
– Estupendo. Resérvame todas las noches a partir de mañana. Arrancaremos con una profesora de economía que es un cerebrito, recuerda un poco a Kate Hudson, encuentra a Adam Sandler como mínimo medianamente gracioso y sabe distinguir una copa de vino de una de agua. Si no te gusta, tengo seis más esperando. Así que ¿te reintegras al juego o te vas a rajar?
Se negó a morder el anzuelo. En vez de eso, se acercó a los ventanales, sorbiendo el café y tomándose su tiempo, pensando sin duda en lo complicado que se había vuelto todo aquello.
– ¿Estás segura de querer seguir adelante? -dijo al fin.
– Oye, no soy yo la que se agobió. Claro que estoy segura. -«Menuda mentira.»-. Tengo que llevar un negocio y, francamente, me lo estás poniendo difícil.
Él se pasó la mano por el pelo.
– De acuerdo. Organízalo.
– Perfecto. -Le dedicó una sonrisa tan amplia que le dolieron las mejillas-. Entonces, vamos a concretar…
Hicieron sus arreglos, fijando días y horas, y Annabelle se largó en cuanto terminaron. Conduciendo de vuelta a casa, se hizo a sí misma una promesa: en lo sucesivo encerraría sus emociones allí donde debía guardarlas. En una bolsa interior Ziploc, extrarresistente.
La noche del día siguiente, Heath seguía a Kevin entre las mesas del salón de baile de un hotel mientras el quarterback estrechaba manos, palmeaba espaldas y se trabajaba a los numerosos hombres de negocios que se habían reunido a comer y escuchar su discurso de motivación titulado «Los balones largos de la vida». Heath Permaneció detrás de él, listo para echarle un capote si alguien intentaba acercarse mucho o tomarse demasiadas familiaridades, pero Kevin logró llegar a la mesa presidencial sin incidentes.
Heath había escuchado su discurso una docena de veces, y en cuanto Kevin tomó asiento volvió al fondo del salón de baile. Dieron comienzo las presentaciones, y los pensamientos de Heath retrocedieron a la emboscada de Annabelle la mañana del día anterior Había irrumpido en su casa, invadiéndolo todo con su descaro, y en contra lo que pudiera indicar su forma de hablarle, se había alegrado de verla. De todas formas, no le mintió al decirle que necesitaba tiempo para pensar las cosas, incluyendo cómo podía torpedear aquel capricho infantil que le había dado por Dean Robillard. Si no volvía pronto a sus cabales, Heath iba a perder todo su respeto por ella. ¿Por qué las mujeres dejaban el cerebro a un lado cuando se trataba de Dean?
Heath apartó el recuerdo incómodo de una antigua novia que decía de él exactamente lo mismo. Había decidido mantener una conversación franca con Dean para asegurarse de que al chico de oro le quedaba claro que Annabelle no era otra tontita más que pudiera incorporar a su vitrina de trofeos. Sólo que se suponía que quería camelarse a Dean, no enfrentarse con él. Una vez más, su casamentera le había puesto en un conflicto imposible.
Kevin hizo un chiste riéndose de sí mismo, y la multitud se lo celebró. Les tenía donde quería, y Heath se escabulló al pasillo para comprobar sus mensajes. Cuando vio el número de Bodie, le llamó a él en primer lugar.
– ¿Qué pasa?
– Un amigo mío acaba de telefonearme desde la playa de Oak Street -dijo Bodie-. Tony Coffield, ¿te acuerdas de él? Su viejo tiene un par de bares en Andersonville.
– ¿Sí? -Tony era uno de los componentes de una red de tipos que suministraban información a Bodie.
– Pues adivina quién más ha aparecido para pillar un poco de sol. Nada menos que nuestro buen amigo Robillard. Y parece que no está solo. Tony dice que comparte manta con una pelirroja. Mona, pero no su tipo habitual.
Heath apoyó la espalda contra la pared y apretó los dientes.
Bodie se reía.
– Tu pequeña casamentera no pierde el tiempo, desde luego.
Annabelle levantó la cabeza de la manta llena de arena y contempló a Dean. Estaba tumbado de espaldas, con los músculos bronceados y aceitados, el pelo rubio reluciente y los ojos ocultos por unas gafas de sol futuristas con cristales azul claro. Un par de mujeres en bikini pasaron por delante por cuarta vez, y en esta ocasión parecieron reunir el valor para abordarle. Annabelle interceptó su mirada, se llevó el índice a los labios indicándoles que estaba dormido y sacudió la cabeza. Las mujeres, decepcionadas, pasaron de largo.
– Gracias -dijo Dean, sin mover los labios.
– ¿No se cobra por este trabajo?
– Te he comprado un perrito caliente, ¿no?
Ella apoyó la barbilla en sus nudillos y hundió más en la arena los dedos de los pies. Dean la había llamado el día anterior, unas horas después de salir de casa de Heath. Le preguntó si se apuntaba a una excursión a la playa antes de que empezaran la concentración y los entrenamientos.
Ella tenía un millón de cosas que hacer para preparar la maratón de citas que había planeado, pero no podía dejar pasar la oportunidad de cebar el cuento de su encaprichamiento, por si Heath albergaba dudas todavía.
– Explícamelo otra vez, pues -dijo Dean, con los ojos aún cerrados-. Lo de que me estás utilizando descaradamente para tus propios propósitos nefandos.
– Se supone que los futbolistas no conocen palabras como «nefando».
– La oí en un anuncio de cerveza.
Ella sonrió y se ajustó las gafas de sol.
– Sólo voy a decirte esto: me he metido en un pequeño lío, y no, no te voy a contar con quién. La forma más fácil de escabullirme era fingir que estoy loca por ti. Y lo estoy, por supuesto.
– Mentirosa. Me tratas como a un niño.
– Sólo para protegerme de tu esplendor.
El resopló.
– Además, que me vean contigo eleva enormemente el perfil de mi empresa. -Apoyó la mejilla en el brazo-. Conseguiré que la gente hable de Perfecta para Ti, y la única publicidad que puedo permitirme en este preciso momento es la gratuita. Te lo pagaré. Te lo prometo. -Extendió el brazo y le dio una pequeña palmada en uno de sus bíceps durísimos y calentados por el sol-. De aquí a unos diez años, cuando estemos seguros de que has superado la pubertad, pienso encontrarte una mujer estupenda.
– ¿Diez años?
– Tienes razón. Pongamos quince, sólo por asegurarnos.
Annabelle durmió de pena aquella noche. Estaba aterrorizada ante el comienzo de la maratón de citas de Heath, pero ya era hora de hacer de tripas corazón y echarle el resto.
Llegó al Sienna's la primera. Cuando entró él, el corazón le di un brinquito en el pecho antes de caérsele a los pies. Había sido su amante, y ahora tenía que presentárselo a otra mujer.
El parecía tan amargado como ella.
– Me han dicho que ayer hiciste novillos -dijo al sentarse
Ella contaba con que su escapada con Dean hubiera llegado a sus oídos, y se animó un poco.
– No. No voy a decir ni una palabra. -Hizo el gesto de cerrar sus labios como una cremallera, echó el candado y tiró la llave.
La irritación de Heath se ahondó.
– ¿Sabes lo pueril que es eso?
– Eres tú el que ha preguntado.
– Sólo he dicho que te habías tomado el día libre. Estaba dando conversación.
– Se me permite tomarme un día libre de vez en cuando. Y el lago Wind no cuenta porque tuve que estar pendiente de un cliente. Concretamente, de ti.
Entornó los párpados en esa expresión suya tan sexy que anunciaba que estaba a punto de decir algo picante. Pero luego pareció pensárselo dos veces.
– ¿Y qué tal progresa el curso del amor verdadero?
– Creo que le atraigo. Tal vez sea porque no soy pegajosa. Podría ponerme pegajosa, pero me estoy obligando a darle todo el cuartel. ¿No estás de acuerdo en que es lo más inteligente que puedo hacer?
– No vas a arrastrarme a esta discusión.
– Ya sé que le vienen admiradoras despampanantes como moscas, pero creo que podría estar superando esa etapa de su vida. Tengo la sensación de que está madurando.
– Espérate sentada.
– Crees que me comporto como una estúpida, ¿verdad?
– Campanilla, has dado un nuevo significado a la estupidez. Para ser una mujer supuestamente con la cabeza sobre los hombros…
– Chissst… Aquí llega Celeste.
Heath y Celeste tuvieron una conversación muy aburrida sobre economía, un tema que siempre desanimaba a Annabelle. Si la economía iba bien, sentía que no sabía cómo sacarle partido, y si la economía iba mal, no veía cómo iba a conseguir ella salir adelante. Dejó que la conversación se estirara veinte minutos antes de ponerle fin.
Después de irse Celeste, Heath dijo:
– No me importaría contratar sus servicios, pero no quiero casarme con ella.
Annabelle no creía que a Celeste le hubiera gustado Heath demasiado tampoco, y su humor mejoró. Sólo transitoriamente, por desgracia, ya que su siguiente candidata, una ejecutiva de relaciones públicas, se presentó puntual.
Heath estuvo encantador, como de costumbre: respetuoso, mostrando interés por todo lo que ella decía, pero reacio a ir más allá.
– Se viste con mucho gusto, pero la pongo nerviosa.
A lo largo de la semana, Annabelle tiró de todos sus recursos, y le presentó a una directora de cine, a la propietaria de una floristería, a una ejecutiva de seguros y a la editora de Janine. Todas le gustaron, pero no mostró interés en salir con ninguna.
El bombardeo de citas llegó a oídos de Portia, que envió a dos aspirantes más. Una le babeaba encima, cosa que le molestó a él pero hizo las delicias de Annabelle. A la otra le disgustó la falta de pedigrí de Heath, cosa que enfureció a Annabelle. A continuación, Portia insistió en organizar una cita en el Drake para el café de la mañana. Heath accedió finalmente, así que Annabelle aprovechó para encajar a esas horas una cita con una antigua compañera de la universidad que por las noches daba clases a adultos.
La candidata de Annabelle fue un fiasco. La de Portia, no. Portia había insistido tanto en la cita matinal, según descubrió Annabelle, porque había reclutado a la más reciente presentadora de las noticias de la noche de la WGN-TV, Keri Winters. Keri era despampanante, brillante y refinada; demasiado refinada. Era el equivalente femenino de Heath, y entre los dos resultaban lo bastante resbaladizos como para flotar un petrolero.
Annabelle intentó poner fin a la agonía al cabo de veinte minutos, pero Heath le dirigió una mirada asesina, y Keri se quedó media hora más. Cuando se quedaron a solas por fin, Annabelle elevó los ojos al cielo.
– Esto ha sido una pérdida de tiempo.
– Pero ¿qué dices? Es exactamente lo que ando buscando voy a pedirle que salgamos.
– Es tan de plástico como tú. Te lo advierto, no es una buena idea. Si alguna vez tenéis hijos, saldrán del conducto uterino con «Fisher-Price» estampado en el trasero.
Heath no quiso hacerle caso, y al día siguiente llamó a doña Noticias de las nueve para quedar con ella a cenar.