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Dean Robillard entró en el club como una jodida estrella de cine, con una chaqueta de lino deportiva colgada de los hombros, unos pendientes de diamante brillando en los lóbulos de sus orejas y unas gafas Oakley que velaban sus ojos azul Malibú. Con la piel bronceada por el sol, la barba de tres días y el rubio pelo de surfista, todo reluciente y lleno de gel, era un regalo de Los Angeles a la ciudad de Chicago. Heath agradeció la distracción con una sonrisa. El chico tenía estilo, y la Ciudad del Viento le había echado de menos.

– ¿Conoces a Dean? -La rubia que intentaba cogerse del brazo derecho de Heath seguía con la mirada a Robillard, que regalaba su sonrisa a la muchedumbre como si avanzara por una alfombra roja. Tuvo que alzar la voz por encima de la música mala de la pista de baile del Waterworks, donde se celebraba la fiesta privada de aquella noche. Si bien los Sox estaban jugando en Cleveland y los Bulls aún no habían vuelto, los demás equipos de la ciudad estaban bien representados en la fiesta, principalmente los jugadores de los Stars y los Bears, pero también gran parte de los jugadores de los Cubs, un par de Blackhawks y un portero del Chicago Fire. A la mezcla también se sumaban un par de actores, una estrella del rock y mujeres, decenas de mujeres, a cuál más atractiva, el botín sexual de los ricos y famosos.

– Claro que conoce a Dean. -La morena que estaba a su lado izquierdo miró a la rubia con condescendencia-. Heath conoce a todos los jugadores de fútbol de la ciudad, ¿verdad, cariño? -Mientras hablaba, deslizó furtivamente una mano por la parte interior de su muslo, pero Heath procuró hacer caso omiso de su erección, del mismo modo que había estado haciendo caso omiso de sus erecciones desde que decidiera entrenarse para el matrimonio.

Entrenarse para el matrimonio era un verdadero infierno.

Se recordó a sí mismo que había llegado hasta donde estaba aferrándose a un plan, y que el siguiente paso era estar casado antes de cumplir los treinta y cinco. Su mujer sería el símbolo más importante de sus éxitos, la prueba definitiva de que había dejado atrás el párking de caravanas de Beau Vista para siempre.

– Lo conozco -dijo, sin añadir que esperaba conocerlo mucho mejor.

Cuando Robillard avanzó hacia el interior de la gran sala, la muchedumbre del Waterworks abrió paso al ex jugador del sur de California que había sido fichado por los Stars para ocupar el puesto de primer quarterback cuando Kevin Tucker colgara las botas al final de la próxima temporada. La historia familiar de Dean Robillard estaba envuelta en misterio, y cuando alguien husmeaba el jugador respondía con frases vagas. Tras hacer algunas averiguaciones por su cuenta, Heath había topado con algunos rumores interesantes que prefirió mantener en secreto. Los hermanos Zagorski, que hasta entonces habían estado intentando ligarse a un par de chicas morenas en el otro extremo del bar, cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando. Unos segundos después, avanzaban a tropezones sobre sus mocasines Prada para ser los primeros en llegar hasta él.

Heath tomó otro sorbo de su cerveza y los dejó hacer. No le sorprendía el interés de los Zagorski en Robillard. El agente del quarterback había muerto en un accidente durante una escalada en roca cinco días atrás, dejándolo sin representante, algo que los hermanos Zagorski, y todos los demás agentes del país, esperaban remediar. Los Zagorski eran dueños de la empresa Z-Group, el único competidor serio de Heath en Chicago. Él los odiaba a muerte, principalmente por su falta de ética, pero también porque le habían robado un candidato a la primera ronda del draft cinco años atrás, cuando más lo necesitaba. Su venganza había consistido en quitarles a Rocco Jefferson, lo que no había resultado nada difícil. Los Zagorski eran buenos en hacer grandes promesas a sus clientes, pero no en cumplirlas.

Heath no se hacía ilusiones acerca de su oficio. En los últimos diez años, el negocio de representación de deportistas se había vuelto más corrupto que una pelea de gallos. En la mayoría de estados prácticamente se regalaban las licencias. Cualquier vulgar estafador podía mandar imprimir una tarjeta de visita con el título de representante y aprovecharse de deportistas universitarios crédulos, sobre todo de aquellos que habían crecido en la miseria. Estos embaucadores les pasaban dinero bajo la mesa, les prometían coches y joyas, contrataban a putas y pagaban «recompensas» a cualquiera que pudiera conseguirles la firma de un atleta importante en un contrato de representación. Algunos agentes serios habían abandonado el negocio porque consideraban que no se podía ser honesto y competitivo a la vez, pero Heath no estaba dispuesto a dejarse comer el terreno. A pesar de lo sórdido que era el negocio, le gustaba lo que hacía. Le encantaba la descarga de adrenalina que le producía asegurar un cliente, firmar un contrato. Le encantaba descubrir hasta dónde podía tensar la cuerda. Era lo que mejor sabía hacer. Llevaba las reglas al límite, pero no las rompía. Y jamás engañaba a un cliente.

Vio cómo Robillard agachaba la cabeza para oír lo que le decían los Zagorski. Heath no estaba preocupado. Robillard podía ser un guaperas de Los Angeles, pero no era un estúpido. Sabía que todos los agentes del país se interesaban en él, y no iba a tomar una decisión de la noche a la mañana.

Una gatita sexual con la que Heath se había acostado un par de veces en los días anteriores a la concentración lo abordó meneando la melena, los pezones fruncidos como dos cerezas en sazón bajo un top ceñido y provocador.

– Estoy haciendo una encuesta. Si sólo pudieras disfrutar de un tipo de sexo el resto de tu vida, ¿con cuál te quedarías? Hasta ahora, la votación está tres a uno a favor del sexo oral.

– ¿Te vale si lo dejo en sexo heterosexual?

Las tres mujeres se desternillaron de risa, como si nunca hubiesen oído algo más gracioso. Al parecer, era el rey de los monólogos de humor.

La fiesta empezó a animarse, y algunas de las mujeres en la pista de baile empezaron a desfilar bajo los chorros de agua que daban su nombre a Waterworks. Sus ropas se pegaban a sus cuerpos, destacando cada curva y cada cavidad. Recién llegado a la ciudad se había dejado seducir por el club, la música y la bebida, las hermosas mujeres y el sexo libre, pero para cuando cumplió los treinta años de edad ya estaba hastiado. Aun así, dejarse ver, fuera o no un coñazo, era parte importante de su negocio, y no conseguía recordar la última vez que se había ido a dormir solo a una hora decente.

– Heath, mi hombre.

Recibió a Sean Palmer con una sonrisa. El novato de los Chicago Bears era un chico bien parecido, alto y musculoso, de barbilla cuadrada y picaros ojos marrones. Ambos escenificaron una decena de complicados apretones de mano que Heath había llegado a dominar con los años.

– ¿Cómo le va a la Pitón esta noche? -preguntó Sean.

– No me puedo quejar. -Heath había trabajado duro para reclutar al fullback de Ohio, y cuando Sean fue elegido en noveno lugar para los Bears en la primera ronda del draft, fue uno de aquellos momentos perfectos que le compensaban de toda la mierda que tenía que tragar. Sean era un trabajador incansable proveniente de una gran familia. Heath estaba dispuesto a hacer todo lo posible por mantenerlo alejado de los problemas.

Hizo un gesto a las mujeres para que los dejaran solos, y Sean pareció momentáneamente decepcionado al verlas alejarse. Como todos en el club, quería hablar acerca de Robillard.

– ¿Por qué no estás allí, besando el flacucho culito blanco de Dean como todos los demás?

– Los besos los dejo para el ámbito privado.

– Robillard es un tío listo. Se va a tomar su tiempo antes de elegir un nuevo agente.

– No lo puedo culpar por ello. Tiene un gran futuro.

– ¿Quieres que hable con él?

– Por qué no. -Heath esbozó una sonrisa. Robillard no iba a dar un duro por las recomendaciones de un novato. La única opinión que le podía merecer respeto era la de Kevin Tucker, y ni de eso estaba seguro. Dean se debatía entre idolatrar a Kevin y guardarle rencor porque no había sufrido ninguna lesión durante la última temporada, lo que le había obligado a quedarse un año más en el banquillo.

– ¿Y qué hay de eso que cuentan por ahí de que últimamente pasas de las mujeres? Hoy todas las chicas están hablando de ti. Se sienten abandonadas, ¿sabes?

No tenía sentido explicarle a un muchacho de veintidós años con fajos de billetes de cien dólares en cada bolsillo que ese juego ya le estaba cansando.

– He estado ocupado.

– ¿Demasiado ocupado para los coñitos?

Sean parecía tan genuinamente atónito que Heath no tuvo más remedio que reírse. Y, a decir verdad, al chico no le faltaba razón. Dondequiera que mirara veía pechos turgentes apenas disimulados por escotes profundos y faldas cortas marcando las curvas de extraordinarios traseros. Pero quería algo más que sexo. Quería el premio gordo. Una mujer refinada, hermosa y dulce. Se imaginó a su esposa de noble cuna, esbelta y hermosa, la calma en medio de su tormenta. Siempre estaría allí para él y limaría sus asperezas. Una mujer que le hiciera sentir que había conseguido todo lo que siempre soñó. Excepto jugar para los Dallas Cowboys.

Se sonrió ante la fantasía de su niñez. A la que tuvo que renunciar, junto con su plan de adolescente de follarse a una estrella del porno distinta cada noche. Había entrado en la Universidad de Illinois con una beca de fútbol y había jugado los cuatro años como titular. Pero durante el último curso tuvo que hacerse a la idea de que nunca pasaría de formar parte del banquillo para los profesionales. Incluso entonces supo que no podía dedicar su vida a algo en lo que no fuera el mejor, de modo que encaminó sus sueños en otra dirección. Había obtenido las mejores notas en los exámenes para la carrera de Derecho, y un ex-alumno de la Universidad de Illinois movió unos cuantos hilos para facilitar su ingreso en Harvard. Heath aprendió a combinar su cerebro, lo que había aprendido en la calle y su habilidad camaleónica para adaptarse a cualquier ambiente: un tugurio, un vestuario, la cubierta de un yate privado…

Si bien no ocultaba sus raíces de chico del campo -alardeaba de ellas cuando le convenía-, evitaba que nadie viera la cantidad de tierra que aún había adherida a esas raíces. Vestía la ropa más cara, conducía los mejores coches, vivía en la mejor zona de la ciudad. Sabía distinguir un buen vino, a pesar de que rara vez lo bebía; entendía de bellas artes en términos académicos, si no estéticos, y no necesitaba un manual de buenas maneras para identificar un tenedor para pescado.

– Ya sé cuál es tu problema -dijo Sean con una mirada maliciosa-. Las chicas de aquí no tienen suficiente clase para el señor Ivy League. A vosotros los pijos os gustan las mujeres con monogramas elegantes tatuados en el culo.

– Sí, para que hagan juego con la grande y elegante H de Harvard que llevo tatuada en el mío.

Sean se echó a reír, y las mujeres se volvieron hacia ellos para averiguar qué le había causado tanta gracia. Unos años atrás, Heath habría disfrutado de su sexualidad predatoria. Las mujeres se sentían atraídas por él desde que era un chiquillo. A los trece años fue seducido por una de las novias de su padre. Ahora sabía que había sido objeto de abuso sexual, pero por aquel entonces lo ignoraba, y se había sentido tan culpable que vomitó por temor a que su padre lo descubriera. Un episodio sórdido más en una infancia plagada de ellos.

La mayor parte de los restos de esa infancia había quedado atrás, y lo demás desaparecería cuando encontrara a la mujer ideal. O cuando Portia Powers la encontrara para él. Después de pasar el último año buscando por su cuenta, llegó a la conclusión de que no encontraría a la mujer de sus sueños en los bares y clubes nocturnos que frecuentaba durante su tiempo libre. Aun así, nunca se le habría ocurrido contratar una agencia matrimonial de no haber topado con un elogioso artículo sobre Powers en la revista Chicago. Sus impresionantes conexiones y su formidable historial eran exactamente lo que necesitaba.

No podía decirse lo mismo de Annabelle Granger. Como profesional curtido en estas lides, no solía dejarse embaucar, pero su sinceridad desesperada había podido con él. Recordaba su horrible traje amarillo, sus grandes ojos color miel, sus mejillas redondas y coloradas, y su pelo rojo y suelto. Parecía salida del saco de Papá Noel después de un accidentado viaje en trineo.

Tendría que haber evitado hablar de su búsqueda de esposa delante de Kevin, pero ¿cómo iba a saber que Molly, la esposa de su cliente estrella, tenía una amiga en el negocio de las agencias matrimoniales? Tan pronto terminara el encuentro que le había prometido, Annabelle Granger y su disparatada operación serían historia.


***

Pasada la una de la mañana, Dean Robillard se acercó finalmente a Heath. A pesar de la escasa iluminación del club, el chico aún llevaba las Oakley, pero se había quitado la chaqueta deportiva y su camiseta blanca sin mangas destacaba el Santo Grial de los hombros de futbolista: grandes, fuertes y sin estropear por la cirugía artroscópica. Dean apoyó una cadera en el taburete vacío que había junto a Heath. Mientras extendía una pierna para no perder el equilibrio, dejó entrever una bota de cuero color habano de la que Heath había oído decir a una de las chicas que era de Dolce & Gabanna.

– De acuerdo, Champion, tu turno para hacerme la pelota.

Heath apoyó un codo en la barra.

– Mis condolencias por tu pérdida. McGruder era un buen agente.

– Te odiaba a muerte.

– Yo también, pero eso no quita que fuese un buen agente, y no quedamos muchos. -Escudriñó de cerca al quarterback-. Joder, Robillard, ¿has estado aclarándote el pelo? -

– Reflejos. ¿Te gustan?

– Si fueses un poco más guapa, intentaría ligar contigo.

Robillard sonrió para sí.

– Tendrías que ponerte en la cola.

Ambos sabían que no estaban hablando acerca de ligues.

– Me gustas, Champion -admitió Robillard-, así que no voy a andarme con rodeos. No estás en liza. Sería estúpido por mi parte firmar un contrato con el agente número uno en la lista negra de Phoebe Calebow.

– La única razón por la que estoy en esa lista es porque Phoebe es tacaña. -No era del todo cierto, pero no quería entrar en los complicados detalles de su relación con la propietaria de los Chicago Stars-. A Phoebe no le gusta que yo no corra a coger los huesos que lanza, como todos los demás. ¿Por qué no le preguntas a Kevin si tiene alguna queja?

– Ya, pero resulta que Kevin está casado con la hermana de Phoebe y yo no, así que la situación no es exactamente la misma. El hecho es que ya he cabreado a la señora Calebow sin proponérmelo, y no pienso empeorar las cosas contratándote.

Una vez más se interponía su relación escasamente funcional con Phoebe Calebow. Por mucho que intentara arreglar las cosas con ella, los errores que había cometido al principio lo perseguían una y otra vez para pasarle factura. No dejó que se notara la tensión; sencillamente, se encogió de hombros.

– Haz lo que tengas que hacer.

– Sois un atajo de sanguijuelas -dijo Dean con tono amargo-. Os lleváis el dos, el tres por ciento de los beneficios brutos, ¿por hacer qué? Por hacer un par de trámites. ¡Menuda hazaña! ¿Cuántos entrenamientos dobles has tenido que soportar?

– No tantos como tú, sin duda. Estaba demasiado ocupado obteniendo sobresalientes en derecho contractual.

Robillard sonrió.

Heath le respondió con una sonrisa.

– Sólo para dejar las cosas claras… Cuando se trata de esos importantes contratos de promoción que consigo a mis clientes, me llevo mucho más que un tres por ciento de los beneficios brutos.

Robillard no parpadeó.

– Los Zagorski me garantizan un contrato con Nike. ¿Puedes conseguir lo mismo?

– Nunca garantizo lo que no tengo asegurado. -Bebió un sorbo de su cerveza-. No me tiro faroles con mis clientes, al menos no sobre temas importantes. Tampoco les robo, ni les miento, ni les falto al respeto a sus espaldas. No hay ningún agente en este negocio que trabaje más duro que yo. Ni uno solo. Y eso es todo lo que tengo que ofrecer. -Se pudo en pie, sacó su cartera y plantó un billete de cien dólares sobre la barra-. Cuando quieras hablar del asunto, ya sabes dónde encontrarme.


***

Al llegar a casa esa misma noche, Heath cogió la invitación manchada de uno de los cajones de su cómoda. La conservaba como recordatorio del desgarrador dolor que sintió la primera vez que la había abierto a los veintitrés años.


Está cordialmente invitado a asistir a la boda de

JULIE AMES SHELTON

y

HEATH D. CAMPIONE

La celebración de las bodas de plata de

VICTORIA Y DOUGLAS PIERCE SHELTON III

y

La celebración de las bodas de oro de

MILDRED Y DOUGLAS PIERCE SHELTON II

Día de San Valentín

18.00 horas

The Manor

East Hampton, Nueva York


El organizador de la boda le había enviado la invitación sin darse cuenta de que él era el novio, un error sumamente elocuente que le permitió descubrir que su boda con Julie no era sino un engranaje más en la bien aceitada maquinaria de producción familiar. Siempre había pensado que era demasiado bonito para ser verdad: Julie Shelton enamorada de un muchacho que se pagaba la carrera de Derecho limpiando fosas sépticas.

«No sé por qué te lo tomas así-había dicho Julie cuando le pidió explicaciones-. Las fechas sencillamente coincidieron. Debería alegrarte de que mantengamos las tradiciones. Casarse el día de San Valentín trae buena suerte en mi familia.»

«Este no es un día de San Valentín cualquiera -había respondido él-. Bodas de oro, bodas de plata… ¿Con quién te hubieses casado si yo no hubiese aparecido a tiempo?»

«Pero lo has hecho, así que no sé dónde está el problema.»

El le había suplicado que cambiase la fecha, pero ella se negó. «Si me amas, lo harás a mi manera», le dijo.

El la amaba. Pero después de una semana de noches en vela llegó a la conclusión de que ella sólo lo quería por interés.

La boda finalmente se celebró con uno de los amigos de infancia de Julie en calidad de novio de tercera generación del día de SanValentín. Heath tardó varios meses en recuperarse del todo. Dos años más tarde, la pareja se divorció, poniendo punto final a la tradición familiar de los Shelton, pero Heath no sintió consuelo.

Julie no era la primera persona a la que él entregaba su corazón. De niño se lo había entregado a todo el mundo, desde el borracho de su padre hasta la retahila de novias fugaces que el viejo llevaba a casa. Cada vez que una nueva mujer entraba en la destartalada caravana, Heath suspiraba porque fuera la que llenara el hueco dejado por su difunta madre.

Cuando la cosa no funcionaba -y nunca funcionaba-, entregaba su cariño a los perros callejeros que acababan aplastados en la vecina carretera, a la viejecita de la caravana contigua que le gritaba si su pelota caía cerca de su jardín de ruedas de tractor, a profesoras de la escuela que tenían sus propios hijos y no querían uno más. Pero tuvo que pasar por su experiencia con Julie para aprender la lección que no se permitía olvidar: su supervivencia emocional dependía de que no se enamorara.

Esperaba que eso cambiara algún día. Amaría a sus hijos, de eso estaba seguro. Nunca permitiría que crecieran como lo había hecho él. En cuanto a su esposa… eso tomaría su tiempo. Pero una vez estuviese convencido de su amor, lo intentaría. Por ahora tenía previsto tratar la búsqueda de una esposa como trataba cualquier otro aspecto de su negocio, razón por la que había contratado a la mejor agencia matrimonial de la ciudad. Y por la que debía deshacerse de Annabelle Granger…


***

Menos de veinticuatro horas más tarde, Heath entró en el Sienna's, su restaurante favorito, para cumplir con lo acordado. Annabelle llevaba un cartelito de fracasada pegado en la frente, y aquello suponía una gran pérdida de tiempo que no le sobraba. Mientras se dirigía hacia su mesa habitual, en el rincón del fondo del bien iluminado bar, saludó en italiano a Carlo, el propietario. Heath había aprendido el idioma en la universidad, y no de su padre, que sólo hablaba en borracho. El viejo había muerto de una mezcla de enfisema y cirrosis cuando Heath tenía veinte años. Aún no había derramado una sola lágrima por él.

Hizo una llamada rápida a Caleb Crenshaw, el running back de los Stars, y otra a Phil Tyree, de Nueva Orleans. La alarma de su reloj sonó justo cuando colgó. Las nueve de la tarde. Levantó la vista y, en efecto, Annabelle Granger avanzaba hacia él. Pero fue la despampanante rubia que caminaba a su lado la que llamó su atención. Santo Dios… ¿de dónde había salido? El pelo liso y corto le caía en un corte moderno hacia la mandíbula. Tenía rasgos perfectamente equilibrados y una figura delgada, de piernas largas. De modo que lo de Campanilla no había sido sólo un farol.

Su casamentera era media cabeza mas pequeña que la mujer que había traído. Su maraña de pelo dorado rojizo brillaba alrededor de su pequeña cabeza. La chaqueta corta blanca que llevaba con el vestido de tirantes color lima era, sin duda, una gran mejora sobre el conjunto del día anterior; aún así, seguía pareciendo un hada del bosque chiflada. Se puso en pie para recibirlas.

– Gwen, te presento a Heath Champion. Heath, Gwen Phelps.

Gwen Phelps lo escrutó con un par de inteligentes ojos marrones que se inclinaban de forma atractiva en las esquinas.

– Es un placer -dijo con un tono de voz profundo y bajo-. Annabelle me ha contado todo sobre ti.

– Me alegra saberlo. Eso quiere decir que podemos hablar de ti, que, por lo que veo, será mucho más interesante. -Fue un comentario muy convencional, e incluso le pareció oír un resoplido, pero cuando desvió la mirada hacia Annabelle, en su expresión sólo vio ansias por agradar.

– Permíteme que lo ponga en duda. -Gwen se deslizó con gracia en la silla que él sostenía para ella. La mujer destilaba clase. Annabelle tiró de la silla situada en el extremo opuesto, pero se atascó en una de las patas de la mesa. Ocultando su irritación, Heath se estiró para liberarla. Annabelle era un desastre andante, y ahora se arrepentía de haberle exigido que se sentara con ellos, pero en su momento le había parecido una buena idea. Cuando decidió contratar una agencia matrimonial, también se prometió a sí mismo hacer que el proceso fuese eficiente. Ya había tenido dos encuentros organizados por Parejas Power. Incluso antes de que llegaran las bebidas, supo que ninguna de las mujeres era la adecuada para él, y había perdido un par de horas librándose de ellas. Sin embargo, ésta prometía.

Ramon vino desde el bar para tomar nota del pedido. Gwen pidió un club soda, Annabelle algo aterrador llamado fantasma verde. Ella lo miraba con la expresión jovial e impaciente del dueño que aguarda a que su perro de raza luzca sus habilidades. Si esperaba a que ella condujese la conversación, podía esperar sentado.

– ¿Eres de Chicago, Gwen? -preguntó Heath.

– Crecí en Rockford, pero vivo en la ciudad desde hace años. En Bucktown.

Bucktown era un barrio del norte de Chicago popular entre los jóvenes, no lejos de allí. El mismo había vivido en él durante un tiempo, de modo que intercambiaron unos cuantos comentarios superficiales sobre la zona, exactamente el tipo de conversación intrascendente que él hubiera querido evitar. Lanzó una mirada a la señorita casamentera. Ella, que no era tonta, captó la indirecta.

– Le interesará saber que Gwen es psicóloga. Es una de las principales autoridades del país en instructoras sexuales.

Eso atrajo su atención. Evitó hacer los muchos comentarios de vestuario de tíos que le vinieron a la mente.

– Un campo de estudio poco común.

– El entrenamiento sexual no goza de buena reputación -respondió la hermosa psicóloga-. Si se utiliza de forma adecuada, puede ser una magnífica herramienta terapéutica. Me he propuesto darle la relevancia que merece.

La psicóloga empezó a hacerle un resumen de su trabajo. Tenía un gran sentido del humor, era lista y sexy. ¡Vaya si era sexy! Había subestimado completamente las habilidades de casamentera de Annabelle Granger. Sin embargo, justo cuando empezaba a relajarse con la conversación, Annabelle echó un vistazo a su reloj y se puso en pie.

– Se acabó el tiempo -anunció en un tono de voz jovial que le dio dentera.

La atractiva psicóloga se puso en pie con una sonrisa.

– Ha sido un placer conocerte, Heath.

– El placer ha sido mío. -Puesto que era él quien había puesto el límite de tiempo, no le quedó más remedio que ocultar su irritación. Nunca hubiera esperado que una mema como Annabelle le presentase a una mujer despampanante como aquélla, y menos en la primera cita. Gwen abrazó rápidamente a Annabelle, volvió a dirigir una sonrisa a Heath y se marchó. Annabelle se acomodó en su asiento, bebió un sorbo de su fantasma verde y metió la mano en su bolso, esta vez color turquesa con palmeras cubierto de lentejuelas.

Segundos después, tenía delante de sus ojos un contrato. El mismo que ella había dejado sobre su escritorio el día anterior.

– Garantizo un mínimo de dos presentaciones al mes. -Un mechón de pelo dorado rojizo cayó sobre su frente-. Cobro d… diez mil dólares por seis meses. -A él tampoco le pasaron inadvertidos ni el tartamudeo ni el súbito sonrojo de aquellas mejillas de ardilla. Campanilla iba a por todas-. Normalmente, la tarifa incluye una sesión con un asesor de imagen, pero… -Dedicó una mirada a su corte de pelo, retocado cada dos semanas a ochenta dólares la visita al estilista, a su camisa negra Versace y a sus pantalones gris pálido Joseph Abboud-. Eh… eh… pero creo que nos la podemos ahorrar.

Y tanto que sí. Heath tenía un gusto lamentable para la ropa, pero la imagen lo era todo en su profesión, y el hecho de que no le importara un rábano lo que se ponía no quería decir que sus clientes fuesen de la misma opinión. Un asesor de imagen gay y refinado compraba todo lo que se ponía Heath. Además, le había prohibido combinar ninguna prenda sin consultar las tablas que colgaban de su armario.

– Diez mil dólares es mucho dinero para alguien que está empezando -dijo.

– Al igual que usted, cobro por lo que valgo. -Sus ojos se detuvieron en su boca.

Contuvo la sonrisa. Campanilla necesitaba practicar su cara de póquer.

– Ya he pagado un montón por mi contrato con Portia Powers.

El pequeño arco de Cupido del centro de su labio superior palideció un poco, pero le quedaban recursos.

– ¿Y cuántas mujeres como Gwen le ha presentado?

Le había pillado, y esta vez no ocultó su sonrisa. En lugar de ello, cogió el contrato y empezó a leerlo. Los diez mil dólares eran un farol, una pretensión optimista. Aun así, le había presentado a Gwen Phelps. Leyó las dos páginas. Podía hacerle bajar el precio, Pero ¿hasta dónde quería llegar? El arte del acuerdo requería que ambas partes se sintieran ganadoras. De lo contrario, el resentimiento podía influir negativamente en los resultados. Cogió su Mont Blanc y empezó a hacer modificaciones: tachó una cláusula, corrigió un par y añadió otra de su propia cosecha. Finalmente, le devolvió los papeles.

– Cinco mil por adelantado. El resto sólo si da usted con la mujer ideal.

Los puntos dorados de sus ojos marrones brillaron como la purpurina del yo-yo de un niño.

– Eso es inaceptable. Prácticamente me está pidiendo que trabaje gratis para usted.

– Cinco mil dólares no es moco de pavo. Y su curriculum no me impresiona.

– Sin embargo, le he traído a Gwen.

– ¿Cómo sé que no es todo lo que tiene? Hay una gran diferencia entre prometer resultados y conseguirlos. -Señaló el contrato-. La pelota está en su tejado.

Cogió las hojas y repasó los cambios con el entrecejo fruncido, pero al final firmó, tal como él había previsto. Después de firmar él también, se arrellanó en su asiento y la estudió.

– Déme el número de teléfono de Gwen Phelp. Yo mismo concertaré la próxima cita.

Ella apoyó un dedo en el labio inferior, revelando unos dientes blancos y pequeños.

– Tengo que preguntárselo primero. Es un acuerdo al que llego con todas las mujeres que presento.

– Me parece sensato. Pero no me preocupa demasiado.

Mientras ella buscaba su teléfono móvil, él echó un vistazo a su reloj. Estaba cansado. Había pasado el día en Cleveland y aún tenía que pasar unos minutos por Waterworks para ver si había alguna novedad respecto a Dean Robillard. Al día siguiente tenía la agenda completa, desde el desayuno hasta la medianoche. El viernes debía coger un vuelo a Phoenix a primera hora y, la semana siguiente, tenía que viajar a Tampa y a Baltimore. Si tuviera una esposa, tendría la maleta hecha siempre que la necesitara, y encontraría algo más que una cerveza en la nevera al volver a casa tras un vuelo nocturno. También tendría a alguien con quien hablar acerca de la jornada, la oportunidad de bajar la guardia sin preocuparse por el acento nasal del campo que se colaba en su discurso cuando estaba cansado, o de apoyar sin darse cuenta el codo en la mesa mientras comía un bocadillo o cualquiera de las otras estupideces a las que tenía que estar permanentemente atento. Sobre todo, tendría a alguien que se quedaría.

– Gwen, te habla Annabelle. Gracias otra vez por aceptar que te presente a Heath con tan poca antelación. -Le dirigió una mirada incisiva. Campanilla le estaba mortificando-. Me ha pedido tu número de teléfono. Tengo entendido que tiene planeado invitarte cenar -otra mirada corrosiva- en el Charlie Trotter's.

Tuvo ganas de echarse a reír, pero se mantuvo inexpresivo para no darle esa satisfacción.

Ella hizo una pausa, escuchó y asintió. Él sacó su móvil y consultó la lista de llamadas que habían entrado mientras charlaba con Gwen. En Denver todavía no eran las nueve. Aún tenía tiempo de llamar a Jamal para interesarse por su ligamento cruzado anterior.

– Sí -dijo ella-. Sí, se lo diré. Gracias. -Cerró su móvil, lo metió en el bolso y volvió a mirarle-. Gwen dice que le gustó usted. Pero sólo como amigo.

Heath se quedó sin habla, lo que rara vez le sucedía.

– Temía que eso ocurriera -se apresuró a decir ella-. Con veinte minutos no es que le sobre tiempo para causar la mejor impresión.

Él la miró, incapaz de creer lo que le estaba diciendo.

– Gwen me pidió que le transmitiera sus mejores deseos. Dice que es usted muy bien parecido, y que está convencida de que no le costará encontrar a una mujer más adecuada.

¿Gwen Phelps lo había rechazado?

– Tal vez… -dijo Annabelle pensativa- tengamos que bajar un poco el listón en la escala del tótem femenino.

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