CAPÍTULO 1

CASSANDRA Cornwall sonrió cansada. No le habría hecho mal un poco de cafeína para animarse.

Alzó la vista, con la esperanza de encontrarse con la mirada de Beth, pero su amiga estaba demasiado ocupada echándose en brazos de un hombre que acababa de aparecer por la puerta.

– ¡Nick, cariño!

La exclamación de alegría de Beth hizo darse la vuelta a toda la gente de la tienda. Cassie se quedó mirando a Nick, que acababa de inclinarse desde su considerable altura hasta la mejilla de Beth para darle un beso.

En el movimiento, se deslizó un mechón de pelo color miel por la bronceada frente de Nick.

– ¡Beth, estás maravillosa! -su voz era dulce y cálida-. No sé cómo he podido dejarte escapar.

La exclamación de alegría de Beth estaba totalmente justificada, pensó Cassie. Nick era la seducción hecha persona. Tenía unas piernas larguísimas, una sonrisa seductora, y unos ojos negros que seguramente harían sentir deseable y hermosa a cualquier mujer. Es decir, el tipo de hombre al que sería una locura tomar en serio.

Beth lo sabía bien.

– Supongo que estabas muy ocupado -dijo ella riendo-. Veamos.

– Estaba Janine Grey, Georgia Thompson, Caroline Clifford… -Beth contaba con los dedos al mismo tiempo que nombraba a las mujeres-… y se corría el rumor de que Diana Morgan…

– ¡Bueno, ya está bien! Es suficiente -dijo Nick, levantando las manos como rindiéndose en broma-. Nunca lo he negado. Es que tengo una incurable debilidad por las rubias altas.

– Altas, guapas, esbeltas… -dijo Beth, mientras él la abrazaba-. Es una debilidad que te va a meter en un buen lío un día de éstos.

– ¿Es un augurio?

– ¡Eres increíble, Nick! ¿Cuándo vas a crecer?

Él sonrió pícaramente, como reconociendo lo que le acababa de decir Beth, pero no parecía Mostrarse arrepentido.

– Supongo que nunca -contestó Nick-. ¿Cómo está Harry?

– Harry anda muy contento con una pelirroja regordeta. Esperemos que siga así.

– Regordeta no, Beth. Con unas curvas magníficas -murmuró Nick.

Beth resopló. Cassandra sintió ganas de resoplar también.

– No cambiarás en la vida. Pero acuérdate de lo que te digo, un día de éstos, alguna mujer te robará ese corazón de play-boy. Cuando menos lo esperes.

– Las malas lenguas dicen que no tengo corazón para que puedan robármelo, Beth.

– Lo sé. Pero, ¿quién escucha las malas lenguas? -Beth lo tomó del brazo y se lo apretó-. ¿Has venido a hacerme una visita, cariño, o estás haciendo compras?

– Estoy buscando un regalo para Helen. Es su cumpleaños la semana próxima. Veo que tienes una persona famosa firmando libros… -Nick dirigió la mirada hacia la mesa con pilas de libros, y de pronto descubrió unos ojos color caramelo observándolo como si fuera un cachorrito travieso. Si hubiera sido un cachorro se hubiera echado panza arriba para que lo acariciara, pero como no lo era, simplemente se acercó más para mirarla mejor.

Al llegar a la oficina, había visto un cartel anunciando que aquel día Cassandra Cornwell, famosa por sus programas de cocina en televisión, firmaría ejemplares de su libro de once a doce de la mañana. Había enviado a su secretaria a las once, pero ésta había regresado diciendo que la librería estaba atestada de gente y que regresaría más tarde. Pero más tarde había estado ocupada tratando de resolver un problema para él.

Podría haber llamado a Beth y haberle pedido que se quedara con un ejemplar firmado para él, pero se le había ocurrido que si ella estaba tan ocupada no habría sido muy amable por su parte interrumpirla para que atendiera una llamada telefónica, cuando su oficina estaba apenas unos pisos más arriba de la librería. Así que había decidido ir en persona. Y se alegraba de haberlo hecho.

Si se le hubiera ocurrido imaginarse a Cassandra Cornwell habría pensado en una mujer de mediana edad, con canas, robusta y de mejillas coloradas, y mandona. Pero no era así. Tenía una piel clara traslúcida, cejas tupidas, unos ojos que parecían sonreír incluso cuando intentaban no hacerlo, y un pelo oscuro y sedoso, a punto de soltarse, de escaparse de un peinado que procuraba darle un aspecto cuidado y ordenado.

Además tenía una boca muy dulce, igual de risueña que sus ojos. Él sintió unas desconcertantes ganas de besarla. Seguramente sabría igual que las fresas que había robado una vez, de niño, del jardín de la cocina de su madre.

– … y ya sabes cuánto le gusta cocinar a Helen -dijo Nick, terminando la frase.

– No sé si me gustaría que me regalasen un libro de cocina para mi cumpleaños -dijo Beth, siguiéndolo hacia el almacén-. Pero no voy a rechazar el dinero de un cliente, especialmente uno como tú. Cassie, ¿conoces a Nick Jefferson? -Beth le hizo señas por detrás de él, señalando el bloque de oficinas de la planta de arriba, indicándole que se trataba de ese Jefferson.

Cassie intentó no reírse mientras Beth continuaba la pantomima, señalando su alianza y agitando su cabeza, y representando una escena dramática que Cassie interpretó como que él era el tipo de hombre por el que cualquier chica se moriría.

Probablemente Nick sospechó que pasaba algo a sus espaldas porque empezó a darse la vuelta. Pero entonces Cassie alargó la mano y dijo:

– No, no nos conocemos.

– ¿Cómo es posible? -dijo él, tomando la mano de ella tiernamente. Sus largos dedos rozaron la muñeca de Cassie-. Si vive en Melchester…

Cassie pestañeó. Era increíble la facilidad con que flirteaba.

– Es un lugar muy grande, señor Jefferson -dijo Cassie. Además ella evitaba ir a actos sociales.

– Nick. Llámeme Nick, por favor.

– Nick, ésta es Cassandra Cornwell, una mujer cuya pastelería podría conquistar tu corazón. Ella preparó la comida de mi boda, conoció a una presentadora con la que salía mi hermano, y lo demás es historia conocida.

Nick miró a Beth, que ya había terminado la representación del status de solterón de Nick Jefferson. En ese momento se encontraba apoyada en el mostrador de la caja.

– ¿Historia conocida?

– Me refiero a la historia de la televisión. Cassie tiene el mayor índice de audiencia de un programa sobre cocina en toda la historia de la televisión. Las mujeres miran su programa para aprender a cocinar como sus madres. Los hombres ven su programa y se les cae la baba -Beth miró a Nick con picardía-. Es posible que sea su tarta de toffee lo que los atrae, pero se me ocurre que no.

– No, yo tampoco creo que sea eso -dijo él.

– Acaba de regresar a vivir a Melchester.

– Tiene mucha suerte Melchester.

Aunque era más baja de lo que él solía exigir en una mujer, y rellenita, no era delgada como una modelo, Cassandra Cornwell, pensó él, era exactamente el tipo de mujer que un hombre desearía encontrarse en la cocina al final de un largo día en la oficina. Tibia, hogareña, cálida. Alguien para hacerte masajes en el cuello y servirte una cena digna de los dioses. En pocas palabras, el tipo de mujer con la que un hombre podría casarse para tenerla sólo para él. No era su tipo en absoluto, excepto por sus labios.

Cassie se dio cuenta de que se había quedado un poco atontada, tragó saliva y sonrió amablemente.

– Hola, Nick.

Nick debió soltar su mano después de estrecharla, pero no lo hizo. Cassie se dio cuenta de que empezaba a sentir un hormigueo en su piel. Miró en dirección a Beth para pedirle que la rescatase, pero ésta se había ido al fondo del local con un cliente y había desaparecido hacia la parte de atrás de la tienda. Al parecer, Nick no tenía intención de soltarle la mano. Ella empezó a sentir calor por todo el cuerpo.

Tal vez por eso Nick le tocó la comisura de los labios, y tal vez por ello fue que, cuando ella no había salido aún de su asombro por aquel inesperado gesto, la besó.

Fue un shock. O al menos debió de ser un shock. Porque él era un extraño, aunque los habían presentado. Ella debería haberlo frenado, lo sabía. El problema era que no era el tipo de beso que una chica quisiera cortar.

Él tampoco parecía tener prisa en dejar de besarla.

Los labios de Nick se movieron suavemente, pero con decisión, como si estuviera buscando algo muy preciado. Y cuando finalmente paró, ella se oyó un suspiro de arrepentimiento.

En ese momento se dio cuenta de que había sido ella la que había buscado prolongar el beso, levantando la cara a modo de invitación, entreabriendo los labios. Abrió los ojos y vio a Nick Jefferson observándola. Era la mirada de un hombre acostumbrado a las conquistas inmediatas.

– Tenía razón -dijo él, antes de que ella pudiera preguntarle qué diablos estaba haciendo. En realidad parecía sorprendido.

– ¿Razón? -dijo Cassie. Ella estaba indignada, pero él la había distraído de su indignación.

Entonces se dio cuenta de que estaba con la cara levantada, como si le estuviera pidiendo que la volviera a besar. Hizo un esfuerzo por recomponerse y repitió:

– ¿Que tenía razón acerca de qué? -Cassie intentó retirar la mano, pero él no la dejó.

Al darse cuenta de que la gente que había los estaba mirando, se quedó quieta para no hacer una escena.

– Tenía razón acerca de tu boca -dijo él-. Tiene sabor a fresa.

“¡A fresas!”, pensó Cassie, y rogó que no se pusiera colorada bajo la intensidad de su mirada. Estaba furiosa consigo misma. El hombre era incorregible; ella no tenía por qué animarlo.

Pero el contacto con su mano le había provocado un estremecimiento… Se le había olvidado la sensación de cosquilleo al sentirse atraída por alguien. Hacía tanto que no ocurría, que tal vez había creído que no volvería a suceder.

De todas formas, seguramente él lo habría dicho para impresionarla.

– ¿Fresas? ¿Qué tipo de fresas? -le preguntó ella.

Él sonrió seductoramente.

– Las pequeñas. Ésas que son bien rojas, y que al morderlas sueltan un zumo exquisito.

Evidentemente ella no había logrado que depusiera su actitud descarada.

– ¡Oh! -contestó Cassie. La imagen que había evocado era tan sensual que mejor se hubiera callado.

Nick se acercó a ella y se sentó en el borde de la mesa donde estaba sentada. Entonces se inclinó para tomar un libro de cocina, rozándola en el movimiento.

Ella se quedó paralizada al aspirar aquella tibia fragancia masculina, mezclada con olor a ropa limpia, jabón y un rastro de colonia.

Nick Jefferson, en cambio, hojeó las páginas como si nada. Ella sintió la tentación de darle con el libro en la cabeza, pero se reprimió. Sería mejor seguir su ejemplo y hacer como si nada.

Pero una cosa era decirlo y otra hacerlo. Sus labios se habían quedado temblando después de aquel beso, y ella se descubrió preguntándose qué sentiría si Nick Jefferson le tomaba la cara entre las manos y la besaba en serio.

Pero, ¿se estaba volviendo loca?, pensó ella.

– Estoy seguro de que a Helen le va a encantar el libro -dijo él, sobresaltándola.

– ¿Helen?

– Mi hermana -dijo él con una sonrisa malévola, como si hubiera intuido la pizca de celos en ella al oír el nombre de otra mujer. '

Él era un arrogante, sin duda, pero ella era idiota. -Bueno, no quiero convencerlo de que no compre uno de mis libros, pero estoy de acuerdo con Beth. No es el tipo de regalo que una chica puede esperar para su cumpleaños.

– Bueno, es sólo un regalo extra. A Helen le encanta cocinar. Colecciona libros de cocina, igual que otras mujeres coleccionan joyas. Es una fan suya, es por lo que al ver su póster fuera se me ocurrió la idea. Ahora que la conozco, comprendo por qué es su admiradora.

Cassie ignoró el cumplido. Sinceramente dudaba que él la hubiera oído nombrar, y además estaba segura de que él no era el tipo de hombre que se pondría a hablar de cocina con su hermana.

– A mí me gustaría más que alguien me regalase joyas para mi cumpleaños y los libros de cocina comprármelos yo -dijo ella.

– No se preocupe, Cassandra. Encontraré alguna bonita sorpresa para regalarle. No miro tanto el dinero.

Ella estaba segura de ello. Al contrario, seguramente sería muy generoso con lo que pudiera comprarse con dinero. Pero había algo en el interior de Cassie que le advertía que debía de ser tan miserable como Scrooge en cuestiones de compromiso emocional.

– ¿Quiere que le firme un ejemplar para su hermana? -preguntó ella, extendiendo la mano para que él le diera el libro.

Nick no parecía tener prisa, porque le dio el libro muy lentamente, asegurándose de que ella pudiera ver la foto que él había estado mirando.

– ¿Budín de Sussex en salsa? -preguntó él.

Ella estaba segura de que él no tenía ningún interés en las recetas, sino que perseguía seducirla.

Pero ella estaba decidida a no dejarse arrastrar por un hombre que, evidentemente, se creía irresistible, y que probablemente lo sería, para alguien que buscase una aventura. Pero ella no buscaba eso.

– ¿Lo ha probado? -preguntó ella después de un carraspeo con el que buscaba usar un tono más duro con él-. Es un postre tradicional inglés -le explicó ella como si estuviera tratando con un adolescente de catorce años-. La salsa se hace con zumo de limón y mantequilla que se pone en el fondo del molde, de manera que cuando se desmolda, cae por encima. Tiene muchas calorías, por supuesto, pero es delicioso -agregó-. Tal vez si la sorpresa gusta a su hermana, se lo prepare algún día.

– Es posible -dijo él, mientras seguía hojeando el libro-. ¿Y qué opina acerca de todas estas tartas y pasteles? -preguntó él, deteniéndose en una página al final del libro-. ¿Tienen calorías también?

Ella se encogió de hombros.

– Ciertamente tienen crema. Él cerró el libro y le dijo:

– Tal vez debería poner un letrero en la cubierta advirtiendo contra los riesgos para la salud -dijo él levantando el libro y sonriendo. Los pliegues alrededor de la boca se pronunciaron al hacerlo.

– También tienen fruta fresca dijo ella-. ¿No ha oído decir que no está mal permitirse un poquito de lo que se desea?

– Es verdad. Es una filosofía con la que sinceramente estoy de acuerdo. Pero no en cuanto a la comida. Además, yo creía que lo que se buscaba en este momento era comida baja en calorías y sin azúcar añadida, ¿no es así?

La sonrisa de aquel hombre era muy seductora, y no había duda de que era muy atractivo, lo malo era que él lo sabía. Además, ella no era una rubia alta y esbelta, así que seguramente él estaría practicando con ella hasta que apareciera una rubia a su gusto.

– Sinceramente, prefiero no dedicarme a ello. Además, no es cuestión de que se coman esas calorías todos los días. Uno se puede cansar de algo muy rico, como los postres -apuntó ella.

Beth, que acababa de terminar con el cliente, volvió justo cuando Cassie se había puesto colorada.

– Si crees que los postres son potentes, amigo mío, deberías probar la empanada de Cassie -comentó Beth.

– ¿Sí? -preguntó Nick, mirando a Cassie a los ojos directamente-. Si compro la carne, ¿la prepararía para mí?

– Puedes comprarte un ejemplar del libro, Nick -le dijo Beth-. Es una buena inversión. Algún día se te acabarán las mujeres a quienes seducir, y tendrás que aprender a cocinar.

– Jamás he seducido a una mujer por su talento en la cocina, Beth -dijo él, sin quitar la vista de Cassie-. Esta ciudad está llena de buenos restaurantes.

Nick se había dado cuenta de que ella se había ruborizado, a pesar de querer mantener un comportamiento frío con él. Estaba causando alguna impresión en Cassandra Cornwell, aunque no sabía cuál.

– Pero compraré el libro de Cassie, si me lo firma -agregó él.

– Por supuesto que te lo firmará -dijo Beth en tono profesional-. ¿Qué quieres que te ponga?

– ¡Oh! Eso se lo dejaré a Cassie. Estoy seguro de que sabrá qué poner -contestó él, ofreciéndole el libro.

– ¿Qué tal si pone: A Nick Jefferson, la experta… -dijo Beth.

– La más reconocida experta en cocina de la ciudad -Nick completó la frase de Beth antes de que ésta dijera algo fuera de lugar.

– Pero usted no sabe cocinar -le recordó Cassie con extremada cortesía.

Nick sintió que ella hubiera preferido arrojarle un libro a la cabeza. Una pila entera de libros, tal vez. Y pensó que le habría gustado verla en esa actitud.

– ¿Quiere decir que su libro no va a enseñarme a ser un perfecto cocinero en tan sólo unos minutos? -preguntó él, provocándola-. ¿Es ése el mensaje que quiere difundir?

– Al contrario. Cualquiera puede calentar una comida congelada de las que se venden en el supermercado actualmente -ella puso la mano encima de la pila de libros que estaba a su lado-. Mis libros tratan de la vieja cocina, una cocina que lleva tiempo y mimo preparar. Mis lectores cocinan por placer, Nick, y yo también. No tiene nada que ver con la satisfacción de una comida rápida.

– Ahora comprendo por qué su programa de televisión es tan popular, Cassandra. Es una cuestión de nostalgia, un valor en alza en la actualidad.

– ¿No añora nunca comer un budín de arroz como los que hacía su madre? Con mantequilla, nuez moscada y pasas de uva?

– No. Siempre he preferido las fresas recién recogidas del campo. Y más si son robadas…

Era evidente que él no hablaba de los budines.

– Eso también es una cuestión de nostalgia -lo interrumpió ella-. ¿Y qué me dice de los sueños que está vendiendo usted? -ella le hizo señas hacia los pisos de arriba, la torre de cristal de la central de Deportes Jefferson, que brillaba con el sol de verano y dominaba la ciudad-. Compre esta raqueta de tenis, o estos palos de golf, y será el campeón mundial. ¿Es ése su mensaje? ¿Qué tiene de verdad?

Beth carraspeó al oír la conversación. Ninguno de los dos se dio cuenta.

– No el campeón mundial -sonrió él seductoramente. Seguramente dejaría embobada a cualquier mujer con una sonrisa así-. Tal vez campeón de su club. Pero Deportes Jefferson vende más de un tipo de sueño. Vendemos cosas para disfrutar del aire libre. Artículos para camping, cañas de pescar, equipos para practicar deportes, en resumen, el antídoto para su tipo de cocina.

– Necesitas una tienda de campaña, ¿no es cierto, Cassie? -lijo Beth, antes de que la conversación degenerase totalmente-. Si se lo pides amablemente. Estoy segura de que Nick te enseñará todo lo que tiene -hizo una pausa, y sonrió pícaramente-. Nunca se sabe. A lo mejor te ofrece ponértela.

– ¿Va a ir de camping? -le preguntó Nick a Cassie.

– Seguro -dijo Beth-. De hecho, se va con tres hombres jóvenes adorables.

– Muchachos -aclaró Cassie para que Beth no siguiera con aquel juego de insinuaciones para despertar el interés de Nick por ella-. Y ya tengo una tienda de campaña.

– ¿Tres muchachos? -Nick miró la mano de Cassie. No tenía alianza-. ¿Sus hijos? -le preguntó.

– Mis sobrinos. Quieren salir un poco. Y como mi hermana y mi cuñado van a estar fuera una semana, me he ofrecido a llevarlos.

– ¿Sólo usted y los tres chicos? Beth tiene razón. Es posible que necesite a alguien que la ayude a poner la tienda.

– ¿Sí? ¿Es muy difícil?

– Una pesadilla si no sabe hacerlo.

– ¿Se lo advierte a sus clientes cuando les vende una de las tiendas de campaña de sus sueños?

– Les aconsejamos practicar en el jardín de sus casas antes de ir con ella al Amazonas. ¿Ha hecho eso, señorita Cornwell?

– ¿Ir al Amazonas?

– Practicar en el jardín.

– Aún no.

– Debería hacerlo. Este clima no va a durar siempre. Es posible que llueva o que haya mucho viento adonde vaya.

– ¿Se está ofreciendo a mostrarme cómo se monta una tienda, señor Jefferson? -estaba segura de que no era así.

Seguramente lo hacía siempre, pensó Cassie. No se trataba de algo personal. Él no estaba interesado en ella en absoluto. Simplemente no podía evitar seducir constantemente.

– Es posible. ¿Qué le parece si lo hablamos mientras almorzamos? -dijo él.

¿Almorzar? Realmente era increíble. ¿Se creería de verdad que se echaría en sus brazos por gratitud?

– ¿No va a estar demasiado ocupado persiguiendo rubias de piernas largas para preocuparse por mí y por tres niños? -le preguntó ella, y tomó uno de sus libros para firmarlo.

– ¿Quién ha dicho que persigo a alguien?

¿Qué insinuaba? ¿Que lo perseguían a él?

– El nombre de su hermana es Helen, ¿no es verdad?

– Sí.

Ella firmó el libro, se lo dio a Beth para que lo envolviera y esperó que él se marchase. Pero él no lo hizo.

– No se olvide de mi libro, Cassandra -le recordó él.

Ella supuso que la compra de su libro era parte del juego, y estaba segura de que así era, pero si él quería tirar el dinero, era cosa suya. Cassandra tomó otro ejemplar de la pila, lo abrió y se quedó mirando la hoja en blanco.

Luego escribió:

Para Nick Jefferson, un hombre al que se debe tomar sólo con una pizca de sal.

Lo firmó y se lo dio.

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