CAPÍTULO 4

NICK NO tenía idea de cómo podía ser su casa. Tal vez fuera un pequeño apartamento en un edificio mirando al río. Ése era el tipo de vivienda que solían escoger las mujeres con éxito en su vida profesional. Y ella debía de ser una mujer con éxito. Los libros de cocina solían venderse mucho.

Pero debía de tener más éxito del que se había imaginado. A juzgar por su casa. No era grande, pero era encantadora, cuidada y adornada, con pensamientos y geranios a los lados de la escalera del porche. Una vieja casa en el casco antiguo de la ciudad, cerca de la catedral, de ésas que no solían salir al mercado, y que cuando salían, se las quitaban de las manos.

– Es muy bonita -dijo él cuando subían las escaleras del porche.

– A mí me gusta -ella abrió la puerta, y dejó la compra.

– Es muy grande para una sola persona.

– Necesito bastante espacio.

Él había estado tanteando, y se había alegrado de que Cassie no hubiera usado un “nosotros” en lugar de un “yo”.

– ¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?

– Era la casa de mi familia. Mi padre era canónigo, en la catedral. En los últimos años la he alquilado.

– Sí, recuerdo que Beth comentó que había estado viviendo fuera.

– Sí, he estado viviendo en Londres. Allí es donde está el trabajo en esta profesión.

Ella no lo miró a los ojos, y él sospechó que había alguna otra razón oculta que ella no quería confesarle. ¿Habría sido un hombre la razón?

– Y la televisión -dijo él.

– Y la televisión -repitió ella.

– Entonces, ¿por qué ha regresado?

No le iba a contestar que porque debía enfrentarse a algunas cosas, o de lo contrario habría tenido que vender una casa que amaba. Eso habría sido admitir que Jonathan le hubiera quitado hasta eso.

– Porque ya no me dedico al servicio de comidas. Y la televisión supone unas pocas semanas rodando para toda una serie. No me hace falta quedarme en Londres para eso.

– Y éste es su hogar -Nick miró el elegante vestíbulo-. Comprendo por qué no ha perdido la oportunidad de regresar.

Pero ella ya no lo estaba escuchando. Se había puesto a sacar los comestibles del coche.

– Deje esas bolsas. Yo se las llevaré.

Cassie había aprovechado la excusa de la compra para no entrar en una conversación peligrosa.

Se sintió tentada de decirle que ella no necesitaba que un hombre le llevara la compra. Pero se reprimió. Al fin y al cabo. Nick no tenía la culpa de lo que le había hecho Jonathan, y hubiera sido grosera con él. -Gracias. La cocina está en la planta baja.

Nick vació el coche en dos viajes. Luego lo cerró. El coche de Cassie, un deportivo italiano, había sido otra sorpresa, junto con su casa.

Sin embargo su coche deportivo hacía juego con los ojos marrones llenos de pasión que había alzado cuando él la había besado.

– Huele muy bien -dijo él, oliendo una viga de la cocina.

No se parecía en nada a un hospital aquel lugar. Era un lugar para trabajar y para compartir ratos agradables con la familia y los amigos.

Había una especie de alcoba con un escritorio con un ordenador, un teléfono, un contestador automático y un fax. No había duda de que aquel lugar era el de una profesional. Intentó memorizar su número de teléfono.

En contraste con aquella modernidad, había un sofá muy antiguo apoyado sobre una pared. Un gato de pelo dorado dormía entre sus almohadones. Como si hubiera presentido a Nick, el gato abrió un ojo.

– He estado probando una receta nueva -dijo Cassie, metiendo la comida en la nevera-. No le haga caso a Dem. No le gustan los hombres -le dijo ella.

A Nick le habría gustado preguntarle por qué, pero su instinto le decía que sería una falta de tacto por su parte.

– Deje esas bolsas encima de la mesa, Nick. Luego las acomodaré.

– De acuerdo -él intentó identificar las distintas fragancias que perfumaban la cocina.

Parecía haber estado horneando una tarta. Inmediatamente llegaron los recuerdos de la cocina de su madre y del placer de rebañar la mezcla que quedaba en el cuenco después de volcarlo en el molde.

Eran unas fragancias que harían desear a cualquier hombre que lo invitasen a cenar, pensó Nick.

– ¿Tiene tiempo de tomar un café? -le preguntó ella- ¿O quiere que corte las hierbas y salir corriendo?

– ¿Cortar las hierbas y salir corriendo?

– Las tijeras están en el gancho que hay en la puerta. Puede hacerlo usted mismo, si quiere.

– ¡Oh, de acuerdo! ¿Cómo es el romero?

– Es gris… -lo miró pensando que tal vez le estaba tomando el pelo.

– Será mejor que yo haga el café mientras usted corta el romero -sugirió él.

Ella pensó que tal vez tuviera razón. No quería ver masacradas sus hierbas por un novato.

– El café está en el frigorífico -dijo ella poniendo el agua a hervir, y se dirigió hacia una puerta grande.

Nick se dio vuelta hacia la nevera. Al abrirla se encontró con el plato que había dado aquel aroma a la habitación. Su experimento. Verduras en salsa de tomate y hierbas.

Encontró el café y miró alrededor buscando el molinillo. Era un molinillo de madera antiguo, a juego con la cocina. Tardó más que con su molinillo eléctrico, pero tuvo la satisfacción de ir aspirando el aroma más lentamente.

Cuando terminó lo volcó en una cafetera y buscó el azúcar. Pero al ver que tenía los armarios vacíos, pensó que le agradecería la molestia de las hierbas colocando la compra en su sitio.

– Ha sido muy amable, Nick -Cassie, con un ramillete de hierbas en su pequeña mano, lo estaba mirando desde la entrada de la cocina.

Tenía un gesto que él no era capaz de descifrar. No estaba seguro de no haber cometido un error.

– Pensé que podía ayudarla mientras esperaba.

– ¿Sí? Bueno, en el futuro será mejor que usted se ciña a hacer el café, y que deje que sea yo quien piense. Él frunció el ceño. No sabía qué le había molestado.

– ¿Por qué? ¿Suele dejar la compra en la mesa de la cocina?

– No, la dejo a mano. Y, a no ser que piense alcanzarme cada uno de los ingredientes… -dijo ella.

– ¿Quiere decir que deja vacío el estante de arriba a propósito?

Ella no se molestó en contestar, porque la respuesta era evidente.

– ¿Porque no llega a esa altura? -dijo él, sonriéndose.

– Esos armarios son extremadamente altos -protestó Cassie.

– Demasiado altos para usted.

– Bueno, la vida sería muy aburrida si fuéramos todos iguales -ella pensó en “rubias todas iguales”.

– Tiene razón -dijo él, divertido.

Ella se puso colorada y sacó dos tazas.

Cuando el agua hirvió y ella fue a quitarla del fuego, él la paró y le dijo:

– Yo voy a hacer el café. Puede que sea inútil, pero sé hacer café.

– Es importante que uno sea bueno en algo -ella lo miró. Le sostuvo la mirada un instante, pero luego sintió la tentación de reírse tontamente. Tuvo que reprimirse-. El problema es que usted es bueno en demasiadas cosas -agregó ella.

– ¿De verdad? ¿Puede detallar en qué cosas? -dijo él.

– No

– Pero no era un cumplido, ¿verdad?

– No.

– Ya me parecía -comentó Nick.

Ella no le había perdonado el que la hubiera besado. Él se preguntó qué haría ella si la volvía a besar. Si él rodeaba esa cintura pequeña, la estrechaba en sus brazos y la besaba. ¿Emergería esa pasión a la superficie? ¿Lo besaría ella?

El se sintió seriamente tentado de hacerlo y averiguarlo. Porque al verla allí en medio de la compra, se, dio cuenta de que tenía una figura muy sensual, y de que su cintura era extremadamente pequeña. Y sintió unas ganas imperiosas de alzarla y…

Pero no podía tomarse ese atrevimiento en aquel momento. Sabía que ella lo rechazaría. Una mujer debía hacerse desear. Era parte del juego. De su juego favorito. Y por ello él conocía todas sus reglas. Así que resistió la tentación y apagó la cafetera antes de sacar la leche de la nevera.

– ¿Lo toma solo o con leche y azúcar?

A Cassie le encantaba el café cortado, pero había visto la mirada especulativa de Nick recorriendo su figura. No era el momento de la indulgencia con el azúcar, sino del control sobre sí misma, demostrar la fuerza de su carácter y… Nick Jefferson no debía sacar una impresión equivocada de ella.

– Solo.

Él sirvió el café y se lo dio.

– No he podido encontrar el azúcar.

Ella le dio el azucarero sin decir nada. Estaba prácticamente delante de él.

– ¡Oh! ¿Cómo no lo he visto?

– No lo sé.

Nick se sirvió dos cucharadas de azúcar bien colmadas y las volcó lentamente en la taza. Ella estaba segura de que lo había hecho a propósito.

– ¿Practica algún deporte? -le preguntó ella.

– ¿Cree que debería hacerlo?

– Sería bueno. Si siempre bebe así el café, y si se pasa todo el día sentado frente a su escritorio…

– Suelo correr -dijo él, antes de que ella le dijera que corría el peligro de engordar-. Todas las mañanas antes de ir a la oficina. Debería probarlo. Es más efectivo que el café sin azúcar.

Él no esperó a que ella le dijera nada y continuó hablando:

– Ya que estoy aquí, puedo ayudarla con la tienda de campaña examinándola, si quiere. Es un modo de devolverle el favor de las hierbas. Me molestaría mucho pensar que puede estar durmiendo sola en su saco dormir mientras le llueve en la tienda.

– No voy a estar sola, y creo que ya ha pensado lo suficiente por hoy. Puedo arreglármelas sola y además tiene que preparar el pollo -ella dejó la taza y le dio las hierbas como para invitarlo a marcharse-. Hay que añadir que ésta es una zona de aparcamiento sólo para residentes.

Nick se dio cuenta de que ella estaba incómoda a pesar de su aparente buen humor. Y pensó que sabía por qué. Se había dado cuenta al tomar las hierbas de su mano. Lo que no entendía era por qué se resistía tanto. Si no se sentía atraída por él, le sería fácil hacerlo, claro. ¿La habría tenido que besar para averiguarlo?

– Gracias por todo -le dijo él-. Estoy seguro de que le dará un toque especial al plato -se detuvo en la entrada y agregó-: Que se divierta en el viaje. Cuando me acuerde de usted, me la imaginaré enterrada en el barro, con tres pequeños.

Era demasiado.

– Espero que su salsa se espese -le dijo ella, entre dientes.

Él debió oírla porque se detuvo, se dio la vuelta y dijo:

– Y yo espero que su tienda de campaña se venga abajo en medio de la noche, con lluvia.

– ¡Oh! -Cassie casi explota, pero no le iba a dar el gusto. -

Él se rió. Se acababa de dar cuenta de por qué no se quitaba la idea de besar a Cassie Cornwell. Era porque ella tenía que alzar la cabeza todo el tiempo para mirarlo. Y al hacerlo parecía invitarlo a besarla. Y si alguien se obstinaba en ofrecer algo, era un poco tonto rechazarlo.

Fue entonces cuando él se inclinó para probar la fresa de sus labios.

– Le advierto que se va a quemar, Nick.

Cuando él se dio la vuelta para comprobar que estaba su coche, Cassie le cerró la puerta.

Ella se quedó apoyada en ella un momento, con el pulso acelerado. Creyó que él se iba a volver a golpear la puerta como un poseso, pero no lo hizo.

Tal vez le alcanzara la rubia.

De pronto se sonrió pensando en Nick dispuesto a cocinar para impresionar a una chica. Seguramente se trataría de eso. Era ese tipo de hombre.

Nick se volvió para golpear la puerta, pero el sentido común lo disuadió. Y una vecina que se había quedado mirándolo. A él no le importaba lo que pensara la gente. Pero se imaginaba que a Cassie no le haría ninguna gracia que llamara la atención de sus vecinos.

Debía de estar agradecido a Cassie, y no enfadado con ella. Ella había visto su intención de besarla y había retrocedido un paso. Había evitado que él quedase en ridículo. Además él tenía a la adorable Verónica en el punto de mira.

Entonces, ¿por qué diablos seguía pensando en Cassie? No tenía sentido.

Cassie oyó el coche de Nick abandonando su calle. Aliviada, respiró profundamente.

¿Qué se pensaban los hombres? ¿Que podían andar por ahí besando a la primera que se les cruzara? ¿Sólo porque sus labios le recordasen a las fresas?

¿Sería así?

Enfadada consigo misma por aquella muestra de vanidad volvió a la cocina. Miró los armarios que él había llenado con comida, acercó una silla y se subió a ella para vaciarlos, decidida a borrar todo rastro de la presencia de Nick Jefferson, tanto de la cocina como de su vida.


Nick, vestido con unos vaqueros y una camiseta viejos, estaba examinando su moderna cocina con disgusto. Cuando había comprado el chalé le había dado igual cómo fuera la cocina, y la había dejado en manos de la decoradora.

Cassie lo había dejado con la sensación de que la cocina debía ser un lugar donde un hombre pudiera sentirse en casa. Y la suya no lo era en absoluto.

Era tan impersonal y moderna como el supermercado.

Pensó que si la cocina hubiera sido más acogedora él tal vez habría pasado más tiempo en ella.

Pero era un lugar para trabajar y no para holgar. No había dónde sentarse a excepción de unas banquetas. En cambio la cocina de Cassie tenía hasta un sofá.

También le había gustado que la cocina diera a un pequeño jardín. Estaba seguro de que ella tomaría el desayuno allí los días de sol. La idea era muy atractiva. Él no solía demorarse mucho en el desayuno, pero si hubiera tenido una mujer como Cassie con quien conversar, probablemente le habría sido fácil adquirir esa costumbre. Miró alrededor.

Tal vez tuviera que cambiar todo. Ni siquiera tenía olor a cocina.

Abrió el libro de Cassie y miró la receta.

En primer lugar necesitaba una sartén grande.

Al menos sabía usar una sartén. Se sonrió recordando una propaganda que habían hecho para su tienda de deportes. Habían hecho un catálogo para el que se habían sacado fotos todos los miembros de su familia en lugar de contratar modelos. Sus parientes deportistas también habían participado.

Uno de los últimos productos que habían lanzado había sido una sartén para campamentos. Y la había probado.

Así que las sartenes no tenían ningún misterio para él. Y la receta parecía sencilla, al menos en su descripción. Y se podía preparar en treinta minutos. Así que no había problema.

Encontró un juego de sartenes aparentemente sin estrenar y eligió la más grande. Echó un poco de mantequilla y aceite y la puso al fuego. ¿A fuego fuerte? ¿Lento? Lo único que decía la receta era que calentase la mantequilla y el aceite en una sartén grande.

Subió el fuego y siguió leyendo para ver qué tenía que hacer después.

Sonó el teléfono que había en la pared.

– Nick, soy Graham. Hemos tenido un problema con nuestro viaje a París.

– ¿Qué tipo de problema? ¿Se ha enterado de la sorpresa Helen?

– No, no es un problema que tenga que ver con Helen. Es un problema de la abuela. Tu madre está demasiado ocupada para quedarse con los niños… -no dijo que como siempre, porque los dos sabían que a Lizzie Jefferson las obras de caridad le absorbían mucho tiempo-. Y mi madre se marcha con sus amigas una semana a Bournemouth. Ella me ha ofrecido cancelar su viaje, pero…

Pero la madre de Graham era siempre quien tenía que encontrar tiempo para sus nietos, mientras que su madre dedicaba su tiempo a causas que lo merecían más, pensó Nick, con acritud.

– No. Tu madre no tiene que anular su viaje, hablaré con mamá. Estoy seguro de que si se lo explico, ella encontrará tiempo para que su hija pueda disfrutar de unos días como regalo de cumpleaños. Al fin y al cabo, la caridad bien entendida empieza por casa.

– Pero Nick, no lo comprendes.

El olor a quemado entró de repente en la consciencia de Nick, y éste se dio la vuelta. La sartén estaba echando humo. Se quedó mirándola un momento sin poder creerlo, luego dijo

– Déjamelo a mí, Graham -tiró el teléfono y el libro de cocina de Cassie y corrió a quitar la sartén del fuego.

La sartén estaba negra y olía fatal.

Nick colgó el teléfono, recogió el libro de cocina de Cassie y puso el extractor de humos. Llenó la pila con agua caliente y sumergió la sartén. Se la dejaría a la mujer que iba a limpiar por la mañana. Entonces buscó otra sartén y con pesar decidió volver a empezar.

Aquella vez observó cómo se derretía la mantequilla en el aceite antes de agregar las pechugas en la grasa caliente. Hubo un chasquido satisfactorio al echarlas y la carne empezó a dorarse. ¿Qué seguía? Consultaría con el oráculo.

– Agregar la cáscara rallada de un limón más el zumo de éste, junto con el romero picado.

Le llevó un rato encontrar el rallador. Cuando empezó a rallar el limón se dio cuenta de que tendrían que haberle advertido que rallara el limón antes de empezar a cocinar el pollo. ¿Por qué diablos no decía nada el libro?

Alzó el rallador para observar cómo iba. La ralladura resultante era casi invisible y el pollo se había empezado a dorar muy rápido. Puso el rallador en la posición en la que rallaba más grueso y la piel del limón comenzó a salir más rápida. La echó en la sartén.

Zumo. Había un exprimidor en algún sitio. Pero no tenía tiempo de buscarlo. Entonces tomó el cuchillo que tenía más cerca y cortó el limón en dos. Luego lo exprimió fuertemente encima de la sartén. Cayeron algunas semillas, pero tampoco tenía tiempo de preocuparse por ello.

Picar el romero. ¿Cuánto romero? Empezó a picarlo: ¿Tendría que haberlo lavado primero? El burdo resultado lo echó al pollo. Bien. ¿Qué más?

– Añadir ciento cincuenta centímetros cúbicos de un buen caldo de pollo.

– ¿Caldo de pollo? Nick miró los ingredientes encima de la mesa. Había un cartón de nata líquida y un racimo de uvas. No había caldo de pollo. Ni bueno ni malo.

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