CAPÍTULO 3

CASSIE sintió pena por Beth.

– No te preocupes, Beth. Todos dicen lo mismo. Matt y Lauren han estado intentando presentarme a amigos suyos durante años.

– Oye, ya que hoy es un día en que digo las cosas que no debo, ¿puedo seguir?

– ¿Acaso hay alguien que pueda impedirlo?

– Es que… Bueno… ¿No se te ha ocurrido nunca que Jonathan tal vez no fuera un cisne después de todo? Cuando murió, sólo llevabas casada unas semanas. No es mucho tiempo para descubrir los defectos del otro. Y todos tienen defectos, ya sabes. Incluso el mejor hombre del mundo.

– Lo sé, Beth.

– Es injusto medir a todos los hombres comparándolos con él.

– Lo sé.

– Pero te da igual.

– Beth, no lo comprendes…

La camarera llegó y tomó nota. Cuando se marchó, las ganas de decirle a alguien la verdad sobre Jonathan parecieron evaporarse. Aquél era su secreto. Su vergüenza.

– ¿Estás segura de que no vas a venir al gimnasio?

– ¿A las seis y media? -Beth, igual que ella, pareció sentirse aliviada por cambiar de tema.

– Una hora en el gimnasio tres veces a la semana ayuda a contrarrestar los efectos de probar las nuevas recetas para encontrarles el punto.

– ¿Quieres decir que eres socia de un gimnasio para desgravar impuestos? -Beth estaba sinceramente impresionada por ello.

– No lo había pensado -le dijo Cassie.

– Consúltalo con tu contable, y cuéntame qué te dice. Me interesa saber si puedo hacer lo mismo. Al fin y al cabo uno tiene que estar en buena forma para llevar un negocio.

– Debes estar en forma para cualquier trabajo, y no creo que consideren ir a un gimnasio un gasto en salud. Tendrían que desgravarle a todo el mundo.

– ¿Y por qué no? Piensa lo que se ahorraría el Ministerio de Sanidad.

– ¿Sabes? Es un desperdicio que tengas una tienda. Deberías dedicarte a la política.


– ¿Vienes, Nick? Está a punto de comenzar la reunión -Verónica estaba en la puerta. Su vestido gris y blanco realzaba su esbelta figura.

Era un día caluroso y húmedo, pero Verónica se movía como si estuviera en una burbuja de aire acondicionado propio, con una elegancia increíble.

– Enseguida estoy contigo -le dijo él.

Realmente hubiera preferido que ella se marchase en lugar de que se quedara allí mirándolo revolver entre los papeles para encontrar una hoja con números que parecía haber desaparecido.

– ¿Se te ha perdido algo? -le preguntó ella sin moverse.

– Una de mis secretarias tiene al niño enfermo. Pero sé que preparó esa hoja antes de marcharse.

Verónica atravesó el despacho, se inclinó al lado del escritorio de Nick y recogió una hoja que se había caído debajo. Lo había hecho con una economía de movimientos exquisita. como solía hacerlo todo.

– ¿Es esto lo que estás buscando? -le dio la hoja.

– Esa es -contestó él-. Gracias Verónica -sonrió lamentándose de su despiste-. La he buscado por todos los sitios… -aquel papel de niño perdido solía enternecer a muchas mujeres. Tal vez conmoviera a Verónica Grant.

– El calor afecta a muchas personas.

Nick recogió los papeles, los ordenó y los unió a la carpeta con los detalles del nuevo proyecto en el que había estado trabajando. Debajo de la carpeta estaba el libro de Cassie Cornwell. No lo había abierto siquiera, pero al menos no lo había escondido en el cajón de abajo del escritorio.

Verónica levantó el libro y miró la foto de la contraportada.

– ¿Es éste el libro que vas a regalarle a tu hermana?

– Sí… y no. He comprado más de un ejemplar.

– ¡No me digas que los has comprado para regalárselos a todas las mujeres que conoces!

– Es una forma de ahorrarse tiempo y esfuerzo. ¿No es ése tu consejo?

– No exactamente.

– No… Bueno, en realidad he comprado un ejemplar para mí.

– ¡Oh, claro! Eres un nuevo hombre -le dijo escépticamente.

– ¿Te divierte la idea? -él se sintió molesto.

– No creerás que voy a creerme que te haces tú la comida.

– Los hombres también tienen que comer.

– En mi opinión, para eso se consiguen a una pobre mujer que les hace la comida.

– ¿De verdad?

Muchas mujeres que se habían ofrecido a cocinar para él distaban mucho de ser pobres. Pero seguramente Verónica no se refería al aspecto económico. Él se preguntó por qué despreciaba tanto a las mujeres que hacían tareas domésticas.

– Tal vez tengas que probar hombres mejores -le aconsejó él.

– ¿Es una invitación?

– ¿Una invitación?

Ella salió de la oficina precediéndolo. Se detuvo en el corredor y le dijo:

– Una invitación para cenar, Nick. No he conocido a ningún hombre que cocine. Y para serte sincera, no sé si creer que sabes cocinar. Pero estoy dispuesta a que me convenzas. Tengo libre el jueves por la noche, si tienes un hueco en tu agenda.

Él se quedó asombrado de lo fácil que había resultado. ¿O sería que ella no podía resistir el cazarlo en una mentira?

– Bueno, hay una reunión en el Palacio de Cristal. Se supone que debo ir. Patrocinamos uno de los actos.

Ella sonrió con aire de superioridad, como si esperase que él fuera a salirle con una excusa.

– Pero no creo que tenga ningún problema en conseguir que alguien vaya en mi lugar. ¿Te parece que te recoja alrededor de las ocho?

Ahora le tocaba sorprenderse a Verónica, pero no demostró haberlo hecho.

– ¿No vas a estar ocupado preparando alguna salsa?

Sinceramente no tenía ni la menor idea de cómo se hacía una salsa, pero no sería difícil, podría hacerla su madre.

– No lo sé hasta que decida qué voy a preparar. Quizás sea mejor que envíe un coche para que te recoja.

– ¿A las ocho? ¿Por qué no? No tengo nada que perder.

– ¿Un poco de cintura tal vez? -le preguntó él, acordándose de los comentarios de Cassie acerca de las calorías.

Ella lo miró incrédula antes de devolverle el libro. Luego se dirigió a la reunión recuperando su total dominio del papel de mujer de negocios.

En la reunión la descubrió mirándolo más de una vez, lo que hizo que él se reprimiera una sonrisa pícara. Toda mujer tenía alguna debilidad. Se preguntó cuál sería la debilidad de Cassie Cornwell. Seguramente no sería tan cínica como Verónica. Cassie tenía unos ojos que serían capaces de derretirse ante unos cachorros abandonados, o ante el paisaje de la nieve cayendo una mañana de Navidad. O ante un bebé recién nacido que le rodease un dedo con su manita.

– ¿Nick?

Nick se sobresaltó. Alzó la mirada y descubrió media docena de ojos mirándolo con expectación. Le llevó algunos segundos borrar de su mente las imágenes que acababan de pasar por ella. Y lo que finalmente lo logró fue la mirada depredadora con la que sorprendió a Verónica.

Duró un sólo instante. Luego recuperó su mirada fría y distante. Pero él comprendió que aquella mujer no se dejaba engañar por un nuevo hombre, y que si descubría su mentira jamás lo olvidaría.


Cassie llevaba toda la vida cocinando. Desde que había podido subirse a una silla y había sido capaz de amasar junto a su madre, y siempre le había resultado una terapia.

Pero desde que había rechazado la invitación de Nick a almorzar no había podido dejar de tener la sospecha de que había cometido un error. Y eso le daba rabia. Tiró la masa en la encimera para ahuyentar aquellos sentimientos. Nick Jefferson no era un hombre para ella. Y no lo sería jamás. Y ella tampoco era su tipo.

El tipo de mujer de Nick era alta, esbelta, de pómulos salientes. Seguramente viviría a base de lechuga y zumo de zanahoria. El tipo de mujer que no se atrevería a irse de campamento con tres niños.

Encima su cuñado se había reído del campamento que había elegido, con baños, duchas calientes, piscina, una tienda de alimentación, y actividades organizadas con monitores.

– Eso no es ir de campamento -le había dicho Matt-. Eso es un campamento de vacaciones.

Y había tenido que aguantar a su cuñado relatar recuerdos memorables de los campamentos a los que había ido de pequeño, en los que no había faltado la pesca, ni el nadar desnudo en algún río.

Ella se había desanimado, sobre todo porque los pequeños habían oído a su padre.

– No esperarás que mi hermana los lleve a un sitio así -había dicho Lauren-. Si no, tendremos que llevarlos a Portugal con nosotros.

– Creí que las vacaciones estaban planteadas para descansar de los niños -dijo Matt.

Mike, el niño mayor se había ido de la habitación ofendido.

– ¡Mike! -había exclamado Matt.

– ¡Déjalo! Este niño no da más que dolores de cabeza.

Cassie miró al niño, y se preguntó si habría oído a su madre. Pero quien más preocupaba a Cassie era su hermana. Era evidente que estaba esperando una excusa para provocar una discusión.

– ¡Por el amor de Dios, Lauren! Cualquiera diría que soy una inútil. Nos lo pasaremos muy bien. ¿No es así, niños?

Finalmente, para no dar el gusto a Matt de que siguiera menospreciando su plan, Cassie dijo:

– Tienes razón, Matt. Un campamento menos civilizado parece mejor idea. Reserva el sitio, señálalo en el mapa, y actuaremos como pioneros. ¿Qué os parece, niños? -había dicho.

Ella estaba segura de que eso suponía falta de duchas, servicios y otras comodidades. Pero valía la pena, si eso ayudaba a salvar el matrimonio de su hermana. Aunque pasaría por alto el capítulo de bañarse desnuda en un río helado de Gales.

Dejó la masa en un cuenco y lo cubrió con un trapo de cocina para dejarla subir.

Luego se puso a escribir una lista de compras que debía hacer para el viaje. Una larga lista. Debía de estar preparada para cualquier eventualidad.


Nick siempre se había apañado estupendamente para comer bien sin necesidad de desarrollar sus habilidades culinarias más allá de preparar una taza de café. Y si lo apuraban, también era capaz de hacer una tostada, e incluso un bocadillo. Pero siempre había considerado la cocina como un feudo de la mujer, y además la experiencia le había demostrado que las mujeres se morían por demostrarle sus artes culinarias, presumiblemente con la esperanza de conseguir el puesto en su cocina para siempre. Él nunca las había desanimado. Tampoco les había prometido nada. A él le gustaba la comida casera, como a cualquier hombre, pero no estaba dispuesto a perder su libertad por ella.

Pero todo eso iba a cambiar. Se sentó y abrió el libro de Cassie. Estaba perfectamente ordenado por primeros y segundos platos. Al dar vuelta las páginas se la imaginó en su cocina, envuelta en aroma de hierbas, pan reciente y rodeada de verdura fresca de su huerta.

Era una idea romántica y estúpida probablemente. Ella era una profesional y seguramente trabajaría en una cocina de acero inoxidable, con la atmósfera aséptica de un hospital.

Miró las sopas de verduras. No creía que Verónica fuera una mujer a quien le gustase mucho comer. Empezaría por algo sencillo. Algo frío que pudiera dejar preparado en la nevera. Su hermana siempre lo hacía.

¿Ostras? No. No quería quedar en evidencia. Salmón ahumado estaría mejor. Con esa mayonesa especial que solía preparar Helen. Y pan casero en finas rebanadas.

Se sintió satisfecho de sí mismo, y escribió una nota en un bloc.

¿Qué más? Algo más original. Como para que no sospechase que lo había hecho preparar a un cocinero. Le habría gustado pedirle consejo a Cassie, pero no tenía su número de teléfono. Beth lo sabría, pero despertaría su curiosidad si se lo pedía.

Llamó a su hermana.

– Helen, ¿cómo estás?

– Ocupada. ¿Qué quieres? -preguntó su hermana, desconfiada.

– ¿Te parece forma de hablarle a tu hermano mayor?

– Nick, cariño, yo no soy una de tus chicas, así que por favor no me untes. Te conozco demasiado para engañarme. ¿Qué quieres?

– Consejo. Voy a preparar una comida para alguien que viene a cenar mañana por la noche…-su hermana empezó a reírse antes de que terminase-. ¿Qué tiene de gracioso? -preguntó.

– ¡Oh, venga, Nick! ¿No lo sabes? Si eres incapaz de hervir agua sin quemarlo todo -de pronto, antes de que él contestase, dijo-: ¡Ah! Ya comprendo. Quieres que haga yo la comida y que me esconda entre plato y plato. Lo siento, cariño. Mañana tengo que preparar una cena para el jefe de Graham y su ascenso depende de mi arte culinario. Llama a un cocinero. O mejor, lleva a la chica a un restaurante romántico. Eso suele funcionar generalmente.

– ¡Helen!

– ¿No tengo razón?

– En este caso, no. Ella cree que sé cocinar.

– ¿Y de dónde lo ha sacado? -preguntó Helen riéndose-. ¿Le has mentido a la pobre?

Helen se había referido a Verónica como pobre mujer también, pensó Nick. Tal vez Verónica y Helen debieran conocerse y charlar amenamente.

– No. Encontró un libro de cocina en mi escritorio, y sacó esas conclusiones.

– ¿Un libro de cocina? ¿Qué diablos…? ¡Oh! ¿Era mi regalo de cumpleaños?

– Más o menos.

– Aun así. ¿Es tonta?

– ¿Es que tiene que serlo? Cocinar no debe de ser tan difícil. Las mujeres lo hacen todos los días de la semana.

– Supongo que es esa práctica la que nos hace perfectas -contestó Helen irónicamente-. Después de la cena, cuéntame qué tal te ha ido todo, Nick. Mejor incluso; saca fotos. Siempre vienen bien unas risas -Helen colgó.

– ¡Helen! ¡Maldita sea! -ni siquiera le había dado la oportunidad de preguntarle por la mayonesa y el pan. Haría su propia mayonesa. Lo haría todo él. Tenía un buen libro de cocina. Pero al hojear el libro de Cassie se dio cuenta de por qué había semejante mercado para los libros de cocina.

Al volver a casa pasó por el supermercado. No lo hacía muy a menudo. Tenía una mujer que le limpiaba la casa y le organizaba lo esencial, pero le había dejado claro desde el principio que no cocinaba. Y si le hubiera dicho que sí, tampoco se lo habría pedido. Estaba dispuesto a demostrarle a todas esas mujeres que era capaz de igualarlas.

Practicaría aquella noche. Al día siguiente Verónica tendría que tragarse sus palabras.

Llevó el carrito con una mano, y la lista de la compra en la otra. Encontró todo lo que le hacía falta.

Estaba mirando una pila de melocotones en almíbar en oferta cuando descubrió a Cassie Cornwell empujando un carrito lleno de comida.

Estaba distraída intentando controlar el carrito para que no se chocase con la pila de latas de melocotón, y no lo había visto. Nick sintió la tentación de mover levemente las latas, pero luego se dio cuenta de que aquélla era una oportunidad de oro, y entonces enderezó amablemente su carrito para que no se chocase.

Cassie alzó la vista con una anticipada sonrisa de agradecimiento.

– ¡Oh, es usted! -dijo al darse cuenta de quién era, y se puso colorada.

– Era yo la última vez que me miré en un espejo -el verla ruborizarse le gustó-. Supongo que esta montaña de comida es para el campamento. ¿O es una compradora compulsiva?

Cassie sintió la tentación de tirarle algo, por sorprenderla de aquel modo, y hacerla sonrojar.

– No -él tomó una caja de cereales y la miró-. No la imagino desayunando esto. Una chica como usted debe de considerar el desayuno la comida más importante del día. Me la imagino preparando algo más sustancioso. Huevos con beicon, tostadas, mermelada casera y café.

¿Le estaría diciendo que estaba gorda?

– ¿Todo ese colesterol y esa cafeína? ¿Qué tiene de saludable todo eso? Yo empiezo el día con yogur enriquecido, fruta fresca y té. Sin leche -contestó ella irritada.

– ¿Ni siquiera el fin de semana se permite otra comida? -dijo él decepcionado.

– Ni siquiera en Navidad -ella miró el carrito de Nick.

Había pechugas de pollo, dos cartones de nata, limones, uvas, y unas hierbas.

– Nick, ¿qué hace un solterón como usted en un sitio como éste? Creí que su esbelta rubia se encargaría de la cena.

– No debería hacer caso de todo lo que dice Beth. Además, ya le dije que iba a probar una de sus recetas.

– ¿El pollo con uvas?

Él asintió.

– Lleva comida para un regimiento. ¿Va a invitar a todo el vecindario para festejar su triunfo en la cocina?

– En realidad voy a probarlo yo primero, antes de que lo pruebe otro.

¿Estaría cocinando para la rubia?

La idea le habría resultado enternecedora de no ser porque sabía que sería un farol para impresionar a la chica. Si no hubiera sentido celos de que se molestase tanto para llevarla a la cama.

– Bueno, tenga cuidado con la salsa. Que no se espese demasiado -ella frunció el ceño y preguntó-: ¿Para qué son las hierbas? Lo que lleva la receta es romero.

– Para una mayonesa con mostaza y finas hierbas. He pensado empezar con salmón ahumado.

– Eso es muy socorrido -no lo dijo en tono de cumplido.

– ¿Socorrido?

– Se saca del paquete y se pone en el plato. No hay nada que poner al fuego.

– Sí, pero hay que hacer la mayonesa -dijo él.

– Compre una buena mayonesa, agregue un poco de nata, una cucharadita de mostaza y finas hierbas. No se enterará.

– ¿Es eso lo que hace usted?

– No, pero yo soy cocinera profesional. Y en mi opinión no debería usar estas hierbas -levantó el paquete de hierbas del carro de Nick y agregó-: Están pasadas.

– No había más hierbas que éstas. Y no había romero fresco. Yo buscaba hierbas secas.

– Está infringiendo la primera norma de la cocina, no usar ingredientes de segunda calidad. Y si no encuentra lo que busca, prepare otra cosa -ella lo miró y vio la cara de pánico de Nick. Se rió y dijo-: No se preocupe, yo tengo hierbas frescas en el jardín. Puedo darle un poco si quiere.

¿Por qué se lo había ofrecido? Se había vuelto a poner colorada.

– Es muy amable por su parte, Cassie.

– Bueno, usted ha comprado dos ejemplares de mi libro. ¿Le ha gustado a su hermana?

– No se lo he dado todavía. Su cumpleaños es el fin de semana que viene.

– Quizás debiera invitarla para hacerle una demostración de lo que trae el libro.

– No creo. No pienso hacer carrera con esto. Además ella está en París.

– ¡Qué suerte tiene! Yo en cambio haré un viaje a lo desconocido…

– ¿Adónde?

Ella se rió y negó con la cabeza. Estoy exagerando. Seguro que Morgan's Landing será un sitio estupendo.

– ¿Morgan's Landing? ¡Oh! Comprendo. Se refiere a su excursión a un campamento. Oiga, si necesita algo… Algo del equipo, o cualquier otra cosa -agregó.

– El equipo no es problema, Nick. Mi cuñado tiene todo lo que necesitamos -casi todo eran reliquias de la época de sus campamentos, cosas pesadas, anticuadas, pero no quería que Nick pensara que quería involucrarlo en su viaje.

– De acuerdo -dijo él, con la sospecha de que ella se había dado cuenta de sus intenciones.

– Si ya ha terminado de hacer la compra, tal vez sería mejor que saliéramos de aquí -dijo Cassie, dejando las hierbas en la montaña de cajas de cereales-. Si no le importa esperar a que yo pague todo esto, le daré las hierbas.

Y Nick decidió que no debía dejar pasar la oportunidad.

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