CUANDO sonó el teléfono, Cassie estaba de pie en una silla, limpiando el armario. El limpiar armarios era una buena forma de no pensar demasiado.
Y una cosa en la que no debía pensar era en Nick Jefferson. Y en Jonathan. El problema era que desde que había conocido a Nick Jefferson, no podía dejar de acordarse de Jonathan.
No era extraño. No se parecía a Nick, pero tenía la misma sonrisa, el mismo encanto seductor. Y era igual de difícil de resistir.
A los veintidós años no había sentido ninguna necesidad de resistirse. Se había enamorado perdidamente. De eso se trataba la vida. Creces, te enamoras, te casas y eres feliz el resto de tu vida. Al menos se suponía que debía de ser así. Aunque a ella la felicidad no le había durado nada.
Cassie no bajó a atender el teléfono, prefirió dejar el contestador.
Oyó el mensaje grabado con su voz. Luego el pitido a partir del cual debían dejar el mensaje.
– ¿Qué diablos es eso del caldo de pollo, Cassie?
Cassie saltó al oír la voz enfadada de Nick Jefferson.
– Estoy siguiendo la maldita receta ésta, y de pronto me sale con un buen caldo. Dígame una cosa, ¿es que la gente usa un caldo malo deliberadamente?
– No. Quiere decir… -ella se calló.
El hablarle a un contestador no era una muestra de estar bien de la cabeza.
– ¿Y por qué no le advierte a la gente que prepare primero todas las menudencias? -agregó él.
– Porque cualquiera con dos dedos de frente lo sabría -contestó ella.
Luego frunció el ceño. ¿No era así? Sus libros estaban escritos para cocineros experimentados, pero… tal vez tuviera que aclarar esas cosas. O escribir un libro especial para principiantes; no todo el mundo aprendía a cocinar en el regazo de su madre.
Hubo un silencio en el contestador, probablemente él estuviera esperando que Cassie levantase el auricular y le contestase.
Ella, en cambio, se quedó pensando en la posibilidad de un programa en televisión para principiantes en la cocina.
– ¡Maldita sea! ¡Sé que está ahí, Cassie, así que será mejor que levante el teléfono y me conteste, o le escribiré a esa mujer de la televisión y le diré que usted y sus libros de cocina son fraudulentos!
– ¡Qué hombre! -murmuró ella irritada.
¿Cuánto tiempo iba a seguir quejándose? Iba a gastar la cinta entera del contestador. ¿Por qué no llamaba a su hermana y le preguntaba cómo hacer un caldo? ¿Y de dónde había sacado su número de teléfono? No estaba en la guía. ¿Lo había memorizado del teléfono cuando había estado en su cocina? ¿O había sido Beth, que seguía fantaseando con hacer de Celestina? Bueno, daba igual.
Porque le hubiera comprado dos libros de cocina, y le hubiera dado un beso, no tenía derecho a llamarla cuando le diera la gana, sobre todo cuando lo único que buscaba era que lo ayudase a impresionar a una rubia atractiva con su arte culinario.
¡Y encima la llamaba fraudulenta!
Ya era hora de que le dijera un par de cosas, y aquélla era una oportunidad como otra cualquiera.
Cassie se dio la vuelta, pensando en saltar y decirle lo que pensaba, pero la silla, que estaba inestable sobre el suelo de piedra, se movió y le hizo perder el equilibrio. En el intento de salvarse de la caída, no pudo apoyar el pie y se cayó hacia atrás.
Cassie chilló. Dem salió de debajo del sofá asustado. Cassie se agarró de la puerta del armario con ambas manos. Pero entonces la vieja puerta se desencajó y se arrancó del armario. Y Cassie se cayó definitivamente al suelo.
Nick esperó, seguro de que Cassie estaba en casa. La había visto hacía una hora y no parecía tener prisa por ir a ningún sitio. Sólo parecía tener prisa por desembarazarse de él. No le extrañaba. Ella lo ponía nervioso. Gritarle por teléfono no iba a hacer que se ganase su solidaridad ni su ayuda. Se pasó los dedos por el pelo y suspiró.
– Cassie, oye, lo siento. No debí gritarte, pero no te imaginas en el lío que me he metido… Por favor, levanta el teléfono y habla conmigo. Estoy desesperado.
Nada.
Bueno, ¿qué se había pensado? Después de haberle gritado de ese modo, era normal que no le contestase. No comprendía qué le había pasado.
Le enviaría flores para pedirle perdón, y entonces… Y entonces se olvidaría de ella. Cassie lo estaba distrayendo demasiado.
En el momento en que iba a colgar el teléfono oyó algo. Un ruido que parecía un golpe del aparato contra el suelo
– ¿Cassie?
– Compra un paquete de cubitos de caldo, y sigue las instrucciones -dijo ella en un tono tenso, como si le costase un gran esfuerzo hablar.
Luego hubo un ruido como si alguien le quitase el auricular. ¿Estaría con alguien? ¿Era por eso por lo que había querido quitárselo de en medio? ¿Estaría esperando a alguien?
Sintió un nudo en el estómago ante la idea de que hubiera un hombre que la abrazara, que la besara, que tal vez la desvistiera. Aquel pensamiento le hizo sentir desconsolado, desesperado, incluso enfadado. Sabía que debía colgar simplemente, pero no pudo hacerlo.
– Pero eso no es lo que tú harías, ¿no es cierto? -insistió él.
– Nick, créeme. Tú no quieres saber cómo hacer un caldo.
– ¿Es muy difícil?
– No, pero… Créeme. Ve a lo fácil. Todo el mundo lo hace.
– Yo no soy todo el mundo.
– Eso no es cierto. Déjalo, Nick, por favor. No puedo ocuparme de ello ahora.
No parecía muy interesada en el juego de la seducción. Más bien parecía…
– Cassie, ¿pasa algo malo?
Cassie se rió. Se había caído al lado del escritorio y estaba sentada en el suelo de su cocina, apoyada en la pared. Le dolía el tobillo. Se lo había torcido. Y un hombre pretendía que le diera una clase sobre cocina por teléfono. Bueno, no un hombre cualquiera. Nick Jefferson.
– ¿Si pasa algo malo?-repitió ella. Reprimió un grito de dolor cuando Dem se acercó y se frotó contra el tobillo, pero no lo logró del todo.
El se dio cuenta de que pasaba algo.
– ¡Espera, Cassie! ¡Voy enseguida!
– ¡No! ¡No hace falta!
Pero era demasiado tarde. Nick había colgado. Cassie gimió de dolor.
Dejó el teléfono tirado en el suelo y se dispuso a arrastrarse por la cocina para llegar a la caja de primeros auxilios. Dem se puso a su lado y comenzó a restregarse la cabeza en su mano.
Ella echó al gato.
No le preocupaba la inminente llegada de Nick Jefferson. No iba a poder entrar, a no ser que ella se arrastrase hasta la puerta para abrirle. Y como no podía hacerlo, se tendría que marchar.
Además, los hombres como Nick Jefferson no traían más que problemas.
A los veintidós años no lo había sabido. A los veintisiete no tenía la misma excusa.
Miró las pechugas quemadas con resignación. No parecían realmente comestibles. No se parecían en nada a la foto del libro de Cassie. Tal vez su hermana tuviera razón. Quizás no fuera mala idea confesar la verdad a Verónica y llevarla a cenar a algún restaurante caro.
Tal vez hasta se sintiera halagada por todas las molestias que se había tomado él para impresionarla. Sobre todo si ponía el énfasis en la parte cómica del asunto. Tal vez debajo de esa fachada de frialdad, Verónica tuviera sentido del humor.
El único peligro que tenía ese plan era que a Verónica le resultase demasiado gracioso y se lo contase a Lucy, su secretaria, y que finalmente se enterase toda la oficina. Todos se reirían a sus expensas.
¿Quién le habría mandado meterse en aquel lío? Daba igual. No pensaba sentirse derrotado por un trozo de pollo.
Pero antes de conseguir que el pollo se rindiese debía ir a ver qué le había pasado a Cassie. Tenía que averiguar por qué había gritado de dolor.
En menos de diez minutos llegó con su Porsche a la casa de Cassie. Aparcó detrás del Alfa de ella.
Golpeó la puerta y esperó impacientemente. Se apoyó en la barandilla para espiar el sótano, con la esperanza de poder ver la cocina. Pero la ventana era alta y estrecha y el ángulo no era el adecuado. Se echó para atrás. Pero aun así no era capaz de ver más que unos pies. Ella no fue a abrir la puerta, así que estaría allí tirada. Se habría hecho daño. Aquella idea lo alarmó. Tenía que hacer algo.
Miró hacia un lado y a otro de la calle. Luego dobló la esquina. Había una puerta en una pared no muy alta. El fondo de la casa de Cassie debía de lindar con aquel lugar. La puerta estaba cerrada, por supuesto, pero debía de ser la entrada trasera de la casa. Decidió saltar el muro.
Saltó hasta el borde de la pared, se aferró y trepó. Como se había imaginado, detrás de la puerta había un pasadizo entre dos casas, cada una de las cuales tenía una puerta que daba a un jardín. Pensó que las puertas estarían cerradas, así que no se molestó en bajar al pasadizo para comprobarlo. Directamente decidió hacer equilibrio por la pared.
Alguien le gritó preguntándole qué estaba haciendo, pero él no le hizo caso. Simplemente contó las casas hasta la de Cassie. Su jardín era inconfundible realmente. Estaba lleno de geranios, pensamientos y rosas. Y por si eso no le alcanzara para identificarlo, en él se respiraba el aroma del romero y la hierba buena.
Cassie no se había molestado en moverse. Se sentía un poco mareada y prefirió no arrastrarse. Además, Dem se le había echado encima de la tripa, y pesaba lo suyo. Le era imposible moverse.
De todos modos, el dolor del tobillo estaba cediendo un poco, así que tal vez lo mejor fuera quedarse quieta. El único problema era que veía cosas, o mejor dicho, gente. A Nick Jefferson, para ser más exactos. Y parecía estar caminando en el aire.
Pestañeó y Nick desapareció. Debía de ser cosa de su imaginación. Había estado pensando en él como en el caballero errante que fuera a rescatarla, pero en lugar de imaginarlo en su caballo, lo había imaginado en la versión moderna, es decir en un coche deportivo negro.
Pero Nick no habría sido un príncipe predecible y seguro. Un caballero predecible y seguro no le habría robado un beso, aunque probablemente sería un poco aburrido.
Estaba claro que Nick Jefferson no era un hombre aburrido, y seguramente por ello había perdido tanto tiempo pensando en él.
Hacía mucho que no la besaba nadie. No porque no hubieran querido, sino porque después de Jonathan no había querido tener relaciones que implicaran besarse.
Claro que Nick le había robado aquel beso. Y los besos robados, aunque fueran muy dulces, no contaban. Al menos no tanto como para estar alucinando en aquel momento.
Cerró los ojos un instante. Cuando los abrió vio una enorme sombra en la entrada, era la espalda ancha de un hombre quitando la luz del anochecer. Dejó escapar un grito de alarma y Dem salió corriendo a esconderse en algún sitio.
– ¿Cassie?
– ¿Nick? -preguntó Cassie cuando él encendió la luz. Se hizo sombra con la mano a modo de visera para que no la deslumbrase.
En ese momento lo vio perfectamente. No había estado alucinando. Era real. Entonces empezó a hacerse preguntas. Como qué se pensaba, qué hacía metiéndose en la cocina sin que lo hubiera hecho pasar… ¿Cómo había hecho para entrar, si su casa estaba rodeada por una pared de cerca de dos metros y medio? Estaba furiosa con él por haberla asustado de semejante manera, pero, ¿por qué se alegraba de verlo?
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Nick.
Realmente no necesitaba preguntar. La silla caída, la puerta rota del armario, le dejaba claro de qué se trataba. Y se imaginó cómo había ocurrido. Se habría subido a una silla para sacar las cosas que él había acomodado en el armario sin pensarlo bien. Y se habría caído. Y era culpa suya.
Cassie se dio cuenta de que él estaba preocupado. O quizás sólo estuviera enfadado. Se había mostrado muy irritado por teléfono. Todo ese lío por un caldo. ¿Qué les pasaba a los hombres? Siempre tenían que hacer un drama de cualquier tontería. Como ésa.
Se había caído de una silla. Simplemente. Podía arreglárselas sola.
Pero no le dio tiempo a decirle nada. Él se agachó a su lado, la tomó por la cintura, y le buscó el pulso. Ella no pudo contener la risa.
– ¿Qué tiene de gracioso? -le preguntó él.
– Tú eres gracioso. Me he torcido el tobillo, Nick. No te sirve de nada tomarme el pulso.
Él la miró con cara de enfadado.
– Me parece que tu pulso es un poco irregular -le quitó un mechón de pelo de la cara-. ¿Te has golpeado la cabeza? Será mejor que llame a una ambulancia -dijo, sin esperar la respuesta.
Ella podría haberle dicho que el único motivo por el que su pulso estaba alterado era porque él estaba inclinado sobre ella, a pocos centímetros de su mejilla. Si él se hubiera dado la vuelta y la hubiera mirado a los ojos, seguramente habría hecho lo que había estado a punto de hacer cuando ella le había cerrado la puerta: la habría besado. Y no podía negar que quería que lo hiciera. No podía mentirse a sí misma.
Ella había impedido que Nick la besara porque estaba asustada. Tenía miedo de que le hicieran daño. Lo que era ridículo. ¿Cómo podía hacerle daño? Sólo podía hacerle daño alguien a quien amase. Y ella se había jurado no volver a caer en la trampa del amor.
A esa distancia podía verle la sombra de la barba de un día. Y sabía perfectamente cómo sería sentirla sobre su piel. Sintió ganas de alzar la mano y tocársela. Y de pronunciar su nombre. Nick. Lo dijo para sus adentros, no en voz alta.
Si decía eso, él la miraría a los ojos y descubriría el deseo que la estaba traicionando.
Un tobillo torcido no sería excusa para lo que pasaría luego. Y eso le haría más daño que una torcedura.
– No seas ridículo. No necesito una ambulancia. Todo lo que necesito es un poco de aceite de avellana y una venda en el tobillo, y se me pasará.
Nick le frotó suavemente el tobillo con sus dedos. Ella se estremeció ante aquel contacto. Pero no por el dolor que le causaba precisamente.
– Al menos no está roto.
– Ya lo sabía. Pero agradezco la opinión de otra persona, doctor Kildare -le dijo ella entre dientes-. Ahora bien. si quieres hacer algo práctico. encontrarás la caja de primeros auxilios debajo de la pila. Estoy segura de que allí hay vendas.
– Sí, señora. Pero… ¿no debería hacer algo tan interesante como poner unas compresas frías primero? -la miró con una sonrisa seductora.
Aquello la desarmaba más que caerse de una silla.
– ¿Estás seguro? ¿Sabes qué es una compresa?
Nick dejó de sonreír.
– No tienes muy buena opinión de mí, ¿no es así Cassie?
– Estoy segura de que estás haciendo un gran esfuerzo por impresionarme, Nick. Lo que no me explico es por qué lo haces.
– Yo tampoco. Es un problema, ¿no? -él se puso de pie y fue a la nevera. Abrió el congelador y tiró de los cajones.
– ¿Qué estás haciendo?
– Buscando esto -sacó un paquete de judías congeladas-. No estaba seguro de que una cocinera renombrada como tú tuviera esto en la nevera.
– A mis sobrinos les gusta.
¡Oh! ¡El viaje que iba a hacer con ellos!, pensó ella.
– ¡Ay! -gritó ella cuando él le aplicó el paquete congelado encima del tobillo-. Parece que sabes qué es una compresa.
– Vengo de una familia de deportistas, tanto hombres como mujeres. Mi madre era una buena corredora en carreras de obstáculos. Se dedicó a ello hasta que aparecí yo y le quité las esperanzas de ser campeona olímpica. Pero aprendí el uso de las judías congeladas en su rodilla -cuando alzó la vista, la sonrisa pícara de Nick había vuelto a ocupar su lugar, y como consecuencia el pulso de Cassie volvió a dispararse-. Creo que sería más fácil si estuvieras en el sofá. Pon los brazos alrededor de mi cuello.
– Puedo llegar allí yo sola…
Ella dejó de discutir, se aferró al cuello de Nick, y él la llevó al sofá.
A ella le gustó cómo le había rodeado la cintura. Pero no debía animarlo más.
– Vas a hacerte daño en la espalda -le advirtió ella-. ¿Y entonces qué haremos?
– No mucho -dijo él.
Nick tenía la cara muy cerca y ella podía ver las pecas del iris del ojo, unas pecas oscuras que hacían que sus ojos grises parecieran negros.
Pero él no siguió su advertencia. La alzó en brazos y la depositó en el sofá con tanta facilidad como si se tratase de una pluma.
– Al menos nada de lo que a mí me gustaría hacer contigo.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó ella. Se puso colorada, pero él no pareció darse cuenta. Se había dado la vuelta para tomar el paquete de judías y volver a ponérselas en el tobillo sin mayor ceremonial.
– Te pondría encima de mis rodillas y te daría unos azotes por subirte a una silla vieja. ¿No tienes una escalera? -le preguntó.
– Se la he dejado a mi vecina.
– Tendrías que habérsela pedido -hizo una pausa y agregó-: Sostén esto en su sitio mientras voy a buscar la caja de primeros auxilios. Luego te pondré una venda.
– No veo la hora de que lo hagas -di ¡o ella. Prefería eso a que llamase a una ambulancia.
De pronto cambió de tema y le preguntó:
– ¿Cómo has entrado, Nick?
– Arriesgando mi vida -dijo Nick, agachándose para buscar debajo del fregadero.
La tela del vaquero se pegó a sus fuertes piernas. En traje era muy atractivo; pero en vaqueros y con una camiseta ajustada, era digno de admiración.
Nick alzó la cabeza y sonrió devastadoramente.
Ella se mordió el labio para no dejar escapar una exclamación.
– Al fondo, contra la pared -le indicó ella, al ver que él no encontraba lo que buscaba-. No tendrías que haber saltado. Te podrías haber caído.
– No te preocupes. No soy tan incompetente como tú. No me he hecho daño.
– No eres tú quien me preocupa -ella estaba furiosa con él. No por el insulto sino por su estupidez-. Podría haberte visto alguien del vecindario y tener en vilo a todo el barrio.
– De hecho alguien me ha gritado algo -confesó él.
– Entonces prepárate para que venga la policía -en ese momento se oyó que golpeaban a la puerta-. ¿Qué te acabo de decir?
Él se puso una mano en la oreja.
– No he oído sirenas.
– Será mejor que vayas a abrir y que le asegures a quien sea que no me están estrangulando, Nick. O llamarán de verdad a la policía.
Pero era demasiado tarde. Alguien había llamado ya a la policía, y un momento más tarde, Nick apareció con un guardia en la cocina.
– Cassie, cariño. El policía Hicks dice que una de tus vecinas denunció una entrada ilegal. Le he explicado lo que ha pasado, pero por supuesto él quiere asegurarse de que estás a salvo, y de que no soy un asesino en serie que le estoy contando una mentira.
«¿Cariño?», pensó Cassie. ¿A qué estaba jugando? Bueno, le demostraría que él no era el único que podía jugar. Se volvió al policía y le dijo:
– ¡Menos mal que ha venido, oficial! Este hombre es un absoluto desconocido. Ha trepado por la pared del fondo y ha entrado en mi casa sin mi permiso.
Fue un error. Ella no debió hacer eso. Se dio cuenta inmediatamente. El joven policía no sabía qué pensar y miró a Nick, con cara de confusión.
– Se lo he dicho, oficial. La señorita Cornwell se cayó de una silla. Estoy seguro de que se debe de haber dado un golpe en la cabeza, pero se niega a que la lleve a urgencias.
Estaba insinuando que estaba mal de la cabeza, pensó ella. De acuerdo, se lo merecía. Pero, ¿hacía falta que pusiera esa cara de piedad al decirlo?
– El señor Jefferson me ha dicho que usted se había caído de una silla, señorita -dijo el policía, tratando de empezar desde el principio para ordenar los acontecimientos-. Mmmm… ¿Se ha golpeado la cabeza? Quizás debiera seguir el consejo del señor Jefferson e ir al hospital a que la examinasen.
Nick miró a Cassie y alzó una ceja como diciéndole que ella se lo había buscado.
Tal vez él tuviera razón. Quizás estuviera loca. Realmente se sentía un poco mareada. Pero no por haberse hecho daño en la cabeza.
De todos modos era mejor que no se tomara a broma la situación.
El policía ciertamente no se estaba divirtiendo. Estaba mirando el tobillo de Cassie cubierto por un paquete de judías congeladas, y no esbozaba ni la más mínima sonrisa.