Capítulo Diez

Cuando Justin recogió a Winona para salir a cenar, estaba tan angustiado que tuvo ganas de reírse de sí mismo. Nunca había sido una persona nerviosa. Sin embargo, esa noche el pulso le latía demasiado deprisa y el estómago le hacía cosas raras; le sudaban las manos y el pequeño estuche que llevaba en el bolsillo de la americana parecía pesarle una tonelada.

Supuso que se sentiría mejor cuando la viera; solo que no fue así.

Winona se entretuvo unos minutos a la puerta mientras daba instrucciones a Myrt y hablaban del bebé. Se puso un abrigo de paño negro que desde luego le iba a hacer falta, porque era una noche de enero muy fría, pero Justin la había visto un momento con el vestido negro y los zapatos de tacón. Incluso cuando Win se arreglaba, nunca vestía ropa llamativa. Pero esa noche tenía un aire especial, peligroso, inquietante. Justin no supo qué pensar de todo ello; del pronunciado escote del vestido, de la sombra color humo que se había aplicado en los ojos, o del sutil pero letal perfume que se había puesto.

Los nervios que había sentido antes de verla parecieron a punto de estallar en ese momento.

Antes incluso de aparcar a la puerta de Claire's ya estaba tirándose del nudo de la corbata.

Aunque Royal era una ciudad adinerada, la personalidad de la ciudad nunca había sido formal. Claire's era la excepción. Cuando uno entraba en el local parecía escuchar el suave murmullo del refinamiento. Las mesas estaban vestidas con manteles de lino blanco, y en cada una había un centro de mesa de capullos de rosa recién cortados. En los menús no figuraban precios. En un rincón del comedor había un pianista vestido de esmoquin interpretando suaves canciones de amor.

Cuando le hubo quitado el abrigo, Winona se dio la vuelta y le susurró al oído:

– He estado antes aquí. Los Gerard venían para celebrar ocasiones especiales, igual que todo el mundo; al menos todos los que puedan permitírselo, claro. Pero siempre me he preguntado… ¿Qué pasa si alguien se tropieza? ¿O eructa?

A pesar de su nerviosismo, Justin empezó a relajarse.

– No pasa nada -le aseguró-. Aquí no puede ocurrir nada malo, de modo que no te preocupes.

Winona abrió el menú y sonrió cuando el camarero se acercó a la mesa.

– Creo que queremos empezar con la mejor botella de vino que tengan en la bodega.

– Sí, señor -dijo el camarero antes de darse la vuelta.

– Quítate los zapatos, Win. Estas sola conmigo. Hoy nos vamos a dar un homenaje por todo lo alto. Nada de pensar en bebés ni de preocuparnos por nada más. ¿De acuerdo?

Winona sonrió con tanta dulzura que sintió la tentación de ponerse a cantarle canciones de amor. Se dieron la mano suavemente, con ternura, como si no hubiera nadie más que ellos en el restaurante.

Justin no tenía idea de cómo había podido vivir tanto tiempo sin ella. Y mientras la miraba sintió un momento de felicidad plena. Pero desgraciadamente el momento no pareció durar mucho.

La suave sonrisa de Winona se volvió de pronto hierática.

– Caramba, Justin, tenía pensado hablar contigo… pero hay dos hombres sentados en la mesa de la esquina que no paran de mirarte. No pueden ser de aquí, porque no los conozco y, además, van vestidos de un modo un tanto extraño.

Justin no volvió la cabeza. Ya se había fijado en los dos hombres cuando habían entrado.

– Sí, se llaman Milo y Garth. Vaya par, ¿no?

El camarero les llevó el vino y Justin sirvió un poco del líquido rojo oscuro en la copa de Winona.

– ¿Entonces los conoces? Oh, diantres, vienen hacia aquí.

Maldita sea. Solo había dos personas en el planeta que Justin quisiera ver esa noche. Una era el bebé y la otra, la que más deseaba, era Win. Pero se vio obligado a levantar la cabeza, porque en ese momento los dos hombres se acercaron a la mesa sonriendo cortésmente.

– Doctor Webb, qué alegría volver a verlo. No queremos interrumpir su cena, pero cuando lo hemos visto pensamos en venir a saludarlo.

– Me alegra verlos -mintió Justin, y enseguida les presentó a Win, aunque de ningún modo iba a pedirles a los dos hombres que se sentaran a la mesa con ellos-. Milo y Garth han venido de Asterland, Winona.

Milo se volvió y le sonrió.

– Sí, llegamos ayer.

– Y están aquí para investigar las dificultades que ha habido con el avión. Esperemos que juntos podamos dar con alguna solución, ¿verdad, caballeros?

– Eso esperamos todos -Milo asintió con la cabeza-. Y ya que está aquí, doctor Webb, Garth y yo hemos estado repasando la lista de pasajeros. ¿Por casualidad conoce a una tal señorita Pamela Miles y una tal señorita Jamie Morris?

Justin notó que Winona lo miraba. Le rozó la pierna con la suya, esperando que entendiera que prefería llevar eso él solo.

– Sí, ambas mujeres viven aquí. Aunque espero que examinen toda la lista, y no solo a dos pasajeras que resultan ser americanas.

– Por supuesto, por supuesto. Solo es que, naturalmente, las pasajeras americanas son las que menos familiares nos resultaron.

Y también sería mucho más cómodo encontrar a algún americano a quien echar la culpa. Claro que Justin se cuidó de no expresar su opinión en voz alta

– Bueno, para serle sincero no estoy en posición para contestar a ninguna pregunta acerca de esas dos mujeres. Ni tampoco la señorita Raye. Pero tanto la señorita Miles como la señorita Morris llevan toda la vida en Royal, y les aseguro que son personas normales.

– Estoy seguro. Gracias por su atención -dijo Garth, despidiéndose de ellos.

Cuando por fin se alejaron lo suficiente para no escuchar lo que decían, Winona lo miró con el ceño fruncido.

– No me parece tan raro que el gobierno de Asterland haya enviado a alguien a investigar el caso. Pero me pillaron para sacarme información nada más llegar. Me dio la impresión de que pensaron que podrían sonsacarle más a un médico que a la policía. Pero ahora nos vamos a olvidar totalmente de ellos, ¿vale?

– Vale.

Durante la cena, Justin y Winona charlaron animadamente sobre distintos temas. El camarero les sirvió el solomillo con salsa bernesa, guisantes y patatas asadas. Cuando finalmente se llevó los platos, volvió para ofrecerles unas natillas, pero a Winona ya no le cabía más.

– No puedo más.

– Claro que sí -dijo, y le hizo una seña al camarero para que les llevara dos platos.

Justin la oyó protestar, pero cuando llegó el postre lo único que le oyó decir fue:

– Ay, qué ricas. Qué ricas…

– No estoy seguro, pero yo diría que normalmente no permiten que los clientes tengan orgasmos delante del resto de la clientela.

– Que se aguanten. Ese es su problema -dijo Winona con la audacia y picardía de siempre-. Has traído una carreta para sacarme luego de aquí, ¿no?

– No. Pero sí que he traído otra cosa -se metió la mano en el bolsillo derecho, y se dio cuenta de que le estaban temblando las manos otra vez.

– Justin… -tal vez notara algo, porque de pronto se puso a hablar como una cotorra-. Hablemos de otra cosa, ¿vale? No sé lo que te está molestando, pero se me ocurrió que podía ser por la casa. Ya me entiendes. ¿En qué casa vamos a vivir? A mí no me importa, pero mi casa es tan pequeña que la tuya me parece la mejor elección.

– Bueno, tu casa es muy pequeña para los tres, pero eso no tiene porque ser un impedimento, Win. Si no te gusta mi casa, podríamos comprarnos otra o construir una nueva.

– ¿Eso es lo que quieres?

– Quiero hacer lo que sea mejor para ti. Y para el bebé.

– Bueno… me encanta tu casa. Así que, a menos que quieras mudarte, creo que es el sitio ideal. Aunque…

Intentar hablar de algo normal no iba a funcionar. Al menos no mientras el estuche que tenía en el bolsillo siguiera inquietándolo. De modo que mientras ella se llevaba otra cucharada de natillas a la boca, él colocó el pequeño estuche sobre la mesa. Cuando Winona bajó la cuchara, lo vio.

Aunque no había terminado el postre, Winona dejó la cuchara sobre el plato. Lo miró con aquellos ojos, de un tono tan suave como la superficie de un lago, tan vulnerables como una noche de primavera.

– ¿Puedo… abrirlo? -le preguntó en voz baja.

– Me va a dar un infarto si no lo abres. Quería darte una sorpresa, Win, pero si no te gusta podemos ir a la mejor joyería que conozco, que está en Austin. Quiero que sea algo que te encante cuando lo mires cada día.

Pero como ella no parecía estar prestándole atención, Justin se calló.

Winona ya había abierto el estuche. Era un anillo con un zafiro. Y el zafiro no solo igualaba el color de sus ojos, sino que se suponía que era una piedra para una mujer que amara su individualidad, para una mujer única, como era ella. Pero no era un zafiro de color oscuro, sino que tenía una tonalidad inusual para ese tipo de piedras, ya que era del mismo color claro y brillante que los ojos de Winona.

Cuando Justin la miró a los ojos se dio cuenta de que Winona estaba a punto de llorar. Y entonces todas sus dudas se desvanecieron.

Winona se adelantó y lo besó. O bien fue él el que la besó a ella. Pero llegado ese momento, ¿quién sabía? Lo único que importaba era encontrarse con sus exuberantes labios a medio camino. Guandos sus labios se tocaron, el beso se convirtió en algo suave, silencioso y secreto. Reverente.

La textura de sus labios era una promesa. Cada vez que ella se acercaba a él, Justin sentía que se derretía por dentro. Entonces sintió que su vida podría ser mucho mejor con ella, que su corazón sería más fuerte, que todo ganaría con su presencia… Todo, si ella lo amaba.

Y él desde luego la amaba con todo su corazón. El amor fluyó entre ellos y los envolvió por entero. Y sí, también el deseo sexual despertó entre los dos. Un deseo ardiente. Justin se deleitó al pensar en ella; estaba impaciente por sacarla de allí y desnudarla para que lo único que llevara puesto fuera aquel maldito anillo…

Finalmente, Winona se apartó. Ambos estaban sin aliento, mirándose a los ojos.

– Vaya, me da la ligera impresión de que te ha gustado el anillo -murmuró Justin.

– No te burles de mí ahora, doctor. No podría soportarlo.

De pronto, se puso serio.

– Te quiero, Win. Nada de bromas. Siempre se ha tratado de esto. No es por el bebé ni por ninguna otra cosa. Solo es por amor.

– Y yo te quiero a ti. Fija una fecha. La que te parezca, Justin.

Y entonces, en el momento más emotivo, cálido e importante de toda su vida, Justin se quedó paralizado.

Dos noches después, mientras Justin conducía su Porsche hacia el Club, se dio cuenta de que las calles estaban vacías. Y no era de extrañar. Caía aguanieve intensamente, el asfalto estaba resbaladizo y soplaba un viento infernal.

Sin embargo, cuando Justin aparcó delante del Club y salió del coche, caminó hacia la puerta de entrada del edificio como si las inclemencias del tiempo le importaran un comino. Y no le importaban.

Win llevaba su anillo de compromiso. Y esa noche había vuelto a casa y habían hecho el amor hasta la madrugada. Pero también se había despertado alrededor de las cinco de la mañana por una pesadilla, y nada había vuelto a ser igual desde entonces. Algo iba mal. Algo muy malo le pasaba.

Lo más extraño era que todo le iba bien por primera vez en al vida. Adoraba a Winona. Y la mujer a la que amaba más que a nadie en el mundo había aceptado casarse con él. Normalmente los hombres tenían miedo a comprometerse, pero él no. Estar unido a Win era precisamente lo que él ansiaba, de modo que esa reacción de pánico que había sentido al pensar en fijar la fecha de la boda no tenía ningún sentido.

– Justin! ¡Me alegro de verte! -Matthew estaba dentro, junto a la puerta; pero al mirar a Justin se le heló la sonrisa en los labios-. ¿Pero qué demonios te ha pasado?

– Nada. Siento haberme retrasado un poco.

Echó una mirada y vio a los demás sentados dentro, excepto a Aaron. Ben tenía una taza de café en la mano, mientras que los otros se habían decantado por bebidas más fuertes. El familiar aroma a whisky flotaba en el ambiente, junto con el olor a cuero, lana y el del alegre fuego de troncos ardiendo.

Dakota se adelantó con una sonrisa.

– Eh, tío, parece que alguien te pegado una paliza -pero cuando Dakota lo miró bien, también dejó de sonreír-. Lo decía en broma… ¿Estás bien? No estarás enfermo, ¿verdad?

– No, estoy bien, en serio. Siento llegar tan tarde. Es que he tenido dos días seguidos de mucho trabajo.

Eso era lo que le había contado a Winona. Claro que temía que no se lo hubiera tragado. Y parecía que sus amigos tampoco.

Pero como esa noche tenían que discutir cosas muy serias, dejaron la charla para otro momento. Lo primero era buscar un escondite seguro para el ópalo y la esmeralda.

El trabajo le hubiera llevado a cualquiera cinco minutos. Pero habiendo cuatro hombres juntos, les llevó una hora y media.

Cuando terminaron de taladrar el agujero en la pared, Justin subió por la escalera que había en el vestíbulo de entrada. El cartel con el logotipo del Club, Liderazgo, Justicia y Paz, estaba tumbado de lado en el suelo. Y de pronto todos se quedaron en silencio.

Cada uno de ellos le echó una última mirada al ópalo negro y a la esmeralda, antes de que las dos piedras fueron envueltas en terciopelo blanco e introducidas en una fina caja de metal. Con el taladro habían hecho un agujero lo suficientemente grande para meter la caja, de modo que después de hacerlo, lo único que quedaba era colgar el cartel de nuevo.

– No podríamos haber buscado mejor sitio -dijo Matthew-. Quiero decir, a la larga tendremos que buscar un lugar más seguro para las piedras. Pero hasta que averigüemos qué ha sido del diamante rojo, este es ideal. Muy simbólico. Hemos hecho bien.

– Ojalá que los problemas relacionados con el accidente y el robo de las joyas fueran tan fáciles de resolver.

Barrieron, lo recogieron todo y guardaron la caja de herramientas. Sin embargo, terminaron todos de vuelta en el vestíbulo de entrada. Para ellos el cartel nunca había sido un símbolo de mal gusto, sino un recordatorio de los votos genuinos que habían hecho para ayudar a los demás cuando se habían unido al Club de Ganaderos de Texas. En ese momento, se sentían todos frustrados por no poder cumplir esa promesa.

– Cuanto más nos adentramos en este lío, menos sentido tiene -gimió Dakota.

– Repasemos lo que sabemos -sugirió Matthew-. Aún no se sabe nada de la identidad del asesino de Monroe, ¿no?

Aún no se sabía nada, y el diamante rojo seguía faltando. De momento, los hombres no tenían pruebas que pudiera conectar el accidente de avión con el robo de las joyas; pero el ladrón de estas tenía que ser sin duda uno de los pasajeros del avión de Asterland. Klimt, uno de los que podría haberles dado alguna respuesta específica de lo ocurrido, continuaba en coma.

– Bueno, algo tendrá que surgir -dijo Matthew-. Parte del problema es que ninguno de nosotros soportamos bien la frustración. Estamos acostumbrados a salir y hacer lo necesario para arreglar las cosas. Tener que esperar es, en parte, lo que nos está volviendo locos.

– También dudo de que haya una piedra tan única en todo el mundo como nuestro diamante rojo. Aunque apareciera en el mercado negro, se armaría un revuelo en cuanto eso pasara… si es que no damos con otro modo de encontrarla antes.

– Sí. El diamante rojo es la clave para resolver el resto -dijo Ben pensativamente-. ¿Justin? Justin se volvió hacia ellos con rapidez.

– Estoy de acuerdo con todos vosotros. Tan solo nos va a llevar un poco más de tiempo. Ninguno de nosotros ha aceptado jamás un fracaso y no lo vamos a aceptar ahora.

Los demás coincidieron calurosamente, pero Ben seguía mirándolo con el ceño fruncido.

– Estabas pensando en algo. Estabas mirando el cartel fijamente. ¿Se te ha ocurrido algo?

– Sí, se me ha ocurrido una cosa.

Justin no podía explicárselo a nadie. Pero aquella extraña manifestación había tenido lugar cuando le había echado un último vistazo al ópalo y a la esmeralda. De repente el corazón había empezado a latirle como un tambor, con inquietud, con miedo. La piedra que faltaba era la razón. El diamante rojo siempre había sido para todos el verdadero talismán de la causa del grupo. No porque fuera la más valiosa de las tres, sino porque representaba el liderazgo y el honor que debía tener todo hombre bueno.

Y los fuertes latidos de su corazón continuaron el sordo golpeteo. Recuerdos de Bosnia cruzaron su mente. Había tenido en mente un objetivo tan heroico cuando se había ido allí voluntario. Había querido ayudar, salvar a personas. Y en ese momento había sido lo suficientemente egoísta para pensar que era la persona ideal para hacer aquel trabajo; que era uno de los mejores médicos que había.

Solo que había aterrizado en una pesadilla. Paciente tras paciente había sufrido graves heridas a causa de las bombas, los tiros y la metralla. Pero las condiciones fueron horribles. A veces no había medicinas. A veces no había calefacción, ni electricidad; maldita sea, a veces ni siquiera agua corriente. El poseía la capacidad, pero no los medios para salvarlos. Y todos los pacientes, uno tras otro, habían muerto, hasta que Justin había empezado a sentir que se rompía por dentro. Tal vez no fueran sus fallos los que causaran las muertes, pero seguían siendo fracasos. Seguía siendo insoportable. Y cuando había vuelto a casa, se había especializado directamente en cirugía plástica, alejándose de cualquier especialidad en la que los pacientes murieran.

Hacía mucho tiempo que le había visto el sentido.

Le había visto el sentido hasta que le había pedido a Winona que se casara con él. Durante todos aquellos años había rezado para que Winona pudiera amarlo, pero una vez que ella había cedido a esos sentimientos… ah, bueno, Justin sabía exactamente por qué su corazón parecía vacío. Porque lo estaba. Tenía miedo de fallarle a Winona. Miedo de no ser ese hombre fuerte y honorable que ella parecía pensar que era; el hombre fuerte y honorable que Justin ya no estaba tan seguro ser.

Ben le agarró del hombro.

– A ti te pasa algo. ¿Quieres sentarte aquí? ¿O encontrar un sito donde quieras hablar?

Matthew se acercó a ellos.

– ¿Justin, qué te pasa? Cuéntanoslo. ¿Qué podemos hacer por ti?

– Nada.

No sabía si se sentía más aliviado o más preocupado de que por fin supiera por qué fijar la fecha de la boda lo tenía tan agobiado. Desgraciadamente, eso no quería decir que tuviera idea de qué hacer al respecto.

De repente sonó el teléfono, asustándolos a los cuatro. El recibidor más próximo estaba en el despacho del club, y Justin aprovechó la oportunidad para alejarse de sus amigos, por muy buenas intenciones que tuvieran.

– ¿Justin? Ay, gracias a Dios que te encuentro ahí… -era Winona, pero su voz no sonaba como siempre; a pesar de que ella siempre mantenía la cabeza fría cuando había una crisis, en ese momento su tono de voz era agudo y lleno de pánico-. Te necesito. Ahora mismo. Angela no respira bien. Le pasa algo malo. Tengo miedo de llevarla al hospital, miedo de hacer algo que pudiera hacerle empeorar…

Justin no tuvo que pensar. Winona lo necesitaba.

– Estaré allí en cinco minutos. Te lo prometo.

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