Cuando Winona atravesó las puertas del Hospital Memorial de Royal, el pulso le iba muy deprisa. No sabía por qué estaba tan nerviosa cuando las posibilidades de dar con Justin eran mínimas. Podría fácilmente estar metido en una operación que durara horas, y ella jamás lo interrumpiría cuando estuviera ocupado con sus pacientes.
No tenía por qué verlo en ese mismo instante, se repetía Winona una y otra vez. Desde luego, no debería haberle enviado a Myrt sin su permiso, pero el hecho de ser bueno no era ninguna ofensa. Podría gritarle por eso en otra ocasión, y cierto que aún le fastidiaba que no hubieran aclarado el asunto de la proposición, pero eso era parte del mismo problema. Algo le ocurría a Justin. Se estaba comportando de un modo muy extraño. Ella quería, necesitaba, entender la raíz de aquella tontería, pero pillarlo unos minutos en el trabajo para hablar un momento con él no iba a solucionar nada.
Pero quería verlo, y tenía que ser inmediatamente. Para gritarle por dominante y manipulador, se dijo a sí misma de modo virtuoso.
Pero a pesar de haberse dado a sí misma una razonable excusa, el corazón no dejaba de latirle.
Se detuvo en el mostrador del control de enfermeras que había nada más entrar en la unidad de cirugía plástica.
– No habrá visto al doctor Webb, ¿verdad? -le preguntó a una enfermera de pantalón azul con el nombre de Mary Jo en el broche que llevaba prendido en el pecho.
La rubia reconoció a Winona e intentó sonreír.
– Ha estado entrando y saliendo desde anoche. ¿Sabe lo del accidente de los dos adolescentes en la calle Cold Creek? Stevie tiene muchos cortes en la cara.
– Ah, maldita sea -dijo Winona-. ¿Stevie Richards?
Como si hubiera más de un Stevie que viviera en la calle Cold Creek.
– Sí. Los padres llamaron anoche al doctor Webb. La familia estaba destrozada. Finalmente, el doctor Webb obligó a todos marcharse y cuando se quedó a solas con Stevie consiguió tranquilizarlo.
Normalmente, Mary Jo no le habría contado a nadie los asuntos de los pacientes, pero Winona y ellas se conocían desde hacía años. A menudo ambas mujeres intercambiaban notas e información.
– Lo que sé es que hará una hora no estaba en la habitación de Stevie, pero podría…
Winona vio que iba a descolgar el teléfono y se lo impidió.
– No, no lo llames. No quiero molestarlo si está con un paciente. No es tan importante.
Si Justin había pasado toda la noche en vela, estaría exhausto.
– Sigue en el hospital, eso lo sé -dijo Mary Jo-. Estoy bastante segura de que ha subido a la habitación de Lady Helena. Eso fue hará una media hora, de modo que tal vez has escogido un buen momento para pillarlo.
– Gracias, te debo una.
Nada más entrar en la Unidad de Quemados, Winona sintió que entraba en otro planeta. Era aquel un lugar suave, tranquilo, con las paredes pintadas de azul pálido y las luces tenues. Allí nadie tosía, porque Justin no lo habría permitido. Cualquier germen sería peligroso para una persona con quemaduras graves. Los olores eran los mismos que los de un viejo hospital, a alcohol, a lejía y antiséptico, pero de algún modo ni el silencio ni los olores contribuían a hacer de él un lugar frío.
La habitación de Lady Helena se suponía que era un secreto por razones de seguridad, pero la policía sabía dónde estaba. Cuando Winona dio la vuelta a la esquina, reconoció al doctor Harding y a la doctora Chambers. Ambos estaban de pie a la puerta, y Winona oyó la voz de Justin que salía del interior de la habitación.
Winona vaciló al otro extremo del pasillo, pues no quería interrumpir. Sabía lo que le había pasado a Lady Helena.
Tras intercambiar unas palabras que Winona no oyó, los dos doctores salieron y se alejaron por el pasillo en dirección contraria, dejando a Justin solo con Lady Helena.
– ¿Doctor Webb, cómo voy a quedar? Por favor, dígame la verdad. Nadie parece dispuesto a responder a mis preguntas. No podré enfrentarme a la verdad si no la conozco. ¿Cómo quedarán de mal las cicatrices?
En ese momento, Winona se dio la vuelta y se marchó. Había cambiado completamente de opinión. Esperaría. Su deseo de verlo, de estar con él, era puro egoísmo. Y estaba claro que había pasado una noche angustiosa y un día aún más duro; la suave y desgarradora voz de Lady Helena era como para partirle el corazón a cualquiera, y Winona no quiso importunarlo en ese momento.
Sin embargo, Winona esperó unos momentos, para poder oír la suave cadencia de su voz, a pesar de no entender las palabras que le estaba diciendo. Tras unos instantes, salió de la habitación, con la cabeza agachada mientras se metía el bolígrafo en el bolsillo de la bata blanca, con la sonrisa que había esbozado para su paciente aún en los labios; pero al momento la sonrisa desapareció.
Estaba claro que se creyó solo por un momento en el pasillo. Winona vio cómo dejaba caer los hombros y que la gallardía de su postura se marchitaba. Su apuesto rostro estaba demacrado y pálido.
No pensaba dejarlo solo en ese momento.
– ¿Justin?
Incluso antes de volver la cabeza hacia el sonido de su voz, su expresión había vuelto a ser la habitual. Automáticamente se puso derecho y en sus labios se dibujó esa sonrisa indolente y encantadora; la viril vitalidad de su cuerpo volvió a surgir. Y aquel par de preciosos ojos negros la miraron detenidamente, pero sin dar ninguna pista de lo que estaba pensando.
– Vaya, Win. ¿Estás otra vez de ronda por los barrios bajos? ¿Buscando líos?
Ese era el problema con su provocación, que le entraban ganas de darle una bofetada o de besarlo.
– Tendrías que saber que te encontraría, después de lo que hiciste -dijo con dureza.
– ¿Qué? Yo no he hecho nada.
– Estás metido en un lío. Y la gente se cuida muy bien de meterse en líos con una policía. Es hora de enfrentarse a la verdad. ¿Qué te queda por hacer esta tarde?
– Bueno, por hoy he terminado con mis pacientes, pero creo que había quedado con la mujer del seguro esta tarde. Y tengo por lo menos dos horas de papeleo -le echó una sonrisa de medio lado-. Pero puedo cancelar todo eso. Prefiero estar contigo, aunque me haya metido en un lío. Pero, Win, debes saber que no puedo prometerte ser muy buena compañía esta tarde. Estoy algo cansado.
¿Algo cansado? Cuanto más lo miraba, más se daba cuenta Winona de que tendría suerte de poder llegar a casa sin quedarse dormido al volante.
– Bueno, te prometo que solo te quitaré unos minutos…
De repente él frunció el ceño.
– Ahora que lo pienso, necesito hablar contigo. La verdad es que quise llamar antes, pero no han parado de ocurrir cosas, y no he tenido ni un momento libre para llamarte. Me alegro de que nos hayamos encontrado…
Winona temió que quisiera hablarle de bodas. Eso no iba a ocurrir.
– Escucha, te diré lo que vamos a hacer. Nos pasamos por tu casa y te preparas un sándwich. Mientras comes podemos hablar, y después me largaré a casa.
Él arqueó las cejas.
– El plan me parece bien, pero no lo veo muy conveniente para ti. ¿Desde cuándo quieres ir a mi casa?
Desde nunca. Había estado allí; sabía dónde vivía pero no nunca se había sentido cómoda a solas con él en su casa. No era porque no se fiara de Justin, en absoluto, sino por los sentimientos que él despertaba en ella. Pero en ese momento nada de eso importaba; lo esencial era alimentar a Justin, ver que se pusiera cómodo y que se fuera a dormir.
Siguió al Porsche de Justin, y eso le dio la oportunidad de llamar por el móvil a Myrt.
– ¿Hasta cuándo te puedes quedar?
– Ya te lo he dicho varias veces. Toda la noche si me necesitas. Cuando quieras.
– Bueno… ¿Cómo está Angela?
– Como un ángel.
– ¿Es buena?
– Está feliz.
Winona se relajó.
– El caso es que acabo de ver a Justin y está hecho polvo. Quiero asegurarme de que llega a casa y de que come y descansa un poco, pero sé que no me hará caso si le digo el plan. No creo que me quede mucho tiempo en su casa, pero no puedo decirte la hora exacta.
– No hay problema. Como sé dónde vas a estar, te llamaré si te necesito. De otro modo, tómate la noche libre, mamá. Ve a divertirte. Si no has vuelto para cuando sienta sueño, me echaré a dormir en la habitación de invitados y dejaré la puerta entreabierta para poder oír al bebé. ¿Tienes llave?
Winona pestañeó. Ni siquiera sus madres de acogida le habían preguntado jamás si tenía llave. Myrt era como una madre honoraria, la quisiera o no.
La casa de Justin estaba a tan solo unos kilómetros de la suya, pero la diferencia era notable. La de Justin era de estuco blando con los tejados de tejas rojas de estilo español, de dos plantas y con pilares a los lados de la puerta de entrada. Un patio cubierto precedía a varias terrazas de un jardín donde no faltaban las fuentes. En el patio de Winona había una cuerda para tender la ropa; en el de Justin una fuente de mármol y un estanque con un chorro de agua en medio.
Cuando abrió la puerta, la invitó a pasar delante de él. Posiblemente fuera el extraño silencio lo que le hizo sentirse nerviosa. Se quitó la cazadora y los zapatos, intentando controlar la inquietud haciendo conversación con él.
– Hace tiempo que no venía por aquí. En realidad, no creo haber estado arriba. ¿Cuántos dormitorios hay?
– Cuatro, y tres cuartos de baño, creo; pero no estoy seguro -dijo con pesar-. Hace tanto que no subo que ya no me acuerdo.
Solo la planta baja era un laberinto de habitaciones. Pasados el comedor y el salón, había una sala de estar y un despacho, un solarium y una sala de billar, y en el primer piso había también un dormitorio principal.
– ¿Cuando compraste la casa lo hiciste pensando en una futura familia?
El alzó la cabeza rápidamente. El calor que le iluminó la mirada le pareció eléctrico, lleno de vida.
– Si me estás preguntando si me imaginaría a ti y a nuestros hijos viviendo en esta casa… la respuesta es sí, por supuesto. Y sí, es lo que he estado pensando. Aunque lo que más he hecho ha sido imaginarnos a ti y a mí practicando cómo fabricar esos niños.
Ella era policía. Demasiado mayor y demasiado dura como para ponerse colorada, pero sin duda aquel hombre le hizo sentir un calor que le subía por las mejillas. No importaba lo unidos que estuvieran, ni que entre ellos flotara una proposición matrimonial. Ella aún no era capaz de creer que él la quisiera. Ni que no se hubiera dado cuenta antes de la pasión que llevaba palpitando entre ellos tantos años.
– Justin, no estaba hablando de nosotros…
El sonrió, pero también dejó de tomarle el pelo.
– Sí, lo sé, estabas preguntándome por qué me compré esta casa. Pero la verdad es que… no lo sé, Win. Sencillamente me gustó el sitio. No fue una decisión tan práctica. Me enamoré de las dos chimeneas y de la magnífica mesa de billar.
Al pasar por el salón encendió las luces, iluminando los ventanales y techos abovedados, el suelo de tarima, los sofás y sillas, tapizados en algodón blanco sobre plumón.
– ¿Elegiste todo esto tú solo?
– ¿Estás de broma? La casa me la vendieron así. Lo único que tuve que hacer fue regar las plantas y elegir algunos cuadros para las paredes.
– Hombres -murmuró en tono seco.
Cuando cruzaron la sala de billar, justo anterior a la cocina, la misma Winona encendió la luz porque sospechó que acabarían allí. Era claramente el nido de Justin. Entre las ventanas que se extendían del suelo al techo, había estanterías también desde el suelo hasta el techo, atestadas de volúmenes manoseados. La mesa de billar estaba en el centro de la pieza, y la chimenea allí no era de gas, sino de leña. La alfombra oriental bajo la mesa era espesa como una esponja, y el sofá del fondo de suave cuero rojo oscuro, del color de los arándanos, igual que los quinqués que había sobre la repisa.
La imagen de esa habitación permaneció en su mente mientras caminaba hacia la cocina. Sin darle oportunidad de hablar, Winona se remangó las mangas y puso los brazos en jarras.
– De acuerdo, hoy es tu día de suerte. Mientras tú te das una ducha y pones los pies en alto, yo me ofrezco voluntaria para cocinar. Te prepararé lo que quieras; mientras no sea algo más complicado que un sándwich de queso fundido y patatas fritas. No, no me des las gracias. Me doy cuenta de que estás acostumbrado a la cocina de Myrt, pero como soy buena, te pondré unas galletas de postre…
– ¿Mmm, podría cambiar de opinión sobre prestarte a Myrt y que vuelva conmigo?
No quería que hablara de Myrt, ni de nada más hasta que no hubiera descansado un poco.
– Ve a ducharte -le dijo, señalándole con el índice la dirección del cuarto de baño.
– ¿Sabía yo que eras así de dominante y grosera? -dijo, pero la obedeció y se marchó.
Cuando Justin salió de la ducha, vestido con un par de tejanos limpios y una camisa de manga larga, Winona le tenía ya una bandeja de comida en la sala de billar. Un alegre fuego crepitaba en la chimenea de piedra. Winona había encendido los faroles de la repisa, y el resplandor iluminaba los sándwiches de queso y las patatas fritas.
– Vaya, esto es casi tan bueno como la comida rápida. Myrt siempre me da de comer cosas nutritivas.
– Me daba la impresión de que a menudo sufres con su cocina.
– Lo siento, Win, debería preparar algo de café. Hoy no soy buena compañía.
– Olvídate del café -dijo con suavidad-. Come un poco, ¿vale? Después te tumbas un poco a relajarte.
– Vale, pero debo hablarte de algo muy importante.
Winona supuso que iba a hablarle del matrimonio; y la verdad era que estaba de acuerdo. Ya era hora de que dejaran clara esa loca proposición suya. Y esa noche era la primera vez que no sabía cuánto tiempo podían hablar en privado.
Se comió los dos sándwiches con avidez, se tomó la infusión de hierbas y se recostó en el asiento con un suspiro; y, así de fácil, se quedó dormido. Cerró los ojos y se durmió como un bebé.
Con un resoplido triunfal, Winona retiró la bandeja de la mesa y fue a la cocina a recoger los cacharros. A los cinco minutos volvió a la sala de billar. Vio una manta sobre una silla y tapó a Justin con cuidado, para después tumbarse ella en el sofá rojo de cuero junto a él.
No tenía intención de quedarse más que unos minutos. Aunque Myrt estuviera allí para cuidar de Angela, quería volver a casa, estar con el bebé. Pero primero quería asegurarse de que Justin estaba totalmente dormido y de que ni el teléfono ni ningún otro ruido lo interrumpía durante un rato.
En media hora máximo se marcharía.
Seguro.
Se despertó sintiéndose desorientada. Por un momento no pudo descifrar dónde estaba, hasta que poco a poco los detalles se fueron haciendo más claros. Vio el fuego aún crepitando en la chimenea, reconoció la tupida alfombra oriental y la elegante mesa de billar. Y finalmente se dio cuenta de que estaba en casa de Justin… porque en ese momento lo sintió.
Sintió su mirada. Justin estaba sentado, totalmente despierto pero totalmente en silencio, mientras sus suaves ojos oscuros la miraban fijamente.
Volvió a sentir aquello que no había sentido con nadie más… aquella sensación de abandono. Un abandono que la empujaba a dejar todo lo seguro y a sentir. A sentirlo a él. De pies a cabeza. Un deseo de explorar y descubrir todo lo que podría ser con él si las luces estuvieran apagadas, y bajo las sábanas.
De pronto sintió un nudo en la garganta y el pulso acelerado. Rápidamente intentó decir algo normal.
– Eh, doctor, me supongo que nos hemos dormido los dos.
– Sí… Me has tendido una trampa, ¿eh?
– Bueno, sí, pero me enteré de que habías estado despierto toda la noche con ese chico que tuvo el accidente. No iba a pasarte nada porque te dejaras cuidar una vez.
– Bueno, pues yo también puedo manipular. Hace un rato llamé a Myrt para decirle dónde estabas. Le dije que te habías dormido. Dijo que ya sabía dónde estabas, y que el bebé está bien, de modo que puedes estar tranquila.
– ¿Qué hora es?
– Poco más de las dos. ¿Estás lo suficientemente despierta para que te hable de algo serio?
– Mmm… Dame cinco minutos.
Winona salió de la habitación, se lavó las manos, cepilló el pelo, se puso un poco de carmín y volvió con dos tazas de café instantáneo en la mano.
– Estoy lista -dijo, pero mientras se sentaba sintió una gran preocupación.
– Win… necesito hablarte de unas joyas.
– ¿Joyas? -le preguntó con confusión.
– Sí. ¿Conoces la vieja leyenda? Durante la Guerra de Méjico, Ernest Langley, un tejano, se encontró con un soldado herido e intentó salvarlo. El hombre murió, pero nuestro Ernest encontró que el soldado llevaba tres joyas encima, y las trajo a Royal pensando en vivir muy bien gracias a esas gemas. Pero, cosas de la vida, no tuvo que utilizarlas, porque de su tierra empezó a salir petróleo. De modo que donó discretamente las joyas a la vieja misión para asegurar el futuro de la ciudad. Básicamente, así fue cómo se fundó el Club de Ganaderos de Texas. El fundador original, Tex Langley, nieto de Ernest, juntó a un grupo de hombres que se encargaron de proteger las joyas, utilizándolas para hacer prosperar a la ciudad y para el bien de Royal a través de las generaciones. Construyeron el Club, pegado justo a la antigua misión.
– ¿Justin? Me he criado con esa leyenda. Todo el mundo en Royal la conoce. Excepto la parte del Club de Ganaderos, claro.
– Bueno, ten paciencia conmigo, ¿vale? Esas tres joyas eran una esmeralda, un ópalo y un diamante. Solo que cada una de ellas eran especiales en su género. El ópalo era un arlequín negro, de un tamaño y color que lo hacían especialmente extraordinario. La esmeralda era particularmente grande. En fin, las dos primeras piedras no tenían precio para un coleccionista por ser tan poco comunes; pero la tercera era un diamante rojo. Si ves uno es muy probable que no vuelvas a ver ninguno, de lo inusuales que son. Y los diamantes rojos, por supuesto, eran simbólicamente la piedra de los reyes, seguramente porque solo los hombres más poderosos podían poseerlas…
– Justin… -empezó a decir con impaciencia.
– Las han robado.
– Jus… ¿Como?
– Las joyas existen, han existido siempre. Alguna de las personas que tomó el vuelo a Asterland robó las joyas. No sabíamos que habían sido robadas hasta que cuatro miembros del Club fuimos a examinar el interior del avión hace unos días. Nos incluyeron en la investigación porque el Club de Ganaderos de Texas estuvo ayudando a la Princesa Anna en su papel de conseguir que los dos países volvieran a mantener conversaciones, de modo que estábamos más familiarizados con sus problemas diplomáticos y con las personalidades que otros de fuera…
– Sí, por eso disteis esa fiesta hace un par de semanas.
Justin asintió.
– Y como ha habido tantos roces entre los dos países, está claro que el sabotaje ha sido, y es, una preocupación seria. El caso es que, cuando empezamos a buscar pistas que nos llevaran a los posibles problemas mecánicos, por pura casualidad encontramos dos de las tres joyas. El ópalo y la esmeralda.
– Dios mío…
Justin asintió.
– Pero no encontramos el diamante rojo. Sigue faltando. Cuando nos juntamos en el Club, y fuimos a la caja fuerte donde se guardan las joyas… la encontramos abierta y a Riley Monroe muerto. Asesinado. Aparentemente, por el ladrón.
– Santo cielo. No lo entiendo…
– Ni nosotros tampoco, Win. Por eso te estoy contando todo esto. El grupo decidió que necesitábamos alguien de la policía que tuviera toda nuestra confianza… y naturalmente, esa persona eres tú -Justin se pasó la mano por los cabellos-. En cuanto dije tu nombre los demás asintieron. Sé que no eres parte de la investigación del asesinato de Monroe, pero no se trata de eso.
Winona no intentó hablar. Estaba muy concentrada, escuchándolo.
– Todo se está complicando. Para empezar, no queremos acusar directamente a ninguno de los de Asterland u Obersbourg de robar las joyas. Ya que los, dos países han conseguido firmar una especie de tregua, no queremos enfadarlos otra vez, ni arriesgarnos a que ocurra un incidente internacional. Pero eso quiere decir que la investigación del robo de las joyas, y del asesinato de Riley, necesita hacerse con reserva. Y peor que eso… -Justin se levantó y resopló con impaciencia-, peor que eso es que el Club de Ganaderos de Texas ha mantenido las joyas en secreto desde hace generaciones. Por una buena causa. Por la misma razón hemos podido mantener nuestras pequeñas expediciones en secreto. Si nuestros asuntos salen a la luz, perderemos la habilidad de ayudar a la gente; al menos, por las vías privadas donde hemos podido hacerlo hasta ahora. Si la verdad sobre las joyas tiene que salir a la luz, entonces qué se le va a hacer. Pero preferiríamos que no saliera. Sería distinto si estuviéramos seguros de que existe relación entre el accidente de avión y la muerte de Riley y el robo de las joyas. Pero no lo estamos. No lo sabemos. En realidad, no sabemos nada con seguridad.
Finalmente, Winona se dio cuenta de adonde quería llegar él.
– De acuerdo. Está claro que me estás contando esto por una razón. ¿Qué quieres que haga?
– Win… No me gusta ponerte en el ojo del huracán. Pero hasta que aclaremos esto necesitamos a alguien de la policía que sea de confianza. Alguien que nos ayude a evaluar dónde encajan los datos, que nos ayude a mantener la reserva sobre asuntos que no tienen por qué ser públicos. No quiero decir que el jefe de policía no tenga que estar al corriente de esto, pero no es nuestro hombre, porque para él no sería más que un conflicto de interés. Necesitamos a otra persona. Alguien de cuyo juicio nos fiemos. En cuya integridad confiemos.
– ¿Justin?
– ¿Qué?
Winona se puso de pie.