Al Doctor Justin Webb, el Vals de Tennessee le parecía una canción totalmente ridícula, por no decir insultante, para interpretar en una fiesta tejana. Pero qué demonios. Qué importaba lo que tuviera que hacer con tal de tener entre sus brazos a Winona. Nunca le había importado, y nunca le importaría. Ni siquiera le importaba tener que llevar esmoquin y mostrar sus mejores y acartonados modales durante toda una velada, con tal de poder conseguir pasar algún que otro rato con ella. Como en ese momento.
– Créeme, cielo, estás tan guapa que me casaría contigo.
– Vaya, gracias, doctor.
Winona llevaba unos zapatos de tacón muy alto, y le llegaba a Justin casi por la mejilla, pero todavía tenía que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Justin se quedó maravillado. Winona tenía los ojos del mismo color suave e impresionante del cielo al amanecer… pero una sonrisa de lo más maliciosa. Y eso era cuando se mostraba razonablemente agradable con él.
– ¿Hace cuánto que no me propones matrimonio? ¿Dos semanas?
– Más o menos.
Ella asintió recatadamente.
– ¿Y cuántas veces tengo que decírtelo? Si alguna vez llego a estar de humor para casarme con un soltero mujeriego cargado de dinero, te lo diré.
Justin sonrió, puesto que no tenía sentido tomarse el comentario en serio.
En el pasado le había asestado golpes mucho peores.
Claro que, pensándolo bien, él también.
Justin la agarró con fuerza y continuaron dando vueltas por la pista de baile. Sintió deseos de sacarla bailando al balcón, donde tendría a Win para él solo, pero la idea resultaba impensable. Desgraciadamente, esa noche de enero era una noche típica del oeste de Texas en esa época; hacía un frío insoportable y soplaba un viento cortante.
– Bueno, cariño, si no puedo convencerte para que te cases conmigo, ¿qué te parece una bonita, sórdida e inmoral aventura?
– Me encantaría doctor… con cualquier otro. Pero ya lo has hecho con tantas mujeres de la ciudad que yo solo sería una más en tu larga lista. Gracias, pero no.
Justin hizo una mueca, pero no por el comentario, sino porque ella acababa de pisarlo. Winona era sin duda adorable, pero era muy patosa bailando. Con la mano que le tenía colocada en la espalda, Justin la apretó contra su cuerpo. Y fue suficiente para sentir sus pezones bajo la tela del vestido negro de cuello alto; lo suficiente para ver las pupilas de sus ojos azul pálido dilatarse cuando su estómago rozó con la faja de seda del esmoquin; lo suficiente para percatarse del suave brillo de sus labios.
– Compórtate, perro.
Él arqueó las cejas, intentando adoptar aquella expresión de encantadora inocencia que tan bien le había funcionado siempre con el sexo débil.
– Venga, Win, solo estoy intentando ayudarte. Tengo miedo de que te tropieces y te caigas.
– ¿Que estás intentando ayudarme? ¡A mí me vas a engañar! ¿Y para qué demonios me tienes puesta la mano en el trasero? ¿Crees que no te voy a dar un puñetazo?
En realidad, Justin sabía muy bien que lo haría; en público, en privado, en la iglesia, en una gala de etiqueta o en cualquier lugar. Llevaba haciéndolo desde que era una malhumorada chiquilla de doce años, y él un fino y sofisticado chaval de diecisiete que lo sabía todo… excepto cómo diablos una mequetrefe como ella había conseguido robarle el corazón.
– Te he puesto las manos en el trasero antes -le recordó con delicadeza.
– Eso fue totalmente distinto. Me había clavado unos cristales y tú hacías tu papel de doctor…
– Cuánto me alegro de que saques ese tema. Nunca he tenido la oportunidad de decirte lo mucho que me ha gustado siempre jugar a los médicos contigo -dijo con fervor.
Winona tuvo que ahogar la risa. Lo cierto era que siempre le había costado ocultar su sentido del humor, pero en esa ocasión se puso seria enseguida.
– Corta el rollo, tú. Y esta vez lo digo en serio. Ya sabes que no estaría en esta fiesta si no estuviera trabajando. Y solo porque no lleve el uniforme de policía no quiere decir que esté aquí para jugar. Estoy aquí por trabajo, lo cual significa que o bien pones la mano donde debes o bien tendré que darte un golpe; y no estoy bromeando, Justin.
Él se dio cuenta. Además, no solo la creía, sino que jamás habría hecho nada para avergonzarla en público. Y no solo porque respetara a Winona y su trabajo, sino porque si alguna vez tenía la oportunidad de intentar ganarse a Win, no quería que hubiera nadie alrededor.
Sin embargo, en ese momento no fue capaz de retirarle la mano del trasero. Mientras disfrutaba momentáneamente de la turgencia de sus posaderas, que inmediatamente provocaron en él una reacción rápida y urgente, Justin arrugó el entrecejo.
– ¿Qué diablos llevas debajo del vestido?
Jamás le habría hecho la pregunta si hubiera notado que llevado algo. El vestido era de una seda muy fina, de modo que instintivamente Justin había esperado notar el borde de las braguitas. Pero al no hacerlo empezó a alarmarse. No había demasiadas razones por las que una mujer decidiera no ponerse ropa interior para asistir a un evento muy público y muy elegante, como lo era aquel; sobre todo Winona, que normalmente no era amiga de enseñar nada. Justin pensó que la única razón posible era que tuviera un amante.
Un amante.
Un hombre… Un hombre que no era él.
– ¿Justin, qué diantres ocurre con…? -Justin notó que cerraba el puño, lista para darle un golpe-. Quítame la mano del… -resopló indignada-. Se notaban los bordes -le susurró enfadada-. No me pude poner nada debajo. Claro que, no tengo porque darte ninguna explicación, y tienes cinco segundos para quitarme la mano antes de que…
Justin quitó la mano en ese mismo momento y respiró aliviado. Había pasado unos segundos infernales, sin poder respirar, hasta que ella le había explicado por qué no se había puesto braguitas. Mientras tanto, posiblemente porque ella no se estaba dando cuenta de que tenía la intención de comportarse mejor, Win seguía apuntándole el plexo solar con el puño. Eso es, hasta que apareció en escena un tipo de cabello negro, le guiñó un ojo a Win y con delicadeza le alzó el puño cerrado hasta su hombro derecho.
– Voy a interrumpir -dijo Aaron Black-, antes de que lleguéis a las manos. Además, bailo mucho mejor de lo que él lo hará nunca, Winona. Y soy mucho más guapo.
– Vaya, maldita sea -gruñó Justin, pero dejó que Aaron se llevara a Winona a dar vueltas por la pista.
Para empezar, la orquesta había empezado a interpretar una de esas alegres y animadas piezas de blue grass, de modo que cualquier oportunidad de bailar arrimados se desvanecía. Y en segundo lugar, Aaron no solo era miembro como él del Club de Ganaderos de Texas, sino que también era un amigo en el que Justin confiaba plenamente. Y además, había otra razón, maldito Aaron; porque desde luego era una persona de lo más diplomática, tanto en su vida profesional como en su vida privada, y cuando le hizo una señal con el pulgar para que se fuera hacia el bar, Justin entendió la discreta indicación de que, posiblemente, sería conveniente dejar un par de minutos en paz a Winona.
Se dirigió hacia el bar, sí… pero el ver a Winona dando vueltas entre los brazos de Aaron sintió una tristeza que ni una borrachera de whisky podría curar.
Ella siempre lo había tratado como a un amigo, como a un vecino, como a un querido aunque insufrible hermano mayor. Pero nunca como a un hombre.
Seguramente le habría pedido que se casara con él unas cincuenta veces; y cada vez ella se había echado a reír a carcajadas, como si la idea de casarse con él fuera el mejor chiste que le hubieran contado.
Lo entendía, lo entendía. Daba igual que la mitad de las mujeres de la ciudad lo persiguieran. Winona no podía imaginárselo de amante. Justin llevaba ya unos cuantos años pensando que si al menos ella lo necesitara; si tuviera oportunidad de mostrarle un lado distinto de sí mismo; si algo pudiera hacer que lo viera de otro modo, tal vez, solo tal vez, tuviera alguna posibilidad con ella.
– Hola, Doctor Webb -Riley Monroe, el conserje del Club, le sonrió-. Desde luego os habéis superado a vosotros mismos con la fiesta de esta noche. ¿Qué, quieres tomar?
– Whisky solo, por favor. Ah y, gracias, Riley.
Riley era una persona de confianza y tremendamente leal. Dos buenas cualidades en un hombre, y normalmente Justin habría charlado unos minutos con él. Sin embargo, esa noche Justin no estaba para charlas. Dio un trago lo bastante grande como para sentir el whisky quemándole las amígdalas y se apoyó de espaldas contra la barra.
La localizó. Seguía bailando con Aaron y… maldición, parecía que se lo estaba pasando en grande.
Miró a su alrededor, empeñado en dejar de pensar en Winona de una vez. La fiesta estaba en pleno apogeo, y aunque el buen gusto debía ser una prioridad con tantos regios invitados, también lo era el divertirse al estilo tejano. Los langostinos y la barbacoa compartían mesa con las frágiles rosas de invernadero y las elegantes esculturas de hielo. La formal orquesta iba vestida de etiqueta, pero naturalmente tenía una buena sección de violines.
Justin dio otro trago de whisky, intentando ignorar a una morena de cabello corto que volvió a pasar bailando junto a él. En lugar de a la morena le guiñó un ojo a una rubia. La Princesa Anna von Oberland de Obersbourg; al menos ese había sido su título hasta que se había casado con Greg, que estaba bien pegado a ella dando vueltas en la pista de baile, ajeno al alegre ritmo de la pieza que la banda estaba interpretando en ese momento.
El principal propósito de aquella juerga de etiqueta era Anna. Cualquier que no estuviera en el ajo habría encontrado la situación algo extraña. ¿Qué podrían tener en común un grupo de tejanos con la realeza de los pequeños países europeos de Obersbourg y Asterland? Pero meses atrás, la Princesa Anna había estado metida en un buen lío, y el Club de Ganaderos de Texas había acudido en su ayuda. En dos días, doce ciudadanos de los dos países volverían a Europa en un jet privado; sin Anna, por supuesto, que se había enamorado perdidamente de su novio y de Texas. Aquella fiesta era una oportunidad para que la familia de Anna, y el gobierno, le dieran las gracias a los miembros del Club de Ganaderos de Texas… Y una oportunidad para que el Club afianzara los vínculos con cada uno de los dos países.
Justin se terminó el whisky, pensando en lo extraña que resultaba aquella celebración. No porque estuviera celebrándose una fiesta. A decir verdad, el Club de los Ganaderos de Texas ponía cualquier excusa para dar una fiesta formal, y cuanto más grande, mejor. Pero habitualmente el grupo mantenía la reserva en cuanto a otras actividades más «privadas», por así decirlo. Al mundo se le daba bastante mal proteger a los seres inocentes. Y no significaba que el Club metiera las narices cuando había algún alboroto, pero a veces la vida de un inocente estaba pendiente de un hilo; una situación en la que o bien fallaba la diplomacia, o bien resultaba tan peliaguda que el recurrir a las vías normales sencillamente no daba resultado.
Un negro pensamiento se le pasó por la cabeza, robándole la alegría y desatando en él una gran zozobra. Él era el único miembro del Club que no poseía un arma. Sus abuelos habían sido importantes granjeros y petroleros, y cualquiera que viviera en una gran hacienda en aquellos parajes tan aislados sabía manejar un rifle. Se dio cuenta de que sus demás compañeros tenían algo de preparación militar; pero él rescataba a las personas con el bisturí.
Y eso en sí no tenía nada de malo, pero el torbellino de pensamientos que le daba vueltas a la cabeza comenzó a adentrarse por caminos más oscuros. Había vuelto de Bosnia para cambiar repentinamente de especialidad médica. Nadie le había preguntado por qué había cambiado a la cirugía plástica; nadie se había dado cuenta de que había ciertos casos que ya no tocaba. Y hasta ese momento no había importado, porque ninguna de las actividades privadas con el Club lo había obligado a enfrentarse a situaciones que le resultaran imposibles de acometer. Pero eso podría pasar, Justin lo sabía, y tenía miedo de dejar a sus compañeros del Club en la estacada.
De repente, la orquesta empezó a interpretar una suave melodía. Rápidamente, Justin alzó la cabeza. ¿Dónde estaría Winona? Una pelirroja le guiñó un ojo al pasar, y al momento la elegante rubia lo saludó moviendo los dedos mientras seguía agarrada a su pareja de baile. Siempre recibía mucha atención por parte de las mujeres en aquellas fiestas, y resultaba muy agradable, pero la razón principal por la que las mujeres solteras de la ciudad iban detrás de él era por su riqueza y su fama de miembro de la jet set.
La riqueza era real; sus abuelos le habían dejado una fortuna, además de lo que ganaba como cirujano plástico. Pero según contaban las columnas de sociedad, él solo se dedicaba a hacer liposucciones y arreglar narices, cuando no se largaba impulsivamente para pasar unas vacaciones lujosas y exóticas.
A Justin no solo no le importaba esa estúpida imagen, sino que la alimentaba. De ese modo, como la gente le creía veleidoso e imprevisible, hacía que sus proyectos y misiones con el Club de Ganaderos de Texas fueran más fáciles de llevar a cabo con discreción. Sin embargo, en esa situación en particular, lo medios de comunicación habían sido inducidos a creer que un grupo de buenos y solidarios tejanos se habían visto implicados «accidentalmente» en el dilema de la Princesa Anna.
Ah… Allí estaba. Entrecerró los ojos y se fijó en su encantadora sonrisa. ¿A quién diantres le estaría sonriendo? No seguía bailando con Aaron Black. El nuevo tenía el cabello más claro y los hombros más anchos, pero no era tan alto… Justin se relajó de repente. Era Matt. Solo estaba bailando con Matt Walker, y aunque se sabía que el granjero hacía que más de una se volvieran para mirarlo, también era un miembro del Club. Un amigo.
Aun así, ello no significaba que a Justin tuviera que gústale su manera de agarrarla, ni de sonreírle, ya puestos. Había un límite a la lealtad y a la amistad. Y ese límite era Winona Raye.
Ay, se estaba volviendo loco. Era culpa de ella. Siempre le había causado ese efecto, y cada año iba a peor. Estaba empezando a comportarse como un pobre enamorado.
– ¿Eh, doctor Webb, le pongo otro?
Justin volvió la cabeza.
– Claro, Riley. Me vendrá bien.
Sonrió a Riley y al extraño que tenía al lado.
El hombre de corta estatura le tendió la mano.
– Me parece que nos conocimos en otra ocasión, Doctor Webb. Me llamo Klimt. Robert Klimt.
– Oh, sí, claro. Lo recuerdo.
En realidad, Justin no tenía idea de quién era aquel hombre, pero siguió estrujándose el cerebro para intentar situarlo en su memoria. Klimt, Klimt… Estaba casi seguro de que alguien le había dicho que Robert Klimt era un miembro de la Cámara baja del Parlamento de Asterland.
– Estaba preguntándole al señor Monroe por el cartel que hay en el vestíbulo de entrada -Klimt señaló el logotipo que rezaba Liderazgo, Justicia y Paz-. He oído decir que ese eslogan viene de un suceso histórico de la ciudad. Tengo entendido que hay una romántica leyenda acerca de Royal en la que también hay algo relacionado con unas joyas, ¿no esa así?
– Oh, sí, sí.
Riley rellenó el vaso de Justin haciendo una fioritura, y seguidamente se volvió para sacar la botella de schnapps de importación de Klimt. Actos seguido, empezó a relatar la historia por la que el señor Klimt se había interesado.
La orquesta había empezado a interpretar un vals antiguo. Aaron Black pasó bailando junto a él con una joven feúcha. Justin creyó reconocerla. ¿Pamela…? No recordaba su apellido. ¿Sería una profesora? Se la veía muy tímida, muy formal.
Mejor aún que no estuviera bailando con Win. Justin paseó la mirada por la concurrencia. Vio a Aaron, vio a Matt, vio a… Por fin volvió a verla. Esa vez estaba bailando con un hombre de pelo negro como el azabache y extraordinarios ojos grises; una fila de blancos dientes brillaban en una sonrisa que rara vez aparecía en aquel rostro… el del jeque. Ben; otro miembro y compañero del Club, gracias a Dios, de modo que Justin no tenía que preocuparse de que no estuviera con algún caballero.
Confiaba en Ben lo mismo que confiaba en Aaron y en Matt. Les confiaría su vida. Pero confiarles a una mujer soltera y atractiva era harina de otro costal; sobre todo porque los hombres no tenían ni idea de lo mucho que él la quería.
Ni lo tendrían.
Toda esa vigilancia Justin la estaba llevando a cabo mientras charlaba con Riley y aquel invitado europeo que parecía tan interesado en conocer más sobre la leyenda más conocida del lugar.
Alguien interrumpió al jeque. Dakota Lewis.
Justin los siguió con la mirada sobre la pista y se vio impelido a sonreír. Dakota no era muy buen bailarín. Win tendría suerte si salía de la pista ilesa. Dakota aparentaba lo que era; no llevaba uniforme, pero su posición de militar retirado quedaba clara en la postura de su cuerpo y en su corte de pelo. A Justin no le preocupó ver a Dakota y a Winona juntos. Desde su divorcio, Dakota no había mostrado interés en ninguna mujer.
El hombre con el que habían estado charlando Riley y Justin se perdió entre los asistentes con su pequeña copa de schnapps en la mano.
Y Justin estaba a punto de hacer lo mismo también… hasta que Winona le llamó de nuevo la atención. Seguía bailando en la pista, pero esa vez con un extraño.
No era un lejano, sino uno de los invitados de Asterland, que Justin no conocía. Observó la manaza del tipo deslizándose por la espalda de Winona hasta el comienzo del trasero.
Ella sonrió al tipo. Y al momento siguiente, se volvió ligeramente y le retiró la mano de donde la tenía colocada.
Justin se movió con inquietud. No eran celos, Dios sabía que conocía todos los estadios de esa emoción en particular. Pero estaba claro que Winona se las estaba arreglando con el tipo; por muy protector que Justin se sintiera hacia ella, lo cierto era que jamás había visto a un hombre al que Winona no supiera manejar.
En realidad, era por esa misma razón por la que tan a menudo la engatusaban para que asistiera a aquel tipo de fiestas. La policía siempre estaba cerca por razones de seguridad, pero no era lo mismo. Lo pocos crímenes importantes que acontecían en Royal tendían a ser robos. De vez en cuando se cometían crímenes pasionales, alguna que otra pelea en el Restaurante Royal, disputas domésticas y ese tipo de cosas. Pero básicamente aquella no era una comunidad con un elevado índice de criminalidad. Aquella era tierra de petróleo. Los que alcanzaban el éxito, lo hacían a lo grande. Y los que no lo hacían, cobraban buenos sueldos, sencillamente porque había suficiente para todos. Los colegios eran de primera categoría, y en toda la zona los servicios eran muy completos. El único «riesgo» de una ciudad pequeña y rica como Royal era que servía de imán para los ladrones.
Razón por la cual Winona era irremplazable en aquellas fiestas. Siempre se presentaba con el mismo provocativo vestido negro, y los mismos sensuales zapatos de tacón alto. Y no enseñaba nada, jamás, pero no había nacido el hombre que se resistiera a acercarse a charlar con ella. Encima de eso, tenía un pronunciado sexto sentido; una intuición especial cuando algo o alguien no era normal.
Y Justin volvió a fruncir el ceño ligeramente. Ningún hombre la estaba mirando en ese preciso momento, y su pareja de baile había dejado de intentar ligar con ella. Pero ella estaba mirando alrededor del salón. Se tropezó aun estando agarrada a su pareja, lo cual no resultaba demasiado sorprendente en ella. Pero fue su manera repentina de moverse, con recelo, en tensión, lo que alertó a Justin y lo empujó a cruzar el atestado salón con la mayor rapidez posible.
Tal vez ella no supiera que Justin estaba enamorado de ella. Tal vez jamás había pensado en él como algo más que un viejo amigo con el que se había criado.
Pensándolo bien, tal vez nunca se diera cuenta de que sus proposiciones de matrimonio eran sinceras.
Pero si Winona estaba en peligro, Justin iba a estar allí junto a ella; lo quisiera ella o no.