El «Muro de la muerte» comenzaba cerca de la cumbre del Veleta, la segunda cima más alta de Sierra Nevada, y la más alta desde donde se podía esquiar. Desde allí descendía una distancia de seis kilómetros, casi en vertical en muchos puntos, hasta que terminaba cerca de su hotel.
A la hora de su llegada, subieron hasta lo alto de la montaña. De vez en cuando Sebastián la miraba, pero sin decir una palabra. Había algo en su pesado silencio que era reacio a interrumpir. Pero cuando estuvieron juntos en lo alto de la pista, habló:
– Espera hasta mañana. No estás preparada.
– Jamás estaré más preparada que en este momento -afirmó con la vista clavada en la pista.
– Quieres decir que jamás serás más imprudente. Margarita, escúchame…
Intentó tomarla por el brazo, pero como si el contacto hubiera sido un detonador, Maggie emprendió el descenso a tanta velocidad que casi la perdió de vista antes de poder recobrarse. Con una maldición, fue tras ella, dominado por el miedo. Había descendido esa pista en numerosas ocasiones, pero jamás sin una absoluta concentración. Sabía que abordarla en el estado mental en que se hallaba ella en ese momento, representaba una invitación casi segura a sufrir una lesión, o algo peor.
Logró alcanzarla, aunque poco más podía hacer. Adelantarla con la esperanza de frenarla podría provocar el choque que tanto temía.
Después del comienzo explosivo, Maggie supo que iba a necesitar toda su destreza y concentración para bajar de una pieza, pero sus piernas dieron la impresión de moverse instintivamente para esquivar todos los obstáculos y equilibrar su peso. En su interior creció la emoción al darse cuenta de que era lo bastante buena esquiadora como para conseguirlo. Y lo mejor de todo, lograba dejar atrás a los fantasmas.
Y entonces tuvo el final a la vista. Llegó jadeante y sintiendo como si un viento purificador hubiera pasado por su mente, dejándola vacía de todo. No había dolor, ni miedo, ni desesperación, ni júbilo, ni amor. No había nada.
Sebastián apareció casi en el acto. Le dio la impresión de que había desaparecido la hostilidad de la cara de ella, pero buscó en vano algo más suave que hubiera podido reemplazarla.
– Bien, ya lo has hecho -dijo, respirando agitadamente.
– Sí. Y pienso repetir. Tú no tienes por qué acompañarme.
– Te acompañaré -repuso con tono sombrío-, porque cuando te rompas el cuello, quiero estar a tu lado para recordarte que ya te lo había dicho.
– Perfecto.
Al llegar a la cima, ella volvió a lanzarse sin ninguna vacilación, pero en esa ocasión Sebastián estaba preparado. Descendieron casi lado a lado y frenaron juntos.
– ¡Se acabó! -exclamó él.
– Puede que para ti, pero yo subiré otra vez.
– ¿Qué te sucede? -gritó-. ¿Qué intentas demostrar?
– Nada que tú tengas que demostrar conmigo.
– Sabes que no es así.
Obstinada, regresó a la cima, pero supo que había cometido un error. Estaba cansada y había perdido la tensión que la había llevado a bajar dos veces con éxito. Pero se dijo que la experiencia que tenía de la pendiente lo compensaría.
Sin embargo, calculó mal. El descenso parecía más veloz, más pronunciado, y sus reacciones más lentas. Era como si el final no fuera a llegar nunca.
Lo que sucedió a continuación fue demasiado veloz. De pronto el suelo dio la impresión de desvanecerse. Tuvo una visión enfermiza del valle y de la nada que iba a su encuentro. Buscó dónde apoyar los pies pero la montaña se había convertido en una enemiga. Oyó el grito de Sebastián y al momento siguiente se encontró en una caída libre. Recurrió a todo su pericia, sin tratar de luchar, sino de controlar la caída. Aun así, supo que era afortunada de haber llegado abajo de una pieza.
Pero eso no mitigó la furia que sintió al haber fallado delante de él. Cuando el mundo dejó de girar, se sentó y aporreó la nieve con el puño, en el momento en que Sebastián se ponía de rodillas a su lado.
– Te podrías haber matado -gritó, aferrándola por los brazos-. ¿Me oyes? ¡Te podrías haber matado!
– Eso habría solucionado tu problema -gritó ella.
– De todas las estupideces… vamos -la ayudó a ponerse de pie. Pero ella se soltó enseguida-. En cuanto regresemos al hotel, te verá un médico.
– Estoy bien. Solo un poco magullada.
– Te verá un médico -repitió con exasperada paciencia-. Si me has catalogado como un bravucón dominador, me comportaré como tal.
Ella no respondió y trató de pasarse los esquís sobre los hombros, pero le dolía todo. En silencio Sebastián se los quitó y regresaron al hotel. La caminata le pareció más dura de lo que habría imaginado. Las montañas seguían girando a su alrededor y solo tenía ganas de descansar.
Habían reservado la habitación más lujosa del Hotel Frontera. Tenía dos camas dobles y una chimenea enorme que funcionaba con radiadores, pero que creaba la atmósfera rústica adecuada.
Maggie comenzó a quitarse la ropa exterior, despacio y con muchas muecas. Le fue imposible alcanzar las botas.
– Deja que te ayude -se arrodilló para liberar las hebillas y Maggie contuvo el aliento cuando se las quitó-. Lo siento. ¿Te ha dolido?
– Diría que no más de lo que merezco -repuso con risa hosca.
– Por el bien de la armonía, no te responderé -llamaron a la puerta. Sebastián fue a abrir y regresó con dos copas de brandy-. Hará que te sientas mejor.
Al rato llegó el médico, un agradable hombre de mediana edad que la examinó y anunció que no tenía ningún hueso roto, ni siquiera astillado.
– Muchos golpes, pero nada más grave. No intente esquiar por la misma pista hasta que no se encuentre mejor. He visto a personas romperse el cuello.
– ¿Quieres contarme la verdad? -preguntó Sebastián al quedarse solos-. ¿Qué pretendías conseguir?
– ¿Romperme el cuello? Desde luego que no. No sé cómo expresarlo… a veces es agradable correr riesgos y dejarlo todo en manos del destino. Cuando no sabes cuál es la respuesta y estás dispuesta a aceptar lo que sea, puede representar una de las sensaciones más emocionantes del mundo.
– Lo sé. Yo mismo lo he hecho. Nadie que no tenga un toque de fatalismo subiría jamás a las pistas más arriesgadas.
– Cuando esté mejor, volveré -aseveró.
– Muy bien, iremos juntos. Pero en esa ocasión, lado a lado, sin competir. Sin importar lo que puedas pensar, ver cómo te matas no solucionará mi problema. Aunque existe la posibilidad de que el cuello que se rompa sea el mío -añadió con ironía-, y entonces se solucionaría tu problema.
– No -contradijo-. Rodrigo murió, pero eso no me liberó de él. Simplemente se volvió más destructivo. Pensaba que había escapado de su sombra, pero ahora es más grande que nunca.
– ¿Por mí? -quiso saber con voz tensa.
– En ciertos aspectos tú eres como él.
– ¿Yo soy como ese insensible criminal? -alzó la cabeza.
– Hacía lo que le apetecía y me lo contaba después, igual que tú en nuestra boda.
– Hice lo que consideré apropiado -frunció el ceño-, pero quizá… quizá me equivoqué.
– ¿Y qué pasaba con lo que yo pensaba? No importaba, ¿verdad? Olvídalo. Ya está hecho. Me voy a dormir.
Al día siguiente Maggie permaneció en reposo mientras Sebastián esquiaba. Descendió por el Muro de la muerte dos veces por la mañana y dos veces por la tarde, preguntándose qué intentaba demostrarse y sin querer buscar una respuesta. Comió fuera antes que regresar al hotel donde sabía que no era bienvenido.
Por la noche encontró a Maggie levantada y vestida, con mejor aspecto, aunque aún se movía con rigidez.
Con cortesía ella le preguntó si había pasado un buen día, y comentó que quizá al día siguiente se atreviera a ir a dar un paseo por el pueblo.
– Debes estar hambrienta -comentó él-. ¿Quieres que llame al servicio de habitaciones?
– No hace falta. Me encuentro lo bastante bien como para bajar al restaurante.
La cena educada que mantuvieron resultó más terrible que una pelea amarga. Al terminar, ella dijo que se iba a retirar temprano. Cuando Sebastián subió después de tomar una copa, encontró la luz apagada y a Maggie, al parecer, dormida.
Despertó al oír el ruido de agua. A través de la rendija de luz que salía por la puerta entreabierta vio la sombra de ella al meterse en la bañera. Pasado un rato, captó lo que parecía un jadeo de dolor, seguido de un juramento. Se levantó, se puso una bata de seda y se acercó.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– No -repuso ella transcurridos unos momentos.
– ¿Puedo pasar?
– Sí -estaba sentada en la bañera, con las manos en los bordes y una expresión de frustración en la cara-. Pensé que un baño caliente me sentaría bien. Pero ahora no soy capaz de levantarme. Me duele cuando lo intento.
– Rodéame el cuello con los brazos -se inclinó.
Ella obedeció y él se incorporó despacio, levantando todo su peso. Cuando la vio desnuda, soltó una exclamación. Los moretones parecían haber madurado plenamente y todo su cuerpo estaba negro y azul.
– Hay un albornoz en la puerta -indicó Maggie.
Sebastián se lo puso con cuidado y la ayudó a salir. Luego la alzó en brazos con gentileza y la llevó hasta el sofá frente a la chimenea. Después fue a buscar una toalla y, para sorpresa de ella, se sentó enfrente y comenzó a secarle los pies.
– Puedo hacerlo yo -protestó.
– No puedes. Comprueba lo que pasa cuando tratas de llegar a tus pies -ella lo hizo y se rindió con una mueca de dolor-. No tendrías que haberte metido sola en la bañera. ¿Por qué no te diste una ducha?
– Pensé que un baño haría que me sintiera mejor.
– ¿Y si yo no me hubiera despertado?
– Me habría quedado allí hasta mañana, supongo. De todos modos, gracias.
– Creo que tendríamos que regresar a casa.
– No. He descansado un día y me he dado un baño, y ya me siento mejor. Mañana voy a salir.
– Se acabó el muro de la Muerte -dijo Sebastián.
– Sí. Ya lo he bajado.
– ¿Y funcionó? -preguntó él con perspicacia.
– Hasta cierto punto.
– Háblame de él -pidió Sebastián al final; ella enarcó las cejas-. Sí, tendría que habértelo pedido hace tiempo. Pero me gustaría saber qué vio una mujer como tú en un hombre como ese.
– En aquella época no era como soy hoy. Era una joven de la edad de Catalina, tan ignorante e ingenua como ella. Ahora soy la mujer que Rodrigo me hizo; a menudo creo que no muy agradable. En realidad, en el fondo de mi corazón no confío en nadie, porque confié demasiado en él.
– Sigue, por favor -dijo Sebastián tras un prolongado silencio.
– Mis padres habían muerto y estaba sola. Rodrigo me pareció maravilloso, atractivo y encantador. Me dijo que se hallaba en viaje de negocios.
– Nunca en la vida ganó una peseta de manera honesta -no pudo evitar interrumpir.
– Eso no es verdad -se sintió obligada a defender a Rodrigo por un impulso que no comprendió. Aunque quizá defendía a la Maggie de dieciocho años, junto con todo aquello en lo que había creído-. El negocio era bastante real. Lo que pasaba era que no le iba bien. Al principio lo intentó en serio, lo sé. Y a veces incluso logró cerrar un trato positivo. Pero luego se dejaba llevar y se gastaba los beneficios antes de haberlos cobrado.
– Entonces, ¿cómo se transformó en lo que se había convertido?
– No tenía mucha cabeza para lo financiero. Siempre pensaba que el dinero aparecería, y cuando comprobaba que no era así, bueno… Yo tenía algo, pero también desapareció. No dejé de creer que crecería, que se haría más responsable, pero ya no era un niño. Tenía doce años más que yo. Supongo que no conseguía madurar. Y cuando el dinero desapareció, lo dominó el pánico.
– ¿Te pegaba?
– No -respondió con celeridad-, no hacía eso.
La observó, preguntándose si sabía lo que le había revelado. La velocidad de su respuesta y las palabras elegidas daban a entender que era prácticamente lo único que no le había hecho.
– Le gustaba seguir el camino más fácil -continuó Maggie-. Al final, ya no era capaz de trabajar. Creo que había olvidado cómo hacerlo. De modo que la única manera de conseguir dinero era robándolo -rió sin humor-. Se le dio bastante bien, por lo que decidió continuar.
– ¿Por qué te quedaste con un hombre así?
– Quizá por obstinación. No podía soportar pensar que nuestro amor se había convertido en semejante desastre.
– ¿Lo amabas? -su voz mostró desprecio e incredulidad.
– Oh, sí -susurró-. Lo amé una vez. Lo había sido todo para mí, y resultaba duro olvidarme de ello. Y entonces… descubrí que estaba embarazada -tenía la vista clavada en el fuego y no vio el sobresalto de él-. Albergué muchas esperanzas cuando lo supe. Pensé que Rodrigo podría cambiar, volverse responsable -emitió otra vez la misma risa-. Como si la naturaleza básica del ser humano pudiera cambiar. Empeoró. Pensó que el embarazo justificaba que fuera un ladrón. Solía decir: «Lo hago por ti y nuestro hijo». Estaba convencido de que sería un niño. No dejaba de imaginar planes grandiosos para el pequeño, y luego se iba a robar. Creo que fue por ese entonces cuando noté el cambio en su cara. Adelgazó, se marchitó… y adquirió una expresión mezquina.
– Recuerdo haberlo visto en el juicio y pensar que tenía la cara de una rata -intervino Sebastián-. Una rata miserable y acorralada, retorciéndose para evitar que lo declararan culpable. Por suerte no lo consiguió. Hasta sus compinches estaban enfadados con él. Uno de ellos declaró en su contra.
– Sí, me enteré.
– Jamás te vi en el juicio, o te habría recordado.
– No asistí. El día anterior a su celebración, tuve un parto prematuro. Mi bebé nació con seis meses. Era una niña y vivió una semana en la incubadora. Me quedé con ella todo el tiempo. Sabía que el juicio tenía lugar, pero era como si fuera en otro planeta. Para mí, todo el mundo estaba en la incubadora. Nunca pude tocarla. Cuando murió, la sacaron y la envolvieron en una sábana para que pudiera sostenerla en brazos. Su cuerpecito aún irradiaba calor, como si estuviera viva. Quise decirles a los médicos que se habían equivocado. Pero casi de inmediato comenzó a enfriarse y supe que había muerto de verdad.
Reinó otro silencio prolongado. Maggie cruzó los brazos y se movió adelante y atrás con la cabeza inclinada. Consternado, Sebastián la observó. No era eso lo que había esperado. Apoyó con suavidad una mano en su hombro, pero ella se apartó.
Él también bajó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Le costaba sobrellevar la impotencia, la frustración, el conocimiento de que le había hecho daño y no sabía cómo repararlo.
– Era tan diminuta… y luchó con todas sus fuerzas para vivir -susurró Maggie-. Habría dado mi vida para salvarla, pero no pude. Era su madre, pero no podía ayudarla. ¡Mi pequeña! ¡Mi dulce y pequeña valiente! Jamás tuvo una oportunidad -la angustia la sacudió.
Sebastián pensó en consolarla, pero retiró la mano en el acto, sabiendo que no había nada que pudiera decir o hacer que no pareciera una grave impertinencia. Permaneció como estaba, maldiciendo en silencio, hasta que al rato Maggie levantó la cabeza y volvió a hablar.
– No le importaba a nadie salvo a mí. José fue al funeral. Nadie más de la familia se molestó. Entonces sucedió algo extraño. Dejé de sentir. Y me alegré, porque ya no habría más dolor. Sabía que en el fondo sufría, pero no podía sentirlo. Vi a Rodrigo en la cárcel y me gritó, pero fue como si no lo oyera. Le dije que lo odiaba porque nuestro bebé estaba muerto, pero tampoco podía sentir el odio, aunque sabía que lo tenía dentro. Regresé a Inglaterra. José me acompañó al aeropuerto. Solo era un niño, pero fue muy amable. Nadie de la familia inmediata de Rodrigo quiso ayudarme. Me culpaban por no haberle ofrecido una coartada.
– Habría dado igual -dijo Sebastián-. ¿Quién te habría creído?
– Eso es verdad. Pero José no era como ellos. Me escribió cuando Rodrigo murió. Y ahí fue cuando… – calló y sintió un escalofrío-. Cuando empecé a sentir otra vez. Empecé a oír sus gritos. Por la noche, en mis sueños, siempre estaba presente… gritándome que todo era por mi culpa…
– ¡Tonterías! -exclamó él-. ¿Cómo puede ser tu culpa?
– Tú pensaste que lo era. Al descubrir cuál era mi verdadero apellido, para ti no fui más que una Alva, un miembro de esa familia corrupta.
– Me equivoqué -repuso de inmediato-. Me comporté mal contigo. ¿No puedes perdonar?
– ¿Y quién me perdonará a mí?
– ¿Por qué?
– Él está muerto. Quizá tendría que haber mentido para salvarlo.
– No puedes creer eso.
– Por el día no lo creo. Pero por la noche, cuando me acusa en mis pesadillas… -tembló otra vez y se tapó los oídos.
– ¡Para! -pidió él con urgencia. La aferró y en esa ocasión ella no se apartó-. Maggie -la sacudió con delicadeza-. Maggie, escúchame. Se ha acabado. Fue un mal hombre y recibió su castigo. Se ha acabado. Tienes que seguir adelante con tu vida.
– ¿Qué clase de vida puede tener una Alva? Son malos, corruptos, incapaces de realizar buenas…
– ¡No! -exclamó casi tan atormentado como ella-. No eres una Alva. Nunca lo has sido. Tu apellido es de Santiago y eres mi esposa.
– ¡Soy su esposa! -gritó.
– No. Ahora eres mía. Siente mis brazos a tu alrededor. Siente lo mucho que te deseo. No dejes que los muertos te reclamen. Hay tanta vida para nosotros.
Le besó los ojos, la boca, tratando desesperadamente de sacarla del lugar frío que amenazaba con llevársela. Ella deseó responderle con todo su corazón. Quizá la pasión de Sebastián pudiera devolverla a la vida.
Pero casi de inmediato ambos supieron la verdad.
Sebastián observó su cara y en ella no vio frialdad, sino angustia. La soltó despacio.
– Es demasiado pronto -musitó-. No estás bien. Vuelve a la cama. Intenta dormir. Hablaremos por la mañana.
– Basta de hablar. No tiene sentido.
Dejó que la ayudara a acostarse, luego se dio la vuelta y cerró los ojos.
Se quedaron una semana, esquiando hasta la extenuación, comiendo juntos, hablando poco, pero con gran cortesía. Ante sus propios oídos sonaban como extraños que gritaran en un profundo valle. Él no intentó volver a hacerle el amor.
La noche anterior a su partida, Sebastián dijo:
– Y ahora ¿qué va a suceder?
– Vamos a casa. Será mejor que me lleves a realizar el recorrido de tus tierras y que me presentes a la gente.
– Gracias, Margarita, por quedarte conmigo -se relajó de forma casi imperceptible-. Temía que huyeras.
– ¿Adonde? -lo miró asombrada-. No hay escapatoria.