Capítulo 3

A pesar de los temores del cirujano, Isabel salió bien de la operación y despertó a las pocas horas. Después de la espera, los tres salieron al amanecer, cansados y un poco desorientados. Sebastián llamó un taxi e instó a Maggie a subir con ellos.

– Debería irme a casa -dijo con un bostezo.

– Luego. Hemos de discutir algunas cosas.

En la breve distancia que los separaba del hotel, se quedó adormilada. Pudo oír la voz lejana de Catalina hablar en un incesante monólogo, interrumpida únicamente por las intervenciones aburridas de Sebastián.

En el hotel, ordenó que les subieran el desayuno. Mientras realizaba unas llamadas de teléfono, las dos mujeres fueron al dormitorio de Catalina, donde la joven se desnudó y anunció que iba a darse un baño. A Maggie le habría gustado hacer lo mismo, pero tuvo que conformarse con tomar prestada una de las rebecas de «abuela» de Isabel, que se pasó por los hombros desnudos.

Al regresar al salón, el desayuno ya había llegado. Sebastián hizo una mueca al ver su atuendo.

– A Isabel le sienta mejor -ironizó-. Ya ha dejado la fase de tener que ser atractiva para los hombres.

– Y a mí los hombres me resultan indiferentes -replicó ella con contundencia.

– Es una mentira y los dos lo sabemos -afirmó.

– Es algo que jamás discutiremos.

– Siéntese y coma. Hemos de decidir qué hacer.

– ¿Hemos? -inquirió con sarcasmo.

– Catalina y yo nos marchamos mañana a España. Necesito que nos acompañe y que se quede con nosotros hasta la boda.

– ¡Bajo ningún concepto! -exclamó sin titubeo-. ¿Y dejar sola a Isabel aquí, donde no conoce a nadie? ¿Cómo puede ser tan desconsiderado?

– Si me permite concluir -pidió él con cierta aspereza-, podría decirle que mientras se encontraba en la habitación, dispuse que su hermana viniera a Londres. Llegará esta tarde y se quedará hasta que Isabel pueda viajar.

– Me alegro por las dos, pero ayer presenté mi dimisión, y nada cambiará eso.

– Tonterías, todo ha cambiado -expuso con impaciencia-. Incluso usted debe ser capaz de verlo.

– Ayer era una mujer de dudosa reputación que arrastraba a Catalina a tugurios de vicio. Ahora está dispuesto a olvidar eso porque puedo serle de utilidad -él tuvo la gracia de sonrojarse.

– Puede que hablara con cierta precipitación. Catalina me ha dado una descripción pormenorizada de la velada, incluyendo el hecho de que ella la presionó para que se comprara ese vestido erótico.

– No es erótico -se cerró la rebeca.

– Si no lo fuera, no se habría puesto esa cosa encima.

– Me sorprende que creyera en Catalina -se apresuró a cambiar enfoque-. ¿Acaso no mentía bajo mi influencia?

– Cuenta mentiras desde que es pequeña -reconoció a regañadientes-. Usted no tiene nada que ver con eso. Además, siempre sé cuándo miente, y en esta ocasión no lo hacía. Y ahora, por favor, ciñámonos a la cuestión que nos ocupa.

– Eso es fácil. Usted dice: «Venga a España»; yo respondo: «Ni lo sueñe». Fin de la conversación. Además, ¿para qué quiere que vaya?

– Aparte de ser el prometido de Catalina, también soy su tutor. A partir de mañana va a vivir en mi casa. Debe tener una acompañante.

– ¿En estos tiempos?

– España no es Inglaterra. Nuestra creencia en el decoro quizá a usted le resulte anticuada, pero para nosotros es importante. Espero que cambie de parecer, por el bien de ella. Necesitará una acompañante femenina en las semanas anteriores a nuestro matrimonio.

– ¡Decoro y un cuerno! -exclamó Maggie llena de suspicacia-. Lo que desea es que la mantenga ocupada para no tener que escuchar su incesante charla.

Por un momento él casi se permitió sonreír.

– Estoy convencido de que se sentirá más contenta en su presencia. Por favor, complázcame en esto.

– Pero estamos en diciembre, y la boda no tendrá lugar hasta marzo.

– Olvidé mencionar que he hecho que la adelantaran a la segunda semana de enero.

– ¿Olvidó mencionar…? ¿Y también olvidó mencionárselo a Catalina?

– Tengo intención de comunicárselo cuando venga a desayunar.

– ¿Y si ella tuviera otros planes? -exigió, crispada por su arrogancia.

– Se lo preguntaremos, ¿no?

En ese momento apareció Catalina, vestida con unos pantalones y un jersey.

– ¡Qué bien! -exclamó al ver la mesa con el desayuno-. ¡Estoy hambrienta!

– Le explicaba a la señora Cortez que unos asuntos oficiales me obligan a adelantar la fecha de nuestra boda al mes próximo -comentó Sebastián.

– No podré estar lista para entonces -gritó Catalina-. Ni siquiera he elegido el vestido.

– Cuando regresemos a Granada, la señora Cortez te ayudará a escogerlo.

– Oh, Maggie, ¿vas a ir a España? Eso sería maravilloso.

– Un momento… yo no he dicho… además, no lo has entendido. Ha cambiado la fecha sin consultarlo contigo.

– Lo hace todo sin consultarlo conmigo. Este beicon tiene una pinta deliciosa.

Maggie comprendió que era inútil. La noche anterior Catalina había hablado con valentía bajo la influencia de la personalidad fuerte de ella. Pero en ese momento se hallaba bajo la influencia aún más poderosa de Sebastián. Escuchó mientras él le explicaba que la hermana de Isabel iba a llegar esa tarde y que los tres partirían para España al día siguiente.

– ¿Así de fácil? -preguntó, molesta por la forma indiferente con que él lo arreglaba todo.

– Desde luego -indicó Sebastián con cierta sorpresa-. ¿Por qué no habría de serlo?

– Tardaría mucho en explicárselo.

– Todo es fácil para Sebastián -comentó Catalina, comiendo con gusto-. La gente hace lo que él dice.

– Otra gente -intervino Maggie-. Yo no.

– ¡Oh, Maggie, por favor! -gimió Catalina-. No puedes abandonarme. Pensé que eras mi amiga.

– Lo soy, pero… -¿cómo podía explicarle que había jurado que jamás volvería a España, en particular a Granada, donde su corazón se había roto y su espíritu había quedado casi destrozado? Aunque tal vez ya era hora de dar media vuelta y enfrentarse a sus fantasmas-. De acuerdo -aceptó en voz baja-. Una temporada breve.

– ¡Bien! -exclamó la joven-. Me alegro tanto de que hayas cedido.

– Te equivocas, querida -intervino Sebastián-. Ceder es de débiles. Una persona fuerte como la señora Cortez realiza concesiones por motivos propios.

Y en esa ocasión no hubo dudas. Él sonrió.


Era molesto que todos parecieran saltar para obedecer a Sebastián, pero era la realidad que Maggie debía reconocer. La hermana de Isabel llegó llena de efusividad ante la «generosidad» de su primo lejano. Éste la llevó a un pequeño y acogedor hotel que había a la vuelta del hospital y luego a ver a Isabel. Al observar saludarse a las hermanas, Maggie tuvo que admitir que él había hecho lo correcto.

Se mostró menos encantada cuando le insistió en que ocupara el dormitorio de Isabel durante su última noche en Inglaterra.

– Yo no puedo quedarme solo con Catalina en esa suite -explicó con firmeza-. El mundo daría por hecho que permití que mi… mmm… ardor me dominara, y ella quedaría en entredicho.

La miró con una expresión en la que se mezclaban el humor y el cinismo y, de pronto, ella tuvo que apartar la vista.

Al día siguiente nevaba con intensidad cuando llegaron al aeropuerto. Maggie supo que echaría de menos pasar la navidad en su país, aunque le agradaba ir a un clima más templado.

Despegaron a su hora rumbo al sur de España. Los últimos treinta minutos del vuelo Maggie resistió mirar por la ventanilla, pero aisló los pensamientos que la atribulaban. Debajo de ella estaba la absoluta magnificencia del país que aún no se hallaba preparada para visitar, al que ocho años atrás había llegado como una novia entusiasmada.

En algunos aspectos, había sido como Catalina, una joven a la que todavía no se había podido llamar mujer, ansiosa de vivir, convencida de que cada misterio se podía atribuir a su limitada experiencia. Y tan terrible y trágicamente equivocada.

A los dieciocho años había perdido a sus padres en un accidente de coche, y al principio había quedado demasiado dolida como para comprender algo que no fuera su pérdida. Cuando al fin consiguió superar lo peor de su dolor, descubrió que quedaba en una buena situación económica. Dos pólizas de seguro y una casa no representaban una gran riqueza, pero sí independencia financiera.

Quería a sus padres y aún vivía en el hogar familiar en un entorno feliz. De repente se vio lanzada al mundo, privada de la protección cariñosa que siempre había dado por hecho, y con suficiente dinero a su disposición para cometer errores estúpidos.

Cometió varios, en su mayoría inofensivos. Hasta que conoció a Rodrigo Alva, de quien se enamoró. El error más estúpido de todos.

Los presentaron unos amigos el último día antes de que él regresara a su hogar en Granada. Al final de la velada, había retrasado su partida de manera indefinida, para deleite de Maggie. Con treinta años, era mayor que cualquiera de los hombres con los que ella había salido, aunque mantenía la vivacidad de un joven. Estaba lleno de risa y disfrutaba de los placeres de la vida como si temiera que se los pudieran arrebatar. Su rostro era atractivo, y su cuerpo delgado y elegante se movía con la gracilidad de un felino.

Le habló del negocio de importación y exportación que tenía en Granada, del magnífico acuerdo que acababa de establecer. Todo en él parecía confirmar la imagen de un hombre de éxito, hijo de una familia próspera que había labrado su propia fortuna mediante el trabajo duro y la habilidad. Siempre iba bien vestido y la llenaba de regalos caros.

Le encantó descubrir que una cuarta parte de ella era española y que conocía el idioma. Los ojos embelesados de ella solo vieron a un hombre de mundo, que podría haber tenido a cualquier mujer, pero que declaraba que Maggie era su primer amor verdadero. Con dieciocho años, le creyó.

Cuando ella anunció su compromiso, la poca familia que le quedaba le suplicó que esperara. «No sabes nada de él… es mucho mayor que tú…» Pero la confianza ciega de la juventud la impulsó a soslayar las advertencias. Amaba a Rodrigo. Él la amaba. ¿Qué otra cosa importaba?

A diferencia de otros jóvenes de la edad de Maggie, él mantenía las manos quietas, insistiendo en que su prometida debía ser tratada con respeto. Pero quería que la boda se celebrara en Inglaterra. A ella le habría gustado que fuera en España, ya que la familia de Rodrigo estaba allí, pero él ganó.

Luego se preguntó qué habría pasado si hubiera insistido y visto el hogar de él antes de comprometerse. Entonces habría podido descubrir que su «negocio» no era más que una fachada, que sus acreedores lo acosaban y que algunas de sus actividades estaban siendo investigadas por la ley.

Se frotó los ojos y supo que se acercaba el momento de aterrizar. Catalina se observaba en un espejo pequeño. Del otro lado del pasillo, Sebastián estaba absorto con unos documentos.

En ese momento se obligó a mirar por la ventanilla las cumbres blancas de Sierra Nevada, igual que la primera vez que las vio en su luna de miel. Entonces había sido absolutamente feliz. Pero en ese momento su corazón estaba gris y vacío. Sin embargo, las montañas no habían cambiado.

¿Había tenido alguna vez una novia una luna de miel más romántica, esquiando por el día y haciendo el amor por la noche? Rodrigo era un amante diestro y, en muchos sentidos, su vida física había sido buena. Quizá incluso entonces Maggie había percibido que algo iba mal, pero era demasiado joven e ignorante para descubrir que lo que ella realizaba con toda su alma él solo lo hacía con el cuerpo.

Conoció a su familia, no los sólidos empresarios que él le había descrito, sino comerciantes que operaban al borde de la legalidad, prósperos un día y sin un céntimo en el bolsillo al siguiente. Si ganaban dinero, lo gastaban antes de cobrarlo. Su madre lucía unas joyas caras que siempre terminaban por desvanecerse… reclamadas por joyeros indignados, cansados de esperar que les pagaran.

El único miembro de la familia con el que se encariñó fue un primo joven, José, de quince años, que la idolatró y que constantemente encontraba excusas para visitar su casa. Su enamoramiento era tan inocentemente juvenil que ni Rodrigo ni ella se ofendieron.

Maggie había borrado de su memoria muchos detalles de aquella época, de modo que en ese momento ya no podía estar segura de cuándo había empezado a darse cuenta de que Rodrigo vivía principalmente de crédito. Tenía hábitos caros y pocos recursos para satisfacerlos. Su «negocio» era una broma mediante la cual podía reclamar beneficios fiscales. Además, ¿para qué iba a molestarse un hombre cuando acababa de casarse con una mujer con dinero?

Se bebió la modesta prosperidad de Maggie como si fuera agua. Desaparecido el dinero en efectivo, vendieron la casa de Inglaterra y transfirieron lo obtenido a España. Maggie trató de insistir en que lo guardaran para algún apuro, pero él le compró un regalo caro y la llevó de vacaciones, cosas que pagó ella.

Silenciaba sus protestas con pasión. Desde su punto de vista, mientras fuera un buen marido en la cama, no tenía de qué quejarse. Cuando ella expuso sus objeciones, Rodrigo comenzó a mostrar su otra faceta, la de bravucón. ¿Cómo se atrevía ella a criticar a su marido? Estaban en España, donde el hombre era amo y señor.

Con espantosa claridad, Maggie empezó a ver que Rodrigo era encantador cuando las cosas marchaban bien, pero desagradable cuando la vida se tornaba dura. Y a lo largo de sus cuatro años de matrimonio, la vida se fue haciendo amargamente dura. En ese tiempo ella creció deprisa, pasando de ser una joven ingenua a transformarse en una mujer de visión clara, que sobrevivía a la desintegración de su mundo. Los sueños románticos fueron sustituidos por un realismo próximo al cinismo.

Logró guardar un poco de dinero después de enfrentarse a Rodrigo, de un modo que antes le habría resultado imposible. Pero fue una pérdida de tiempo. Cuando las amenazas no funcionaron, él simplemente se dedicó a falsificar su firma, hasta que también desapareció ese dinero.

Al averiguarlo, albergó la patética esperanza de que él al fin encontrara algún sentido de responsabilidad. Pero en vez de eso, regresó a su vida delictiva, de poca monta al principio, luego más seria, y siempre logrando escabullirse del castigo. El éxito se le subió a la cabeza y se tornó descuidado. Su confianza creció y se consideró intocable.

Pero un día se presentó la policía. Un hombre había entrado en una mansión de Granada y había sido sorprendido por el dueño. El ladrón lo atacó y huyó, dejando al hombre en coma. En la casa habían encontrado las huelas de Rodrigo.

Éste alegó que era inocente, jurando que en el momento del robo había estado con su mujer. Asqueada, Maggie se negó a confirmar la mentira. Fue arrestado, juzgado y declarado culpable.

El día antes del juicio, ella tuvo un parto prematuro. Su hija de seis meses sobrevivió una semana. Durante ese tiempo Maggie jamás abandonó su lado. La noticia de que a Rodrigo lo habían condenado a diez años de prisión pareció llegarle desde lejos.

Jamás olvidaría la última vez que lo vio en la cárcel. En el pasado había amado a ese hombre. Pero al mirarla, en los ojos de él solo anidaba el odio.

– ¡Maldita seas! -rugió-. Tú me has traído aquí. ¿Qué clase de esposa eres?

Agotada y derrumbada por la pérdida de su hija, encontró las fuerzas para decir:

– No pude mentir. Tú no estabas conmigo aquella noche.

– No estuve en aquella casa… no cuando decía la policía. Fui una vez con anterioridad, por eso encontraron mis huellas… robé unas baratijas, pero no le hice daño a nadie. Te juro que aquella noche no estuve. Nunca ataqué a ese hombre.

– No te creo -repuso al mirarlo.

– Pero debes creerme. Mi abogado… hay que presentar una apelación… tienes que ayudarlo…

– Regreso a Inglaterra. No quiero volver a verte jamás.

– Yo te maldigo -bramó.

– Tú me maldices, Rodrigo, pero yo también te maldigo a ti, por la pérdida de nuestra hija. Maldigo el día que te conocí -le pareció que él estaba en un túnel que lo alejaba cada vez más de ella-. Mi bebé ha muerto -susurró-. Mi bebé ha muerto.

La ira de él se evaporó y se puso a llorar.

– Maggie, te lo suplico… ¡no te vayas! Quédate para ayudarme. ¡Maggie, no te vayas!

Había abandonado la cárcel con los gritos de Rodrigo en los oídos. José, que entonces era un joven de diecinueve años, la esperaba fuera. La llevó al aeropuerto y con lágrimas en los ojos se despidió de ella.

Fue José quien tres meses más tarde le había escrito para decirle que Rodrigo había muerto de neumonía. Había permanecido en la enfermería, negándose a luchar por su vida, esperando el final. Maggie, que había creído que su situación no podía empeorar, se había equivocado.

A la desesperación se añadió la culpabilidad. Sus sueños eran invadidos por los gritos de él, que juraba su inocencia y le suplicaba que se quedara a ayudarlo.

Había luchado de la única manera que sabía, negando el pasado. Recuperó su nombre de soltera y expulsó a Rodrigo de todos los rincones de su vida. Pero a veces, en la oscuridad del pequeño apartamento que podía pagar, todavía oía sus gritos de desesperación y miedo. Entonces enterraba la cabeza en la almohada y rezaba pidiendo una absolución que jamás recibía.


En el aeropuerto de Málaga, un coche los esperaba para llevarlos hasta Granada. Catalina se mostraba entusiasmada.

– Me alegro tanto de estar de vuelta. Te encantará, Maggie.

– ¿Dónde vivió durante su estancia en España? -preguntó Sebastián desde el otro lado de Catalina.

– En la ciudad de Granada -repuso Maggie.

– ¿Así que conoces este lugar? -la joven sonó decepcionada-. No me lo habías dicho. Aunque es verdad que jamás has hablado de esa época -le dio una palmada en la mano-. Discúlpame.

– En realidad, no iremos a la ciudad, ¿verdad? -quiso saber Maggie-. Tengo entendido que la casa de don Sebastián está a algunos kilómetros.

– A los pies de Sierra Nevada -informó él-. Es el sitio más bonito de la Tierra.

Por primera vez Maggie creyó detectar una emoción real en su voz.

Él guardó silencio unos kilómetros, luego dijo:

– Ahí.

La «casa» de Sebastián se podía ver al pie de una de las pendientes más bajas. Realmente parecía un palacio árabe que irradiaba serenidad de cara a un valle.

El coche había empezado a ascender por un camino que serpenteaba entre olmos y cipreses. Cuando al fin llegaron hasta unas puertas de hierro forjado que se abrieron por control remoto, continuaron la subida hasta detenerse ante la entrada, donde una mujer y un hombre de mediana edad los esperaban para recibirlos. Maggie supuso que serían el mayordomo y el ama de llaves. Detrás de ellos se alineaban varios criados, que habían salido a recibir a su nueva señora.

Les abrieron las puertas del vehículo y Sebastián pasó un brazo tranquilizador por los hombros de Catalina para conducirla al interior. Pero miró atrás para cerciorarse de que Maggie los seguía, presentándola con una cortesía relajada que impidió cualquier signo de incomodidad.

El ama de llaves guió a Catalina hasta su dormitorio, que exhibía una grandeza adecuada para la futura señora de ese palacio. Feliz, la joven dio vueltas por la estancia antes de tomar la mano de Maggie para llevarla por el pasillo hasta otra habitación, casi tan suntuosa como la primera.

– Esta es la tuya -anunció.

Quedó abrumada por la cerámica roja del suelo, las paredes de mosaicos y la cama con dosel. En esa habitación había historia además de belleza, una magia antigua que provocó su reacción fascinada. A lo largo de la pared exterior había dos arcos con pesadas cortinas que cubrían unos ventanales que daban a una terraza.

Aturdida, Maggie permitió que Catalina la condujera fuera para mostrarle la magnífica vista del valle y, en la distancia, Granada, y señalarle la colina sobre la que se erguía el glorioso Palacio de la Alhambra. Había caído el crepúsculo, por lo que se veían los haces de luz que iluminaban los diversos edificios que componían el palacio.

Justo debajo de la terraza, Maggie divisó uno de los patios de la casa, y algo la sobrecogió.

– Es como una versión más pequeña de La Alhambra -murmuró. Había visitado en varias ocasiones el espléndido palacio morisco, y reconoció el énfasis en los mosaicos decorativos y en los arcos sustentados por columnas de tal delicadeza que daban la impresión de que la estructura pudiera flotar.

– Se supone que así ha de ser -informó Catalina-. Dicen que el sultán Yusuf I lo construyó para su favorita, al estilo de su propio palacio. Las demás concubinas vivían en el harén, pero a ella la mantenía aquí, oculta del mundo. Fue asesinado por otro hombre que también la amaba. Cuando ella se enteró, salió a esta terraza, desde donde podía contemplar el valle, y permaneció aquí hasta que también ella murió de dolor. Se rumorea que su fantasma aún recorre estos aposentos.

– Si se rumorea eso, son tonterías -dijo Sebastián desde el ventanal. Se había acercado tan silenciosamente que ninguna lo oyó-. ¿Para qué iba a obligarse un hombre a recorrer veinte kilómetros por una mujer, cuando podía llegar al harén en unos minutos?

– Quizá quisiera tenerla aparte si la amaba tanto – repuso Maggie irritada ante su cara divertida-. A usted, desde luego, esa noción le debe de resultar increíble.

– Del todo -convino con sequedad.

– ¡Eres tan poco romántico! -reprendió Catalina-. A mí me encanta imaginar al sultán de pie ante una ventana de La Alhambra, mirando en la dirección en la que su favorita estaría de pie en esta terraza, llamando su nombre a través del valle. Maggie, ¿de qué te ríes? No es gracioso.

– Lo siento. Pero has dicho que quería mantenerla oculta al mundo. No sería un gran secreto si él gritara su nombre desde veinte kilómetros.

– ¡Qué poco romántica es! -dijo Sebastián con las palabras de Catalina, pero sonreía-. Y para aclarar un malentendido, el sultán Yusuf no fue asesinado por un amante celoso. Fue asesinado por un loco. Y ningún fantasma recorre estos aposentos… no se alarme.

– En ningún momento me alarmé -aseveró Maggie-. No creo en fantasmas. No en los de esa clase, en todo caso.

Las últimas palabras hicieron que él la mirara con el ceño fruncido, pero no dijo nada.

– Carecéis de alma, los dos -manifestó Catalina enfadada.

Sebastián dio un paso atrás y les indicó que regresaran.

– Perdonen mi intrusión, señoras. Señora Cortez, bienvenida a mi hogar. Espero que apruebe su hospitalidad.

– Es abrumadora -repuso ella, indicando el magnífico aposento-. Este alojamiento es excesivo para mí. Me perderé en tanto espacio.

– Esté segura de que enviaría a un grupo de rescate a buscarla -le sonrió abiertamente, casi invitándola a compartir una broma.

«No debería de hacerlo muy a menudo», pensó ella. Era peligroso.

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