– Tiene razón, señora -dijo Sebastián-. Mi prometida es inocente en este asunto. La culpa recae sobre la mujer encargada de su bienestar, quien ha fallado de manera notable en cumplir con sus responsabilidades. Por última vez, exijo que me cuente dónde han estado.
– En el teatro.
– ¿Viendo qué?
– Un musical ligero. No tan serio ni edificante como Julio César, pero estamos en navidad y ninguna de las dos tenía ganas de pensar en guerra y asesinatos.
– ¿Y ese musical ligero tiene título? -gruñó. Sabía que lo estaba engañando.
– Sí -suspiró-. Se llama ¿En tu casa o en la mía? -repuso con renuencia.
– ¿En tu casa o en la mía? -repitió-. Supongo que eso me indica qué clase de entretenimiento soez considera adecuado para una joven protegida.
– Tonterías -espetó con firmeza-. El título lleva a engaño. No es en absoluto soez… solo un poco picante, pero básicamente inocente.
– ¿De verdad? -recogió el periódico que había estado leyendo para pasar el tiempo y señaló un anuncio para la obra que acababan de ir a ver-. «Descarada» -citó-. «¡Excitante! ¡No lleven a su abuela!»
Maggie intentó contener el temblor en los labios, sin éxito.
– ¿Es que la divierto? -preguntó él con tono de advertencia.
– Francamente, sí. Si supiera algo sobre publicidad, comprendería que esa clase de texto va dirigido a hacer que el público crea que se trata de una obra más escandalosa de lo que es. «No lleven a su abuela» significa que ni su abuela se escandalizaría. A mi abuela le habría encantado.
– No me cuesta imaginarlo.
– ¿Qué ha querido decir?
– ¿Desea que se lo deletree?
– No a menos que disfrute siendo desagradable, cosa de la que empiezo a estar convencida. ¡Qué rabieta por nada¡ Catalina es joven y bonita. Debería de estar saliendo con jóvenes de su edad, pero, ¿qué le ofrece usted? Julio César, ¡por el amor de Dios! Hombres con túnicas y faldas cortas y rodillas huesudas.
– Como no ha visto la obra, no está cualificada para comentar sobre las rodillas de los actores -soltó.
– Apuesto que eran huesudas. Una joven protegida como Catalina sin duda habría quedado asustada por la visión -pero el humor se desperdiciaba en ese hombre.
Había entrecerrado los ojos de una manera que algunas personas habrían podido encontrar intimidatoria, pero Maggie ya había cruzado ese umbral. Jamás había conocido a alguien que la enfureciera tan deprisa.
– Usted tiene sus valores y yo los míos -comentó él al final-. Parecen ser completamente distintos. Me culpo a mí mismo por contratar sus servicios sin haber comprobado sus referencias.
– ¿No tiene los dedos en demasiados pasteles? – exigió exasperada-. ¿Es que cada detalle ínfimo ha de ser sometido a su control?
– Con cada palabra revela lo poco que entiende. Cuando un hombre se halla en un puesto de autoridad, el control es esencial. Si no controla todos los detalles, su autoridad es incompleta.
– ¡Detalles! -exclamó con voz explosiva-. Habla de la vida de esa pobre muchacha. Y si considera eso como un detalle, solo puedo decir que la pobre me da pena.
– Es una suerte que no esté obligado a tomar en consideración su opinión -espetó Sebastián.
– Imagino que jamás lo ha hecho con la opinión de nadie -replicó ella.
– No tolero interferencias en mis asuntos privados. No le corresponde a usted criticarme a mí o mi inminente matrimonio.
– Si tuviera algo de decencia, no se celebraría ningún matrimonio.
– Todo lo contrario, es mi sentido del deber lo que me impulsa a tomar a una joven de cabeza ligera como esposa. En el lecho de muerte, su padre me hizo prometerle que la protegería, y yo le di mi palabra.
– Pues sea su tutor, ¡pero no su marido!
– El poder de un tutor termina el día en que su pupilo se casa. La protegeré mejor siendo su tutor de por vida.
– De todas las…
– Ya conoce a Catalina. ¿Es inteligente? Vamos, sea sincera.
– No, no lo es. Tiene la mente de una mariposa. Razón de más para que se case con un hombre a quien eso no le importe.
– ¿Y cómo va a elegir a su marido? Es una heredera, y los cazafortunas la acosarán. ¿Se imagina la elección que realizará? Yo no necesito el dinero. Redactaré un acuerdo matrimonial que lo deje todo a favor de sus hijos, y luego le proporcionaré lo que quiera.
– Salvo amor.
– Amor -repitió con desdén-. Qué sentimentales son los ingleses. ¿Cree que el matrimonio tiene algo que ver con el amor romántico? Mi esposa estará protegida y cuidada. Le daré hijos a los que amar.
– Y ella tendrá que sentirse satisfecha con el pequeño rincón de su vida que le dedicará como un favor.
– Sé cómo son las cosas -la observó con cinismo-. Usted cree que un hombre es un buen marido solo si se postra ante la mujer y la adora, como un ser débil. Pero le diré que un hombre que adora de verdad carece de orgullo y que no hay que confiar en el hombre que solo finge.
– ¿Considera que un hombre fuerte ha de ser condescendiere con una mujer? -demandó Maggie.
– Creo que los hombres y las mujeres tienen sus respectivos deberes y su deber es cumplirlos bien. Y como he dicho no creo que mi papel sea el de mirar con adoración a ninguna mujer. Supongo que ha estado llenándo la cabeza de Catalina con sus bonitas tonterías.
– Catalina es joven. Sabe lo que quiere de la vida, y no es a usted.
– Estoy seguro de que no se equivoca. Le gustaría un joven de verbo seductor que la haga volar, gaste su dinero y le dé la espalda cuando se agote. ¿Es el destino que quiere para ella?
– No, desde luego que no, yo… -algo le dificultaba hablar. Las palabras de él habían tocado un punto sensible. Se volvió y se dirigió a la ventana, para no tener que mirarlo. Aunque el cristal reflejó que la observaba con el ceño fruncido.
– ¿De qué se trata? -preguntó al rato.
– No es nada -respondió ella con celeridad-. Tiene razón, no es asunto mío. Pronto se llevará a Catalina y no volveré a verla.
– ¿Cómo era su marido? -preguntó Sebastián con una percepción que la asustó.
– Prefiero no hablar de él.
– Comprendo -dijo con aspereza-. Usted puede cuestionar mi matrimonio, el cual, como bien ha reconocido, no es de su incumbencia, pero si yo quiero hablar del suyo, se siente con derecho a rechazarme -le hizo dar la vuelta para que lo mirara- Hábleme de su marido.
– No -intentó soltarse, pero la retenía con firmeza.
– He dicho que me hablara de él. ¿Cómo era para provocar esa expresión de retraimiento en su cara cuando se lo menciona?
– Muy bien, era español -soltó con furia-. Todo lo demás prefiero olvidarlo.
– ¿Vivió usted en España?
– Ya es suficiente. Suélteme de inmediato -pero los dedos largos cerrados en tomo a su brazo no obedecieron.
– Prefiero continuar así. No deseo seguirla por la habitación. Le he preguntado si vivió en España, y hasta ahora no me ha contestado.
– No, y no pienso hacerlo.
– Pero yo me ocuparé de que responda. He sido muy paciente mientras me interrogaba y me exponía sus opiniones insultantes, pero se me ha agotado la paciencia. Ahora hablaremos de usted. ¿Su marido era un hombre apasionado?
– ¿Cómo se atreve…? No es asunto… -los ojos irónicos de él la detuvieron, recordándole la franqueza con la que ella había hablado de sus asuntos privados.
«Pero eso es diferente», se dijo con vehemencia. No le daba derecho a invadir los secretos de alcoba.
– Contésteme -persistió-. ¿Era apasionado?
– Me sorprende que lo pregunte -Maggie se recuperó-. Acaba de decirme que el amor no tiene nada que ver con el matrimonio.
– Y así es. Pero hablo de pasión, que no tiene nada que ver con el amor. Lo que un hombre y una mujer experimentan en la cama es otro universo. Poco importa que estén o no enamorados. De hecho, un toque de antagonismo puede potenciar el placer.
– ¡Qué tontería! -respiró de forma entrecortada.
Él no respondió con palabras, pero sus dedos apartaron con lentitud el chal de seda para dejarle los hombros al desnudo. Un temblor recorrió a Maggie.
– Sabe que se equivoca.
La inmovilizó con la mirada, dejando asombrosamente claro lo que quería decir. La hostilidad que al principio se había encendido entre ellos, para él representaba una atracción. La invitaba a imaginarse en la cama a su lado, desnudos, convirtiendo la furia en placer físico. Y lo hacía con tanto vigor que ella no pudo evitar responder. Vio las imágenes en contra de su voluntad, asombrosas en su poder y abandono: un hombre y una mujer que habían descartado la contención y se empujaban entre sí a un éxtasis cada vez mayor.
Era intensamente consciente de la fuerza física de él. En el pasado, antes de que la pasión la traicionara, había respondido con intensidad, tanta que, en la desilusión se había alejado del deseo, temiéndolo como si fuera un traidor. Lo había matado. O al menos eso era lo que había creído.
Pero había vuelto en ese momento, dormido, a la espera de que lo despertara el tono de voz de un hombre. «¡No este hombre!», juró en silencio. Pero incluso al prometérselo fue consciente de su cuerpo, de lo esbelto y duro que era, de sus piernas largas con sus muslos musculosos apenas perceptibles debajo del traje conservador. El contacto de sus dedos era ligero, pero a través de ellos solo parecía emanar fuerza, haciéndole pensar lo que eso podía representar para una mujer en la cama. Poder en las manos de él, en sus brazos, en su entrepierna…
Intentó desterrar esos pensamientos, pero la voluntad de él era más poderosa que la suya. Parecía haberse apoderado de su mente, sin darle otra elección que ver lo que deseaba ver.
– Sí -musitó Sebastián-. Sí.
– Jamás -murmuró Maggie, como en un trance.
– Entonces, ¿no era apasionado?
– ¿Quién? -susurró.
– Su marido.
Su marido. Claro, habían estado hablando de su marido. El mundo, que había dado la impresión de desvanecerse durante un momento encendido, volvió a asentarse en su sitio.
– No hablaré de él con usted -repitió las palabras que había pronunciado antes, porque su mente se hallaba demasiado confusa para pensar en otras.
– Me pregunto por qué. ¿Será porque en la cama era un dios y le mostró un deseo que ningún hombre podría igualar? ¿O porque era ignorante en cuestión de mujeres, sin saber nada de sus secretos y demasiado egoísta para aprender, un ser débil que la dejó insatisfecha? Creo que ese hombre le falló. ¡Qué tonto! ¿Acaso desconocía lo que poseía?
– Jamás fui su posesión.
– Entonces no era un hombre, o habría sabido cómo conseguir que quisiera ser suya. ¿Por qué no responde a mi pregunta?
– ¿Qué pregunta?
– ¿Vivió en España?
– Durante unos años.
– Y sin embargo, no sabe nada sobre la mente española.
– Sé que no me gusta, y eso es todo lo que necesito saber.
– Así de simple, con unas pocas palabras condena a todo un pueblo.
– No -desafió-. Condeno a todos los hombres de su pueblo. Y ahora suélteme, en este instante.
Él rió en voz baja y la soltó. Algo en el sonido le provocó un escalofrío. Resultaba imperdonable que hubiera invocado recuerdos que aún la atormentaban.
– ¡A todos los hombres españoles! -exclamó Sebastián con ironía-. ¿Es que no considera que algunos somos «tolerables»?
– Ninguno -manifestó con frialdad.
– ¡Qué trágico haber caído en su desagrado!
– No se moleste en tratar de burlarse de mí. Ya no trabajo más para usted.
– Eso lo determino yo.
– No. Hay dos partes en un contrato, y acabo de decidir ponerle fin. Y permita que le diga que usted me lo facilitó mucho.
– No tan deprisa. Aún no he terminado con usted.
– Pero yo sí con usted. Mi cometido ha concluido… lo cual es una suerte, porque después de conocerlo no tengo ganas de prolongar mi relación laboral con usted. Buenas noches -por la expresión que vio en su cara, comprendió que lo enfurecía que fuera ella quien tuviera la última palabra.
– ¿Me permite preguntarle si espera que le de referencias?
– Haga lo que le apetezca. Jamás me falta trabajo. De hecho, me es tan indiferente la opinión que pueda tener de mí como a usted pueda importarle la mía -le alegró ver que eso lo irritaba de verdad-. Me despediré de Catalina e Isabel -se dirigió hacia el dormitorio-, y luego ya no volveré a molestarlo.
Pero al entrar en la habitación de Isabel se encontró con una imagen alarmante. La figura rellena de la mujer daba vueltas en la cama y el rostro se le contorsionaba por el dolor.
Catalina se hallaba sentada en la cama. Al entrar Maggie, la miró con expresión asustada.
– Está muy enferma -gimió la joven-. No sé qué hacer. No me deja llamar a un médico.
– Necesita más que un médico -indicó Maggie. No había teléfono en la mesita de noche, así que se asomó al salón y ordenó-: Pida una ambulancia.
– ¿Qué ha pasado? -inquirió Sebastián, yendo hacia ella.
– Luego -indicó con impaciencia-. Pida la ambulancia. ¡Deprisa!
– No -protestó Isabel con voz débil-. Me pondré bien pronto.
– Le duele mucho, ¿verdad? -preguntó Maggie, arrodillándose junto a la cama.
– No es nada -dijo Isabel con voz rota, y jadeó. Se aferró el costado y movió la cabeza de un lado a otro sumida en la agonía.
Maggie corrió al salón.
– La he pedido -indicó Sebastián-. Me han dicho que llegaría enseguida. Es evidente que a usted le parece algo grave.
– Antes comentó que le dolía la cabeza, aunque el dolor parece ser en el costado. Podría tratarse del apéndice, y como se haya herniado, será grave.
– No sé qué hacer -gimió Catalina ante la puerta-. Le duele mucho, no puedo soportarlo.
– Serénate -dijo Maggie con amabilidad pero con firmeza-. Es la pobre Isabel quien tiene que soportarlo, no tú. No deberías haberla dejado sola. No, no te muevas; yo iré a su lado -regresó junto a la cama.
– Nada de hospitales -suplicó Isabel-. Por favor, nada de hospitales.
– Tiene que recibir cuidados médicos -susurró Maggie.
Comenzó a hablarle en voz baja, tratando de tranquilizarla, pero no fue capaz de llegar hasta ella, al parecer enloquecida por el terror que le provocaba la mención de la palabra «hospital». Con alivio, oyó que llamaban a la puerta de la suite. Vio que Sebastián dejaba pasar a los enfermeros. Pero Isabel en ese momento se hallaba sumida en un estado de histeria.
– No -gritó-. ¡Ningún hospital, por favor, ningún hospital!
Al siguiente instante apareció Sebastián. Maggie se incorporó cuando se acercó a la cama para tomar la mano de Isabel.
– Ya basta -dijo con voz suave-. Debes ir al hospital. Insisto.
– Se llevaron allí a Antonio, y murió -murmuró la mujer.
– Eso fue hace muchos años. Los médicos han mejorado. No vas a morir. Vas a ponerte bien. Sé sensata, querida prima. Hazlo para complacerme.
– Tengo miedo -susurró, dejando de retorcerse.
– ¿Qué puedes temer si yo estoy contigo? -preguntó él con una sonrisa.
– Pero tú no estarás allí.
– No me apartaré en ningún momento de tu lado.
Con movimiento veloz, apartó el edredón y la alzó en brazos, como si su considerable peso no significara nada para él. Isabel dejó de debatirse y con gesto de confianza apoyó la mano en el cuello de Sebastián, mientras éste la llevaba hasta la camilla. Maggie suspiró aliviada.
Cuando los enfermeros salieron con premura, Sebastián iba a seguirlos, pero se detuvo en el umbral y giró la cabeza.
– ¡Ven! -le ordenó a Catalina.
– Odio esos sitios -la joven tuvo un escalofrío.
– Olvida eso. Haz lo que te digo. Isabel está bajo nuestra responsabilidad. No ha de quedar sola sin recibir el consuelo de una mujer. En el futuro estos serán tus deberes, así que bien puedes empezar ahora.
Catalina miró a Maggie con expresión desvalida.
– De acuerdo -suspiró esta, reconociendo lo inevitable-. Iré yo -miró a Sebastián a los ojos-. Ya tendré tiempo de renunciar luego.
– Desde luego -aceptó él con ironía-. Y mi prometida se volverá tenaz y responsable por arte de magia, ¿verdad?
En la agitación del momento, Maggie no tuvo necesidad de contestar. En la calle, los enfermeros introdujeron la camilla en la ambulancia. Sebastián fue tras ellos, indicando un coche situado detrás.
– Síguenos al Hospital Santa María -ordenó, refiriéndose al hospital privado más caro de Londres.
– Isabel es de su familia -explicó Catalina una vez sentadas en la parte de atrás del coche con chófer-. Se siente responsable de ella.
– Así ha de ser si la acompaña en la ambulancia -musitó Maggie-. La mayoría de los hombres antes preferiría morir. Pero tendrías que haber ido tú, cariño.
– Odio la enfermedad -se quejó la joven. Vio que Maggie la observaba con exasperación y añadió con astucia-: Además, Isabel quiere la compañía de Sebastián. A su lado se siente a salvo.
– Sí, lo he notado.
Maggie se había quedado impresionada a pesar de sí misma por la amabilidad y paciencia que le había mostrado a la mujer mayor, y por el modo en que ella se había aferrado a él, como si fuera una roca. Sin importar lo arrogante que pudiera ser, era evidente que se tomaba en serio sus deberes de patriarca.
En el Santa María, los médicos los esperaban. Cuando se prepararon para llevarse a Isabel, esta le gritó a Sebastián.
– ¡No, no. Prometiste no dejarme.
– Y no lo hará -intervino Maggie en el acto, tomando la mano extendida de la mujer-. Pero ha de quedarse aquí un momento para dar sus datos; yo la acompañaré. Somos amigas, ¿no?
Isabel asintió con sonrisa débil, aunque sus ojos se posaron en Sebastián. De inmediato él le tomó la otra mano.
– La señora Cortez me representará -afirmó-. Confía en ella como confiarías en mí, y será como si me tuvieras a tu lado.
Isabel suspiró y permitió que la introdujeran en la sala de reconocimiento. Sus ojos jamás dejaron los de Maggie y fue obvio que se había tomado muy en serio la transferencia de confianza.
Solo hizo falta un examen breve para confirmar que tenía un caso agudo de apendicitis que requería una intervención inmediata. La noticia le provocó un nuevo ataque de terror.
– ¿Por qué tiene tanto miedo? -inquirió Maggie con suavidad.
– Mi marido, Antonio, tuvo que ser sometido a una operación en un hospital. Y murió.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace cuarenta años.
– Mucha gente moría entonces, cuando ahora no fallecería. Se recuperará y volverá a estar bien.
Continuó hablándole de esa manera, contenta de ver que la mujer se iba relajando poco a poco. En ese momento, Sebastián se asomó por la puerta. Sonreía de un modo que lo transformaba.
– Ya queda poco -le dijo a Isabel-. Y luego todo estará bien.
– Y ¿no moriré? ¿Lo prometes?
– No morirás. Palabra de un Santiago -se inclinó y le dio un beso en la frente. Isabel no dejó de mirarlo hasta desaparecer de vista.
– He de recalcar el peligro de una operación en una mujer de su edad y peso -explicó el cirujano-. Pero no queda otra alternativa.
– Asumo toda la responsabilidad -manifestó. El médico se marchó. Casi para sí mismo, Sebastián murmuró-: He hecho una promesa que no tenía derecho a realizar.
– No podía haber hecho otra cosa -intervino Maggie-. Era la única posibilidad que tenía Isabel.
– Cierto. Pero si muere… cuando ha confiado en mí…
– También habría muerto si no hubiera confiado en usted -insistió ella-. Hizo lo correcto.
– Gracias por decirlo. Necesito saber que alguien… -calló y la miró sorprendido, como si acabara de comprender lo que iba a decir y a quién. Su rostro volvió a adquirir una expresión reservada-. Quiero decir… que debo darle las gracias por lo que hizo por ella. Ha sido amable. Posee un don -al no explicarse, Maggie lo miró con el ceño fruncido-. Es un don que tienen algunas personas -añadió-. Calman el miedo e inspiran confianza.
– Al parecer usted también lo tiene.
– Es natural que confíe en el cabeza de familia. Pero en usted confió por usted misma -entonces dio la impresión de estar avergonzado y miró alrededor en busca de Catalina.
La encontraron sentada en un rincón, jugando con un niño pequeño que esperaba con su madre.
– Creo que será mejor que me vaya -dijo Maggie.
– No -pidió Sebastián-. Isabel querrá verla cuando despierte. Debe quedarse aquí con nosotros.
Maggie guardó silencio, confundida. A pesar de la tregua, aún sentía la instintiva necesidad de alejarse de él.
– Le agradecería que se quedara -añadió él con voz grave.
– Muy bien. Pero solo hasta que Isabel se encuentre a salvo.
– No le pediré que soporte mi compañía más tiempo -asintió con gesto seco.