Capítulo 6

A medida que se acercaba la boda, el estado de ánimo de Catalina comenzó a dar bandazos. A veces se mostraba serena, casi indiferente, otras estallaba en ataques de llanto.

Estableció una animada disputa con Sebastián sobre dónde pasarían la luna de miel. La elección de la joven era un viaje a Nueva York. La idea de él era realizar un lento recorrido por sus propiedades, para presentarle a la gente y que se acostumbrara a sus nuevos deberes. Maggie alzó las manos desesperada ante esa noción de una luna de miel, y a punto estuvo de darle una patada en la espinilla antes de que él viera la luz y cediera.

Isabel llegó entre muchas muestras de júbilo, y después de otra semana en el hospital, pudo trasladarse a la casa de Sebastián, atendida por dos enfermeras.

Algunas de las responsabilidades de Catalina se presentaron con las fiestas. Cerca estaba la pequeña parroquia de San Nicolás, donde era tradición que la familia de Santiago aportara el belén. Los tres fueron juntos a la bonita iglesia y lo prepararon todo. Cuando finalizaron, solo quedaba por llenar la cuna.

Maggie quitó con cuidado el papel que envolvía la figura de un niño de madera y se la entregó a Catalina. Tenía unas tallas exquisitas, y al ver la cara que dormía en paz, sintió un pequeño temblor. En sus brazos había tenido a otro bebé también dormido, pero que jamás volvió a despertar.

Catalina depositó la figura y se volvió en respuesta a una pregunta del sacerdote. Maggie observó la cuna.

– ¿No es hermosa, señora? -el padre Basilio apareció a su lado.

– Mucho -musitó-. Y el verdadero milagro es que vivió.

– ¿Perdone?

– Tanta tensión, sumada al viaje en burro… lo más probable es que fuera prematuro. Los bebés a veces mueren cuando son prematuros.

Los ojos del anciano eran amables y comprensivos.

– Sí, señora. A veces eso sucede. ¿Su bebé recibió la bendición de vivir?

– Solo unas pocas horas -susurró.

Cuando alguien requirió la presencia del sacerdote, Maggie apoyó una mano en el bebé de madera. De repente ya no pudo ver con claridad. Cerró los ojos y respiró hondo, y al volver a abrirlos descubrió que Sebastián la miraba. Durante un instante pensó que hablaría, pero Catalina se adelantó.

– Maggie, ¿no es precioso?

– Lo es -convino, obligándose a regresar a la realidad.

– Sebastián, ¿no crees que todo está perfecto?

– Perfecto, querida.

– ¿He cumplido con mis obligaciones a tu gusto?

– Lo has hecho de forma admirable.

Maggie pensó que podía tratarse de su imaginación, pero habría jurado que lo veía sonreír con esfuerzo.

Las fiestas pasaron con bastante tranquilidad. La Nochebuena toda la familia asistió a la catedral de Granada, y el día de Navidad fueron a la pequeña parroquia.

El momento de las celebraciones fue Nochevieja, y en particular la fiesta de Reyes, en enero. Se celebraban con el jolgorio que en Inglaterra se asociaba con la navidad, con mucho vino, buena comida y entrega de regalos. Diez días más tarde, Sebastián y Catalina se casarían en la catedral de Granada, y Maggie sería libre para regresar a casa.

Muchas veces se dijo que anhelaba ese momento. Una vez en Inglaterra, podría dejar atrás esas semanas extrañas y agitadas y situar a Sebastián en una perspectiva adecuada, un hombre grande debido a su poder y arrogancia, pero que no era demasiado importante en su vida.

Entre la Nochevieja y la boda, la mansión fue un caos de preparativos. De todas las fiestas de la ciudad, la celebración de don Sebastián en honor de su prometida era la fiesta. Todo aquel que fuera alguien asistiría. Hasta José había recibido una invitación.

No se dejó nada al azar. Se contrataron cocineros adicionales para encargarse del menú. Los equipos de limpieza no dejaron ni un rincón sin repasar. A falta de dos días, el clima era cálido y según todos los pronósticos, se podría celebrar una fiesta al aire libre. Los patios se llenaron de luces, y la iluminación le dio un intenso relieve a los arcos delicados al tiempo que proyectaba reflejos en el agua.

El mismo establecimiento que había confeccionado su vestido de boda, le preparaba a Catalina un vestido para la ocasión; la joven además había insistido en regalarle uno a Maggie. La ayudó a estudiar telas y estilos, pero al llegar el momento de la prueba, perdió interés y salió a realizar unas últimas compras.

El vestido era espléndido, largo, amplio por abajo y hecho de terciopelo carmesí oscuro. La mayoría de las mujeres rubias tendría problemas con el color, pero los ojos mediterráneos de Maggie resaltaban a la perfección.

La expresión de Sebastián así lo confirmó la noche de la fiesta, cuando bajó con su gloriosa creación y él le entregó un medallón antiguo, de oro sólido y engastado con rubíes, para que lo luciera.

– Catalina me contó el aspecto que tendrías, con el fin de que pudiera elegirte un regalo apropiado -comentó, abrochándoselo en torno al cuello.

– Es precioso -musitó casi sin voz-. Pero… es demasiado…

– ¿Demasiado por todo lo que te debo? No, Margarita. Ningún regalo es demasiado para ti. Qué sabia fuiste al mantenerme a distancia. De esa manera, restauraste mi honor. Por ti, lo habría arrojado al viento…

– Para lamentarlo.

– Quizá -repuso pasado un momento.

– Sí -afirmó mirándolo a los ojos.

– Siempre fuiste más sabia que yo -fue su respuesta melancólica.

– Sebastián, ¿puedo darte un pequeño consejo?

– Desde luego.

– Sé amable con Catalina.

– Siempre ha sido mi intención.

– No, me refiero a más. Quiero decir, sé leal con ella. Es joven y muy vulnerable. Podrías hacer que se enamorara de ti y…

– ¿Tan fácil es reclamar el amor de una mujer? – preguntó en voz baja-. Bueno, quizá en el pasado pensaba eso. Haré lo que pides… por gratitud. ¿Y tú? ¿Qué harás tú?

– Volver a casa en cuanto os caséis.

– ¿Y entonces?

– Conseguir otro trabajo.

– ¿Y vivir sola?

– No debes preguntarme eso -titubeó-. Nunca más hemos de hablar así.

– Creo que esta noche, y los próximos días -suspiró-, van a ser difíciles.

En ese momento apareció Catalina; parecía nerviosa y distraída, pero Maggie lo achacó a la naturaleza de la ocasión. Con posterioridad se preguntaría cómo había podido ser tan ciega.

Primero la larga fila de saludo, con la joven de pie junto a Sebastián, con una sonrisa mecánica, pareciendo más pequeña que nunca. Todo daba la impresión de tragársela, desde el modo en que le habían recogido el pelo largo y negro hasta el enorme diamante del anillo de compromiso que resplandecía en su dedo.

Luego, todos se trasladaron a las mesas largas, con la familia inmediata de Sebastián situada en la que se había erigido en un pequeño estrado. Isabel estaba allí, y Maggie, aunque hubiera preferido lo contrario. Le habría encantado perderse entre los invitados y de vez en cuando poder observar a hurtadillas a Sebastián. «Pero quizá es mejor que esté cerca de Catalina», reflexionó. A la pobre se la veía mortalmente pálida, casi enferma.

– Lo estás haciendo de maravilla -le susurró cuando la cena y los discursos terminaron-. ¿Te encuentras bien?

– Oh, Maggie, esto es demasiado para mí -la miró con cara angustiada-. Necesito estar a solas unos momentos.

– ¿Quieres que te acompañe?

– ¡No, no! Debo estar sola -casi corrió en su deseo de huir.

Los invitados pasaron de un gran salón a otro, donde el árbol se alzaba en sus espléndidos seis metros, iluminado por los adornos, su base llena de regalos.

– ¿Dónde está Catalina? -le murmuró Sebastián a Maggie-. Debe ayudarme a distribuir los regalos.

– Se sentía un poco abrumada. Salió a respirar aire fresco.

La búsqueda se inició con serenidad, ya que parecía seguro que la joven aparecería en cualquier momento, pero no tardó en quedar claro que se había desvanecido; Sebastián frunció el ceño. Peor aún, algunos de los invitados habían descubierto lo que pasaba y se incorporaron a la búsqueda con interés malicioso.

– ¡Malditos sean! -musitó con violencia-. No quiero que esto corra por la ciudad. ¿Dónde diablos está?

– ¿Adonde dan esas puertas?

– A una parte de la casa que empleo para mis negocios. Catalina jamás va allí. Además, siempre están cerradas con llave.

– Esta no -comentó Maggie al probar un pomo y encontrarse en un pasillo.

Un hombre regordete de mediana edad llamado Marcos avanzaba hacia ellos con sonrisa poco sincera. Era un oponente político de Sebastián.

– La pobre y joven dama probablemente ha ido a echarse. ¿Es aquí dónde tienes tu estudio? No me cabe duda de que está lleno de secretos -se dirigió hacia la siguiente puerta.

– ¡No! -exclamó Maggie, pues de pronto todo le resultó claro y supo lo que iba a suceder. Si Catalina tan solo hubiera tenido el sentido común de cerrar la puerta con llave…

Pero no fue así. En cuanto Marcos abrió la puerta del estudio de Sebastián, reveló a Catalina en un apasionado abrazó con José.

El tiempo pareció detenerse. En esa terrible pausa, un puñado de espectadores fascinados entró detrás de ellos. Tanto Catalina como José parecían paralizados. El pelo de ella caía desordenado sobre sus hombros. Tenía una tira del vestido bajada, exponiendo casi un pecho blanco y hermoso. El carmín estaba corrido y sus ojos exhibían la expresión obnubilada de una mujer enloquecida a besos.

De los dos, fue la joven quien se recobró primero. Se adelantó y se enfrentó a la multitud con acusación en la cara.

– ¿Qué miráis? ¿Es que nunca antes habíais visto a una mujer enamorada? Este es José. Me ama y yo lo amo. Voy a casarme con él -giró hacia Sebastián-. ¡Con él, no contigo!

– ¡Guarda silencio! -advirtió Sebastián.

– No. ¿Quién te crees que eres al traerme aquí y decir que debo casarme contigo, me guste o no?

– Yo jamás…

– ¡Sí, sí! ¿Qué elección tuve? El gran Sebastián de Santiago me escoge y se supone que yo debo desmayarme por el honor. ¡Bueno, pues digo que no! No me casaré contigo. Te odio.

La carcajada estalló entre la creciente multitud. Como si ese sonido fuera la gota que colmara el vaso, el valor de Catalina se desplomó y entre sollozos se arrojó a los brazos de José.

Sebastián dio un paso hacia ella, pero en el mismo instante algo se quebró en el interior de Maggie. Con celeridad, se interpuso delante de los dos jóvenes.

– Déjalos en paz -le dijo a Sebastián con calma-. Sea lo que fuere lo que tengas que decir, este no es el momento ni el lugar. Y vosotros… -se dirigió a los espectadores sonrientes-… ¿no tenéis piedad de ella? Es una niña. Jamás tendría que haber pasado por esto. ¿Cómo os atrevéis a estar ahí disfrutando de su desgracia? Deberíais sentiros avergonzados, todos.

Sebastián se puso pálido como la muerte, pero al hablar lo hizo con dominio de sí mismo.

– Como bien dices, este no es el momento ni el lugar. Por favor, llévate a Catalina y cuida de ella. Tú… -indicó a José-… has abusado de la hospitalidad de mi casa y te marcharás de inmediato.

Maggie pasó un brazo alrededor de Catalina y se la llevó. José parecía confuso.

– Sal de aquí mientras puedas hacerlo -espetó Sebastián con salvajismo.

Al siguiente instante volvió a ser el anfitrión, sonriendo, escoltando fuera a todo el mundo y disculpándose por la finalización prematura de la fiesta. No le costó deshacerse de los invitados. Era demasiado rico, poderoso y atractivo para no tener enemigos, y todos estaban ansiosos por hacer correr la hilarante noticia.


Cuando se hubo marchado el último invitado y Maggie terminó de calmar a una histérica Catalina, y luego a una histérica Isabel, volvió abajo y se enfrentó a Sebastián en su estudio.

No sabía lo que podía esperar, pero no estaba preparada para lo que le aguardaba. El hombre cuya gentil resignación había conmovido antes su corazón, había desaparecido. En su lugar había un desconocido con los ojos llenos de odio.

– ¿Crees que no sé a quién culpar de esto? -dijo con voz helada.

– La única persona culpable eres tú -informó Maggie.

– ¿Quién me dijo que provocaría algo parecido? ¿Quién me advirtió hace semanas de que se esforzaría en socavar mi influencia, en humillarme ante el mundo? Como un necio no te creí. Confié en ti, y te aseguro que jamás volveré a confiar en una mujer.

– ¿Me culpas a mil -inquirió indignada.

– ¿A quién si no? Amenazaste con hacer todo lo que estuviera en tu poder para que Catalina me traicionara. No lo niegues.

– Dije que intentaría que abriera los ojos. Jamás fue mi intención que sucediera algo así.

– ¡No mientas! -exclamó furioso-. Prácticamente la arrojaste a los brazos de ese jovenzuelo. Tú lo invitaste a esta casa, tú le dijiste que os ibais a esquiar para que pudiera seguiros, y cuando lo descubrí allí, me dijiste que iba detrás de ti.

– Porque eso creía -gritó. Horrorizada, empezaba a comprender lo que podía parecer.

– Le dijiste dónde ibais.

– Solo de pasada. No fue una insinuación para que nos siguiera.

– Claro, y esperas que te crea -repuso con amargura.

– ¿Cómo te atreves a llamarme mentirosa? -espetó Maggie.

– No es nada comparado con lo que me gustaría llamarte. He sido insultado delante de todo el mundo, y eso es por tu culpa, bruja taimada y manipuladora.

– No fue así. Ha sido una sucesión de accidentes y…

– ¡Pensar que te introduje en esta casa! -musitó, como si no la hubiera oído.

– Y yo no quería venir -le recordó-. Pero estabas tan decidido a salirte con la tuya que me arrastraste, como haces con todo el mundo. Me trajiste aquí como la acompañante de tu prometida, y no llevaba ni dos días bajo tu techo cuándo trataste de seducirme.

– No hables como una joven ignorante, porque no lo eres. Eres una mujer cosmopolita que solo aceptarías a un hombre en la cama como tu igual.

– Pero no te acepté en mi cama. Y cuánto me alegro de ello. Para ti no es más que una especie de juego de poder, y ya te he dicho que jamás tendrás poder sobre mí.

– No, prefieres que el poder esté de tu lado -dijo, con los ojos brillándole con una luz extraña-. Esta noche lo has demostrado muy bien.

– ¿Cómo puedo convencerte de que no fue una conspiración? -exigió.

– No lo intentes. Sería demasiada coincidencia achacarlo a un accidente.

– Cree lo que prefieras, Sebastián -suspiró-. De todos modos lo harás. Será mejor que le pongamos fin a esto.

– ¿Y qué sugieres?

– Pensaba que sería obvio. Es hora de que me vaya. Debes estar impaciente por perderme de vista.

– ¿De verdad crees que te vas a ir sin reparar el daño que me has hecho? -la miró fijamente.

– ¿Cómo podría arreglar la situación? Si piensas que voy a convencer a Catalina para que se case contigo…

– Claro que no -cortó con impaciencia-. Nuestro matrimonio ya es imposible. Sin embargo, aún quedan la catedral, el arzobispo y los cientos de invitados, todo preparado para dentro de diez días.

– Tendrás que cancelarlo. La gente lo entenderá.

– Oh, sí, lo entenderá… y se partirá de risa.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya ha pasado.

– No seas estúpida, Margarita. La respuesta tendría que ser tan evidente para ti como lo es para mí. He preparado casarme el día dieciséis, y eso es lo que voy a hacer. Cualquier otra cosa solo le daría a la ciudad más causa de burla.

– Pero no tienes novia -manifestó con incredulidad-. ¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a una de tus conquistas para que desempeñe el papel? ¿O te vale con cualquier mujer?

– No cualquiera -repuso con esa extraña luz otra vez en sus ojos-. Tú.

Lo miró desconcertada. Entonces sintió un nudo en la garganta y se obligó a emitir una risa breve y ahogada.

– Yo no me rió -indicó Sebastián.

– Tienes razón. Es la broma menos graciosa que he oído jamás.

– No tengo ánimos para hacer bromas con mi vida. Tú no entiendes el honor español. Quizá tu pueblo carezca de honor, pero aquí se trata de un asunto muy serio. Quien ofende es quien compensa. Me has ofendido, y eres tú, nadie más, quien ha de arreglarlo.

– Creo que te has vuelto loco -afirmó con frialdad.

– Es posible -asintió-. La cabeza me da vueltas con tantos pensamientos terribles, que quizá me he vuelto loco. Pero cuídate de mi locura, Margarita, porque no tolerará oposición. Un loco no es un hombre civilizado. Es alguien que hará lo que sea necesario para conseguir lo que busca.

– Entonces será mejor que recupere la cordura – espetó-. No soy yo quien ha olvidado que esto es España, sino tú; es uno de los países más burocráticos del mundo. Primero tendremos que solicitar el permiso a las autoridades, y eso puede llevar un mes…

– Tengo amigos que se ocuparán de que no sea así.

– Oh, sí, tus amigos en las altas esferas. ¿Ellos también conseguirán mi partida de nacimiento de Inglaterra, la traducirán y obtendrán la certificación de defunción de mi marido?

– De eso se ocupará Alfonso.

– Es imposible a tiempo.

– Mañana a primera hora saldrá para Inglaterra.

– Y yo también.

– No -apoyó una mano en su brazo-. Te quedaras aquí, porque dentro de diez días nos vamos a casar.

Maggie comenzó a percibir la fuerza de su voluntad. Habló en voz baja porque su férrea inflexibilidad no requería ruido. Sebastián había expuesto lo que quena, y eso era lo que iba a tener.

Pero ella también poseía un núcleo de fortaleza que no toleraría ninguna rendición. En ese momento salió a la luz.

– No vamos a casarnos -manifestó con claridad-. Lamento lo que te pasó, pero creo que tú mismo te lo buscaste. Jamás estaremos de acuerdo en esto, y cuanto antes me vaya, mejor. Me despediré ahora porque mañana me marcharé muy temprano, y ya no volveremos a vernos.

Casi esperó que la detuviera, pero él permaneció en silencio mientras ella abandonaba la estancia.


– ¿De verdad vas a dejarme? -preguntó Catalina con pesar mientras veía cómo Maggie hacía el equipaje.

– ¡No emplees ese tono! Esta noche te saliste con la tuya, así que no me pidas que me lamente por ti.

– ¿En qué me he salido con la mía? Sebastián dice que no permitirá que me case con José.

– ¿Qué esperabas después del modo en que lo dejaste? -exigió Maggie. La exasperaba el egoísmo juvenil de la joven.

– Tú querías que lo dejara.

– No delante de seiscientas personas. ¿Por qué no pudiste hablarle en la intimidad?

– Perdí el valor. Además, nunca fue mi intención que lo averiguara de esa manera.

A pesar de su fuego y de su encanto, Catalina no tenía una personalidad fuerte. Dejaría que las cosas siguieran su curso hasta que alcanzaran un punto de crisis, pero jamás se enfrentaría por voluntad propia a una crisis.

– Si no dejas de verte como la heroína de un romance trágico, me enfadaré. Sebastián no es un ogro, aunque a veces se comporte como tal. Tienes dieciocho años, legalmente eres mayor de edad. No puede impedir que te cases.

– Controlará mi fortuna hasta que cumpla los veintiún años de edad -explicó la otra con voz apesadumbrada.

– Bueno, si a José le preocupa tanto tu fortuna, estás mejor sin él -aseveró con más contundencia de la que Catalina le había oído nunca.

Jamás había sentido menos compasión por la joven, que parecía no entender el terremoto que había causado en la vida de Sebastián. A pesar de las acusaciones y exigencias descabelladas de este, Maggie consideraba que tenía derecho a más simpatía de la que recibía. En una cosa no se equivocaba. El mundo iba a disfrutar de lo lindo con su humillación.

Al terminar de hacer las maletas, apagó la luz y salió a la terraza. Abajo podía ver el reflejo de las luces en el agua. Después de la turbulencia de la noche, la mansión estaba silenciosa y desierta.

No del todo. El hombre sentado junto al agua se hallaba tan quieto que al principio Maggie no lo vio. Podía ser de piedra, como los pájaros que flanqueaban el estanque. En cuanto percibió su perfil, pudo distinguirlo con claridad, un hombre que había perdido a su prometida, su honor, su dignidad y su reputación en una noche.

«Tonterías», se dijo. Otros hombres habían sido abandonados sin hacer tanta tragedia del asunto. Ni siquiera amaba a Catalina, y gran parte de lo sucedido se lo había buscado él mismo.

Pero esas racionalizaciones no tuvieron poder para apagar la simpatía que despertaba en ella. El intento de obligarla a casarse había sido desafortunado, pero lo atribuía a la desesperación de un hombre al borde del precipicio. En un impulso, dejó la habitación y bajó.

Los restos de la fiesta se veían por todas partes. Encontró dos copas limpias, las llenó con vino y en silencio salió al patio. Captó un vistazo de su cara y lo que vio le quitó el aliento. Toda la arrogancia se había desvanecido, dejando solo una especie de desolación. Era como si se hubiera retirado a su propio mundo interior, sin encontrar allí a nadie salvo a sí mismo.

Y supo que eso era cierto. Tenía poder, pero no calor humano. Respeto, pero no amor.

Sebastián alzó la vista y la vio, frunciendo el ceño en una leve reacción de sorpresa. Ella extendió una copa.

– Gracias -dijo él-. ¿Cómo sabías que la necesitaba?

– Lo adiviné -le sonrió para hacerle ver que todo estaba perdonado.

– ¿Tú tienes una? ¿Sí? Entonces, ¿por qué brindamos? ¿Por tu última noche aquí?

– Es lo mejor.

– Si tú lo dices.

– Bueno, debes reconocer que fue una idea loca.

– En su momento pareció tener cierto mérito.

– Hablaba la voz de la desesperación. Pero don Sebastián de Santiago solo escucha la voz de la razón.

– ¿Te burlas de mí? -preguntó con voz cansada.

– No -apoyó una mano en su hombro-, no lo haría.

– Desde el principio tendría que haberte hecho caso. Lo reconozco. ¿Crees que facilita las cosas saber que me tendí mi propia trampa?

– No. Hace que sea mucho más difícil de soportar -reconoció con gentileza.

De pronto, quedaron sumidos en la oscuridad. Las luces alrededor del agua se habían apagado. Sebastián gruñó.

– Las regula un temporizador. Lo había olvidado. Entremos. Puedes seguir exponiéndome argumentos racionales. Quizá termine por creerlos.

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