Regresaron para encontrar la casa en un estado de tensión. Isabel se había recuperado lo suficiente como para imponer la prohibición de Sebastián de que Catalina viera a José, y la joven estaba dominada por un espíritu rebelde. Llamaba por teléfono a José todos los días, pero había sido incapaz de escabullirse para ir a verlo.
– Y no lo verás -le dijo Sebastián con furia-. Es un Alva, primo del hombre que acabó con mi amigo. No lo verás y tu matrimonio queda descartado.
No creyó que Maggie pudiera oírlo, pero se equivocó. En su presencia jamás le mencionaba a Rodrigo y ella llegó a entender que el dominio que exhibía surgía por su bienestar. Siempre la trataba con gentileza y amabilidad. Pero cuando lo oía hablar de esa manera de la familia Alva, sabía que el abismo que los separaba seguía tan ancho y profundo como siempre.
Catalina buscó refugió con Maggie, quien le explicó la situación como mejor pudo.
– Pero no es culpa de él -defendió la joven con ardor.
– No, no es culpa de José -convino-, pero esto se halla muy arraigado en Sebastián, así que no esperes que cambie de idea.
– Pensé que podrías ponerte de mi lado -acusó Catalina.
– Podría, si fueras un poco más madura, y si considerara que tu amor por José era profundo y sincero, y no una reacción a tu compromiso con Sebastián. Ahora que eres libre para realizar una elección, no te precipites con el primer hombre que veas.
Le expuso a Sebastián con franqueza que iba a ver a José.
– ¿Para actuar como intermediaria? -inquirió con ironía.
– Catalina no es una señorita del siglo XIX a la que se pueda encerrar en su habitación hasta que obedezca. Si mantengo las líneas de comunicación abiertas, es más factible que no sufras una rebelión abierta. No pienso ayudarlos a fugarse… solo trataré de mantener la situación bajo control. Pero no lo haré en secreto.
– Gracias.
Su visita a José la dejó en un estado de mayor incertidumbre. No se podían albergar dudas sobre lo que sentía él, pero le dio la impresión de que era más un niño encaprichado que un hombre serio. Maggie le explicó la amistad que tenía Sebastián con Felipe Mayorez, le transmitió mensajes cariñosos de Catalina, le aconsejó que fuera muy paciente y prometió ablandar a Sebastián si ello era posible.
Al regresar a casa, lo encontró leyendo una carta con el ceño fruncido.
– ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿De quién es?
– De Felipe Mayorez -suspiró-. Quiere que vaya a visitarlo contigo -vio la expresión horrorizada de ella y añadió-: Lo invité a la boda por una cuestión de cortesía, pero no pudo asistir.
– ¿En que estado se encuentra en la actualidad? – inquirió ella incómoda.
– Casi como un vegetal. Vive en una silla de ruedas. Tiene un enfermero, Carlos, que le da de comer y lo atiende. A veces puede decir unas palabras; algunos días es capaz de hablar con claridad un breve período de tiempo.
– ¡Oh, Dios! -susurró. Se puso a caminar por la habitación-. No puedo verlo, es demasiado arriesgado. En aquella época aparecieron fotografías en la prensa…
– ¿De ti?
– No… creo que no… ¿pero imagina que hubiera una foto de la que yo no sé nada… y que me reconociera? Piensa en cuánto lo perturbaría.
– Estuvo en coma meses. Jamás vio nada en los periódicos. Además, he leído todo lo que publicó la prensa, y nunca vi tu foto. De lo contrario, te habría reconocido desde el principio -la observó-. No pasa nada. Yo he de ir a verlo, pero presentaré tus excusas.
– ¿Qué excusa hay para una descortesía semejante?
– Ya se me ocurrirá algo. No voy a pedirte que hagas esto.
– Es lo que se espera. Eres un hombre con una vida pública. No puedes permitirte el lujo de hacer lo que no se espera de ti.
Se lo agradeció, pero algo en su aceptación lo perturbó. Pasada su primera protesta, había dado la impresión de encogerse mentalmente de hombros para decidir que no importaba, porque en realidad a ella no le importaba nada. Daba la impresión de que la antigua Maggie, vital y beligerante, se había desvanecido, y Sebastián habría dado cualquier cosa por recuperarla.
Podía percibir la desesperación y confusión de su mujer. Se hallaba perdida en un desierto, funcionando con el piloto automático, mientras esperaba que sucediera algo que le mostrara el camino de salida. Y a pesar de lo mucho que anhelaba hacerlo, sabía que no podía ayudarla. Era él quien había despertado sus demonios; sin embargo, carecía de poder para volver a calmarlos.
La Casa Mayorez se hallaba en el centro de Granada, cerca de La Alhambra. A su propia manera, Felipe Mayorez era un príncipe, y como tal había vivido hasta que cuatro años atrás lo habían atacado para robarle. En ese momento existía entre sus magníficas posesiones.
Carlos, su enfermero, salió a recibirlos. Era un joven amigable entregado a su paciente, capaz de captar todos sus estados de ánimo, aun cuando las palabras fueran farragosas.
– Hoy está más animado que de costumbre -les informó-. Y puede hablar con bastante claridad. Lo hará muy feliz saber que han venido.
Los condujo al salón donde Felipe Mayorez se hallaba en una silla de ruedas que podía cumplir la función de una cama pequeña; tenía las piernas cubiertas con una manta y la cabeza apoyada en una almohada. Con gran esfuerzo, logró girarla cuando se acercaron sus visitantes.
– Bienvenidos a mi hogar -dijo despacio-. Bienvenido, viejo amigo. Y bienvenida sea tu esposa.
Sebastián se inclinó y besó al anciano con absoluta naturalidad. Maggie se obligó a mantener la serenidad mientras su marido la presentaba. Felipe Mayorez le sonrió.
Ella le agradeció el regalo de bodas, una vajilla completa de fina porcelana decorada con bandas de oro.
– Ese fue el regalo a tu casa -indicó Felipe-. Pero tengo otro regalo solo para ti. En esa mesa.
Sebastián le entregó un estuche pequeño, en cuyo interior había unos pendientes de oro.
– Son hermosos -musitó Maggie-. Pero no puedo aceptarlos. Parecen antigüedades valiosas.
– Lo son -explicó Sebastián-. Pertenecieron a su mujer.
– Su mujer -repitió casi sin voz.
– Te los entrega como un gran cumplido.
Tuvo ganas de huir, pero vio los ojos de Sebastián ofreciéndole firmeza y sintió la cálida presión de sus dedos en la mano y el momento de pánico desapareció.
– Ayúdame a ponérmelos -pidió, sacándolos del estuche.
Le alzó el pelo y ella notó el calor de su aliento en la nuca. Luego la rozó mientras le colocaba los pendientes. Maggie respiró hondo, sobresaltada por el modo en que había empezado a latirle el corazón. Era la primera vez que la tocaba de forma íntima desde la noche en que trató de hacerle el amor, para desistir por la desesperación que la dominaba.
Y en ese momento, cuando se hallaba menos preparada que nunca, sus emociones retornaban para subirle la sangre a las mejillas y ruborizarla. Lo miró a los ojos y vio que él lo había comprendido. Un suspiro de placer de Felipe los obligó a regresar al presente.
– Hermosos -dijo-. Magníficos.
– Sí, son hermosos -coincidió ella-. Gracias -entonces se puso a llorar. Era tan terrible verlo ahí, con la vida destrozada y saber que lo estaba engañando.
– No debes llorar -pidió Felipe.
– No puedo evitarlo -se llevó la mano a la mejilla-. Lo siento… lo siento tanto…
– No hace falta que lo lamentes… cuando hay una joven adorable que llora por mí -comentó con galantería. Intentó alzar el brazo y no lo consiguió-. Sebastián, consuélala.
Trató de parar, pero sin éxito. Había derramado lágrimas por su bebé, por Rodrigo, por sí misma, pero el llanto por Felipe le producía las lágrimas más amargas. Sintió que Sebastián la abrazaba y hacía que apoyara la cabeza en su hombro. No contuvo el llanto.
Pasado un rato, se obligó a calmarse y alzó la cabeza para sonreírle al anciano.
– Eres un hombre afortunado -le dijo Felipe a Sebastián-. A estas horas podrías estar casado con otra mujer. Pero esta es la esposa idónea para ti. Es una mujer buena y leal. Ningún hombre podría pedir algo mejor.
– Y tienes razón, viejo amigo -convino Sebastián con seriedad-. Ya lo sabía, pero me satisface oírtelo decir a ti.
De pronto el anciano suspiró. Cerró los ojos y la cabeza se le ladeó.
– Carlos -llamó Sebastián, y el joven apareció tan rápidamente que debía de estar cerca.
Se despidieron, pero Felipe no daba la impresión de poder oírlos, y se marcharon.
Maggie se había trasladado de la habitación que ocupó la primera vez, pero Sebastián había mantenido el dormitorio de al lado. A veces le llegaban sonidos débiles a través de la pared que los conectaba. Intentaba no escucharlos, aunque lo atormentaban.
La noche de la visita á Felipe estaba despierto, sin poder evitar escuchar. Pasada la medianoche, la oyó caminar por la habitación. Pero al rato los movimientos se detuvieron y el silencio fue peor.
Al no poder soportarlo más, salió al pasillo. No le llegaba ningún sonido del otro lado de la puerta; finalmente la abrió y la cerró a su espalda. Ella se hallaba de pie en medio de la estancia. Se volvió al oír el ruido.
– ¿No puedes dormir? -preguntó él.
– No quiero dormir. No después de esta tarde. Cada vez que cierro los ojos lo veo.
– ¿A Felipe?
– No… ¡a él! No soporto las pesadillas -añadió con tono desolado-. Siempre está presente.
– No ha de estarlo -se acercó-. Nadie ha de estar presente salvo yo.
– Entonces, expúlsalo -pidió desesperada-. ¿No puedes desterrarlo?
– Sí -la tomó en brazos-. Haré que se marche para que solo esté yo. Dime que eso es lo que quieres.
– Sí -susurró, rodeándole el cuello con los brazos-. Es lo que quiero.
Pero él aún no podía estar seguro, y su incertidumbre se reflejó en su beso, dulce y cariñoso, con la pasión contenida. En la reacción de ella había algo nuevo, una desesperación, casi una súplica, que le hizo daño. La besó repetidas veces, tratando de recuperarla.
– Margarita -musitó-, Margarita… ¿dónde estás?
– Contigo… donde quiero estar. Abrázame.
– ¿Qué deseas?
– A ti… a ti.
Quiso preguntarle qué significaba eso, pero la necesidad surgía en su interior, haciendo que sus caricias fueran más urgentes, los besos más profundos. Esa noche la belleza de Maggie poseía una cualidad especial. Le quitó el camisón y luego se desprendió de su bata, y pegó el cuerpo desnudo de ella contra el suyo.
– Sebastián… te deseo.
Era todo lo que necesitaba. Se sentó en la cama y la situó encima, para poder apoyar la cabeza sobre sus pechos, extasiándose en su calor y dulzura. Sus cumbres ya se erguían con orgullo, prueba de su deseo. Cuando las acarició con los labios, ella soltó un suspiro de placer y satisfacción, apoyando las manos detrás de la cabeza de él para invitarlo a continuar.
Se echaron en la cama y comenzó a darle besos sutiles y prolongados en la cara, en el cuello, llamándola en silencio para que retornara junto a él.
Sus anteriores actos de amor habían sido encuentros salvajes, buscando y ofreciendo placer casi como rivales. Pero en ese momento, Sebastián empleaba el deseo para darle otra cosa, algo que ella necesitaba mucho más que el placer. Con cada caricia le hablaba de ternura, protección, reafirmación, y los terrores comenzaron a desvanecerse. En su necesidad, se abrió a él y allí lo encontró.
– Margarita -murmuró.
– Abrázame -suplicó ella-. No me sueltes.
– Jamás -aseguró-. Estoy aquí… siempre… -su rostro estaba cerca y con los ojos la inmovilizaba-. Ahora-susurró-. ¡Ahora!
Ella respiró hondo y de pronto fue un torbellino en sus brazos, pronunciando su nombre, acercándolo, buscando algo que solo Sebastián podía darle. Durante un cegador momento todo estuvo bien entre ellos, tal como había sido cuando la pasión no era complicada y era lo único que pedían.
De repente todo se acabó y el corazón de él palpitó como nunca. Había sucedido algo, hermoso, alarmante y más allá de su experiencia. Ya no tuvo certeza de nada, salvo que la pasión sola nunca más volvería a ser suficiente.
Se tumbo de espaldas, con el brazo bajo el cuello de Maggie, mientras ella se volvía de costado y le pasaba un brazo por el pecho para acurrucarse contra él y quejarse dormida como una niña satisfecha y segura. Pasado un rato, también Sebastián se quedó dormido.
Despertó en plena noche para descubrir que aún seguía dormida en el hueco de su brazo.
– Margarita -musitó-, ¿estás despierta? -al no obtener respuesta, le besó la cabeza-. ¿Dónde nos encontramos ahora? -susurró-. Has venido a mí, pero, ¿por qué? ¿Solo para expulsar a tu fantasma? En ese caso, ¿cómo puedo quejarme? ¿Quién te va a defender de él si no yo, que lo traje para que te atormentara? ¿Qué dirías si te hablara de amor? ¿Eso te acercaría más a mí o te alejaría? ¿Por qué no he tenido el valor de correr el riesgo?
Se sentó con brusquedad y temió haberla despertado. Pero ella se dio la vuelta y se acomodó con más firmeza en la cama. Se levantó, se puso la bata y se acercó a la ventana que daba al jardín, para abrirla con sigilo y salir al fresco aire nocturno.
Supo que al descubrir algo del corazón y de la mente de Maggie, lo atormentaba más que nunca, planteando cuestiones que no podían contestarse en la cama, y que socavaban todo lo que había considerado seguro en su vida.
– Margarita Alva -murmuró con desesperación al cielo de la noche-. ¡Cómo desearía no haberte conocido jamás!
El recorrido de Maggie por las propiedades de Santiago fue un éxito rotundo. Las personas a las que conoció sabían únicamente que era inglesa y se habían preparado para lo peor. Pero la fluidez con la que hablaba el castellano los desarmó, y descubrir que era una Cortez, nacida en la región, completó su conquista. Incluso comenzaron a recurrir a ella como un canal de acceso a Sebastián.
– Desde luego, comprendo que te resulta increíblemente aburrido hablar de estas cosas con una mujer – se burló ella una noche.
– No, no, eso no te va a funcionar -se defendió él con una sonrisa-. Solo lo dije para irritarte -miró los papeles que ella le había puesto delante-. ¿Por qué la señora Herez no me planteó este problema hace siglos? Lo ha dejado hasta que ya es casi demasiado tarde para hacer algo.
– La intimidas.
– No lo sabía -reconoció inquieto.
– ¿De verdad es demasiado tarde?
– La semana próxima iremos a Sevilla para la inauguración del Parlamento regional. Hablaré con algunas personas.
En Sevilla descubrió que era el centro de un mundo nuevo. En ese momento fueron los colegas políticos de Sebastián quienes se mostraron ansiosos por conocerla. Durante una serie de agotadoras, pero triunfales cenas, concluyó lo que su marido llamó «la conquista de Sevilla». El orgullo que sentía por ella era enorme. Parecían estar más unidos cada día. Cuando tres semanas más tarde regresaron a casa, ambos sentían que podían esperar haber dejado atrás los problemas.
Sebastián llegó a la Casa Mayorez por la tarde. Carlos lo esperaba.
– No sé si hice lo correcto al llamarlo, señor -dijo con nerviosismo.
– Se mostró impreciso y misterioso por teléfono. ¿Por qué simplemente no me cuenta lo que pasó?
Carlos le mostró un periódico con la foto de un hombre sin afeitar y de aspecto de rufián que a Sebastián le resultó desagradablemente familiar.
– Es él -afirmó el enfermero-. Se llama Miguel Vargas y acaba de ser arrestado por asesinato. También salió en la televisión, y cuando el señor vio su cara en la pantalla, se mostró muy agitado.
Sebastián estudió la foto y se quedó helado. Ya sabía dónde había visto con anterioridad a Miguel Vargas… en el juicio de Rodrigo Alva. Era un compinche de Alva y había declarado en su contra. Según él, Alva había alardeado de haber robado en una ocasión en la Casa Mayorez… algo que Rodrigo había reconocido, ya que su defensa aducía que las huellas de él se habían encontrado debido a aquel primer robo.
Vargas había afirmado que el acusado había dicho que el lugar estaba lleno de objetos valiosos y que volvería. Pero Alva había negado con rotundidad esa aseveración. Los dos hombres discutieron a gritos en el tribunal. Vargas era un personaje desagradable, pero nadie dudó de que decía la verdad al respecto.
– ¿Muy… agitado? -le preguntó a Carlos.
– No paraba de decir «Él, él». Le pregunté a qué se refería y me contestó: «Él me mató». Y entonces se puso a llorar. No dejó de repetir «Él me mató».
Sebastián intentó no escuchar los pensamientos que gritaban en su mente. Era monstruoso, imposible. Porque si fuera verdad…
Si fuera verdad, Rodrigo era inocente del crimen por el que se lo había condenado. Y eso significaba…
Se recobró y leyó el resto del artículo. Miguel Vargas había sido arrestado por abatir a un policía a sangre fría en presencia de testigos. No había duda alguna sobre su culpabilidad, ni que pasaría el resto de su vida en la cárcel. Nada de lo que Sebastián hiciera o dejara de hacer modificaría eso.
– ¿Qué camino tomar, señor? -preguntó Carlos-. Pensé en ir a la policía, pero que un hombre tan enfermo, después de cuatro años, deba realizar una identificación…
– Serviría de poco -convino Sebastián.
– E interrogarían al señor y lo agitarían aún más. ¿No debería ahorrarle eso? Aconséjeme, señor.
– Deje que lo piense. Mientras tanto, no diga nada. Intente mantenerlo tranquilo, y si es posible, no permita que vea las noticias. Estaré en contacto.
Pasó una velada atribulada en su casa, contento de tener invitados para que sus preocupaciones pasaran desapercibidas. Cuando todos se marcharon, le dijo a su mujer que estaría trabajando hasta tarde en el estudio.
En principio no había duda acerca de lo que tenía que hacer. Si un hombre inocente había sido condenado, entonces, aunque ya hubiera fallecido, tenía derecho a que se limpiara su nombre. Todo era muy sencillo. Excepto…
Excepto que el descubrimiento de la inocencia de su marido reconciliaría a Maggie con su recuerdo. Justo cuando empezaba a recurrir a él, se enteraría de algo que sería como una nueva barrera entre los dos.
Sabía que no podía hacer nada antes de llevar el caso ante las autoridades. Pensó en Hugo Ordoñez, un buen amigo y político local, con influencia en los círculos policiales. A la mañana siguiente lo llamó, recibió un cordial saludo y al mediodía se hallaba sentado en su despacho.
– Es sobre Miguel Vargas, que acaba de ser arrestado -explicó-. O, más bien, sobre Felipe Mayorez.
– ¿Cómo te has enterado tan pronto? -Ordoñez se mostró sorprendido.
– No entiendo. ¿Enterarme de qué?
– De que Vargas fue él agresor de Mayorez. Aún no hemos podido confirmar que sea verdad, pero cuesta creer que de no serlo hubiera confesado.
– ¿Confesado?
– Se burló de nosotros. Con más de una docena de testigos que lo vieron asesinar al agente de policía, sabe que no tiene nada que perder. Aunque existe una posibilidad de que esté mintiendo.
– No -corroboró Sebastián-. No miente. Mayorez lo ha identificado -le contó la historia-. ¿Qué sucederá a continuación? -inquirió.
– No lo sé. Será difícil acusarlo en base a lo que disponemos. Es factible que niegue la veracidad de su confesión. Lo más probable es que dediquemos tanto tiempo a discutir sobre el resultado, que terminará por archivarse.
«Y entonces nadie tendría por qué saberlo jamás», pensó al marcharse. Nadie, incluida la mujer cuya carga se duplicaría con el conocimiento de la inocencia de Rodrigo Alva.
¿Acaso ya no había sufrido bastante? ¿No sería un acto de bondad protegerla de esa revelación? Pero su conciencia le dijo que quería mantener a Maggie en la ignorancia para que se entregara más a él. Anheló reservarse la verdad y no correr el riesgo de destruir la proximidad que nacía entre ellos. Pero, ¿tenía derecho a guardar silencio por su propio provecho?
De camino a casa luchó con sus miedos. Había tantas razones buenas para hacer lo que más le convenía a él. Pero era un hombre con un rígido código moral, y la tentación siempre le había resultado fácil de resistir.
Hasta ese momento.