Capítulo 8

Sebastián iba a regresar dos días antes de la boda. A medida que se acercaba, Maggie descubrió que lo esperaba con una urgencia que la ruborizaba. No sabía si amaba a ese hombre, pero sí que estaban unidos por un poder misterioso. No lo lamentaba. Sus sentimientos podrían convertirse pronto en amor. Si tan solo…

Si tan solo lo permitiera.

Sabía que aún había algo pendiente entre ellos, que tardaría un tiempo en arreglarse… si es que alguna vez lo hacía. Todavía debía penetrar el secreto oscuro que él guardaba. Al mundo le mostraba su fortaleza, pero quería conocer sus debilidades. Cuando se las mostrara, sabría que confiaba en ella.

«Por la misma regla», pensó con una sonrisa, «cuando yo le muestre mi propia debilidad, sabré que confío en él».

El día de su retorno, se desató una tormenta. La lluvia y los rayos azotaron la casa, y por la noche no habían amainado. A la hora de acostarse no había señal de Sebastián. Maggie deseó poder dormir, pero el viento aullaba con una violencia que nunca había mostrado.

De pronto se oyó el ruido de una puerta al cerrarse con fuerza. Parecía proceder del pasillo. Se sentó y escuchó con atención, pero solo captó el gemido insistente del viento. Se sentía incómoda esperando algo que no sabía qué podía ser. Se levantó de la cama para abrir la puerta. Fuera brillaban unas lámparas que proyectaban una luz difusa y llenaban el pasillo con sombras.

– ¿Hay alguien ahí? -llamó.

– Sí -surgió un gruñido en la oscuridad.

En ese momento vio que se dirigía hacia el dormitorio. A la luz de las lámparas de pared sus ojos no eran más que cavidades oscuras con algo que ardía en sus profundidades. Al llegar junto a ella vio que daba la impresión de llevar varias noches sin dormir.

– Pensé que hoy ya no vendrías -musitó Maggie.

Él llevaba puesta una bata larga que revelaba su pecho ancho al subir y bajar como dominado por una tremenda tensión.

– Me di prisa en volver -explicó-. Tenía el extraño temor de que pudieras haberte ido -sus ojos estaban hundidos y como perdidos.

– ¿Cómo podías pensar eso, Sebastián? Prometí quedarme, y soy una mujer de palabra -oyó un clic y comprendió que Sebastián había cerrado la puerta del dormitorio, dejando fuera el mundo.

– ¿Es el único motivo por el que estás aquí, Margarita? ¿Por deber?

– No -susurró.

– ¿Estás segura? Solo quiero lo que puedas entregar libremente. Di que me vaya, y me iré.

Mentía y los dos lo sabían. Ningún poder en la Tierra sería capaz de hacer que dejara en ese momento su dormitorio, como tampoco había nada que pudiera impulsarla a ella a ordenarle que se fuera.

– Di que me vaya -repitió Sebastián.

En respuesta, ella se adelantó y le dio un beso en los labios.

Al instante supo que lo había empujado más allá del punto seguro. El control de Sebastián había pendido de un hilo, y ella había ayudado a romperlo. La rodeó con fuerza con los brazos y la alzó unos centímetros mientras se dirigía hacia la cama. Cayeron juntos sobre el colchón. Sin saber cómo, el camisón de ella se había desvanecido y también él se hallaba desnudo. Las manos de Sebastián parecían tocarla por todas partes, trazando curvas y valles con dedos diestros que la aceleraban al ritmo de su propia impaciencia.

La ternura llegaría más tarde. A los dos los dominaba una necesidad descarnada, excitante, imperativa, la misma que había ocupado los pensamientos de Maggie desde la partida de él. Más allá de las tareas que ocupaban sus días, se había concentrado en secreto en lo que vivía en ese instante: estar en la cama con Sebastián. En el modo en que podía hacerla sentir, desear… nada más importaba.

El beso con que lo devoró, el abrazo con que exigió, exhibieron la misma exigencia de los de Sebastián. Entrelazó las piernas con las suyas, atrayéndolo con todo su poder. Cuando intentó pronunciar su nombre, no emitió ninguna palabra, solo un jadeo en el instante en que la penetró y sintió el placer ascender con celeridad. Lo pegó a ella, queriéndolo todo. Y cuando lo consiguió, quiso aún más. Y él le dio más, y Maggie no dejó de entregarse.

Al separarse un poco, los dos temblaban con el vigor de la consumación.

– Estuviste lejos mucho tiempo -dijo ella al final.

– Sí -corroboró-. Sí -de pronto ella rió-. ¿Qué pasa? -preguntó Sebastián.

– Pensaba en mí, avanzando por la iglesia con el vestido de novia. No parece muy apropiado después de esta noche, y de la anterior.

– Las cosas que sabemos solo son para nosotros.

– Sí, pero debes reconocer que tienen un lado gracioso -él frunció el ceño y ella sonrió con ternura. No iba a ser fácil estar casada con Sebastián.

Pero entonces la sorprendió al apoyar la cabeza entre sus pechos de un modo que hablaba de confianza y ternura. Lo rodeó con los brazos.

«También existe esto», pensó Maggie. Delicadeza y los momentos de serenidad en que se irían aproximando de una manera diferente a la pasión de sus encuentros. Y pasarían los años y quizá compartieran el amor. O algo tan parecido que no se podría distinguir.

Cuando la cabeza de él se tornó pesada, supo que se había quedado dormido. También ella durmió.


A la luz del amanecer, Sebastián se incorporó.

– Supongo que debería irme -comentó con renuencia-. No queremos provocar un escándalo.

– Cierto -murmuró medio dormida. Sintió que él se levantaba, se ponía la bata y se acercaba a la ventana.

Al final bostezó, se estiró y se sentó en la cama. Lo vio contemplar unos papeles que había sobre una mesita junto a la pared.

– Son los papeles para nuestro matrimonio -explicó-. Tenías razón, Alfonso lo logró todo a tiempo – fue consciente de su extraño silencio-. ¿Qué sucede?

– ¿Quién es Margarita Alva? -inquirió despacio.

– Oh, soy yo. Cortez era mi apellido de soltera. Lo recuperé después de la muerte de mi marido, pero para el papeleo de nuestra boda tenía que dar el suyo. Se lo expliqué a Alfonso. Pensaba decírtelo, pero lo olvidé.

– Olvidaste…

– Bueno, no es importante, ¿verdad?

– Todo este tiempo dejaste que te llamara señora Cortez -la miró con expresión extraña-, cuando en realidad eras la señora Alva.

– Te lo he dicho, renuncié al apellido de mi marido. Además, no era asunto de nadie. No tenía modo de saber que importaría. Todo el papeleo es correcto, y eso es lo que cuenta.

– ¿Y tu marido era… Rodrigo Alva?

– Sí. Eso pone ahí.

– ¿Cómo murió?

– En la cárcel.

Deseó que Sebastián se volviera y la mirara, pero permaneció donde estaba, inspeccionando los papeles hasta que los dejó de nuevo sobre la mesa y se marchó.


La boda fue un sueño. Toda Granada estaba en la catedral. Maggie entró del brazo de uno de los primos mayores de Sebastián y provocó murmullos de admiración al aparecer. Todo el mundo coincidió en que era una novia adecuada para un gran hombre.

Se había preguntado cómo se comportaría él durante la ceremonia, y no le sorprendió ver que se mostraba distante. Lo que conocían en el ardor de la cama solo era para ellos, y Sebastián no era un hombre que exhibiera sus sentimientos.

Decidió imitar su porte altivo mientras el coro los acompañaba y el arzobispo los declaraba unidos para siempre.

Después de la ceremonia tuvo lugar la recepción en el gran salón, con quinientos invitados que los recibieron con vítores. Mientras él recorría la enorme estancia, en su rostro solo podía verse orgullo.

Cuando la prolongada recepción llegó a su fin, Maggie se sentía cansada, pero sabía que la sensación no duraría. El solo hecho de pensar en Sebastián podía desterrarlo todo menos la anhelante expectación del encuentro íntimo.

En lugar del vestido de novia llevaba puesto un camisón de sencilla seda blanca, tenue, una invitación para el hombre que había elegido que se lo quitara.

Mientras se preparaba para su noche nupcial, sus pensamientos se concentraban en la última vez que había estado en los brazos de él. Pero durante un momento fugaz se vio asaltada por unos reparos. En su cabeza reverberaba el eco incómodo de sí misma en tiempos pasados, cuando la joven que había sido trató de consolarse por el fracaso de su matrimonio con la idea de que la pasión los uniría hasta que las cosas mejoraran, que creía que la pasión significaba amor.

La amargura y el dolor le habían abierto los ojos, y deseó que ese fantasma triste no hubiera aparecido para acosarla. Se frotó los ojos, desterrando a aquella otra joven al pasado, donde debía estar. Porque Sebastián no era Rodrigo. No era un hombre débil, siempre en busca del camino fácil. En muchos sentidos era un hombre complicado, pero podía confiar en su fuerza y honradez.

Entonces oyó los pasos de él en el pasillo y algo se aceleró en Maggie. Sonrió. Se había casado con Sebastián de Santiago porque podía despertar su cuerpo a la vida. Pensó en la noche que iban a tener y en el gozoso placer que no tardaría en experimentar…

La puerta se abrió y vio a Sebastián con una botella de champán y dos copas. Maggie sintió cierta decepción. Lo había imaginado como en su última noche juntos, cuando había estado tan ansioso como ella por consumar la unión. Pero en ese momento seguía vestido, aunque sin corbata y con el cuello de la camisa abierto.

– Ha sido un día largo, lleno de brindis -dijo él, después de abrir la botella, llenar las copas y entregarle una-. Pero este lo he esperado con… interés.

A Maggie le pareció que su voz sonaba extraña, muerta. Incluso furiosa. Pero eso no podía ser.

– El interés, desde luego, radica en decidir por qué brindamos -continuó él-. ¿Por el engaño, la traición o el pobre necio que fue engañado una segunda vez?

– ¿De qué estás hablando?

– Brindo por ti -alzó la copa con gesto sarcástico-, señora Alva.

El viejo y odiado apellido aún podía estrujarle el corazón. Y a ello se sumó el miedo sin nombre de que él hubiera elegido semejante momento para emplearlo.

– ¿Es que ahora no soy la señora de Santiago?

– Para los demás, sí. Para mí, siempre serás la señora de Rodrigo Alva.

– En ese caso -su tono la encendió-, no parece lógico que te hayas casado conmigo.

– Lo hice porque no tenía elección. Haber cancelado una segunda boda en unos días me habría convertido en un hazmerreír.

– ¿Cancelar una segunda boda? -repitió, desconcertada-. Pero… ¿por qué?

– Porque Felipe Mayorez era el mejor amigo de mi padre -respondió.

– ¿Felipe… Mayorez?

– Ni siquiera recuerdas su nombre -desdeñó él.

Pero Sebastián se equivocaba. Lo recordaba, y en contra de su voluntad, surgió de la noche negra que no se atrevía a revivir. Era el anciano amable que había sorprendido a un intruso en su casa y que había quedado abandonado en el suelo, sangrando.

– Él… era el hombre que…

– El hombre del que se puede decir que tu marido mató, el hombre que desde entonces no ha sido el mismo. Desde mi infancia venía a nuestra casa y era como un segundo padre para mí. Y cuando lo visito y lo veo con la vista clavada en el vacío, atrapado en su propia cabeza, vivo pero sin estar vivo…

– Tú sabías todo esto -susurró ella-. En cuanto viste los papeles…

– No podía estar seguro. Quizá hubiera dos hombres con el mismo nombre, pero cuando tú me dijiste que murió en la cárcel…

– Lo sabías -repitió-. Sabías que yo era la última persona con la que deberías casarte, y no me lo dijiste…

– Porque nuestro matrimonio tenía que seguir adelante -respondió con dureza-. Era demasiado tarde para cambiar algo.

– No tenías derecho a tomar solo esa decisión – gritó-. También me concernía a mí. ¿Se te ocurrió pensar que quizá el descubrimiento me horrorizaría tanto como a ti? ¿Por qué crees que recuperé mi apellido de soltera? Porque no quería ser la esposa de Rodrigo Alva. Pasé años tratando de ocultármelo incluso a mí misma, y ahora, cada vez que te mire, voy a recordarlo. Tendrías que habérmelo advertido.

– Ya era demasiado tarde -espetó.

– Demasiado tarde para ti, no para mí. Oh, Dios, ¿cómo ha podido pasar esto?

– Porque tú ocultaste la verdad sobre ti -soltó-. Si lo hubiera sabido hace meses, jamás te habría contratado, jamás te habría dejado acercarte a mi casa. Para mí, el nombre de Alva representa una pesadilla.

– Y también para mí, ¿es que no puedes entenderlo? Quería escapar de él.

– Que oportuno -se burló-. Felipe Mayorez jamás podrá escapar. Vive en una silla de ruedas, sin poder moverse. Algunos días logra susurrar unas palabras. Otros no. Su único consuelo es esperar la muerte.

– Lamento lo que le sucedió, pero no fue culpa mía.

– Eso dices tú. Sin embargo, intentaste darle a tu marido una coartada falsa.

– No es verdad -manifestó con vehemencia-. Rodrigo quería que dijera que esa noche había estado conmigo, pero yo lo negué. Por eso…

Calló. Iba a revelar que por eso la atormentaba el destino padecido por su marido. Si hubiera corroborado la mentira, quizá habría sobrevivido. Pero no podía decirle eso al nombre implacable con el que se había casado.

– ¿Por eso qué?

– No importa. Tú ya has sacado una conclusión y nada de lo que yo pueda decir te hará cambiar. No me juzgues, Sebastián. No tienes derecho. No conoces la verdad.

– Lo que sé es que mi querido amigo es un lisiado que no puede hablar.

– Y mi marido está muerto. Ahí tienes tu venganza, si es lo que buscabas.

– Pero te olvidas de que ahora yo soy tu marido.

– Que el cielo nos ayude a los dos -susurró. De pronto la dominó un ataque de risa. Le provocó convulsiones hasta el punto de tener que sollozar.

– ¿Qué sucede? -quiso saber Sebastián.

– Le dije a Catalina que ninguna mujer cuerda debería casarse con un español. Pensaba que yo misma había aprendido la lección. Tú no eres el único que resultó engañado una segunda vez, Sebastián. Jamás te perdonaré.

– Ni yo te perdonaré por la parte que has desempeñado en este asunto -replicó él-. Porque tú también te reservaste un secreto vital, ¿verdad?

– Te he explicado lo de mi apellido…

– No me refiero solo a eso. También hablo de José Ruiz. Entró aquí como amigo tuyo de los tiempos de tu matrimonio. Dime, ¿cómo llegaste a conocerlo? Dímelo.

– Es de la familia -admitió.

– ¿De la familia Alva?

– Sí, pero ese no es su apellido.

– ¡Su apellido! -exclamó con desprecio-. Como si este importara cuando por sus venas corre sangre Alva. Y metiste a esa criatura en mi casa para que corrompiera a Catalina.

– No la corromperá; la ama. Es un buen chico.

– Es un Alva -se miraron desde distintos lados de un abismo-. Vamos a tener un matrimonio interesante -comentó Sebastián al final.

– Matrimonio -repitió Maggie-. Esto no es un matrimonio -se puso a temblar.

Sebastián frunció el ceño. Con un movimiento brusco, recogió la manta de la cama y trató de cubrirla, pero ella lo apartó con los ojos encendidos.

– Aléjate de mí -ordenó con voz ronca-. No me toques. No intentes volver a tocarme jamás.

– Debes protegerte del frío.

– Mi bata está detrás de ti. Déjala en la cama.

Obedeció y dio un paso atrás, viendo a Maggie cerrársela como si buscara protección.

– Y ahora vete -dijo ella.

– No quiero dejarte de esta manera…

– ¿No puedes entender que odio verte? Vete, y no trates de acercarte a mí esta noche.

– ¿Y mañana?

– Mañana -suspiró-. Mañana llegará, ¿verdad? Ahora no puedo pensar en ello. Vete -observó el champán-. Deberías llevártelo. Aquí no hay nada que celebrar.

Fue a sentarse junto a la ventana. Inmóvil, se quedó allí durante horas. Era su noche de bodas, la noche que había esperado con expectación gozosa. Tendrían que haber visto juntos cómo amanecía, pero ahí estaba ella sola, con los ojos secos y los brazos cruzados como si se protegiera de alguna amenaza maligna.

Cuando la oscuridad dio paso a una luz grisácea, pudo ver sus maletas, listas para la luna de miel. «Una luna de miel que jamás tendrá lugar», pensó con determinación, recuperándose. Recogió la maleta más pequeña, la vació de su ropa hermosa y comenzó a guardar algunas cosas que necesitaría, sin incluir nada que le hubiera comprado Sebastián. Le bastaría con la ropa que había llevado a España. A partir de ese momento, volvía a ser una mujer independiente.

Se dio una ducha y se vistió. Luego oyó que alguien llamaba a la puerta. Sebastián apareció con el rostro tenso, reflejo de la noche que había pasado.

– Te has adelantado un poco -manifestó cuando ella lo dejó pasar-. El avión a Nueva York no sale hasta las tres de la tarde.

– No voy a Nueva York -anunció con voz débil-. He terminado contigo, Sebastián. No pienso permanecer casada con un hombre capaz de la crueldad de representar esta farsa para no decir la verdad hasta que todo ha pasado. Vete solo, y no me hables de tu reputación, porque no me importa.

– Puede que a ti no, pero yo debo pensar en ella. Allí donde vayas, iremos juntos, y la gente ha de creer que estamos disfrutando de una luna de miel feliz. ¿Adonde… a Inglaterra?

– No, a esquiar. Pienso probar el «Muro de la muerte» y averiguar si merece la fama que tiene.

– No irás sola -dijo de inmediato.

– Haré lo que me plazca.

– No en tu estado de ánimo actual. No pienso dejarte correr ningún riesgo. Cambiaremos los planes de la luna de miel y nos iremos a esquiar.

– Como quieras. Pero, por el amor del cielo, salgamos de esta casa.

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