Capítulo 12

Toda la casa comenzó a prepararse para el nacimiento del hijo de Sebastián, ya que era impensable que un hombre de poder y respeto no fuera padre primero de un varón. Desde luego, el niño recibiría el nombre de su progenitor. Pero Sebastián no participó en eso, y dijo que el destino enviaría lo que considerara oportuno. Nadie se tomó esa necedad en serio, pero lo respetaron por la galantería que representaba hacia su esposa.

Nadie sospechaba que detrás de la fachada ideal, don Sebastián y doña Margarita contenían el aliento. Tenían su bebé y eran felices, pero aún debían resolver algo. Había pensamientos que compartían, pero de los que jamás hablaban.

Por José ella sabía de la noche en que había hablado con Sebastián sobre Rodrigo y el comportamiento mostrado durante el matrimonio, pero Sebastián nunca lo mencionaba.

Algo precioso florecía entre ellos, pero crecía despacio y aún no había alcanzado el punto de confianza mutua. Ambos lo comprendieron la noche en que una fotografía cayó de entre las páginas de un libro que Maggie había llevado consigo desde Inglaterra.

– No sabía que estuviera aquí -se disculpó ella, tratando de adelantarse a su marido sin conseguirlo, debido al embarazo.

Era la foto de una boda. La novia era muy joven, con el rostro abierto, inocente y expresión de adoración. A los ojos de Sebastián, la cara del novio le pareció más depredadora, pero no dijo nada. Se la entregó y sonrió para esconder sus celos.

– Pensé que las había roto todas -explicó ella.

– No hace falta que las rompas por mí -mintió, deseando que lo hiciera. Por un momento pensó que lo haría, pero Maggie esbozó una sonrisa tensa y guardó la foto en un cajón-. ¿Aún te sientes culpable?

– Solo por todo lo que tengo. Parece terrible ser feliz cuando él está muerto.

– ¿Lo eres de verdad? -preguntó con un destello de añoranza.

– Sabes que sí.

– Yo solo sé la felicidad que me brindas -se apoyó en una rodilla y posó la mano sobre el vientre de ella-. Ojalá hubiera algún regalo que pudiera ofrecerte a cambio.

– Pero me lo das todo.

– No me refiero a esos regalos. Hablo de la paz mental… de la libertad para ser feliz…

– ¿Acaso alguien la tiene?

– Yo sí… o, más bien, la tendría si tú también la tuvieras. Desearía… -calló y suspiró-. Pero, ¿qué puedo hacer?

– Nada -respondió, comprendiéndolo-. Debemos atesorar lo que poseemos y no pedir más.

No pudo encontrar las palabras para decirle que eso no le bastaba. De algún modo, en alguna parte, había un regalo de amor que podía ofrecerle, y si estaba atento a la oportunidad, sin duda se le presentaría.

Sin embargo, cuando llegó el momento, a punto estuvo de pasarlo por alto.


Catalina mostraba un interés apasionado por el embarazo de Maggie. Leía libros, estudiaba dietas, pensaba en nombres y así estableció una gran proximidad con Isabel, absorta en los mismos dilemas. Sebastián, que notó esos cambios, observó que ya era hora de que se casara.

– Entonces será mejor que te abras más a José -le comentó Maggie cuando iban a acostarse.

– Lo he hecho. Le permito dar vueltas por la casa como un burro enfermo. Ella sale con él, siempre vuelve más tarde de lo que promete y yo hago que no me doy cuenta. Y hoy le he dicho que si deseaba prometerse, lo toleraría.

– Veo que lo has hecho con toda tu gracia y encanto -rió ella al acomodar las almohadas.

– Ya te lo dije -gruñó-. No me gusta y maldito sea si voy a fingir lo contrario.


A la noche siguiente, Catalina cenó en la ciudad con José. Al regresar, fue directamente al estudio de Sebastián. Él alzó la vista, sorprendido de verla sola.

– ¿Dónde está José?

– No quería entrar.

– Pero, ¿no es esta una noche para celebrar? – frunció el ceño-. ¿No os habéis prometido? Catalina, ¿qué ha pasado? -preguntó, al notar la incomodidad de la joven.

– No estoy segura… quiero decir… no nos conocemos tan bien.

– ¿Después de todo este tiempo? Además, pensaba que estabas decidida a casarte con él.

– Eso fue cuando tú te oponías -repuso con sinceridad.

– Comprendo -sonrió-. Ahora que he dicho que sí, se ha convertido en un cortejo aburrido y convencional, sin el aliciente del drama.

– El mundo está lleno de hombres jóvenes y atractivos -expuso ella con tono soñador-. Le he dicho a José que lo veré, pero que no podemos prometernos y que me considero libre para salir con otros hombres.

– ¿Qué?

– Alfonso es muy agradable.

– Alfonso es demasiado bueno para ti.

– Él no lo cree -rió entre dientes-. Dice que estoy tan por encima de él que no se atreve a esperar…, pero yo le dije que ningún hombre debería abandonar la esperanza.

– Ahórrame los detalles. De modo que planeas mantenerlos a los dos en ascuas. Empiezo a sentir pena por José. Creía que tú eras la víctima, pero de hecho lo es él. ¿Se mostró muy contrariado?

– Puede que algún día me case con él -se encogió de hombros-, si es que no me caso con Alfonso, pero primero quiero divertirme un poco -la sonrisa se desvaneció de su cara y pareció nerviosa.

– ¿Hay algo más? -inquirió Sebastián.

– José me dio esto -sacó un sobre del bolso-. Para Maggie.

– ¿Te indicó qué había dentro? -lo aceptó con el ceño fruncido y notó que estaba cerrado.

– Solo que era una carta, de Rodrigo. La tiene desde hace años, y ahora quiere que ella la lea. Me explicó que no se la entregó antes porque la veía tan amargada y desdichada, que temía que empeorara las cosas. Oh, Sebastián, ¿no ves lo que significa? Rodrigo debió de escribirla en la cárcel, mientras se hallaba moribundo, y se la confió a José. Deja que la queme.

– ¿Qué?

– ¿Qué bien puede hacer que la lea ahora? Adivinas lo que pone, ¿no?

– Sin duda repite sus protestas de inocencia -repuso cansado-. Que ahora sabemos que son ciertas.

– Pero supón que sea algo peor. Supón que dice que la ama. Maggie es tuya ahora, pero si lee esto…

Entonces la última declaración de amor de su marido, hecha desde el lecho de muerte, la reconciliaría con su recuerdo con una contundencia que volvería a dejar fuera a Sebastián. Se apartó de los ojos astutos de Catalina y se acercó a la ventana, dominado por la tentación.

– ¿Por qué titubeas? -exigió la joven-. Quémala, ahora… por vuestro propio bien.

– ¿Por mi bien? Quizá ella necesite leerla.

– Pero, ¿qué bien aportará… ahora que ya es demasiado tarde?

– No lo sé -concedió-. Solo sé que no entregársela sería deshonesto. Y si dos personas no tienen honestidad entre ellas, no tienen nada.

– Entonces, ¿qué he de hacer?

– Déjamelo a mí. Y por el momento no le digas nada a Margarita.

Al quedarse a solas, sus propias palabras se burlaron de él. Honestidad, sí, pero, ¿a qué precio? ¿Al precio de ver el corazón de Rodrigo Alva reivindicado en el corazón de la mujer que lo había amado… que quizá aún lo amaba?

La vida de Sebastián se había alzado sobre principios sólidos: honestidad, deber, honor. De pronto le resultaron demasiado duros, exigiéndole algo que podía desgarrarle el corazón. Sin embargo, si podía darle paz a Maggie y mitigar su sufrimiento… ¿qué derecho tenía a negárselo?

Sostuvo el sobre entre los dedos, dándole vueltas, deseando poder saber qué había en su interior. Se levantó y se acercó a la chimenea. Había llegado el verano, pero en las colinas a veces todavía hacía frío por la noche. Permaneció largo rato contemplando los troncos que ardían. Luego, despacio, extendió la carta hacia las llamas.


Maggie estaba lista para meterse en la cama cuando llegó Sebastián. La encontró sentada en su propio dormitorio ante el fuego, contemplando la foto de la boda con Rodrigo. De pronto él pensó que la miraba mucho cuando creía que no la observaba.

Al acercarse Sebastián, Maggie alzó la vista rápidamente y le enseñó la foto.

– Pensaba que ya era hora de romperla.

– No lo hagas -dijo-. Espera hasta ver esto.

– ¿Qué es? -preguntó, inquieta por el rostro serio de su marido.

– José se la entregó a Catalina esta noche, para que te la diera a ti. Es una carta de Rodrigo.

– ¿Una carta… para mí?

– Debió de escribirla en la cárcel antes de morir. José la ha guardado todo este tiempo, a la espera del momento adecuado.

La extendió y Maggie la aceptó con manos temblorosas, observando las marcas negras del fuego antes de abrirla. Despacio la desplegó y la apoyó en su regazo. Pero no la leyó. Entonces dijo algo extraño.

– No fui una buena esposa. Era demasiado joven y no sabía nada. De haber sido mayor, quizá hubiera llevado mejor a Rodrigo, tal vez lo hubiera ayudado.

Sebastián quiso gritar: «No lo excuses». Pero era demasiado tarde. Comprendió que ella había adivinado el contenido de la carta, igual que él, y se preparaba para ello. Le había entregado el instrumento que los destruiría a los dos.

– ¿Te dejo para que la leas sola? -preguntó.

Ella no respondió. Se hallaba con la quietud de la muerte. Miraba el papel que tenía en las manos. Al final lo alzó y leyó lo que había escrito. Luego volvió a leerlo, y al hacerlo la cabeza fue descendiendo hasta que se tapó los ojos con la mano.

Él se sintió dominado por un temor helado. Se acercó y apoyó los dedos sobre los hombros de Maggie, poniéndose de rodillas a su lado.

– Margarita -susurró-. Cuéntame.

– En mi corazón siempre lo supe -ella levantó la cabeza y clavó la vista en el vacío-. Ojalá José me la hubiera dado antes. Sé que creía que hacía lo mejor…, pero si la hubiera leído antes…

– ¿Habría marcado tanta diferencia? -preguntó Sebastián con tristeza.

– Oh, sí… toda la diferencia del mundo. A veces se puede creer que se sabe lo que anida en el corazón de un hombre, pero cuando queda plasmado con sus propias palabras… -suspiró con dolor.

– ¿Y sabes lo que había en su corazón? -ella asintió-. Margarita, no te entristezcas -suplicó-. Sé que cuesta leer sus palabras de amor cuando ya es demasiado tarde, pero lo que tuviste nadie te lo podrá arrebatar. Aférrate a eso. Ámalo si debes. Tal vez un día te entregues a mí por completo, pero hasta entonces puedo conformarme con lo que tenemos. Vale la pena esperar por ti.

– ¿Qué crees que pone en esta carta? -preguntó ella al final, mirándolo.

– Creo que te habla de su amor. Eso te duele ahora, pero algún día te dará paz.

– Léela -empujó la carta hacia él.

– ¿Estás segura…?

– Del todo. Quiero que la leas, Sebastián, porque si no lo haces, tú y yo jamás llegaremos a entendernos.

Despacio, casi a regañadientes, aceptó la carta y leyó el encabezado. De inmediato experimentó la primera sorpresa.

– Está fechada hace ocho años… antes de que os casarais.

– No me la escribió a mí -indicó Maggie-. Se la escribió a José, desde Inglaterra, poco después de que nos conociéramos. Léela.

Sebastián comenzó a leer.


Hola, primito:

¡Lo conseguí! Encontré a una heredera de verdad. Se llama Maggie, tiene dieciocho años y es bastante bonita, al estilo inglés, lo que significa que es un poco insípida para mi gusto. Pero está forrada, así que tendré que aguantar su aspecto. Sus padres acaban de morir, dejándole dos pólizas de seguro y una casa. ¡Tendrías que ver la casa! Casi hace que quiera quedarme a vivir aquí, aunque supongo que mis acreedores preferirían que la vendiera.

Nunca pensaste que pudiera conseguirlo, ¿verdad? O quizá esperabas que no lo hiciera. ¡Sé realista, chico! A tu edad, yo también ponía a las mujeres en un pedestal, pero, créeme, ese no es su sitio. Un hombre necesita dinero, en especial un hombre como yo.

Ella es joven y me adora. Puedo moldearla y seré un buen marido mientras se comporte. Además, todo el mundo conoce que las mujeres no saben manejar el dinero. Le estaré haciendo un favor.

Le he escrito a los más insistentes de mis acreedores para decirles que el dinero va de camino. Eso deberá tranquilizarlos; con un poco de suerte volveré en unas semanas con una esposa y suficiente pasta para vivir con estilo.

La vida va a ser buena. Además, sobran mujeres guapas que querrán divertirse con un hombre rico. Llevaré mi propia vida, y mi mujer hará lo que se le diga.


Había más, pero Sebastián estaba demasiado disgustado para continuar. Ahí se reflejaba quién había sido Rodrigo: un hombre egoísta, infiel, traidor y convencido de su propia superioridad y de su derecho divino sobre una mujer.

Y había algo más que le avergonzaba reconocer. Había palabras en la carta que podrían haber sido suyas. Es joven… y puedo moldearla… ¿No había dicho lo mismo él mientras se preparaba para casarse con una joven vulnerable a la que no amaba?

Pero eso había sido hacía mucho tiempo, en otra vida, antes de haber descubierto el valor del corazón de una mujer.

Miró a Maggie, que seguía con la vista clavada en el vacío.

– Jamás me amó -musitó ella-. Pronto comprendí que mi dinero le resultaba muy atractivo, pero me obligué a creer que también había amor de verdad. No había nada. Una parte de mí debió de sospecharlo, pero no quiso creerlo. Después de morir de aquella manera terrible, desterré lo malo y potencié lo bueno. Y cuando su nombre quedó limpio, me sentí tan culpable que olvidé la verdad sobre él.

– La verdad era que se trataba de un hombre desagradable -afirmó Sebastián-, que se buscó todo lo que le sucedió.

– Sí. Esa es realmente la verdad. Antes incluso de que nos casáramos, planeaba que yo le pagara sus amantes.

– Me pregunto cómo has encontrado el valor para volver a confiar en un hombre.

– No todos los hombres son iguales. Tardé mucho en comprender eso. Pero lo que sigo sin entender… -se levantó y lo miró a la cara-… es por qué me has dado esta carta, si pensabas que era una carta de amor.

– Pensé que te podría ayudar a encontrar la paz. No hay nada que no te diera o hiciera para conseguirte esa paz.

– ¿Me amas tanto? -le tocó la mejilla con un brillo extraño en los ojos.

– Sí -afirmó con sencillez-. Te amo tanto.

– Y gracias a tu amor, soy libre. Es como si me hubieran quitado un peso terrible de encima. Podría haberme aplastado toda la vida, pero tú me liberaste.

Quedó aturdido por el recuerdo de lo cerca que había estado de quemarla. Al mirarla a los ojos, abiertos y sin sombras por primera vez, reconoció el poder que le había impedido arrojarla a las llamas. Quizá algún día en un futuro lejano, podría decirle: «Tú también me has liberado, y así es cómo sucedió».

O quizá para ese entonces ya no necesitaran las palabras.

– Sebastián -musitó ella-, ¿te he dicho alguna vez que te amo?

– No -movió la cabeza-, pero yo tampoco te lo he dicho.

– No con palabras, pero sí de muchas más maneras.

– Eres todo mí ser y mi existencia -susurró él-. Eres mi amor y mi vida. Lo eres todo para mí. Incluso eres más que nuestro hijo.

– Perdí la fe en el amor. Gracias por devolvérmela.

– ¿Y… él?

– ¿Quieres saber si te amo como amé a Rodrigo? No. Y me alegro. Tú también deberías alegrarte. Siempre hubo algo equivocado con ese amor y ahora sé qué es. Él no merecía ser amado. Ese es el mayor dolor, desperdiciar el amor en alguien que no lo merece. Contigo jamás conoceré ese dolor -arrojó la carta al fuego, recogió la fotografía y la estudió-. Está ahí, ¿verdad? -comentó al fin-. La astucia y la mezquindad… estuvieron en todo momento en su cara. Pero yo no me permití verlas -con movimiento rápido la tiró también al fuego. Lo último que vio antes de que se consumiera, fue el rostro de Rodrigo emborronándose hasta desaparecer-. Por fin se ha ido. Ahora solo estamos nosotros.

– Solo nosotros -repitió, tomándola en brazos-. Sí, solo nosotros. Para siempre.


En la iglesia de San Nicolás el verdor navideño inundaba todos los rincones. Las luces brillaban de forma tenue sobre la cuna. El niño de madera estaba con los brazos levemente alzados hacia el bebé de carne y hueso que lo miraba con ojos grandes y oscuros.

– Mira, cariño -murmuró Sebastián-, te saluda. Dile hola.

– Sebastián -reprendió Maggie-, la niña solo tiene tres meses.

– No importa. En los años venideros, sabrá que vino aquí en los brazos de su padre. Puede que no lo recuerde, pero lo sabrá.

– Una niña hermosa -comentó el padre Basilio. Y entonces, como a pesar de su santidad era un hombre y español, añadió con tono de consuelo-: Y el próximo bebé quizá sea un varón.

– No deje que Sebastián lo oiga -rió Catalina-. Cree que su pequeña Margarita es una reina.

– El destino nos envía lo que tiene que enviarnos -comentó Sebastián, acomodando a la pequeña al hombro-. El destino envió a esta pequeña para que fuera la joya de su papá.

– ¿Quién hay en la puerta? -preguntó el padre Basilio.

– José y Alfonso -respondió Sebastián-. Es hora de que te decidas por uno, Catalina. Proyectas el escándalo sobre mi casa.

Catalina avanzó por el pasillo hasta donde esperaban los otros dos. El viejo sacerdote la siguió para saludarlos.

Por encima de la cabeza de la pequeña, Sebastián miro a su esposa. Maggie le sonrió, luego volvió a observar la cuna y tocó al bebé de madera con la mano.

– Así es cómo te vi el año pasado por estas fechas -le recordó él-. Y creo que en aquel momento entendí que para mí eras mucho más que una mujer a la que no había podido conquistar. Me tocaste el corazón y ahí fue cuando empecé a tener miedo.

– ¿Miedo? ¿Tú?

– No pedías ni ofrecías cuartel. Fui yo quien cedió. Y desde entonces me siento feliz. Aceptaste un robot al que le diste vida -besó a su hija-. Y solo la vida puede crear vida.

– Volvamos a casa -pidió al acariciarle la mejilla-. La vida acaba de empezar.

Salieron juntos de la iglesia. Ante la puerta ella se volvió para observar la escena navideña con una sonrisa en los labios.

El año siguiente estaría allí.

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