Capítulo 5

– ¡Oh, Maggie, se está muy bien aquí arriba. ¡Me alegro tanto de haber venido!

Riendo, Catalina se dejó caer en una silla de la terraza de la cafetería y contempló la nieve. Una sesión enérgica en la pista de esquí la había dejado con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.

Llevaban tres días en Sierra Nevada. Rodeadas por la nieve, podían disfrutar sin preocupaciones y resultaba casi posible olvidar a Sebastián y las turbulentas emociones que evocaba.

Un camarero les llevó café y unos pasteles de crema.

– Como no tengas cuidado -comentó Maggie al observarla comer-, no vas a caber en el vestido de novia.

– Como de todo y jamás engordo -rió Catalina-. Soy la envidia de otras mujeres -se reclinó con los ojos cerrados y dejó que el sol jugara en su cara. Estaba más bonita que nunca-. ¿Cómo has conseguido que Sebastián me deje salir de la jaula?

– No hubo ningún problema. Aceptó mi sugerencia de inmediato.

Eso era verdad, aunque con un subtexto silencioso. Había ido a verlo a la mañana siguiente al encuentro encendido en el jardín para exponerle sin rodeos que quería llevarse a Catalina unos días.

– ¿Es realmente necesario? -había preguntado él con suavidad-. Hay mucho que hacer… y te di mi palabra de…

– Quiero salir de esta casa al menos una semana -había interrumpido Maggie. Al verlo titubear, explicó-: Es una cuestión de honor.

Supo que esas palabras habían revelado algo que habría sido mejor que permaneciera en secreto. Sebastián adivinaría que no era tan inmune a él como había afirmado. Pero al oír la palabra «honor» había aceptado de inmediato.

Mientras se preparaba para irse, había recibido una llamada. Era José, para darle las gracias por su ayuda el día anterior e invitarla a reunirse con él para tomar café.

– Me encantaría, pero tendrá que esperar hasta que volvamos.

– ¿Te marchas?

– Catalina y yo nos vamos a esquiar unos días. Te llamaré cuando regresemos -prometió.

Una hora más tarde, el coche partió cargado con cinco maletas de Catalina y dos de Maggie.

Habían tardado menos de una hora en llegar a lo que parecía otro mundo. La temperatura templada se había visto sustituida por el frío de la nieve, que llegaba hasta donde alcanzaban los ojos. En ese lugar alegre, en el que acababa de empezar la temporada turística, Maggie podía perderse en una actividad libre y tratar de olvidar que había estado a punto de hacer algo que luego se habría reprochado.

Al terminar de comer, las dos se dirigían de vuelta a los remontes cuando oyó una voz.

– ¡Eh, Maggie!

Al volverse, vio a dos jóvenes con ropa de esquí que avanzaban hacia ellas. Contra la cegadora nieve, no reconoció a ninguno hasta que Catalina gritó entusiasmada.

– ¡José!

– Es verdad, es él -convino ella-. Me pregunto quién lo acompañará.

Se trataba de un joven con el mentón pronunciado y ojos prominentes. Era extremadamente alto, con piernas largas y andar peculiar, carente de toda gracia social.

– Permitid que os presente a mi amigo Horacio – dijo al acercarse-. Hemos venido a pasar unas breves vacaciones en la nieve.

Al mirar a Maggie, sus ojos mostraron demasiada inocencia para que eso fuera verdad, y de pronto a ella se le ocurrió algo increíble. En el pasado, José se había imaginado enamorado de ella. ¿Sería posible que…?

– Aceptad que os invitemos a tomar un café – ofreció José.

– Acabamos de terminar de comer -indicó Maggie-. Estábamos a punto de regresar a las pistas.

– Y nosotros. ¡Qué coincidencia!

– Sí, ¿verdad? -convino ella con sonrisa contenida.

Los cuatro esquiaron juntos el resto del día, y luego pareció natural que compartieran la cena. Por ese entonces Horacio había quedado cautivado por Catalina y apenas era capaz de ocultarlo. La amabilidad natural de la joven le impedía rechazarlo con contundencia. Por suerte, resultó ser un buen bailarín, con lo que pudo satisfacerlo con unos bailes en la pista. Eso dejó solos a la mesa a Maggie y a José.

– ¿Dónde diablos lo has encontrado? -rió ella.

– Trabaja para mí. Es un buen chico, pero no tiene mucha vida social, de modo que cuando le ofrecí que viniéramos aquí, aceptó de inmediato -le sonrió con picardía-. No podía venir solo. Y ahora que estoy aquí… -extendió las manos con gesto de invitación.

Ella rió y dejó que la condujera a la pista, descubriendo que su estado de ánimo era propicio a un coqueteo inofensivo. Bailaron un par de canciones, luego todo el mundo cambió de pareja y se encontró en los brazos de Horacio. Los siguientes minutos fueron una gran prueba para su carácter, ya que él no paró de mirar a Catalina por encima de su hombro. Maggie se alegró cuando llegó el momento de despedirse.

En la intimidad de la suite, las dos soltaron una carcajada.

– Si se hubiera conformado con bailar, todo habría ido bien -jadeó Catalina-. Pero no dejó de hablar de contabilidad y leyes de importación -la dominó otro ataque de risa y Maggie se unió a ella. Hizo que el día concluyera de manera placentera.

Los cuatro dedicaron la mañana siguiente a vagar por el pueblo en una expedición de compras. En todas las esquinas había árboles navideños con campanillas plateadas. Maggie y José se habían adelantado a los otros dos cuando llegó el momento de regresar al hotel. Entraron juntos en la recepción.

– Buenos días, señora Cortez -saludó Sebastián con afabilidad.

– No tenía ni idea de que pensabas subir hasta aquí.

– Los informes meteorológicos parecían alentadores, y como Alfonso y yo somos esquiadores expertos, no logramos resistirnos.

Alfonso, un poco más atrás, inclinó la cabeza con cortesía. Maggie hizo adelantar a José y todos intercambiaron saludos.

– Me pregunto si ese fue el único motivo -desafió Maggie-. Si fuera una mujer suspicaz, podría pensar que me controlabas.

– Y si yo también lo fuera, podría preguntarme dónde estaba mi pupila. No veo rastro alguno de Catalina.

– Llegará en un momento. Todos hemos salido a hacer algunas compras.

– ¿Todos?

– También nos acompaña el amigo de José. Llegará con Catalina enseguida.

– ¿Y les has permitido que se quedaran solos? -frunció el ceño.

– Todo lo solos que alguien puede estar en un sitio como este.

Un destello de diversión en la voz de ella hizo que contuviera el comentario que iba a hacer, y al siguiente instante apareció Catalina, acompañada por lo que parecía ser una montaña de paquetes sobre dos postes flacos. Los saludó con la mano y tomó el brazo de la montaña, guiándolo con firmeza en su dirección. Al bajar las dos primeras bolsas reveló la cara de Horacio, acalorada y amigable.

– Me disculpo por haberte juzgado mal -murmuró Sebastián terminadas las presentaciones.

– José vino a verme -le comentó ella-. Lo conocí hace años y entonces estaba infantilmente enamorado de mí.

– ¿Y ahora intenta recuperar el tiempo perdido?

– Eso parece.

– Es demasiado joven para ti.

– ¡Gracias! -exclamó entre risueña e indignada-. Solo es cosa de tres años.

– Años -desdeñó-. ¿Pensabas que hablaba de años?

– No sé de qué hablas -mintió.

Se dijo que estaba irritada con Sebastián por presentarse allí. Habían acordado que se trataba de una cuestión de honor. ¿Dónde lo había dejado? Sin embargo, ¿dónde estaba su propio honor después de que el corazón se le animara nada más verlo? ¿Era honorable notar lo atractivo que era, lo alto que era y cómo todo el mundo lo miraba, en particular las mujeres?

Con galantería, Sebastián informó a las mujeres de que se reunirían con ellas en una hora para comer. José y Horacio estaban invitados. Horacio se preparó para subir el botín de Catalina a su habitación, pero ante un gesto de Sebastián, Alfonso se encargó de los paquetes.

Comieron en la terraza del restaurante del hotel. Cuanto acabaron, terminaron por separarse: Maggie y Sebastián ansiosos por probar la pista más pronunciada, mientras los otros cuatro se decidieron por una un poco más segura.

– No hay nada como esta pista para eliminar las tensiones -dijo ella con alegría.

Esquiar con Sebastián fue incluso más jubiloso que hacerlo con José. Sebastián se plantó delante, en lo que bien podría haber sido un desafío silencioso. Maggie lo puso a prueba al incrementar la velocidad, pero él no tuvo problemas en mantenerse en la vanguardia.

Era hermoso de observar, fluido y grácil, sin perder en ningún momento el ritmo o el control. Ella requirió de toda su destreza para estar a su altura, pero lo consiguió. Al llegar al pie de la pista, guardaron un momento de silencio, apoyados en los bastones, con respiración entrecortada y amplias sonrisas.

– ¿Repetimos? -preguntó él.

Ella asintió.

Volvieron a subir; durante el ascenso, Sebastián giró la cabeza y le regaló una sonrisa sincera. Casi parecía un hombre diferente; como a Maggie le sucedía lo mismo, supuso que se debía al descenso vertiginoso.

También él había experimentado que dejaba atrás todas las preocupaciones mientras bajaba por la montaña, y por primera vez ella se preguntó cómo sería el peso de esas responsabilidades. Era un autócrata, y a veces demasiado severo, pero ya había comprobado cómo había cuidado de Isabel, no solo con llamadas telefónicas y órdenes, sino tomándole la mano para mitigar sus temores con amabilidad.

– De niño -comentó él al siguiente instante, como si sus mentes estuvieran conectadas-, prácticamente viví en estas montañas. Lo único que me interesaba era esquiar. Vivía y respiraba el deporte y soñaba con competir en la Olimpiadas.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Maggie.

– Cuando tenía dieciocho años mi padre murió, y tuve que ocuparme de todo.

– ¡Qué triste!

– ¡Tonterías! -gruñó él-. Siempre supe cómo sería mi vida. Mi padre me preparó para ella.

– Pero no creo que esperaras que muriera tan pronto, ¿verdad? Primero deberías de haber disfrutado de unos años para tus propios sueños.

– Sí -convino pasado un momento-. Debería haberlo tenido. Ya hemos llegado a la cima.

El momento había volado. Volvía a ser Sebastián, con el ceño fruncido para ocultar el bochorno que le producía haberle abierto una ventana a su corazón.

Esquiaron en esa pista cinco veces. Mientras regresaban al hotel caminando por la nieve, Maggie comentó:

– Aquí hay una pista tan empinada que recibe el nombre de «Muro de la muerte». Hasta ahora nunca me he atrevido a bajarla, pero pienso probarla una vez antes de irme.

– ¡No! -exclamó él en el acto-. Yo la he bajado y no es adecuada para una mujer.

– Menos mal que sé que estarás en tu luna de miel -expuso con sequedad-, lejos de mí e incapaz de darme órdenes.

– De todos modos, poca atención prestas a mis órdenes.

– Cierto. Y ten por seguro que esta ni la tomaré en cuenta.

Él se detuvo ante la entrada del hotel.

– No es una orden, Margarita. Es una súplica. He bajado por esa pista y te aseguro que no es por capricho que recibe el nombre de «Muro de la muerte». Eres una buena esquiadora, y quizá si te acompañara alguien, un amigo que te cuide… pero no lo tendrás. Me preocuparía pensar que realizas sola el descenso. Prométeme que no lo harás.

En su voz sonaba una nota poco familiar, casi el calor y la amabilidad de un verdadero amigo.

– De acuerdo, lo prometo -aceptó Maggie de forma impulsiva.

– Gracias -le tomó la mano-. Significa mucho para mí.

Pero entonces ella se recobró y recordó que en unas pocas semanas él estaría casado con otra mujer y fuera de su vida para siempre. Retiró la mano.

– Ese día contrataré a un profesional que me cuidará como si fuera una madre. ¿Entramos? Tengo hambre.

Encontraron a los demás ya sentados en la terraza de la cafetería. Los tres jóvenes se pusieron de pie al verlos llegar y Alfonso fue a llamar a un camarero. Sebastián ocupó la silla al lado de Catalina y le indicó a José que se sentara junto a su otro lado.

– Tenía intención de hablar contigo -le dijo a José-. Conozco a alguien que está interesado exactamente en los artículos que importas y me gustaría que arreglaras una entrevista -le puso un papel en la mano-. Ahí está su número. Llámalo ahora.

José desapareció y regresó con la noticia de que tenía una cita para la tarde siguiente.

– Entonces deberías marcharte de inmediato para pasar la tarde con tus archivos -aconsejó Sebastián con una sonrisa gélida-. Ese hombre esperará que estés muy bien preparado. Despidámonos ahora para no demorarte más.

Expuesto de manera tan directa, resultaba imposible malinterpretar su mensaje. José se obligó a sonreír, asintió y se fue, llevándose consigo al renuente Horacio.

Catalina estaba indignada.

– ¿Cómo puedes tratar así a la gente?

– Gracias a la práctica -afirmó Maggie.

– No es necesario… surge de forma natural -explicó él-. Ese joven se interponía. Es hora de olvidarnos de él. Tengo entendido que por las noches este hotel tiene un salón de baile, ¿es cierto?

– No tengo nada que ponerme -se quejó Catalina.

– Pues ve a comprarte algo y que lo carguen en mi cuenta -dijo.

Catalina se marchó volando. Maggie se levantó para seguirla, pero Sebastián la detuvo y le hizo un gesto a Alfonso, quien la siguió.

– Algún día espero poder ver cómo Catalina te tira la tarjeta de crédito a la cara -espetó con ojos centelleantes.

– ¿Crees que lo conseguirás?

– No -mordió-. Voy a retirarme pronto.

– Puedes dormir una siesta, pero esta noche estás de guardia. Alguien ha de hacerle compañía a Alfonso.

Maggie regresó a su habitación furiosa. Después de la maravillosa tarde que había pasado, se había sentido caritativa con Sebastián, pero todo eso se había desvanecido ante la indiferente exhibición de poder. Su estado de ánimo no mejoró al darse cuenta de que solo tenía el vestido negro de cóctel. Si se lo ponía esa noche, temía que Sebastián pudiera pensar que le enviaba un mensaje.

Bajó a la boutique del hotel, no encontró nada que le gustara y volvió hecha un basilisco a la habitación. Al final, se presentó a cenar con el vestido negro, preparada para saltar a la primera. Pero él no dio señal alguna de notarlo, ni siquiera de percatarse de forma especial de su presencia.

Eso tendría que haber hecho que se sintiera mejor, pero no fue así.

Los cuatro se habían reunido en el restaurante con pista de baile del hotel, situado en la segunda planta, con ventanales que daban a la calle principal del pueblo. Por el día desde allí se disfrutaba de una vista gloriosa de las montañas, pero en ese momento las cumbres se hallaban envueltas en la oscuridad.

Los hombres también se habían vestido para la ocasión, con esmoquin y camisas. La piel cetrina de Sebastián sobresalía contra el blanco brillante de su camisa, y sus ojos oscuros daban la impresión de absorber la luz.

– Isabel regresará a casa la semana próxima -anunció después de pedir la cena.

– Me alegro tanto de que se encuentre recuperada -afirmó Catalina con calidez.

– No del todo. Se recupera lentamente, y durante un tiempo tendrá que estar en un hospital de Granada. Pero espero tenerla con nosotros para navidad. Pareces sorprendida -se dirigió a Maggie.

– Es que hablé por teléfono con ella algunas veces, la última ayer, y no mencionó que volvía a España.

– No lo sabe. He tardado unos días en prepararlo, y se lo conté está mañana. Quedó encantada.

Maggie comprendió que ese era el mejor Sebastián, el que sin quejarse asumía los deberes para los que había nacido. De pronto, experimentó el intenso anhelo de haberlo conocido siendo un joven despreocupado.

La orquesta se puso a tocar. Sebastián salió a la pista con su prometida y Maggie aceptó la invitación cortés de Alfonso. Pero no bailaba bien y no tardaron en regresar a la mesa para charlar.

El joven le cayó muy bien. Quizá jamás cautivara al mundo, pero percibía que había mucho más en él que lo que saltaba a la vista. Cuando Sebastián y Catalina volvieron a la mesa, los encontraron enfrascados en una discusión política.

– Potencialmente, Andalucía es la región más rica de España -afirmaba Maggie-. Tenéis todas las zonas turísticas y algunas de las tierras más fértiles del país. Sin embargo, es la región más pobre y eso es escandaloso…

Alfonso asintió y expuso una lista de las oportunidades perdidas. Ella replicó con unos ejemplos sacados de los años que había vivido en Granada. Se hallaban tan absortos, que no notaron que ya no estaban solos hasta que Sebastián tosió.

– ¡Maggie! -chilló Catalina horrorizada-. ¿Cómo puedes hablar de cosas tan aburridas?

– A mí no me resultan aburridas, y tampoco deberían serlo para ti. Es tu país y lo que le suceda tendría que interesarte.

– Suenas como una profesora -Catalina tembló.

– Exacto -corroboró Sebastián-. Y cuando hay vino y música, el sonido de una profesora es un crimen imperdonable. Vamos -le tomó la mano y se puso de pie-. Te lo haré expiar bailando.

Para consternación de ella, empezó a sonar un vals, el peor baile posible para mantener a distancia a un hombre. Pero se dijo que esa noche estaba en guardia. Soslayaría la sensación que le producía su mano en la parte baja de la espalda y el modo en que su aliento cálido le producía cosquillas en el hombro izquierdo.

Solo le daría un baile.

Decidida, llevó la batalla al campamento enemigo.

– Te pareció asombroso, ¿verdad? -retó-. ¡Una mujer hablando de política!

– ¿Crees que pensaba eso? -preguntó con suavidad.

– Sabes que sí.

– Planteas una oposición valiente, Margarita -sonrió y movió la cabeza-, pero tu técnica es defectuosa. Jamás intentes poner palabras en la boca de tu oponente. Eso solo te deja en su poder, justo lo que él desea.

– No reconozco hallarme en tu poder.

– Pero sí que es ahí donde te quiero, ¿no?

– Morirás sin conseguirlo.

– ¡Bravo! -rió.

– Además, no he puesto palabras en tu boca. Sé lo que piensas porque tú mismo lo has dicho. «Comparto mis pensamientos con hombres, no con mujeres» – citó.

– ¡Touché! Lo había olvidado. Y ahora, desde luego, se supone que he de sumar a mis delitos reconocer que una mujer no debe tratar temas serios, que su cuerpo cuenta más que su mente y que su sitio está en mi cama, en el empleo de sus habilidades íntimas para complacerme y dejar que la complazca.

Ella intentó contener el calor que la invadió ante su franqueza, pero Sebastián era un demonio que sabía cómo excitarla con palabras. Peor aún, era la asombrosa facilidad con que había vuelto su arma contra ella.

– A grandes rasgos, ese era el guión que me habías preparado, ¿no? -continuó él-. Pues lo siento, no puedo satisfacerte.

– ¿Qué?

– Quedé impresionado por el modo en que hablabas con Alfonso. Es evidente que conoces el tema. Hay muchas cosas mal hechas en esta región, y sería necesario mucho trabajo para solucionarlas. Esa es mi tarea. Para mí, todo se reduce a eso. He conocido a muy pocas personas que lo entendieran. Debiste aprender mucho durante tu matrimonio. ¿Tu marido se dedicaba a la política?

– No, pero mi suegro era un profesional de las quejas -aseveró con pasión-. Era capaz de pasar horas quejándose del gobierno central, del gobierno regional, esto está mal, aquello está mal, y jamás dejaba que nadie interviniera.

El vals llegó a su fin. De inmediato la orquesta pasó a un tango, al que Sebastián la arrastró sin pausa. Como todo lo demás, lo hacía bien, pero también Maggie. Era como volver a esquiar, una batalla sutil por establecer la superioridad, aunque en esa ocasión empataron. Ambos se hallaban jadeantes y sonrientes cuando terminó la música.

– Bailas bien -alabó él-. Aunque siempre lo supe.

Una mujer inteligente no le respondería. Sus ojos exhibían un brillo peligroso.

– Creo que será mejor que nos sentemos.

– No hasta que hayamos bailado otro vals.

Pero estar encerrada en sus brazos no era para ella. Lo deseaba demasiado. Debía alejarse.

– Margarita -susurró él.

– Para. Para.

– Para tú. Sé fuerte por los dos.

– Sí -musitó-. Sí -pero ya no sabía qué decía.

Agradeció el inminente regreso de Isabel. Sebastián y Catalina se casarían y ella podría regresar a su vida monótona en Inglaterra, y olvidarlo.

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