Sebastián se había equivocado al pensar que la noche anterior Maggie no había notado su preocupación. Ella también había adivinado que no se había quedado en el estudio a trabajar. De modo que al regresar aquella tarde no se anduvo con rodeos.
– ¿Qué sucede? -preguntó, estudiando su cara.
Hasta ese momento, él había pensado que aún dudaba sobre lo que iba a decirle. Pero supo que la decisión ya había sido tomada.
– He estado con un hombre llamado Hugo Ordoñez. Tiene contactos en la policía. Fui a preguntarle por Miguel Vargas, al que el otro día arrestaron por matar a un policía.
– ¿Te refieres al mismo hombre que testificó en el juicio de Rodrigo? -se quedó muy quieta.
– Sí. Al parecer ahora se ha descubierto que su testimonio era falso. Fue el propio Vargas quien atacó a Felipe.
– ¿Qué estás diciendo?
– Que Rodrigo era inocente -las palabras casi lo ahogaron-. El culpable era Vargas.
– ¿Vargas lo ha reconocido?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque no tiene nada que perder. Se enfrenta a cadena perpetua y sabe que su confesión le va a causar problemas a la policía y ninguno a él.
– ¿Y tú crees que de verdad es el hombre que atacó a Felipe? -preguntó al rato, lentamente.
– Estoy seguro. Felipe vio la cara de Vargas en la televisión el día que lo arrestaron, y logró confirmarle a Carlos que era él. ¡Maggie…!
Se había puesto tan pálida que temió que fuera a desmayarse. Intentó sostenerla pero ella retrocedió, agarrándose a una mesa.
– Rodrigo era inocente -musitó con voz aturdida-. ¿Dijo la verdad en todo momento? No… no puede ser. ¡No puede ser! -las palabras fueron una súplica.
– Me temo que sí.
– ¡Santo Dios! -susurró-. ¿Qué voy a hacer?
– No tienes que hacer nada. Iniciaré los trámites para limpiar su nombre… -pero al ver sus ojos desesperados supo que no se había referido a eso. ¿Qué iba a hacer con sus recuerdos y miedos?
– Todo este tiempo… -dijo como para sí misma mientras iba de un lado a otro de la estancia-… todo este tiempo lo he odiado… y era inocente…
– No lo odiabas solo por esto -le recordó.
– Lo sé, lo sé. Intento ser sensata, pero es duro. ¿No ves que lo abandoné? Si me hubiera quedado…
– Maggie, él se lo buscó.
– ¿Él se buscó que Vargas mintiera? -espetó, mirándolo.
– Sí -gritó Sebastián-. En primer lugar, ¿de qué conocía a Vargas? Porque eran cómplices en los delitos. Si hubiera sido un hombre honesto, jamás se habrían conocido. Sí, él se lo buscó, y si pensaras con serenidad, lo verías.
– ¿Cómo puedes pedirme que piense con serenidad cuando puedo oírlo en mi cabeza, suplicándome que no lo abandonara? Era capaz de enfrentarme a eso cuando lo consideraba culpable, pero… ¡Oh, Dios! ¿Qué voy a hacer ahora? Si me hubiera quedado para luchar por él, quizá seguiría con vida. Me suplicó que le creyera, y yo asumí lo peor.
– Porque te había dado motivos más que justificados -cuando ella no respondió, algo se quebró en el interior de Sebastián. La aferró de los hombros y la obligó a mirarlo-. Escúchame -soltó con voz fiera-. Te conozco como una mujer fuerte y sensata. Es así como siempre has querido que te viera. Bueno, pues actúa como tal. Mira cómo era de verdad, un despilfarrador y un vividor que te utilizó y te rompió el corazón. No lo conviertas en un santo porque era inocente de este único delito. Es un sentimentalismo que no esperaba de ti -no consiguió ninguna reacción-. Tuviste agallas para enfrentarte a mí -gritó, sacudiéndola-. ¿Por qué no tienes agallas para oponerte a él? ¿Cuánto quieres luchar contra él?
– ¿Qué…?
– ¿Por qué no lo reconoces? -exigió con amargura-. Sigue siendo él, ¿verdad?
– No… ¿qué intentas decir? Claro que no es verdad.
– Palabras -espetó-. Todo en tu actitud me indica que es él a quien aún llevas en el corazón.
– ¿Y si fuera así? -replicó-. ¿Tendrías derecho a quejarte? Te casaste conmigo por tu orgullo. Pues has recibido lo que querías. Mis sentimientos no son asunto tuyo. Y ahora ¡déjame en paz!
Abandonó la habitación a la carrera, dejándolo solo.
Él jamás supo adonde fue y ella nunca le contó las horas que dedicó a vagar por los rincones más apartados de la propiedad. Nadie la vio llorar mientras trataba de controlar sus terribles pensamientos. Él había sido inocente y ella lo había abandonado.
«Sigue siendo él, ¿verdad?»
«¡No! ¡No me mires así… como si vieras lo que a mí me da tanto horror ver!»
Luego volvió a ponerse a llorar, hasta que quedó demasiado extenuada para continuar.
A primera hora de la noche fue a buscar a Sebastián a su estudio.
– Los dos dijimos muchas cosas que no queríamos -comenzó.
– Yo solo quería ayudarte a pasar por esto -sonrió con tensión-. Probablemente fui torpe, por lo que me disculpo -«dime que ya no lo amas».
– No, no, tenías razón. Es una cuestión de sensatez -sonrió-. Dame un poco de tiempo para aclararme.
– Margarita, no finjas porque creas que tienes que hacerlo. Soy tu marido. Si esto te resulta duro, quiero compartirlo.
– ¿Compartirlo? ¿Tú y yo? -emitió una risa ahogada.
– No me dejes fuera -suplicó.
– No lo hago -repuso con demasiada celeridad-. No hay nada de lo que aislarte. Me encuentro bien, en serio. No marcará ninguna diferencia entre nosotros.
A Sebastián se le hundió el corazón. Sus palabras sensatas y su sonrisa brillante fueron como un portazo.
Una semana más tarde, Sebastián entró cuando Maggie colgaba el teléfono.
– ¿De qué se trata? -preguntó al verle la cara.
– Hablaba con mi casero de Inglaterra. Quiere saber qué va a pasar. Al marcharme, dejé pagados dos meses, pero ahora he de decidir qué voy a hacer.
– ¿Qué hay que decidir? Eres mi mujer. Ahora esta es tu casa.
– Sí, por supuesto. Me refería… hay que arreglar algunas cosas. Al irme, pensé que iba a estar ausente unas semanas. Tú tienes que pasar un tiempo en Sevilla, así que será un buen momento para regresar a solucionar todo en Inglaterra -rió con tono trémulo-. Me deben esperar unas buenas multas por los libros que saqué de la biblioteca.
– Llama a tu casero -indicó él pasados unos momentos de silencio-. Que los devuelva él. Yo enviaré a alguien a recoger tus cosas…
– No… no quiero que nadie hurgue entre mis pertenencias. Y he de ver a gente… viejos amigos, tengo que despedirme…
– No te vayas, Margarita -experimentó un escalofrío-. Otros se pueden encargar de todo.
– No… quiero ocuparme yo.
– Muy bien -aceptó-. ¿Cuándo te marcharás?
– Cuanto antes, mejor.
Él mismo la llevó ese mismo día al aeropuerto de Málaga. Esperó mientras ella facturaba las maletas. Se comportaron con una corrección serena. Nada en el aspecto de Sebastián indicaba que lo consumía un gran temor.
– ¿Cuánto tiempo estarás ausente? -inquirió.
– No lo sé -respondió con dificultad-. ¿Cuánto tardan estas cosas?
– No mucho, si alguien quiere regresar pronto a casa. Me pregunto la prisa que tendrás tú.
– Sebastián…
– ¿Vas a volver conmigo? -le apretó la mano con mucha fuerza.
– Si dijera que no… ¿qué harías?
– Margarita…
Se anunció la última llamada para embarcar y la gente los separó. Maggie no supo cómo sucedió. Lo último que vio fue a Sebastián alargando la mano por entre la gente, para tocar solo aire, el rostro lleno de preocupación.
Cuando el avión aterrizó en Londres, Maggie se dio cuenta de lo mucho que deseaba regresar a su pequeño apartamento. Era pequeño y viejo, pero allí podía ser ella misma. Le daría la bienvenida.
Pero al principio no fue así. Nada más entrar, tembló por el frío. De inmediato encendió las luces y activó la calefacción. Miró alrededor, tratando de experimentar placer en un entorno familiar. Sus libros, sus discos, todo hablaba de su gusto, de su personalidad.
Pero su personalidad parecía haber sufrido un cambio. Ya no era la misma mujer que al marcharse. Esa mujer vivía en el pasado. Pero desde entonces había conocido a Sebastián, le había caído mal, la había desafiado, en contra de su voluntad se había sentido atraída por él.
En ese momento se hallaba en un puente. El futuro la llamaba, pero seguía sumido en la bruma, y el pasado aún no la había soltado. Otrora había sido perseguida por el fantasma de Rodrigo, pero, misteriosamente, en ese instante se veía acosada por el de Sebastián.
Sin importar lo que hiciera, su rostro siempre estaba presente, con sus diferentes facetas.
– Tuve que dejarte para saber lo mucho que te amo -murmuró-. Y si regreso junto a ti… ¿seguiré amándote? ¿Qué hombre serás entonces?
Pero notó que había alguien más, una presencia amarga y no grata, que le reprochaba su abandono y le prohibía que volviera a amar.
– ¡Vete! -gritó-. Ya no puedo ayudarte. Miró alrededor y comprobó que estaba sola.
Sebastián permaneció en Sevilla por asuntos políticos hasta el último momento y cuando febrero dio paso a marzo regresó a casa. Reinaba una expectación agradable en la mansión, porque ese mes era su cumpleaños y se esperaba que al volver doña Margarita quisiera celebrarlo a lo grande.
Mientras trabajaba en su estudio, Sebastián miró el calendario y notó lo próximo que estaba el día. Si su esposa se retrasaba, anunciaría a los cuatro vientos que algo iba mal, y su fiero orgullo se rebeló ante la idea.
Pero quizá ella desconociera la fecha. ¿Qué había más natural que llamarla, preguntarle cómo se encontraba y decírselo en la conversación? Si lo manifestaba con cuidado, no tenía por qué parecer una súplica.
Levantó el auricular, marcó y colgó, dominado por una obstinación masculina. Apoyó la cabeza en las manos. Oyó a Alfonso moviéndose en el exterior y lo llamó.
– ¿Sabes dónde está Catalina?
– ¿Yo, señor? -el joven respondió con demasiada rapidez, y el rubor lo delató.
– Sí, tú. Eres tú quien sigue con mayor precisión sus movimientos. ¿Tienes algún éxito? -añadió con ironía.
– No, señor -repuso abatido.
– No -musitó-. Parece que ese es el mal que impera por aquí.
– ¿Señor?
– Nada. Trata de encontrarla.
Alfonso se ausentó largo rato, y al regresar informó incómodo de que Catalina había desaparecido.
– ¿Quieres decir que ha salido?
– No solicitó un coche.
– Entonces aún andará por aquí.
Después de diez minutos de búsqueda, fue Alfonso quien la descubrió en el jardín de los pájaros, oculta detrás de unos árboles. No estaba sola.
– ¿Por qué nos espías? -exigió con vehemencia.
– Señorita… por favor… -comentó consternado.
– Muy bien, Alfonso. Yo me ocuparé -intervino Sebastián al aparecer a su espalda-. Buenas noches, señor Ruiz.
– Buenas noches -respondió José con toda la dignidad que pudo mostrar-. Si pudiera explicarle…
– No des ninguna explicación -desafió Catalina-. Nuestro amor no le importa a nadie más que a nosotros.
– Puede que tengas razón -la sorprendió-. Pero deberías dejar que él lo dijera. Quería verte para que lo llamaras -se dirigió a José-. ¿Mi mujer te ha dicho que el nombre de tu primo ha sido limpiado?
– Sí.
– Ven a mi estudio en diez minutos. Eso te dará tiempo para limpiarte el carmín de la cara. He de decirte algunas cosas, y luego te escucharé mientras tú hablas.
– ¿Se refiere acerca de mis… posibilidades para mantener a una esposa?
– Eso puede esperar hasta otra ocasión. Esta noche quiero que me cuentes todo lo que puedas recordar sobre tu primo. Hay preguntas que tendría que haber formulado hace mucho tiempo, pero era demasiado orgulloso. De no haber… -una sombra de dolor cruzó su rostro-. Bueno, algunos errores se pueden subsanar y otros hay que sobrellevarlos toda la vida. Quizá nunca conocemos la diferencia hasta que no es demasiado tarde.
El segundo día se convirtió en el tercero, el cuarto, en una semana. Maggie guardó sus pertenencias y ató los cabos sueltos que quedaban hasta que no le quedó otra cosa que entregar el apartamento. Lo postergó durante un día, y luego otro. Se preguntó si Sebastián la llamaría.
Quizá lo hiciera para recordarle que pronto sería su cumpleaños. Pero el teléfono permaneció en silencio, y Maggie lo entendió. Dejaba que tomara su propia decisión sin ninguna presión.
Al final, descubrió que esa decisión ya había sido tomada en algún momento del pasado que no era capaz de localizar. Entregó el apartamento, arregló que le enviaran sus pertenencias y tomó el siguiente avión a Málaga.
No le dijo a nadie que regresaba. Era noche cerrada cuando el taxi la dejó frente a la residencia. Entró en silencio y vio a Catalina y a Isabel.
– ¡Menos mal que has vuelto! -exclamó la joven-. Ha sido como un león, gruñéndole a todo el mundo y trabajando hasta tarde. Ahora se encuentra en su estudio. Pobre Alfonso, lo tiene casi muerto.
El pobre Alfonso puso expresión agradecida cuando vio aparecer a Maggie en la antesala donde tenía su mesa.
– Alfonso -llamó Sebastián por la puerta entreabierta-, ¿vas a tardar toda la noche en traer esa carpeta?
Maggie se la quitó de las manos y entró en silencio en el estudio. Sebastián se hallaba con la camisa remangada y no parecía un autócrata, solo un hombre cansado que necesitaba dormir, pero que era renuente a meterse en la cama. Junto a él en el escritorio, había una botella vacía de vino y una copa. De pronto se le encogió el corazón.
– Tráela deprisa -ordenó sin alzar la vista. Sin decir una palabra, ella se dirigió a la mesa y la depositó a su lado-. Espero que la hayas leído como te pedí – gruñó-. ¿Qué te parece?
– Creo que ya era hora de que regresara a casa.
Sebastián levantó la cabeza y por un momento la miró fijamente, como si no pudiera concentrar la vista. La copa se cayó. El sillón se desplomó sobre el suelo y él rodeó el escritorio para envolverla en el abrazo más intenso que jamás le había dado.
– Has vuelto -musitó-. Has vuelto a mí.
– Por supuesto -repuso cuando pudo hablar-. Tenía que traerte tu regalo de cumpleaños.
– El regalo eres tú -volvió a besarla.
– Pero traigo otro. Aquí -le tomó la mano y la apoyó con cuidado en su vientre.
– ¿Qué… qué intentas decirme? -le temblaba la voz.
– Cuando estábamos en las montañas -sonrió y lo besó con ternura-, dijiste que no sabías cuál era la respuesta y que quizá no hubiera una -le recordó-. Yo tampoco sé cuál es la respuesta para nosotros. Pero estoy convencida de que hay una. Y al estar lejos de ti, comprendí que debíamos encontrarla aquí, juntos.