Capítulo 4

En el centro del hogar de Sebastián se hallaba el patio de los pájaros, un jardín cerrado, con un estanque y una fuente. Bajo los árboles se erguían unos pájaros de piedra, y otros de verdad aleteaban junto al estanque.

Más allá de los árboles y setos había unos arcos de compleja decoración, cuyos pilares retorcidos parecían demasiado frágiles para la carga que soportaban. Sin embargo, la impresión global era de perfección. Todo era apacible simetría, jubilosa armonía.

Cuando Maggie salió al exterior a respirar el aire dulce, vio que la luna se elevaba en un cielo de una claridad deslumbrante. Costaba recordar que Inglaterra se hallaba bajo la nieve. Tan lejos al sur, las noches de diciembre a menudo eran agradables, aunque al pie de las montañas eran más frescas que en la ciudad, y ella solo llevaba puestos un camisón y una bata finos. Pero hasta el frescor resultaba agradable, y quizá la armonía del jardín pudiera restaurar la armonía en su mente.

La cena había sido agotadora. Unos parientes de Sebastián, que vivían cerca, se habían presentado para celebrar su regreso, y a ellos se habían unido algunos personajes distinguidos del gobierno local.

El único que sobresalía en la mente de Maggie era Alfonso, un primo lejano de veintitantos años que desempeñaba la función de secretario de Sebastián. Era atractivo y a primera vista mostraba el porte altivo de un Santiago. Pero su sonrisa era encantadora, y cuando miraba a Catalina mostraba una especie de conmoción anonadada en sus ojos que hizo que Maggie sintiera pena por él. Habría sido un marido mucho más apropiado que Sebastián para la joven.

Se inclinó para observar su propio reflejo iluminado por la luna, dispersándolo al mover los dedos, pero se agrupó otra vez cuando el agua se quedó quieta.

– Eres como yo -musitó en la noche-. Rota un momento, apacible al siguiente. Pero la paz es una ilusión; se puede resquebrajar con tanta facilidad. ¿Por qué acepté venir aquí?

– ¿Por qué, ciertamente? -murmuró una voz detrás de ella.

En el mismo instante vio su silueta en el agua.

– No sabía que estuviera aquí -repuso Maggie, volviéndose.

– Lamentó haberla sobresaltado -se disculpó Sebastián.

– Siempre se debería poder caminar por un jardín cerrado a solas -asintió ella-. De esa manera se encuentra la paz y el paraíso.

– ¿Comprende el simbolismo? -inquirió complacido.

– Sé por qué la arquitectura árabe se alza en torno a lugares como este -comentó-. Pero no estoy segura de aceptarlo. ¿Cómo se puede alcanzar la verdad o el cielo cuando el entorno deja tantas cosas fuera?

– Pero olvida que también simboliza la totalidad del cosmos, el mundo y el infinito. Aquí, toda la belleza se puede contener en la palma de la mano.

Introdujo la mano en el agua y la alzó, para que se escurriera y dejara solo un poco en la palma ahuecada, hasta que Sebastián abrió los dedos y permitió que cayera toda. A la luz de la luna brillaba como si fuera mágica, capturando la mirada de Maggie, casi hipnotizándola.

– Puede aceptar el simbolismo como más le plazca.

Le habría gustado quedarse a contemplar el agua para siempre, mientras sentía cómo la paz invadía sus huesos. Sería fatalmente fácil rendirse a la magia del lugar. También Maggie introdujo la mano para volver a alzarla, fascinada por las gotas. Sebastián tomó sus dedos y los apretó con suavidad.

– Gracias por todo -musitó-. Por calmar los temores de Isabel y por ser amiga de Catalina, por ser sabia y fuerte.

A través del agua fría pudo sentir la calidez de la mano de él, que sostenía la suya con un poder oculto pero ineludible. Intentó hablar, pero no pudo. Algo le dificultaba respirar.

– Creo que su lugar está en un jardín cerrado -continuó Sebastián.

– ¿Aislada del mundo? -trató de escapar del hechizo-. No.

– No, no aislada. Traería el mundo al interior, con usted, y lo contendría en una mano, y el hombre que viniera a buscar la verdad y la sabiduría, las encontraría en usted. Entonces él sí que podría aislar el resto del mundo, ya que aquí poseería todo lo que necesitaba.

– ¿Es de sabios darle tanta importancia al simbolismo? -preguntó en voz baja-. Si nos cegamos con los símbolos, ¿dónde queda la realidad?

– Me pregunto de qué realidad habla.

– ¿Hay más de una?

– Hay un millón, y cada hombre elige la suya.

– Es posible que cada hombre -ironizó-. Pero, ¿Cuán a menudo puede elegir una mujer? Casi siempre le imponen la realidad de un hombre.

– ¿Se la impusieron a usted? ¿O la eligió libremente… para luego descubrir que había elegido cegada?

– ¿Acaso las elecciones no se realizan a ciegas? Para descubrir demasiado tarde que nos equivocamos -experimentó un leve temblor.

– Tendría que haberse vestido con más sensatez para salir aquí -indicó Sebastián. Se quitó la chaqueta y se la pasó por los hombros-. Si enfermara, mi prometida no me lo perdonaría. Ya está enfadada conmigo por «obligarla brutalmente» a venir a un lugar donde su corazón se romperá por los recuerdos de su gran amor perdido.

– ¡Santo cielo! Le he pedido que no me viera a través de un filtro de trágico romance.

– Pierde el tiempo. Le encanta verla de esa manera. Luego querrá vagar por las calles de Granada en busca de los lugares que conoció con él.

De pronto Maggie fue consciente del peligro. Había estado presente en todo momento, pero lo había soslayado hasta que casi fue demasiado tarde. Se apartó de él.

– Pierde su tiempo, Sebastián. No hablo de mi marido con Catalina y tampoco lo haré con usted.

– No obstante, vino a Andalucía a encontrarlo… o a deshacerse de una vez por todas de él. Me pregunto qué será.

– Puede seguir preguntándoselo. No es asunto suyo.

– ¡Cuánto se enfada cuando se menciona!

– ¡Tampoco mi enfado es asunto suyo!

– Entonces permita que le de un consejo. Si desea mantener sus secretos, esconda su ira. Revela demasiado sobre usted.

El último vestigio del hechizo se desvaneció. ¿Cómo se atrevía a pensar que podía divertirla con esas tonterías sobre los jardines y la verdad?

– No sabe nada de mí -aseveró-, excepto que le puedo ser de utilidad. Eso es lo único que necesita saber y lo que jamás sabrá. Mis «secretos» no le atañen, mi vida privada no le atañe, y si alguna vez vuelve a mencionarlos, me marcharé -se puso a temblar. Para ocultárselo, fue a darse la vuelta, pero él la detuvo con una mano en el brazo.

– Lo siento. No me percaté de que resultara tan doloroso.

– Buenas noches, don Sebastián -respiró hondo.

– No se vaya todavía.

– He dicho buenas noches.

Él quiso apretar los dedos, pero descubrió que no aferraba nada. Maggie se había escabullido, dejándolo con la chaqueta vacía en la mano.


El tiempo que quedaba hasta la boda era breve, y la primera prioridad de Catalina era visitar a la señora Diego, una modista de Granada en cuyo local encontraría una selección de vestidos de novia entre los que poder elegir. A la mañana siguiente, el coche estaba listo para llevarlas. Durante el trayecto, Maggie notó con ironía que el estado de ánimo de la joven había vuelto a cambiar. La tristeza de la noche anterior había sido sustituida por la emoción de dedicar un día a compras caras.

Se probó un vestido tras otro, hasta que al final las tres coincidieron con uno de encaje que potenciaba sus delicados atractivos. Era un poco grande, pero se lo podía retocar de inmediato. Catalina se entregó con entusiasmo a unas pastas dulces mientras esperaba la siguiente prueba.

– ¿Te importa si me marcho un momento? -preguntó Maggie-. Regresaré en una hora.

Con la boca llena, la joven le hizo un gesto para que se fuera. Maggie había quedado consternada al descubrir que la tienda se hallaba a solo unas calles del lugar donde había estado situado el negocio de Rodrigo.

En el último momento estuvo a punto de cambiar de parecer, pero algo la impulsó a girar por la esquina y ahí lo vio, el local que en una ocasión había contemplado con tanto pavor. En ese momento era diferente, más cuidado, con un aspecto más próspero. Quienquiera que lo hubiera ocupado, había tenido éxito. El nombre grabado en la puerta ponía José Ruiz, lo que hizo vibrar un recuerdo.

De pronto la puerta se abrió y salió un joven extremadamente atractivo. Cuando sus ojos se posaron en ella, por su cara se extendió una expresión de júbilo.

– ¡Maggie! -exclamó, avanzando con las manos extendidas. Se detuvo ante ella-. ¿No me recuerdas?

Entonces supo que era el joven primo de Rodrigo que había ido constantemente a su hogar.

– ¡José! -saludó complacida-. Por un momento no te reconocí.

– Entonces era un niño, ahora soy un hombre -anunció con orgullo.

El paso de los quince a los veintitrés años había sido amable con él. Tenía los hombros más anchos, el porte más maduro, aunque aún había risa en sus ojos.

– Me alegro tanto de volver a verte -dijo José-. Nunca olvidé lo amable que fuiste conmigo. Hay una cafetería una calle más abajo donde podemos tomar algo -fueron hacia allí y una vez sentados, él comentó-: Pensé que jamás volverías aquí.

– Yo también. Me ha traído el azar.

Le habló de su empleo y los ojos de José se abrieron mucho.

– Claro que he oído hablar de don Santiago. ¿Quién no por aquí? Es un gran hombre.

– Permite que lo dude. A mí se me ocurren otras palabras para describirlo. No creo que te gustara más que a mí.

– ¿Gustarme? -José pareció un poco asombrado-. Maggie, es un hombre de autoridad, de respeto, de poder. Sus propiedades son vastas, posee cultivos de naranjas y limones, viñedos. Uno no se atreve a juzgar a semejante hombre. Solo reza para no provocar su desagrado.

– No tengo paciencia con este tipo de charlas. Es un hombre como cualquier otro. De hecho, yo he provocado su desaprobación, pero me parece perfecto, porque él también tiene la mía.

– ¿Se lo has dicho? -José la observó fascinado.

– Desde luego.

– ¡Qué valiente eres!

– Háblame de ti. ¿Qué haces en ese sitio?

– Asumí el contrato de Rodrigo y comencé mi propio negocio. Exporto fruta de esta región e importo pequeños artículos de lujo de todo el mundo.

– Si no recuerdo mal, eso hacía Rodrigo, cuando se molestaba en hacer algo.

– No hablemos de él -se mostró inquieto-. Por suerte, mi apellido es Ruiz, no Alva, de modo que cambié el nombre del negocio y no lo dirijo como hacía él.

– Eres inteligente. Yo tampoco llevo ya su apellido -miró el reloj-. He de regresar. Catalina se estará preguntando por qué me retraso.

– ¿Es la prometida de don Sebastián?

– Sí. La dejé probándose vestidos de novia.

La luz del comercio iluminó los ojos de José.

– Deja que te acompañe, Maggie.

– Esos artículos de lujo que importas -sonrió-, ¿resultan apropiados para una boda?

– Muchos, sí. Pero pensaba más en que me presentaras a don Sebastián. Tiene influencia en el gobierno andaluz. Si pudieras presentármelo -suplicó José-. Hay contratos que podría conseguir… él conocerá a gente… por favor, Maggie -le tomó la mano y le imploró-. En nombre de nuestra vieja amistad.

– De acuerdo -aceptó, incapaz de no sonreír-. Haré lo que pueda por ti. Pero recuerda, para esta gente soy la señora Cortez. Ocurrió por error, pero necesitaría muchas explicaciones para arreglarlo.

– No mencionaré a Rodrigo -prometió-. No sé cómo darte las gracias.

La acompañó a la tienda y llegaron en el momento en que Catalina daba vueltas en un torbellino de encaje blanco.

– ¿No es perfecto, Maggie? -gritó Catalina-. ¿No estoy hermosa?

– Preciosa -concedió-. Catalina, te presentó a José, un viejo amigo -la joven realizó una reverencia teatral. José respondió con una correcta inclinación de cabeza-. José irá a verme esta noche después de cenar -añadió.

– Oh, no, debes ir mucho antes -indicó Catalina con un mohín-. Va a ser una cena tan aburrida, llena de tías viejas. Debes cenar con nosotros, y así no será tan aburrida.

José aceptó agradecido y se separaron con la promesa de que se verían más tarde. Maggie tuvo dudas de haber hecho lo correcto, pero la velada fue mucho mejor de lo que se había atrevido a esperar.

Como había dicho Catalina, la mesa enorme estaba llena de familiares mayores. El comportamiento de José fue perfecto. Se mostró cortés con sus mayores, encantador con las damas y escuchó con deferencia el consejo de los hombres. Maggie lo presentó a Sebastián, quien asintió con gesto educado antes de dar media vuelta. José no mostró impaciencia y al final se vio recompensado con quince minutos en su estudio. Antes de marcharse, apretó las manos de Maggie.

– Muchas gracias -dijo con un fervor que le indicó que la entrevista debía de haber salido bien.


Esa noche volvió a dar un paseo por el jardín, eligiendo un camino diferente que el de la última vez. Vagó entre las flores por los senderos plateados por la luna, que serpenteaban y terminaban en sombras. Los pájaros trinaban con suavidad en la noche y allí donde sus ojos se posaban había belleza.

– ¿Mi hogar la complace ahora que lo conoce mejor? -surgió una voz en la oscuridad. Salió de entre unos árboles, una silueta perfilada por la luna. Lucía la ropa con la que había cenado, pero llevaba la camisa abierta hasta la cintura. El pecho estaba cubierto de vello, elevándose y bajando como si hubiera corrido.

– Creo que vive en el lugar más hermoso de la Tierra -convino.

Sebastián llevaba dos copas de vino, una de las cuales le entregó, como si hubiera sabido que Maggie estaría allí.

– ¿Qué impresión le causa Catalina? -preguntó-. ¿Le parece feliz?

– Ahora sí, porque está rodeada de cosas bonitas y el gran día va a ser el centro de atención. Pero, ¿y después?

– Después, la mimaré como la niña que es, y no le faltará nada. Desde luego, puede que la vida le resulte carente de intereses intelectuales…

– Ya hemos acordado que no es una intelectual – ironizó ella.

– Siempre estará contenta mientras no le falte una generosa asignación y amigas con las que poder hablar de sus cosas -indicó con tono indulgente.

A Maggie le irritó no poder cuestionar su afirmación, pero había descubierto que la evaluación de Sebastián sobre su prometida era certera. Eso no hacía que estuviera de acuerdo con el matrimonio.

– ¿Y qué me dice de usted? -preguntó-. ¿Cómo se arreglará con una mujer que no es capaz de compartir sus pensamientos?

– Comparto mis pensamientos con los hombres, no con las mujeres -se encogió de hombros.

– ¡Santo cielo! -puso los ojos en blanco.

– Exige demasiado de un matrimonio. Ninguna relación puede satisfacer todas las necesidades. Catalina y yo formaremos un hogar juntos. La mantendré protegida, le daré hijos y satisfaré su necesidad de pasión.

– ¿Está tan seguro de que puede satisfacer eso? – espetó.

– Hasta ahora no he tenido quejas.

– Deténgase ahí mismo. No me apetece oír cosas sobre sus conquistas fáciles.

– ¿Por qué asume que fueron fáciles?

– Porque ahora lo conozco. Sé cómo hablan de usted… Don Sebastián, el hombre de autoridad, de respeto, de poder. El hombre cuya atención quiere captar todo el mundo…

– Como su amigo esta noche -murmuró.

– Sí. Por el amor del cielo, casi dio saltos de alborozo al enterarse de que lo conocía.

– Vaya, Margarita -musitó-. No sabía que llenara una parte tan importante de su conversación… o de sus pensamientos.

– No trate de tenderme trampas…

– Se las tiende usted misma. ¿Por qué le caigo tan mal?

– Porque… -de pronto le costó responder-… porque siento pena por Catalina. Desde su punto de vista sé que pretende ser un buen marido, pero su punto de vista es estrecho. Veo cómo la conduce hasta este matrimonio sin dejarle la oportunidad de encontrar algo mejor.

– ¿Algo mejor que un hogar en el que será mimada y consentida, en el que recibirá seguridad para criar a sus hijos? Sí, seré un buen marido desde mi punto de vista. Y este incluye algo de lo que usted jamás habla, quizá porque considera que no importa.

– Oh, sé lo que es la pasión -manifestó con una amargura que no pudo contener-. Sé lo peligrosa que resulta y lo sobrevalorada que está. Piensa que si la ciega de esa manera, nada más importará.

– Creo que un hombre que satisface a su mujer en la cama es un buen marido y que ha protegido la santidad de su hogar.

De pronto el tiempo dio marcha atrás y ella se vio una vez más ante Rodrigo, convencido de que su destreza técnica como amante tenía que silenciar todo argumento. Aterrada, lanzó las palabras más crueles que pudo encontrar.

– ¿Y cómo sabrá si está realmente satisfecha, Sebastián? ¿Cómo podrá estar seguro de que lo que ve no es fingido, de que su mujer no cumple el papel de prisionera aplacando a su carcelero? Ese es el problema cuando un hombre ostenta mucho poder. Jamás puede tener una convicción plena, ¿verdad? -la respiración brusca de él le indicó que había dado en el blanco.

– Tenga cuidado -dijo con aspereza.

– Es cierto. ¡Reconózcalo!

No sabía qué demonio la impulsaba a provocarlo hasta límites poco seguros. Solo sabía que haría cualquier cosa para resquebrajar su control y borrar la expresión de complacencia de su cara. Y que tenía éxito.

– Deténgase -ordenó él.

– ¿Por qué? ¿A qué creía que me refería al hablar de sus «conquistas fáciles»? Fueron muy fáciles, ¿no, Sebastián? Estoy convencida de que las mujeres se arrojan a su cama, pero, ¿es usted quien las complace o su dinero y poder? Nunca estará seguro, ¿verdad?

– Será mejor que lo juzgue usted misma -espetó.

Leyó sus intenciones en sus ojos y retrocedió, pero demasiado tarde. Sintió su mano en la cabeza y su boca en los labios antes de tener tiempo para pensar. Con el otro brazo la pegó a su cuerpo. Lo había provocado demasiado. En ese momento tenía algo que declarar y a los pocos segundos supo que lo iba a hacer con fuerza devastadora. No daría ni pediría cuartel.

«Pero eso también va por mí», pensó con furia. Qué placer sería yacer inmóvil en sus brazos y hacerle ver el poco impacto que establecía en una mujer que no quería nada de él. Sería satisfactorio enseñarle una lección.

Dejó caer las manos a los costados y no se resistió mientras sentía sus labios, hábiles, con un objetivo. No prestó atención a los movimientos que intentaban conseguir que reaccionara. Sin embargo, le costó más resistir su fragancia caliente y la sensación que le producía el contacto con su cuerpo. Era consciente de sus muslos, de sus caderas estrechas y del hecho de que había alcanzado una erección veloz.

Para su consternación, ese conocimiento envió destellos de excitación por el cuerpo de Maggie. No era eso lo que había querido que pasara, y no pensaba ceder. Debía recordar lo mucho que le desagradaba Sebastián, porque así no querría pegarse más a él.

Él levantó la cabeza y la miró con una sonrisa.

– No va a ser tan fácil -afirmó-. Para ninguno de los dos.

– ¡Vete al infierno!

– Por supuesto. Es ahí adonde me estás empujando. Vayamos juntos.

– ¡No!

– Es demasiado tarde para decir que no. Demasiado tarde para los dos. Deberías haber pensado en ello antes de provocarme. Ahora hemos de llegar hasta el final.

Le cubrió la boca con un movimiento rápido y hambriento, y Maggie cerró las manos. Costaba mantenerlas a los costados cuando querían tocarlo, excitarlo. Resistió el impulso, pero percibió que él sentía su lucha. Como si le leyera la mente, Sebastián le susurró sobre la boca:

– ¿Por qué te opones a mí?

– Porque alguien ha de hacerlo -soltó con vehemencia. Asombrado, él se echó para atrás y estudió su rostro-. Tu poder es mayor del que debería tener un solo hombre -explicó-. Pero mientras yo esté viva, jamás será completo. Jamás te concederé poder sobre mí. Ni por un instante.

– Creo que realmente lucharías contra mí hasta el último aliento -murmuró con voz ronca.

– ¡Ni lo dudes! Porque he visto quién eres.

– ¿Y qué crees ver?

– Que esto es una representación. En realidad no me deseas, no más que yo a ti. Lo que pasa es que no soportas que alguien no salte cuando chasqueas los dedos. Si dejo que me superes, me apuntarás como otra conquista y me olvidarás en un minuto.

– ¿Estás segura?

– Completamente.

– ¿Lo averiguamos?

– Jamás sucederá -respondió con lentitud. Se soltó y se alejó de él. Le costaba respirar, pero estaba al mando de sí misma-. Me marcharé de esta casa.

– ¡Lo prohíbo!

– ¿Y crees que solo te basta con dar tus órdenes? Conmigo no lo intentes, Sebastián. Me iré a primera hora de la mañana. Y considérate afortunado si no le cuento a Catalina con la clase de hombre que va a casarse.

– ¿Y tú lo sabes?

– Sé que sin importar lo que puedas ofrecerle a tu esposa, no será fidelidad.

– Me cuesta pensar en la fidelidad cuando estás cerca. Quizá deberías de culparte a ti misma por eso. ¿Por qué me incitas si no tienes nada para dar?

– ¡No trates de que la culpa recaiga en mí! Yo no te incito.

– Lo haces por el simple hecho de vivir y respirar. Me incitas cuando entras en una habitación, cuando te veo…

– Entonces, cuanto antes dejes de verme, mejor.

Se alejó a toda velocidad. El corazón le martilleaba y el cuerpo le temblaba por la fuerza de las sensaciones que él había despertado. Todo lo que había dicho Sebastián era verdad. Era una mujer que había aprendido los secretos del deseo y no podía olvidarlos. Los había contenido, pero seguían allí, a la espera del hombre equivocado que los devolviera a la vida.

Corrió a su dormitorio, anhelando estar sola, pero de pronto apareció Catalina, que sonrió al verla. Maggie pensó que esa era su oportunidad. Desde un principio había deseado parar esa boda, y si le contaba a la joven la verdad sobre su futuro marido, no harían falta más argumentos. Aunque existía la posibilidad de que la revelación provocara dolor sin conseguir nada.

– Pensaba que dormías -comentó.

– No puedo. No dejo de pensar en el precioso vestido. Seré la novia más hermosa.

– ¿Y después? ¿Será él un buen marido?

– Cuidará de mí -se encogió de hombros-, y yo tendré mucha ropa nueva.

Se acercaba tanto a lo que había dicho Sebastián, que Maggie experimentó un sobresalto. Algo en la prosaica actitud de Catalina hacia el matrimonio consiguió que las terribles palabras murieran antes de poder ser expresadas. Catalina le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso suave en la mejilla.

– Me siento tan feliz de que estés aquí -dijo-. Nadie jamás ha sido tan bueno como tú conmigo.

Se marchó por el pasillo. Al llegar a la puerta de su habitación, se detuvo, le sopló un beso a Maggie y entró.

– ¡Santo cielo! -musitó Maggie en el silencio.

– Gracias.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó al girar en redondo y ver que él terminaba de subir las escaleras.

– El tiempo suficiente para saber que podrías haberme traicionado y no lo hiciste.

– Por el bien de ella, no el tuyo.

– Lo sé -a la tenue luz del pasillo su rostro se veía tenso-. Esta noche me he conducido mal. Te alojas bajo mi techo… olvidé mi honor, el honor de mi casa. Si aceptas quedarte, te doy mi palabra de que jamás se repetirá algo así -titubeó y añadió-. Estarás a salvo, te doy mi palabra.

– Muy bien, me quedaré. Pero escúchame bien, Sebastián. Esta noche no podía delatarte, pero pienso emplear cada oportunidad que se me presente para socavar tu imagen a ojos de ella. ¿Me has entendido? Si logro convencerla de que no se case…, lo haré.

– Al menos así podré ver las líneas de la batalla -inclinó la cabeza-. No me quejo.

– Puede que lo hagas si te abandona.

– No lo hará, porque eres demasiado honorable para emplear tu arma más poderosa. Te doy las gracias, por eso y por haber declarado una guerra abierta.

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