CAPÍTULO 9

Miranda pasó la siguiente semana fingiendo leer tragedias Griegas. Le era imposible mantener la mente concentrada en un libro lo suficiente como para de verdad leer uno, pero puesto que tendría que mirar las letras en la página de vez en cuando, se figuró que bien podría elegir algo acorde con su humor.

Una comedia la habría hecho llorar. Una historia de amor, que dios la perdonase, la habría hecho desear morir en el instante.

Olivia, a quién nunca se le había conocido por su falta de interés en los asuntos de otras personas, había sido incesante en la búsqueda de la razón que había tras el malhumor de Miranda. De hecho, las únicas veces en que no interrogaba a Miranda, era cuando intentaba alegrarle el humor. Olivia estaba en mitad de una de esas sesiones de ánimo, entreteniendo a Miranda con historias sobre cierta condesa que había echado a su marido de casa hasta que éste accedió a dejarle comprar cuatro diminutos caniches como mascotas, cuando Lady Rudland llamó suavemente a la puerta.

– Oh, bien -dijo, asomando la cabeza por la puerta-. Estáis las dos aquí. Olivia, no te sientes de esa forma. No es propio de una dama.

Olivia ajustó sumisamente su postura antes de preguntar.

– ¿Qué ocurre, mamá?

– Quería informaros de que hemos sido invitados a la casa de Lady Chester para una visita campestre la próxima semana.

– ¿Quién es Lady Chester? -inquirió Miranda, dejando su nuevo manoseado volumen de Esquilo sobre el regazo.

– Una prima nuestra -contestó Olivia-. Tercera o cuarta, no puedo recordarlo.

– Segunda -la corrigió Lady Rudland-. Y he aceptado la invitación en nombre de todos. Sería de mala educación no acudir, ya que es un familiar tan cercano.

– ¿Va a ir Turner? -preguntó Olivia.

Miranda quiso agradecerle mil veces a su amiga el haber preguntado lo que ella no se atrevía a expresar.

– Más vale que lo haga. Ha logrado escaparse de las obligaciones familiares durante demasiado tiempo -dijo Lady Rudland con inusual dureza-. Si no lo hace, tendrá que responder ante mí.

– Cielos -dijo Olivia impasible-. Qué idea tan terrible.

– No sé qué le pasa a ese chico -dijo Lady Rudland con un movimiento de cabeza-. Es casi como si nos estuviese evitando.

No, pensó Miranda con una sonrisa triste, sólo a mí.


Turner daba golpecitos impacientes con el pie mientras esperaba a que su familia bajase. Por decimoquinta vez esa mañana, se encontró deseando parecerse más al resto de hombres de la alta sociedad, muchos de los cuáles ignoraban a sus madres o las trataban como fragmentos de pelusas. Pero de alguna forma, su madre había logrado que accediese a aquella condenada fiesta de fin de semana en casa, a la cuál, por supuesto, Miranda también iría.

Era un idiota. Ese día estaba consiguiendo que el hecho se volviese cada vez más claro.

Un idiota que aparentemente había ofendido al destino, porque tan pronto como su madre llegó al vestíbulo, dijo:

– Vas a tener que ir con Miranda.

Aparentemente los dioses tenían un morboso sentido del humor.

Se aclaró la garganta.

– ¿Crees que es buena idea, madre?

Ella le dirigió una mirada de impaciencia.

– No vas a seducir a la chica, ¿verdad?

¡Maldita fuese!

– Claro que no. Es sólo que hay que tener en cuenta su reputación. ¿Qué dirá la gente cuando nos vean llegar en el mismo carruaje? Todo el mundo sabrá que hemos pasado varias horas a solas.

– Todo el mundo piensa en vosotros como si fueseis hermano y hermana. Nos encontraremos a una milla de Chester Park y nos cambiarás, y así llegarás con tu padre. No habrá ningún problema. Además, tu padre y yo necesitamos hablar a solas con Olivia.

– ¿Qué ha hecho ahora?

– Aparentemente llamó tonta a Georgiana Elster.

– Georgiana Elster es una tonta.

– ¡A la cara, Turner! Se lo dijo a la cara.

– Falta de juicio por su parte pero nada que requiera una regañina de dos horas, en mi opinión.

– Eso no es todo.

Turner suspiró. Su madre estaba decidida. Dos horas a solas con Miranda. ¿Qué había hecho para merecer aquella tortura?

– Llamó a Sir Robert Kent “armiño demasiado grande”.

– A la cara, supongo.

Lady Rudland asintió.

– ¿Qué es un armiño?

– No tengo la menor idea, pero supongo que no es un cumplido.

– Un armiño es una comadreja, creo -dijo Miranda mientras entraba en el vestíbulo con un vestido de viaje azul crema. Les sonrió a los dos, irritantemente compuesta.

– Buenos días, Miranda -dijo Lady Rudland enérgicamente-. Vas a ir con Turner.

– ¿En serio? -casi se ahogó con sus propias palabras y tuvo que encubrirlo con algo de tos. Turner encontró una bastante juvenil satisfacción en ello.

– Sí. Lord Rudland y yo necesitamos hablar con Olivia. Ha estado diciendo algunas cosas bastante inapropiadas en público.

Se escuchó un gemido desde las escaleras. Tres cabezas giraron alrededor para mirar a Olivia mientras bajaba.

– ¿Es realmente necesario, mamá? No pretendía hacer daño. Nunca habría llamado bruja miserable a Lady Finchcoombre si hubiese sabido que se iba a vengar.

La sangre abandonó la cara de Lady Rudland.

– ¿Llamaste a Lady Finchcoombre una qué miserable?

– ¿No lo sabías? -preguntó débilmente Olivia.

– Turner, Miranda, os sugiero que os vayáis ya. Nos vemos en un par de horas.

Se alejaron en silencio hasta el carruaje que los esperaba, y Turner sostuvo la mano en alto para ayudar a Miranda mientras subía. Los dedos enguantados de ella parecían eléctricos sobre los de él, pero ella no debía de haber sentido lo mismo, puesto que sonó singularmente inmutable cuando musitó:

– Espero que mi presencia no sea una prueba demasiado dura para usted, milord.

La respuesta de Turner fue una mezcla entre gruñido y suspiro.

– Yo no lo planeé, ¿sabes?

Se sentó frente a ella.

– Lo sé.

– No tenía ni idea de que… -ella levantó la vista-. ¿Lo sabes?

– Lo sé. Madre estaba bastante resuelta a pillar a Olivia a solas.

– Oh. Gracias por creerme, entonces.

Él dejó salir el aire contenido, mirando por la ventana durante un momento mientras el carruaje se ponía en marcha.

– Miranda, no creo que seas ningún tipo de mentirosa empedernida.

– No, claro que no -dijo ella con rapidez-. Pero parecías bastante furioso cuando me ayudaste a subir al carruaje.

– Estaba furioso con el destino, Miranda, no contigo.

– Vaya mejora -dijo ella fríamente-. Bueno, si me disculpas, he traído un libro. -Se retorció de forma que la mayor parte posible de su espalda estuviese de cara a él y comenzó a leer.

Turner esperó alrededor de treinta segundos antes de preguntar.

– ¿Qué es eso que estás leyendo?

Miranda se quedó helada, luego se movió lentamente, como si estuviese completando la más odiosa de las tareas. Levantó el libro.

– Esquilo.

– Qué deprimente.

– Igual que mi humor.

– Oh querida, ¿eso fue un dardo envenenado?

– No seas condescendiente, Turner. En estas circunstancias, es poco apropiado.

Él alzó las cejas.

– ¿Y qué significa eso exactamente?

– Significa que después de todo lo que ha… eh… ocurrido entre nosotros, tu actitud de superioridad ya no está justificada.

– ¡Caramba!, esa sí que fue una frase larga.

Miranda dejó que su mirara respondiese por ella. Aquella vez, cuando volvió a coger el libro, se cubrió enteramente la cara.

Turner se rió entre dientes y se inclinó hacia detrás, sorprendido por lo mucho que se estaba divirtiendo. Las más calladas eran siempre las más interesantes. Miranda quizás nunca eligiese por sí misma colocarse en el centro de atención, pero podía defenderse en una conversación con inteligencia y estilo. Hacerla picar el anzuelo era altamente divertido. Y no se sentía culpable en lo más mínimo por ello. A pesar de su malhumorada forma de actuar, Turner no tenía dudas de que ella disfrutaba de cada onza de sus enfrentamientos verbales tanto como él.

Quizás aquel viaje no fuese tan terrible. Sólo tenía que asegurarse de mantenerla ocupada en aquella clase de divertida conversación y no mirarle la boca demasiado tiempo.

Le gustaba mucho su boca.

Pero no iba a pensar en eso. Iba a reanudar la charla e intentar disfrutar igual que lo hacía antes de que se hubiesen visto envueltos en todo aquel lío. Añoraba bastante la vieja amistad con Miranda, y supuso que ya que iban a estar atrapados juntos en aquel carruaje durante dos horas, bien podría ver qué podía hacer para arreglar las cosas.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó.

Ella levantó la vista, irritada.

– Esquilo. ¿No me lo preguntaste ya?

– Quería decir, qué libro de Esquilo -improvisó él.

Para su diversión, ella tuvo que bajar la vista al libro antes de contestar:

– Las Euménides.

Él parpadeó.

– ¿No te gusta?

– ¿Todas esas mujeres furiosas? No creo. Dame una buena historia de aventuras un día cualquiera.

– Me gustan las mujeres furiosas.

– ¿Sientes una fuerte empatía? Oh, querida, no, no aprietes los dientes, Miranda, no te gustaría tener que ir al dentista, te lo juro.

La expresión de ella fue tal, que él no pudo hacer más que reír.

– Oh, no seas tan sensible, Miranda.

Aún fulminándolo con la mirada, ella musitó:

– Lo siento, milord.

Y luego se las arregló de alguna manera para hacer una sumisa reverencia allí en mitad del carruaje.

La risa de Turner explotó en divertidas carcajadas.

– Oh, Miranda -dijo, enjuagándose los ojos-. Eres una joya.

Cuando se recobró por fin, ella lo estaba mirando como si estuviese loco. A él se le ocurrió durante un segundo levantar las manos como si fuesen garras y soltar algún tipo de sonido animal extraño, sólo para confirmar sus suposiciones. Pero al final, simplemente se recostó hacia detrás y sonrió de oreja a oreja.

Ella sacudió la cabeza.

– No te entiendo.

Él no contestó, sin desear que la conversación volviese a aguas más serias. Ella volvió a alzar su libro, y aquella vez, él se dedicó a cronometrar cuántos minutos pasaban antes de que pasara de página. Cuando el resultado fue de cincuenta segundos, dibujó una sonrisa.

– ¿Una lectura difícil?

Miranda bajó lentamente el libro y lanzó una mirada mortal en su dirección.

– ¿Disculpa?

– ¿Muchas palabras grandes?

Ella simplemente lo miró.

– No has pasado de página desde que empezaste.

Ella dejó escapar un fuerte gruñido y con gran determinación, pasó la página.

– ¿Es en inglés o en griego?

– ¿Perdón?

– Si está en griego, eso explicaría tu velocidad.

Los labios de ella se abrieron.

– O la falta de ella -dijo él con un encogimiento de hombros.

– Sé leer griego -dijo ella entre dientes apretados.

– Sí, y es un logro encomiable.

Ella bajó la vista a sus manos. Estaban apretando el libro con tanta fuerza, que los nudillos se le estaban poniendo blancos.

– Gracias -dijo forzada.

Pero él no había acabado.

– Poco común para una mujer, ¿no crees?

Aquella vez, ella decidió ignorarlo.

– Olivia no puede leer griego -dijo él conversador.

– Olivia no tiene un padre que no hace otra cosa que no sea leer en griego -dijo ella sin levantar la vista. Intentó concentrarse en las palabras de la parte superior de la nueva página, pero no tenían mucho sentido, puesto que no había terminado de leer la anterior. Ni siquiera la había comenzado.

Dio golpecitos con un dedo enguantado contra el libro mientras fingía leer. No creía que hubiese manera alguna de volver a la página anterior sin que él lo notase. Tampoco importaba demasiado, pues dudaba que lograse leer nada más mientras él la estuviese mirando con aquella mirada de espesas pestañas suya. Era mortal, decidió. La hacía arder y estremecerse simultáneamente al mismo tiempo, estaba completamente irritada con el hombre.

Estaba totalmente segura de que él no tenía interés en seducirla, pero a pesar de todo, estaba haciendo un buen trabajo.

– Un talento peculiar, ése.

Miranda aspiró los labios y levantó la vista hacia él.

– ¿Sí?

– Leer sin mover los ojos.

Ella contó hasta tres antes de responder.

– Algunos de nosotros no tenemos la necesidad de articular las palabras cuando leemos, Turner.

Touché, Miranda. Sabía que aún te quedaba alguna chispa.

Clavó las uñas con fuerza en el asiento acolchado. Uno, dos, tres. Sigue contando. Cuatro, cinco, seis. A aquel paso, iba a tener que llegar hasta cincuenta si quería controlar su carácter.

Turner la observó mover la cabeza ligeramente al son de algún ritmo desconocido y sintió curiosidad.

– ¿Qué haces?

Dieciocho, diecinueve

– ¿Qué?

– ¿Qué haces?

Veinte.

– Te estás volviendo extremadamente molesto, Turner.

– Soy persistente. -Sonrió burlón-. Creí que tú, de todas las personas, apreciaría ese rasgo. Y ahora, ¿qué estabas haciendo? Tu cabeza se estaba meneando de una forma de lo más curiosa.

– Si quieres saberlo -dijo cortante- estaba contando interiormente para así poder controlar mi temperamento.

Él la miró durante un momento, entonces dijo:

– A uno le da escalofríos tan sólo pensar lo que podrías haberme dicho si hubieses dejado de contar antes.

– Estoy perdiendo la paciencia.

– ¡No! -dijo él con fingida incredulidad.

Cogió el libro una vez más, intentando ignorarlo.

– Deja de torturar ese pobre libro, Miranda. Los dos sabemos que no lo estás leyendo.

– ¿Vas a dejarme en paz? -explotó por fin ella.

– ¿Hasta qué número llegaste?

– ¿Qué?

– ¿Qué número? Dijiste que estabas contando para así no ofender mi tierna sensibilidad.

– No lo sé. Veinte. Treinta. No lo sé. Dejé de contar hace más o menos unos cuatro insultos.

– ¿Llegaste hasta treinta? Me has mentido, Miranda. No creo que hayas perdido tu paciencia conmigo en absoluto.

– Sí, lo he hecho -dijo ella con los dientes apretados.

– No creo.

– ¡Aaaargh! -le tiró el libro. Le dio limpiamente en un lado de la cabeza.

– ¡Ay!

– No seas niño.

– No seas tirana.

– ¡Deja de provocarme!

– No estaba provocándote.

– Oh, por favor, Turner.

– Oh, de acuerdo -dijo petulante, frotándose el lado de la cabeza-. Estaba provocándote. Pero no lo habría hecho si no me hubieses ignorado.

– Perdóname, pero creía que querías que te ignorase.

– ¿De dónde diablos sacaste esa idea?

La boca de Miranda se abrió de golpe.

– ¿Estás loco? Me has evitado como a una plaga durante al menos los últimos quince días. Hasta has evitado a tu madre para evitarme a mí.

– Bueno, no es cierto.

– Díselo a tu madre.

Él parpadeó.

– Miranda, yo quería que fuésemos amigos.

Ella sacudió la cabeza. ¿Había palabras más crueles en la lengua inglesa?

– No es posible.

– ¿Por qué no?

– No puedes tener ambas cosas. -Continuó Miranda, usando cada onza de energía para evitar que le temblase la voz-. No puedes besarme y luego decirme que quieres que seamos amigos. No puedes humillarme como lo hiciste en Worthingtons, y luego declarar que te gusto.

– Tenemos que olvidar lo que pasó -dijo él suavemente-. Debemos dejarlo detrás, si no por el bien de nuestra amistad, entonces por el de nuestra familia.

– ¿Tú puedes hacerlo? -Exigió Miranda-. ¿De verdad puedes olvidar? Porque yo no.

– Por supuesto que puedo -dijo, un poco demasiado fácilmente.

– Carezco de tu sofisticación, Turner -dijo, y luego añadió gélidamente-. O quizás, no soy tan superficial como tú.

– Yo no soy superficial, Miranda. -Le devolvió con rapidez-. Soy sensible. Dios sabe que uno de nosotros tiene que serlo.

Miranda deseó tener algo que decir. Deseó tener alguna mordaz respuesta que lo humillara, que lo dejara sin palabras, dejándolo como un montón sucio y gelatinoso de patética podredumbre.

Pero en lugar de eso sólo se tenía a sí misma, y las horribles y furiosas lágrimas que le ardían detrás de los ojos. Y ni siquiera estaba segura de poder fulminarlo adecuadamente con la mirada, así que miró a otro lado, contando los edificios mientras pasaban por la ventana y deseando estar en cualquier otro sitio.

Y con cualquier otra persona.

Y aquello era lo peor, porque en toda su vida, incluso con una mejor amiga que era más guapa, más rica, y que tenía mejores conexiones que ella, Miranda nunca había deseado estar con nadie más que con quien estaba.


En toda su vida, Turner había hecho cosas de las que no estaba orgulloso. Había bebido demasiado y vomitado sobre una alfombrilla valiosa. Había apostado dinero que no tenía. E incluso una vez había montado su caballo con demasiada dureza y poco cuidado y había dejado al caballo cojo durante una semana.

Pero nunca se había sentido tan rastrero como mientras miraba el perfil de Miranda, dirigido de forma tan decidida hacia la ventana.

Tan decididamente lejos de él.

No habló durante un largo momento. Dejaron atrás Londres, atravesando las afueras donde los edificios se volvieron más escasos y lejanos entre sí, y finalmente alcanzaron el ondulado campo abierto.

Ella no lo miró ni una vez. Lo sabía. La había estado mirando.

Y por eso, por fin, puesto que no podía tolerar otra hora más de silencio, ni podía llegar a plantearse qué era exactamente lo que significaba aquel silencio, habló.

– No pretendía insultarte, Miranda -dijo en voz suave-, pero sé cuando algo es una mala idea. Y tener un lío amoroso contigo es una idea extremadamente mala.

Ella no se giró, pero le oyó decir:

– ¿Por qué?

La miró, incrédulo.

– ¿En qué estás pensando, Miranda? ¿No te importa nada tu reputación? Si corren rumores sobre nosotros, estarás arruinada.

– O tendrías que casarte conmigo -dijo con voz baja y socarrona.

– Lo que no tengo intención de hacer. Lo sabes. -Juró en voz baja. Dios santo, aquello estaba saliendo todo mal-. No quiero casarme con nadie. -Explicó-. Y eso también lo sabes.

– Lo que yo -le devolvió ella con rapidez, los ojos con destellos de evidente furia- es que… -y entonces se paró, cerrando con fuerza la boca y cruzándose de brazos.

– ¿Qué? -exigió él.

Ella volvió a girarse hacia la ventana.

– No lo entenderías. -Y luego agregó-. Ni me escucharías.

Su tono despectivo fue como si tuviese uñas arañándole bajo la piel.

– Oh, por favor. La petulancia no te pega.

Ella se giró con rapidez.

– ¿Y cómo debería actuar? Dime, ¿cómo se supone que me tengo que sentir?

Los labios de él se curvaron.

– ¿Agradecida?

– ¿Agradecida?

Él se sentó hacia detrás, su cuerpo entero era una prueba viva de insolencia.

– Podría haberte seducido, ¿sabes? Con facilidad. Pero no lo hice.

Ella jadeó y se echó hacia detrás, y cuando habló, su voz fue baja y letal.

– Eres odioso, Turner.

– Sólo estoy diciéndote la verdad. ¿Y sabes por qué no hice más? ¿Por qué no retiré el camisón de tu cuerpo, te acosté y te tomé allí mismo en aquel sofá?

Los ojos de ella se abrieron como platos, y su respiración se volvió audible, y él supo que estaba siendo crudo, grosero, y sí, odioso, pero no podía detenerse, no podía detener su franqueza, porque, maldita fuese, ella tenía que entender. Tenía que comprender quién era él en realidad, y de lo que era y no era capaz de hacer.

Y aquello… aquello. Por ella. Había logrado hacer lo honorable por ella, ¿y no estaba siquiera agradecida?

– Te lo diré -prácticamente siseó-. Me contuve por el respeto que te tengo. Y te diré algo… -se detuvo, perjuró, y ella lo miró interrogante, atrevida, provocadora, como diciendo: ni siquiera sabes lo que quieres decir.

Pero ése era el problema. Lo sabía, y había estado a punto de decir lo mucho que la había deseado. Que si hubiesen estado en cualquier otro lugar que no fuese la casa de sus padres, no estaba seguro de haberse detenido.

No estaba seguro de haber podido detenerse.

Pero ella no necesitaba saber aquello. No lo sabría. No necesitaba aquel poder sobre él.

– Puedes creerlo -musitó, más para sí mismo que para ella-. No quería arruinar tu futuro.

– Mi futuro es cosa mía -contestó enfadada-. Sé lo que hago.

Resopló desdeñoso.

– Tienes veinte años. Te crees que lo sabes todo.

Ella lo miró enfadada.

– Cuando yo tenía veinte, creía que lo sabía todo -dijo él encogiéndose de hombros.

Los ojos de ella se entristecieron.

– Yo también -dijo suavemente.

Turner intentó ignorar el desagradable nudo de culpa que se retorcía en su estómago. Ni siquiera estaba seguro de por qué se sentía culpable, y de hecho, todo aquello era ridículo. No debería sentirse culpable por no tomar su inocencia, y todo lo que logró pensar en decir fue:

– Algún día me darás las gracias por ello.

Lo miró incrédula.

– Suenas igual que tu madre.

– Te estás poniendo hosca.

– ¿Puedes culparme? Me estás tratando como a una niña, cuando sabes muy bien que soy una mujer.

Al nudo de culpabilidad le crecieron tentáculos.

– Puedo tomar mis propias decisiones -dijo desafiante.

– Es obvio que no. -Se inclinó hacia delante, un peligroso centelleo en sus ojos-. O no me habrías dejado bajarte el vestido la semana pasada y besarte los pechos.

Ella se sonrojó con el carmesí profundo de la vergüenza, y su voz tembló con acusación cuando dijo:

– No intentes decir que es culpa mía.

Él cerró los ojos y se pasó ambas manos por el pelo, consciente de que acababa de decir algo muy, muy estúpido.

– Por supuesto que no es culpa tuya, Miranda. Por favor, olvida que he dicho eso.

– Igual que quieres que olvide que me besaste. -Su voz estaba desprovista de toda emoción.

– Sí. -La miró y vio una especie de falta de vida en sus ojos, algo que nunca antes había visto en su cara-. Oh, Dios, Miranda, no te pongas así.

– No hagas esto, haz aquello. -Gritó-. Olvida esto, no olvides aquello. Aclárate, Turner. No sé qué quieres. Y creo que tú tampoco.

– Soy mayor que tú nueve años -dijo con voz imponente-. No me menosprecies.

– Lo siento mucho, su alteza.

– No hagas eso, Miranda.

Y la cara de ella, que había estado tan reservada y gélida, de repente estalló con emoción.

– ¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! ¿Alguna vez se te ha ocurrido que yo quería que me besaras? ¿Qué quería que me desearas? Y me deseas, lo sabes. No soy tan tonta como para que puedas convencerme de lo contrario.

Turner sólo pudo mirarla fijamente, susurrando:

– No sabes lo que dices.

– ¡Claro que sí! -Los ojos le centelleaban, y las manos se le curvaron en temblorosos puños, y él tuvo una terrible y horrible premoción de que aquel era el momento. Todo dependía de aquel momento, y supo, sin ni siquiera pensar en lo que ella diría, y en lo que él le contestaría, que no terminaría bien.

– Sé exactamente lo que estoy diciendo -dijo ella-. Te deseo.

El cuerpo de él se tensó, y el corazón le bramó en el pecho. Pero no podía permitir que aquello continuase.

– Miranda, sólo crees desearme -dijo con rapidez-. Nunca has besado a nadie antes, y…

– No me trates con condescendencia. -Sus ojos lo miraron directamente, y estaban ardiendo de deseo-. Sé lo que quiero, y te deseo a ti.

Él aspiró de forma irregular. Se merecía ser santificado por lo que estaba a punto de decir.

– No. No me deseas. Es un encaprichamiento.

– ¡Maldito seas! -explotó-. ¿Estás ciego? ¿Estás sordo, tonto y ciego? ¡No es un encaprichamiento, idiota! ¡Te quiero!

Oh, Dios mío.

– ¡Siempre te he querido! Desde que nos conocimos la primera vez hace nueve años. Te he querido todo este tiempo, cada minuto.

– Oh, Dios mío.

– Y no intentes decirme que es un enamoramiento infantil porque no lo es. Puede que lo fuese en algún momento, pero ya no.

Turner no dijo nada. Sólo se quedó allí sentado como un imbécil y la miró.

– Yo sólo… conozco mi corazón, y te quiero, Turner. Y si tienes la más mínima pizca de decencia, dirás algo, porque he dicho todo lo que posiblemente podía decir, y no puedo soportar el silencio y… oh, ¡Por amor de Dios! ¿Vas a parpadear al menos?

Él ni siquiera fue capaz de hacer aquello.

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