Dos días más tarde, Turner parecía seguir estando algo aturdido.
Miranda no había intentado hablar con él, ni siquiera se le había acercado, pero de vez en cuando lo pillaba mirándola con expresión insondable. Sabía que lo había agitado puesto que él ni siquiera tenía la presencia de ánimo de apartar la mirada cuando sus ojos se encontraban. Sólo se la quedaba mirando fijamente durante un largo momento, entonces parpadeaba y se apartaba.
Miranda seguía esperando que en algún momento asintiese.
No obstante, se las habían arreglado para no estar en el mismo lugar al mismo tiempo durante la mayor parte del fin de semana. Si Turner salía a cabalgar, Miranda exploraba el invernadero. Si Miranda daba un paseo por los jardines, Turner jugaba a las cartas.
Realmente civilizados. Muy adultos.
Y, pensaba más de una vez, totalmente desgarrador.
No se veían en las comidas. Lady Chester se enorgullecía de sus habilidades como casamentera, y puesto que era impensable que Turner y Miranda se involucraran románticamente, no los sentaba cerca. Siempre estaba rodeado por un grupo de jóvenes y preciosas jovencitas, y Miranda la mayoría de las veces se veía relegada a hacer compañía a viudas de la tercera edad. Suponía que Lady Chester no tenía muy buena opinión sobre su habilidad para atrapar un marido deseable. En cambio, Olivia estaba siempre sentada con tres extremadamente atractivos y ricos hombres, uno a su derecha, otro a su izquierda, y otro al otro lado de la mesa.
Miranda aprendió bastante sobre los remedios caseros para la gota.
Lady Chester, sin embargo, había dejado las parejas al azar para uno de sus planeados eventos, y aquél era su búsqueda anual del tesoro. Los invitados debían buscar en equipos de dos. Y puesto que el objetivo de cada invitado era casarse o embarcarse en un escarceo (dependiendo, por supuesto, del estatus marital de cada uno), cada equipo estaría formado por un hombre y una mujer. Lady Chester había escrito los nombres de sus invitados en trocitos de papel y luego había puesto todas las damas en una bolsa y a los caballeros en otra.
En aquel momento estaba metiendo la mano en una de aquellas bolsas. Miranda sintió deseos de vomitar.
– Sir Anthony Waldove y… -Lady Chester introdujo la mano en la otra bolsa-. Lady Rudland.
Miranda soltó el aire, sin darse cuenta hasta ese momento de que había estado conteniendo el aliento. Haría cualquier cosa por ser emparejada con Turner, y cualquiera para evitarlo.
– Pobre mamá -le susurró Olivia al oído-. Sir Anthony Waldove es bastante lerdo. Será ella la que tenga que hacer todo el trabajo.
Miranda se llevó un dedo a los labios.
– Nos puede oír.
– El señor William Fitzhugh y… la señorita Charlotte Gladdish.
– ¿Con quién deseas formar pareja? -le preguntó Olivia.
Miranda se encogió de hombros. Si no era asignada a Turner, realmente no importaba.
– Lord Turner y… -el corazón de Miranda dejó de latir-…Lady Olivia Bevelstoke. ¿No es dulce? Llevamos haciendo esto cinco años, y este es nuestro primero equipo hermano-hermana.
Miranda comenzó a respirar otra vez, sin estar segura de si estaba decepcionada o aliviada.
Olivia, sin embargo, no tenía dudas de sus sentimientos.
– ¡Quel desastre! -musitó, en su típicamente chapurreado francés-. Todos esos caballeros, y me toca con mi hermano. ¿Cuándo será la próxima ocasión en que se me permita vagar por ahí sola con un caballero? Es una pena, te lo digo, una pena.
– Podría ser peor -dijo Miranda pragmática-. No todos los caballeros que están ahí son, eh, caballeros. Al menos sabes que Turner no intentará violarte.
– Es poco consuelo, te lo aseguro.
– Livvy…
– Shhh, acaban de nombrar a Lord Westholme.
– Y en cuanto a las damas… -Lady Chester estaba emocionada-. ¡La señorita Miranda Cheever!
Olivia le dio un codazo.
– ¡Qué suerte!
Miranda sólo se encogió de hombros.
– Oh, no actúes como una mujerzuela -la reprendió Olivia-. ¿No crees que es divino? Daría mi pie izquierdo por estar en tu lugar. Dime, ¿por qué no cambiamos lugares? No hay reglas contra eso. Y después de todo, Turner te gusta.
Sólo que demasiado, pensó Miranda con tristeza.
– ¿Y bien? ¿Lo harás? ¿A menos que también le hayas echado el ojo a Lord Westholme?
– No -contestó Miranda, intentando no sonar consternada-. No, claro que no.
– Entonces hagámoslo -dijo Olivia excitada.
Miranda no sabía si debía aprovechar la oportunidad o correr a su habitación y esconderse en el armario. De cualquier forma, no tenía ninguna buena excusa para negarse a la petición de Olivia. Livvy ciertamente querría saber por qué no quería estar a solas con Turner. ¿Y entonces qué diría ella? ¿Es sólo que le dije a tu hermano que lo amaba, y temo que me odie? ¿No puedo estar a solas con Turner porque temo que intente violarme? ¿No puedo estar a solas con él porque me temo que podría intentar violarle?
El pensamiento la hizo querer reír.
O llorar.
Pero Olivia la estaba mirando expectante, en aquella Oliviana manera que había perfeccionado a la edad de, oh, tres años, y Miranda se dio cuenta de que en realidad no importaba lo que dijese o hiciese, iba a terminar siendo la pareja de Turner.
No es que Olivia fuese una mimada, aunque quizás lo era un poco. Era sólo que cualquier intento por parte de Miranda para eludir el asunto se encontraría con una pregunta tan precisa y tan persistente que era probable que terminase revelándolo todo.
Punto en el que tendría que huir del país. O al menos, encontrar una cama donde esconderse. Durante una semana.
Así que suspiró. Y asintió. Y pensó en la parte buena y en días mejores, y dedujo que ninguno era visible.
Olivia le cogió la mano y le dio un apretón.
– Oh, Miranda, ¡gracias!
– Espero que a Turner no le importe -dijo Miranda con cautela.
– Oh, no le importará. Probablemente se pondrá de rodillas y dará gracias por no tener que pasar la tarde entera conmigo. Opina que soy una mocosa.
– No es verdad.
– Sí que lo es. A menudo me dice que debería ser más como tú.
Miranda se giró sorprendida.
– ¿En serio?
– Ajá. -Pero la atención de Olivia había regresado a Lady Chester, quien estaba completando la tarea de unir hombres y mujeres. Cuando hubo finalizado, los hombres se levantaron para buscar a sus compañeras.
– ¡Miranda y yo hemos intercambiado lugares! -exclamó Olivia cuando Turner se acercó a su lado-. ¿No te importa, no?
– Claro que no -dijo.
Pero Miranda no hubiese apostado siquiera un cuarto de penique a que estaba diciendo la verdad. Después de todo, ¿qué otra cosa podía decir él?
Lord Westholme llegó poco después, y aunque fue lo suficientemente educado como para intentar ocultarlo, parecía encantado con el cambio.
Turner no dijo nada.
Olivia le lanzó a Miranda un perplejo ceño, el cual Miranda ignoró.
– ¡Aquí está vuestra primera pista! -gritó Lady Chester-. ¿Podrían los caballeros, por favor, acercarse a coger sus sobres?
Turner y Lord Westholme caminaron hasta el centro de la habitación y regresaron unos segundos después con unos crujientes sobres blancos.
– Abramos el nuestro fuera -le dijo Olivia a Lord Westholme, lanzando una breve y pícara sonrisa a Turner y Miranda-. No me gustaría que nadie nos espiase mientras discutimos nuestra estrategia.
Aparentemente, el resto de competidores tuvieron la misma idea, porque un momento después, Turner y Miranda se encontraron en total soledad.
Él respiró hondo y plantó las manos en sus caderas.
– Yo no pedí el cambio -dijo Miranda con rapidez-. Olivia quería que lo hiciera.
Él alzó una ceja.
– ¡No fui yo! -protestó-. Livvy está interesada en Lord Westholme, y cree que piensas que es una mocosa.
– Es una mocosa.
En aquel instante Miranda no se sintió particularmente inclinada a disentir, pero aún así dijo:
– Difícilmente podía saber lo que hacía cuando nos emparejó.
– Podrías haberte negado al cambio -dijo él sin rodeos.
– ¿Oh? ¿Sobre qué base? -exigió Miranda irritada. Él no tenía por qué estar tan disgustado porque hubiesen acabado como compañeros-. ¿Cómo sugieres que le explique que no podemos pasar la tarde juntos?
Turner no contestó porque no tenía respuesta, supuso. Simplemente dio media vuelta sobre los talones y salió con paso airado de la habitación.
Miranda lo observó un momento, y entonces, cuando se hizo aparente que no tenía intenciones de esperarla, dejó escapar un pequeño jadeo y se apresuró tras él.
– Turner, ¡no corras tanto!
Él se paró en seco, los exagerados movimientos de su cuerpo mostraban claramente su impaciencia hacia ella.
Cuando Miranda llegó a su lado, la cara de él sostenía una aburrida y molesta expresión.
– ¿Sí? -dijo alargando la palabra.
Miranda hizo lo que pudo para controlarse.
– ¿Podemos al menos ser civilizados el uno con el otro?
– No estoy enfadado contigo, Miranda.
– Bueno, ciertamente lo finges muy bien.
– Estoy frustrado -dijo, de una forma que ella estaba totalmente segura de que iba destinada a conmocionarla. Y luego se quejó-. De muchas formas que podrías imaginar.
Miranda podía imaginar, lo hacía a menudo, y se sonrojó.
– Abre el sobre, ¿vale? -musitó.
Él se lo tendió, y ella lo rasgó para abrirlo.
– Encontrad vuestra siguiente pista bajo un sol en miniatura -leyó.
Ella le lanzó una mirada. Ni siquiera la estaba mirando. No es que no estuviese mirándola a ella en particular, era sólo que estaba mirando al vacío, pareciendo como si más bien estuviese en otra parte.
– El invernadero de naranjas -declaró ella, casi en el punto en el que no le importaba si él iba a participar o no-. Siempre he pensado en las naranjas como diminutas piezas de sol.
Él asintió bruscamente y le hizo un gesto con el brazo para que ella fuese delante. Pero había algo bastante descortés y condescendiente en sus movimientos, Miranda sintió una abrumadora urgencia de apretar los dientes y gruñir mientras se adelantaba con paso airado.
Sin decir una palabra, salió de la casa hacia el invernadero. Realmente él no podía esperar que acabaran de una vez con aquella maldita búsqueda del tesoro, ¿verdad? Bueno, ella estaría feliz de complacerlo. Era lo suficientemente inteligente; aquellas pistas no deberían ser demasiado difíciles de descifrar. Podrían estar de vuelta en sus respectivas habitaciones en una hora.
En efecto, encontraron una pila de sobres bajo un naranjo. Sin una palabra, Turner se inclinó para coger uno y se lo tendió.
Con igual silencio, Miranda rasgó el sobre. Leyó la pista y luego se la pasó a Turner.
LOS ROMANOS PODRÁN AYUDARTE A ENCONTRAR LA SIGUIENTE PISTA.
Si estaba irritado por su silencioso comportamiento, no lo demostró. Sólo dobló el trozo de papel y la miró con expresión de aburrida expectación.
– Está bajo un arco -dijo ella en tono práctico-. Los romanos fueron los primeros en usarlos como arquitectura. Hay varios en el jardín.
Así fue. Diez minutos después, recogieron otro sobre.
– ¿Sabes cuántas pistas tenemos que conseguir antes de finalizar? -preguntó Turner.
Era la primera frase desde que habían comenzando, y concernía a cuándo se libraría de ella. Miranda apretó los dientes ante el insulto, negó con la cabeza, y abrió el sobre. Tenía que permanecer serena. Si le dejaba hacer siquiera una grieta en su fachada, se rompería completamente en pedazos. Dominando sus rasgos para permanecer impasibles, sacó el trozo de papel y leyó:
– Necesitaréis cazar para la próxima prueba.
– Algo relacionado con la caza, supongo -dijo Turner.
Ella alzó las cejas.
– ¿Has decidido participar?
– No seas mezquina, Miranda.
Ella dejó salir el aire, irritada y decidió ignorarlo.
– Hay un pequeño pabellón de caza al este. Nos llevará al menos quince minutos caminar hasta allí.
– ¿Y cómo descubriste dicho pabellón?
– He estado caminando un poco.
– Siempre que estoy dentro de la casa, supongo.
Miranda no vio razón para negar aquella declaración. Turner entrecerró los ojos hacia el horizonte.
– ¿Crees que Lady Chester nos enviaría tan lejos de la casa principal?
– Hasta ahora no me he equivocado -replicó Miranda.
– Es cierto -dijo con un aburrido encogimiento de hombros-. Vamos.
Se habían abierto paso penosamente entre los árboles durante diez minutos cuando Turner lanzó una dudosa mirada al oscurecido cielo.
– Parece que va a llover -dijo lacónicamente.
Miranda levantó la mirada. Estaba en lo cierto.
– ¿Qué quieres hacer?
– ¿Justo ahora?
– No, la próxima semana. Por supuesto que ahora, imbécil.
– ¿Imbécil? -sonrió, sus blancos dientes casi la cegaron-. Me hieres.
Miranda entrecerró los ojos.
– ¿Por qué de repente estás siendo tan agradable conmigo?
– ¿Lo estaba? -murmuró, y ella se sintió mortificada-. Oh, Miranda, quizás me guste ser agradable contigo -continuó, con un condescendiente suspiro.
– Quizás no.
– Quizás sí -dijo intencionadamente-. Y quizás a veces, tú simplemente lo haces difícil.
– Quizás -dijo con igual arrogancia-, va a llover, y deberíamos movernos.
Un trueno ahogó su última palabra.
– Quizás tengas razón -contestó Turner, haciendo una mueca al cielo-. ¿Estamos más cerca del pabellón o de la casa?
– Del pabellón.
– Entonces démonos prisa. No me gustaría quedar atrapados en una tormenta eléctrica en mitad del bosque.
Miranda no pudo disentir, a pesar de su preocupación por la propiedad, así que comenzó a caminar más rápido hacia el pabellón de caza. Pero apenas habían avanzado diez yardas cuando cayeron las primeras gotas de lluvia. Otras diez yardas y era un aguacero torrencial.
Turner la agarró de la mano y comenzó a correr, arrastrándola por el camino. Miranda iba tropezando tras él, preguntándose si servía de algo, puesto que ya estaban calados hasta los huesos.
Unos pocos minutos después se encontraron frente al pabellón de caza de dos habitaciones. Turner agarró el pomo y lo giró, pero la puerta no se movió.
– ¡Maldita sea! -musitó.
– ¿Está cerrada? -preguntó Miranda entre el castañeo de sus dientes.
Él asintió bruscamente con la cabeza.
– ¿Qué vamos a hacer?
Le respondió estrellando el hombro contra la puerta.
Miranda se mordió el labio. Eso tenía que doler. Probó una ventana. Cerrada.
Turner volvió a empujar la puerta.
Miranda se deslizó por el costado de la casa e intentó otra ventana. Con un pequeño esfuerzo, se deslizó hacia arriba. Al mismo tiempo, oyó a Turner caer al otro lado de la puerta. Por un momento Miranda consideró gatear a través de la ventana de todas maneras, pero más tarde decidió hacer lo magnánimo y la bajó. Había pasado por un montón de problemas para derribar la puerta. Lo menos que ella podía hacer era dejarle creer que era su caballero de la brillante armadura.
– ¡Miranda!
Ella volvió corriendo al frente.
– Estoy justo aquí. -Se apresuró al interior de la casa y cerró la puerta tras ella.
– ¿Qué diablos estabas haciendo ahí fuera?
– Siendo una persona mucho más amable de lo que podrías imaginar -musitó, deseando en ese momento haber cruzado la ventana.
– ¿Eh?
– Sólo echaba un vistazo -dijo-. ¿Has dañado la puerta?
– No mucho. Aunque el cerrojo de seguridad está roto.
Ella hizo una mueca de dolor.
– ¿Te has hecho daño en el hombro?
– Está bien. -Se quitó el empapado abrigo y lo colgó en un gancho que había en la pared-. Quítate tus… -con un gesto señaló su ligera pelliza-… como sea que llames a eso.
Miranda se colocó los brazos alrededor y negó con la cabeza.
Él le dirigió una mirada impaciente.
– Es un poco tarde para modestias de señorita.
– Podría entrar alguien en cualquier momento.
– Lo dudo -dijo-. Imagino que todos están a salvo y calientes en el estudio de Lord Chester, observando las cabezas que tiene colocadas en la pared.
Miranda intentó ignorar el nudo que se le acababa de formar en la garganta. Había olvidado que Lord Chester era un ávido cazador. Inspeccionó rápidamente la habitación. Turner estaba en lo cierto. No había ningún sobre a la vista. No era probable que nadie tropezara con ellos en breve, y por lo que se veía fuera, la lluvia no tenía intenciones de amainar.
– Por favor, dime que no eres una de esas damas que eligen la modestia por encima de la salud.
– No, claro que no. -Miranda se quitó la pelliza y la colgó en el gancho próximo al de él-. ¿Sabes cómo encender un fuego? -preguntó.
– Siempre que tengamos madera seca.
– Oh, pero debe haber alguna por aquí. Después de todo, es un pabellón de caza -levantó la vista hacia Turner con ojos esperanzados-. ¿No le gusta a la mayoría de los hombres estar calientes mientras cazan?
– Después de que cazan -la corrigió ausentemente mientras buscaba madera-. Y la mayoría de los hombres, Lord Chester incluido, supongo que son lo suficientemente perezosos para preferir el corto viaje de vuelta a la casa principal que esforzarse en encender un fuego aquí.
– Oh -Miranda permaneció quieta por un momento, observando como él se movía por la habitación. Entonces dijo-. Voy a ir a la otra habitación a ver si hay algo de ropa seca que podamos usar.
– Buena idea. -Turner observó su espalda mientras ella desaparecía de su vista. La lluvia le había pegado la camisa al cuerpo, y pudo ver los cálidos y rosados tonos de su piel a través del húmedo material. Sus partes bajas, los cuáles habían estado increíblemente heladas debido a la lluvia, se pusieron calientes y duras con remarcable velocidad. Maldijo y luego se dio en el pie cuando levantaba la tapa de un arcón de madera para buscar madera.
Dios misericordioso, ¿qué había hecho para merecer aquello? Si le hubiesen entregado una pluma y papel y le ordenaran componer la tortura perfecta, nunca hubiese imaginado aquello. Y eso que tenía una activa imaginación.
– ¡Encontré madera aquí!
Turner siguió la voz de Miranda hasta la siguiente habitación.
– Está justo aquí -señaló una pila de leños cerca de una chimenea-. Creo que Lord Chester prefiere usar esta chimenea cuando está aquí.
Turner miró la larga cama con su suave edredón y sus mullidas almohadas. Tenía una verdaderamente buena idea de por qué Lord Chester prefería aquella habitación, y no incluía a la corpulenta Lady Chester. Inmediatamente puso un leño en la chimenea.
– ¿No crees que deberíamos usar la de la otra habitación? -preguntó Miranda. También ella había visto la larga cama.
– Es obvio que esta parece más usada. Es peligroso usar una chimenea sucia. Podría estar atascada.
Miranda asintió lentamente, y él pudo ver que estaba intentando con todas sus fuerzas no parecer incómoda. Continuó buscando ropa seca mientras Turner atendía el fuego, pero todo lo que encontró fueron unas viejas mantas con áspera apariencia. Turner la miró mientras se colocaba una sobre los hombros.
– ¿Cachemir? -dijo él alargando la palabra.
Los ojos de Miranda de abrieron como platos. Él se dio cuenta de que ella no había sido consciente de que la estaba mirando. Sonrió, o en realidad, fue más bien enseñar los dientes. Quizás se sentía incómoda, pero maldita fuese, él también. ¿Creía que era fácil para él? Había dicho que lo amaba, por amor de dios. ¿Por qué demonios había ido y hecho tal cosa? ¿Es que no sabía nada de los hombres? ¿Era posible que no entendiese que esa era la única cosa garantizada para aterrorizarlo?
Él no quería que le confiase su corazón. No quería esa responsabilidad. Había estado casado. Tenía su propio corazón estrujado, pateado y tirado en un quemado montón de basura. La última cosa que quería era custodiar el de otra persona, especialmente el de Miranda.
– Usa el edredón de la cama -le dijo con un encogimiento de hombros. Tenía que ser más cómodo que lo que había encontrado.
Pero ella negó con la cabeza.
– No quiero arrugarlo. No quiero que nadie sepa que estuvimos aquí.
– Mmm, sí -dijo él con crueldad-. Entonces tendría que casarme contigo, ¿no es así?
Pareció tan afligida que él musitó una disculpa. Buen dios, se estaba volviendo en alguien que particularmente no le gustaba. No quería herirla. Sólo quería…
Demonios, no sabía lo que quería. Ni siquiera podía pensar en el futuro más allá de diez minutos, justo en ese momento, no podía concentrarse en otra cosa que no fuese mantener las manos quietas.
Se mantuvo ocupado con el fuego, dejando salir un gruñido satisfecho cuando una diminuta llama amarilla por fin se curvó sobre un leño.
– Tranquila -murmuró, colocando con cuidado una pequeña rama cerca de la llama-. Ahí vamos, ahí vamos… y… ¡sí!
– ¿Turner?
– He encendido el fuego -masculló, sintiéndose un poco tonto por su emoción. Se enderezó y se giró. Ella aún estaba sujetando la raída manta alrededor de sus hombros.
– Te hará poco bien una vez que se empape gracias a tu camisa -comentó él.
– No tengo mucho donde elegir, ¿no?
– Eso depende de ti, supongo. En cuanto a mí, voy a secarme. -Sus dedos fueron hacia los botones de su camisa.
– Quizás debería irme a la otra habitación -susurró ella.
Turner notó que no se había movido ni un centímetro. Se encogió de hombros, y luego se quitó la camisa por entero.
– Debería irme -susurró de nuevo.
– Entonces vete -dijo él. Pero sus labios se curvaron.
Ella abrió la boca como si fuese a decir algo, pero la cerró.
– Yo… -se interrumpió, una mirada de horror cruzó sus facciones.
– ¿Tú qué?
– Debo irme. -Y esta vez lo hizo, dejó la habitación con prontitud.
Turner sacudió la cabeza cuando se fue. Mujeres. ¿Alguien las entendía? Primero decía que lo amaba. Luego decía que quería seducirlo. Y más tarde lo evitaba durante dos días. Ahora parecía aterrada.
Volvió a menear la cabeza, esta vez más rápido, su pelo roció agua por la habitación. Envolviéndose una de las mantas alrededor de los hombros, se paró frente al fuego y se secó. Sin embargo, sentía las piernas condenadamente incómodas. Miró de soslayo la puerta. Miranda la había cerrado de golpe tras ella cuando se fue, y dado su presente estado de virginal vergüenza, dudaba que entrase sin tocar.
Se quitó los pantalones con rapidez. El fuego comenzó a calentarlo inmediatamente. Volvió a echar un vistazo a la puerta. Sólo por si acaso, bajó la manta y se la enrolló alrededor de la cintura. De hecho, se parecía bastante a un kilt.
Volvió a pensar de nuevo en la expresión de su cara justo antes de que saliese corriendo de la habitación. Vergüenza virginal y algo más. ¿Era fascinación? ¿Deseo?
¿Y qué había estado a punto de decir? No había sido “debería irme”, que fue lo que en realidad dijo.
Si se le hubiese acercando, le hubiese cogido la cara entre sus manos y susurrado, “Dime”, ¿qué habría dicho ella?
3 DE JULIO DE 1819.
Casi se lo vuelvo a decir. Y creo que lo supo. Creo que él sabía lo que iba a decirle.