Turner volvió a aparecer dos horas más tarde. Esta vez, Miranda lo estaba esperando.
Abrió la puerta delantera de un tirón antes de que pudiera golpear siquiera. Sin embargo, él ni siquiera vaciló, solamente permaneció allí con su postura perfecta, el brazo medio levantado, la mano formando un puño lista para entrar en contacto con la puerta.
– Oh, por el amor del cielo -dijo irritada-. Entra.
Turner enarcó las cejas.
– ¿Me estabas esperando?
– Por supuesto.
Y como sabía que no podía posponer esto por más tiempo, marchó hacia la salita de estar sin mirar atrás.
Él la siguió.
– ¿Qué quieres? -Exigió.
– Qué bienvenida tan agradable, Miranda -dijo él suavemente viéndose limpio y almidonado, apuesto y absolutamente cómodo y… ¡Oh! Deseaba matarlo-. ¿Quién te ha estado enseñando modales? ¿Atila el Huno?
Ella hizo rechinar los dientes y repitió la pregunta.
– ¿Qué quieres?
– ¡Vaya! Casarme contigo, por supuesto.
Era, por supuesto, lo que Miranda había estado esperando desde el primer momento en que lo había visto. Y nunca en su vida se había sentido tan orgullosa de si misma como cuando dijo:
– No, gracias.
– ¿No… gracias?
– No, gracias -repitió descaradamente-. Si eso es todo, te acompañaré a la puerta.
Pero cuando hizo el intento de dejar la habitación, Turner le agarró la muñeca.
– No tan rápido.
Podía hacerlo. Sabía que podía. Tenía su orgullo, y ya no existía una razón que la compeliera a casarse con él. Y no debería. Sin importar cuánto le doliera el corazón, no podía ceder. No la amaba. Ni siquiera la apreciaba lo suficiente como para haberse comunicado con ella ni una sola vez en el mes y medio que había pasado desde que habían estado juntos en el pabellón de caza.
Era posible que se hubiera comportado como un caballero, pero ciertamente no era uno.
– Miranda -le dijo sedosamente, y supo que estaba tratando de seducirla, sino para meterla en la cama, sí para obtener su conformidad.
Ella tomó un profundo aliento.
– Viniste hasta aquí, hiciste lo correcto, y yo rehusé. Ya no tienes nada por lo que sentirte culpable, así que puedes regresar a Inglaterra con la conciencia tranquila. Adiós, Turner.
– No lo creo, Miranda -le dijo, apretando su sujeción sobre ella-. Tenemos muchas cosas que discutir, tú y yo
– Ejem, no mucho en realidad. No obstante, gracias por tu preocupación. -Le hormigueaba el brazo en el lugar donde él la sostenía, y sabía que si quería mantener su resolución, debía librarse de él lo antes posible.
Turner cerró la puerta con el pie.
– Discrepo.
– ¡Turner, no! -Miranda tiró de su brazo y trató de ir hacia la puerta para volver a abrirla, pero él le bloqueó el paso-. Ésta es la casa de mis abuelos. No los avergonzaré con ninguna clase de comportamiento impropio.
– Diría que deberías preocuparte más por la posibilidad de que escucharan lo que tengo que decirte.
Mirada le echó un vistazo a su expresión implacable y cerró la boca.
– Muy bien. Di lo que sea que hayas venido a decir.
Con un dedo, empezó a dibujarle perezosos círculos en la palma de la mano.
– He estado pensando en ti, Miranda.
– ¿En serio? Eso es muy halagador.
Él ignoró su tono sarcástico y se le acercó.
– ¿No has pensado en mí?
Oh, Dios querido. Si sólo supiera.
– De vez en cuando.
– ¿Solamente de vez en cuando?
– Raramente.
Tiró de ella, y le deslizó la mano sinuosamente a lo largo del brazo.
– ¿Qué tan raramente? -Murmuró.
– Casi nunca. -Pero su voz se estaba suavizando, y sonaba mucho menos segura.
– ¿En verdad? -Enarcó una ceja asumiendo una expresión de incredulidad-. Creo que toda esta comida escocesa te ha estado confundiendo la mente. ¿Has estado comiendo Haggis?
– ¿Haggis? -Preguntó ella sin aliento. Podía sentir que se le aligeraba el pecho, como si el aire en sí mismo se hubiera convertido en algo intoxicante, como si pudiera emborracharse con únicamente respirar en su presencia.
– Mmm-hmm. Creo que es una comida horrible.
– No… no está mal -¿De qué le estaba hablando? ¿Y por qué la estaba mirando de esa forma? Sus ojos parecían zafiros. No, eran como el cielo iluminado por la luna. Oh, cielos. ¿Ésa que salía volando por la ventana era su determinación?
Turner sonrió indulgentemente.
– Tu memoria es un poco escurridiza, querida. Creo que necesita un recordatorio. -Sus labios descendieron suavemente sobre los de ella, extendiendo rápidamente el fuego por todo su cuerpo. Miranda se aflojó contra él, suspirando su nombre.
La apretó más firmemente contra su cuerpo, presionando la fuerza de su erección contra ella.
– ¿Puedes sentir lo que me haces? -susurró-. ¿Puedes?
Miranda asintió temblorosamente, apenas consciente de que estaba en medio del salón de sus abuelos.
– Únicamente tú puedes ponerme así, Miranda -murmuró con voz ronca-. Sólo tú.
Ese comentario alcanzó una cuerda discordante en su interior, y se puso rígida en sus brazos. ¿No acababa de pasarse más de un mes en Kent con su amigo Lord Harry como-quiera-que-fuera-su-apellido? ¿Y acaso Olivia no le había dicho alegremente que las celebraciones incluirían vino, whisky, y mujeres? Mujeres fáciles. Montones de ellas.
– ¿Qué pasa, querida?
Las palabras fueron susurradas contra su piel, y una parte de ella deseó volver a derretirse contra él. Pero no la seduciría. No esta vez. Antes de que pudiera cambiar de opinión, le plantó las palmas de las manos contra el pecho y empujó.
– No trates de hacerme esto a mí -le advirtió.
– ¿Hacerte qué? -Su rostro era la imagen de la inocencia.
Si Miranda hubiera tenido un jarrón en las manos, se lo hubiera arrojado. O mejor aún, un bizcocho a medio comer.
– Seducirme hasta que me pliegue a tu voluntad.
– ¿Por qué no?
– ¿Por qué no? -Repitió con incredulidad-. ¿Por qué no? Porque yo… Porque tú…
– ¿Por qué, qué? -Estaba sonriendo ahora.
– Porque… ¡Oh! -Cerró las manos formando puños a los costados de su cuerpo, y de hecho golpeó el suelo con el pie. Lo que la puso aún más furiosa. Ser reducida a esto… era humillante.
– Bueno, bueno, Miranda.
– No me vengas con “bueno, bueno” a mí, tú, altanero, despótico…
– Estás enfadada conmigo, ya veo.
Ella entrecerró los ojos.
– Siempre fuiste inteligente, Turner.
Él ignoró el sarcasmo.
– Bueno, aquí va… Lo siento. Nunca tuve la intención de permanecer tanto tiempo en Kent. No sé por qué lo hice, pero así fue, y lo siento. Estaba programado para ser un viaje de dos días de duración.
– ¿Un viaje de dos días de duración que duró casi dos meses? -Se burló ella-. Disculpa si me resulta difícil creerte.
– No estuve en Kent todo el tiempo. Cuando regresé a Londres, mi madre dijo que estabas atendiendo a un familiar enfermo. No fue hasta que Olivia regresó que supe que no era así.
– ¡No me importa cuánto tiempo estuviste… donde sea que hayas estado! -Gritó ella, cruzando firmemente los brazos sobre el pecho-. No deberías haberme abandonado de esa forma. Puedo entender que necesitaras tiempo para pensar, porque sé que nunca quisiste casarte conmigo pero, por el amor del cielo, Turner. ¿Necesitabas siete semanas? ¡No puedes tratar a una mujer de esa forma! ¡Es grosero y desconsiderado y… y francamente poco caballeroso!
¿Era eso lo peor que se le ocurría decirle? Turner resistió el impulso de sonreír. Esto no iba a ser ni la mitad de malo de lo que había pensado que sería.
– Tienes razón -dijo suavemente.
– Y más aún… ¿Qué? -Parpadeó.
– Que tienes razón.
– ¿La tengo?
– ¿No quieres tenerla?
Abrió la boca, la cerró, y entonces dijo:
– Deja de tratar de confundirme.
– No lo hago. En caso de que no lo hayas notado, te estoy dando la razón. -Le dedicó su sonrisa más atractiva-. ¿Aceptas mis disculpas?
Miranda suspiró. Debería ser ilegal que un hombre tuviera semejante cantidad de encanto.
– Sí, está bien. Las acepto. Pero, ¿qué -preguntó suspicaz-, estabas haciendo en Kent?
– Emborrachándome mayormente.
– ¿Eso es todo?
– Algo de caza.
– ¿Y?
– Y cuando Winston llegó allí proveniente de Oxford, hice lo posible por evitar que se metiera en problemas. Esa tarea me entretuvo una quincena adicional, para que lo sepas.
– ¿Y?
– ¿Estás tratando de preguntarme si había mujeres allí?
Ella apartó los ojos de su rostro.
– Quizás.
– Sí.
Miranda trató de tragar el enorme nudo que súbitamente había aparecido en su garganta y se hizo a un lado para desocupar el camino hacia la puerta.
– Creo que deberías irte -dijo tranquilamente.
Turner la tomó por la parte superior de los brazos y la forzó a mirarlo.
– Nunca toqué a ninguna de ellas, Miranda. Ni a una.
La intensidad de su voz fue suficiente para provocarle deseos de llorar.
– ¿Por qué no? -Susurró ella.
– Sabía que iba a casarme contigo. Sé lo que se siente al ser traicionado. -Se aclaró la garganta-. No te haría algo así.
– ¿Por qué no? -Las palabras fueron apenas un suspiro.
– Porque me preocupo por tus sentimientos. Y te tengo en la más alta estima.
Se apartó de él y caminó hacia la ventana. Era primera hora de la tardecita, pero durante el verano escocés los días eran largos. El sol estaba alto en el cielo, y la gente todavía seguía yendo y viniendo, terminando sus recados diarios como si no tuvieran ni una sola preocupación en el mundo. Miranda deseaba ser una de esas personas, deseaba caminar por la calle alejándose de sus problemas y nunca regresar.
Turner quería casarse con ella. Le había sido fiel. Debería estar bailando de alegría. Pero no podía desprenderse de la sensación de que estaba haciendo esto por obligación, no por que sintiera amor o afecto por ella. Aparte del deseo, por supuesto. Estaba absolutamente claro que la deseaba.
Una lágrima bajó por su rostro. No era suficiente. Podría serlo, si ella no lo amara tanto. Pero esto… era demasiado disparejo. Lentamente la debilitaría, hasta que no fuera más que una triste y solitaria cáscara.
– Turner, yo… yo aprecio que te tomaras la molestia de venir hasta aquí a verme. Sé que fue un largo viaje. Y fue realmente… -buscó la palabra adecuada-…honorable de tu parte mantenerte apartado de todas esas mujeres en Kent. Estoy segura de que eran muy bonitas.
– Ni la mitad de bonitas que tú -susurró él.
Miranda tragó compulsivamente. Esto se estaba poniendo más difícil con cada segundo que pasaba. Se aferró al alfeizar de la ventana.
– No puedo casarme contigo.
Silencio de muerte. Miranda no se volvió. No podía verlo, pero podía sentir la furia emanando de su cuerpo. Por favor, por favor, sólo sal de la habitación, suplicó silenciosamente. No vengas hacia aquí. Y por favor… oh, por favor, no me toques.
Sus plegarias no fueron escuchadas, y las manos de él descendieron brutalmente sobre sus hombros, haciéndola girar para enfrentarlo.
– ¿Qué fue lo que dijiste?
– Dije que no puedo casarme contigo -replicó trémula. Bajó la mirada al suelo. Sus ojos azules la estaban perforando con ardor.
– ¡Mírame, maldita sea! ¿En qué estás pensando? Debes casarte conmigo.
Negó con la cabeza.
– Tú pequeña tonta.
Miranda no sabía que decir a eso, así que no dijo nada.
– ¿Has olvidado esto? -Tiró de ella con fuerza pegándola contra él, y saqueó sus labios con los suyos-. ¿Lo has olvidado?
– No.
– Entonces, ¿has olvidado que dijiste que me amabas? -Exigió.
Miranda deseaba morirse allí mismo.
– No.
– Eso debería servir de algo -dijo sacudiéndola hasta que algunos mechones de cabello se le salieron de las horquillas-. ¿No es así?
– ¿Has dicho alguna vez que me amabas? -Contraatacó ella.
La miró enmudecido.
– ¿Me amas? -Tenía las mejillas ardiendo de furia y vergüenza-. ¿Lo haces?
Turner tragó con fuerza, súbitamente sintiendo que se ahogaba. Las paredes parecían más cercanas, y no pudo decir nada, no podía pronunciar las palabras que ella quería escuchar.
– Ya veo -dijo ella en voz baja.
Un músculo saltó espasmódicamente en su garganta. ¿Por qué no podía decirlo? No estaba seguro de amarla, pero tampoco estaba seguro de no hacerlo. Y seguro como el infierno que no quería herirla, así que, ¿por qué sencillamente no decía esas dos palabras que la harían feliz?
A Leticia le había dicho que la amaba.
– Miranda -dijo vacilante-. Yo…
– ¡No lo digas si no lo sientes! -Estalló, enfatizando las palabras con la voz.
Turner giró sobre sus talones y cruzó la habitación hacia donde había visto una botella de brandy. Había una botella de whisky en el estante que estaba debajo de ésta y sin pedir permiso, se sirvió un vaso. Se lo tomó de un vehemente trago, pero no lo hizo sentir mucho mejor.
– Miranda -dijo, deseando que su voz sonara un poco más firme-. No soy perfecto.
– ¡Se suponía que lo serías! -Gritó-. ¿Sabes cuán maravilloso eras para mí cuando era pequeña? Y ni siquiera te esforzabas. Eras simplemente… simplemente tú. Y me hacías sentir como si no fuera semejante cosita torpe. Y luego cambiaste, pero pensé que podía volver a cambiarte. Y traté, oh, como traté, pero no fue suficiente. Yo no fui suficiente.
– Miranda, no eres tú…
– ¡No te inventes excusas para mí! ¡No pude ser lo que necesitabas, y te odio por eso! ¿Me oyes? ¡Te odio! -Agotada, se volvió y se abrazó a sí misma, tratando de controlar los temblores que sacudían su cuerpo.
– Tú no me odias. -Su voz era suave y extrañamente tranquilizadora.
– No -le dijo, ahogando un sollozo-. No lo hago. Pero odio a Leticia. Si ya no estuviera muerta, la mataría yo misma.
Él elevó una comisura de su boca formando una sonrisa ladeada.
– Lo haría lenta y dolorosamente.
– Realmente tienes una veta maligna, chiquilla -dijo, ofreciéndole una sonrisa satisfecha.
Ella trató de sonreír, pero sus labios se negaron a obedecerla.
Hubo una larga pausa antes de que Turner hablara otra vez.
– Trataré de hacerte feliz, pero no puedo ser todo lo que tú quieres que sea.
– Lo sé -dijo amargamente-. Pensé que podrías, pero estaba equivocada.
– Pero igualmente podemos tener un buen matrimonio, Miranda. Mejor que la mayoría.
“Mejor que la mayoría” podía significar únicamente que se hablarían el uno al otro al menos una vez al día. Sí, quizás podrían tener un buen matrimonio. Bueno, pero vacío. No creía que pudiera soportar vivir con él sin su amor. Sacudió la cabeza.
– ¡Maldición, Miranda! ¡Debes casarte conmigo! -Cuando no atendió su estallido, le gritó-. ¡Por el amor de Dios, mujer, estás embarazada de mi hijo!
Ahí estaba. Había sabido que ésa tenía que ser la razón de que hubiera viajado tan lejos, y con un propósito tan determinado. Y por más que apreciaba su sentido del honor -aunque pudiera ser algo tardío- no había forma de ignorar el hecho de que el bebé ya no existía. Había sangrado y luego había regresado su apetito, y su bacinilla había vuelto a recuperar su uso habitual.
Su madre le había contado acerca de ello, le había dicho que le había pasado exactamente la misma cosa dos veces antes de tener a Miranda y tres veces después. Tal vez había sido un tema poco adecuado para una jovencita que ni siquiera había salido del salón de clases aún, pero Lady Cheever sabía que se estaba muriendo, y había deseado traspasarle a su hija tanto conocimiento de su feminidad como le fuera posible. Le había dicho a Miranda que no se lamentara si le ocurría lo mismo a ella, que siempre había sentido que esos bebés perdidos no estaban destinados a nacer.
Miranda se humedeció los labios y tragó con fuerza. Y luego, en voz baja y solemne, dijo:
– No estoy embarazada. Lo estaba, pero ya no lo estoy.
Turner no dijo nada. Y luego:
– No te creo.
Miranda se quedó aturdida.
– ¿Disculpa?
Él se encogió de hombros.
– No te creo. Olivia me dijo que estabas embarazada.
– Lo estaba, cuando Olivia estuvo aquí.
– ¿Cómo sé que no estás simplemente intentando deshacerte de mí?
– Porque no soy idiota -dijo con brusquedad-. ¿Piensas que rehusaría casarme contigo si estuviera embarazada?
Turner pareció considerarlo por un momento, y luego se cruzó de brazos.
– Bueno, aún así tu virtud está comprometida, por lo que te casarás conmigo.
– No -dijo irónica-. No lo haré.
– Oh, sí lo harás -le dijo, con los ojos brillando cruelmente-. Es sólo que aún no lo sabes.
Se apartó de él.
– No veo cómo podrás forzarme.
Él dio un paso adelante.
– No veo cómo podrás detenerme.
– Gritaré pidiéndole ayuda a MacDownes.
– No creo que lo hagas.
– Lo haré. Lo juro. -Abrió la boca y entonces lo miró de lado para ver si comprendía su advertencia.
– Adelante -le dijo, encogiéndose de hombros casualmente-. Esta vez no me agarrará desprevenido.
– Mac…
Le puso la mano sobre la boca con asombrosa velocidad.
– Pequeña tonta. Aparte del hecho de que no tengo ningún deseo de que tu maduro mayordomo pugilista interrumpa mi privacidad, ¿te paraste a considerar que su irrupción aquí sólo apresuraría nuestro matrimonio? No querrás ser atrapada en una situación comprometida, ¿o sí?
Miranda masculló algo contra su mano y luego le dio puñetazos en la cadera hasta que la quitó. Pero no volvió a gritar llamando a MacDownes. Por muy reacia que fuera a admitirlo, él tenía algo de razón.
– Entonces, ¿por qué no me dejaste gritar? -Lo provocó-. ¿Hmmm? ¿No es un matrimonio lo que deseas?
– Sí, pero pensé que podrías preferir entrar en él con algo de dignidad.
Miranda no tenía una respuesta a eso, así que se cruzó de brazos.
– Ahora quiero que me escuches -le dijo en voz baja, tomándole la barbilla con la mano y forzándola a mirarlo-. Y escúchame con cuidado, porque únicamente diré esto una vez. Vas a casarte conmigo antes de que termine esta semana. Ya que convenientemente has huido a Escocia, no necesitamos una licencia especial. Tienes suerte de que no te arrastre a una iglesia en este preciso instante. Consíguete un vestido y algunas flores porque, cariño, vas a obtener un nuevo nombre.
Ella lo fulminó con una mirada mordaz, incapaz de pensar en ninguna palabra adecuada para expresar toda su furia.
– Y ni siquiera pienses en huir otra vez -le dijo perezosamente-. Para tu información, he alquilado habitaciones sólo a dos puertas de aquí y he arreglado que vigilen la casa las veinticuatro horas del día. No lograrás llegar ni al final de la calle.
– Dios -suspiró-. Te has vuelto loco.
Se rió ante esto.
– Piensa en esa declaración, quieres. Si trajera a diez personas a esta habitación y les explicara que he tomado tu virginidad, que te he pedido que te cases conmigo y que tú rehúsas. ¿A quién crees que considerarían loca?
Estaba tan encolerizada, que pensó que podría explotar.
– ¡No a mí! -le dijo él vivamente-. Ahora sé optimista, chiquilla, y mira el lado bueno. Haremos más bebés y lo pasaremos espléndidamente haciéndolos, prometo nunca golpearte ni prohibirte hacer nada a no ser que sea algo absolutamente disparatado, y finalmente serás hermana de Olivia. ¿Qué más podrías desear?
Amor. Pero no pudo pronunciar la palabra.
– Considerándolo todo, Miranda, podrías encontrarte en una situación mucho peor.
Siguió callada.
– Muchas mujeres estarían encantadas de cambiar de lugar contigo.
Se preguntó si habría alguna forma de borrar la expresión satisfecha de su rostro sin provocarle un daño permanente.
Él se inclinó hacia delante sugestivamente.
– Y puedo prometerte que estaré muy, muy atento a tus necesidades.
Ella entrelazó las manos en la espalda porque estaban empezando a temblarle por la frustración y la ira.
– Algún día me agradecerás por esto.
Y eso fue demasiado.
– ¡Aaaaargh! -Gritó incoherentemente, lanzándose contra él.
– ¿Qué demonios? -Turner se giró, tratando de sacársela a ella y a sus puños golpeadores de encima.
– Nunca, nunca vuelvas a decir, “Algún día me agradecerás por esto” -demandó, golpeándolo furiosamente en el pecho.
– Cálmate, querida. Te prometo que nunca volveré a usar ese tono condescendiente contigo.
– Lo estás usando ahora -aseguró ella.
– No, no es así.
– Sí, lo hacías.
– No, no lo hacía.
– Sí, lo hacías.
Bueno Dios, esto se estaba volviendo tedioso.
– Miranda, estamos actuando como niños.
Ella pareció crecerse, y sus ojos adquirieron una mirada salvaje que debería haberle provocado temor. Sacudiendo la cabeza escupió:
– No me importa.
– Bueno, tal vez si comienzas a actuar como una adulta, dejaré de hablarte en lo que tú llamas un tono condescendiente.
Él entrecerró los ojos, y gruñó desde el fondo de la garganta.
– ¿Sabes algo, Turner? A veces actúas como un completo imbécil. -Diciendo esto, formó un puño con la mano, tiró el brazo hacia atrás, y lo dejó volar.
– ¡Santo maldito infierno! -Turner se llevó la mano al ojo, y se tocó la ardiente piel sin poder creerlo-. ¿Quién demonios te enseñó a lanzar un puñetazo?
Miranda sonrió satisfecha.
– MacDownes.
24 DE AGOSTO DE 1819- MÁS TARDE ESA NOCHE
MacDownes le informó a la abuela y el abuelo de que hoy había recibido una visita, y ellos prontamente adivinaron quien era él. El abuelo farfulló cerca de diez minutos acerca de cómo podía ese hijo de algo que me es imposible escribir, aparecer por aquí, hasta que finalmente la abuela lo calmó y me preguntó a qué había venido.
No puedo mentirles a ellos. Nunca fui capaz de hacerlo. Les dije la verdad… que había venido a casarse conmigo. Reaccionaron con gran alegría y hasta con gran alivio hasta que les dije que había rehusado. El abuelo se lanzó a otra andanada, únicamente que esta vez el objetivo era yo, y mi falta de sentido común. O al menos creo que eso fue lo que dijo. Es de las Highlands, y aunque habla el inglés del Rey con un acento perfecto, su acento escocés se hace evidente cada vez que está perturbado.
Estaba, para decir lo menos, particularmente perturbado.
Así que ahora me encuentro con ellos tres aliados en contra mía. Me temo que es probable que esté librando una batalla perdida.