CAPÍTULO 17

Los meses pasaron, y los recién casados se asentaron en una rutina cómoda y cariñosa. Turner, que había vivido un infierno con Leticia, estaba constantemente sorprendido por lo agradable que podía ser el matrimonio, una vez asumido, con la persona correcta. Miranda era un total placer para él. Le encantaba observarla leer un libro, peinarse, dar instrucciones al ama de llaves, le encantaba observarla hacer cualquier cosa. Y se descubría constantemente buscando excusas para tocarla. Señalaba una invisible mota de polvo sobre su vestido y luego la cepillaba para quitársela. Un mechón de su pelo se había extraviado, murmuraba mientras volvía a colocarlo en su lugar.

Y a ella nunca parecía molestarle. A veces, si estaba ocupada con algo, le apartaba la mano con un golpecito, pero más a menudo meramente sonreía, y a veces movía la cabeza, sólo un poco, lo suficiente para descansar la mejilla en su mano.

Pero en ocasiones, cuando no se daba cuenta de que la estaba observando, la pillaba mirándolo con gran añoranza. Siempre apartaba la vista, con tanta rapidez que a menudo no podía siquiera estar seguro de si el momento había tenido lugar. Pero sabía que sí, porque cuando cerraba los ojos por la noche, veía los de ella, con aquel destello de tristeza que le desgarraba las entrañas.

Sabía lo que ella quería. Habría sido tan fácil. Tres simples palabras. Y realmente, ¿no debería decirlas? Incluso si no las sentía, ¿no valdría la pena sólo para verla feliz?

Había momentos en que intentaba decirlas, intentaba hacer que su boca formase las palabras, pero siempre parecía aparecer aquella sensación de ahogo, como si le estuviesen comprimiendo la misma respiración en la garganta.

Y la ironía era… que creía que la quería. Sabía que no le quedaría nada si algo le pasase a Miranda. Sí, claro estaba, había creído que quería a Leticia, y mira donde le había llevado aquello. Adoraba todo acerca de Miranda, desde la forma en que su nariz se alzaba ligeramente en la punta hasta su mordaz ingenio el cual nunca escatimaba con él. Pero, ¿eso era lo mismo que querer a la persona?

Y si la quería, ¿cómo iba a saberlo? Esta vez quería estar seguro. Quería alguna clase de prueba científica. Había tenido fe en el amor antes, creyendo que aquella vertiginosa mezcla de deseo y obsesión tenía que ser amor. Porque, ¿qué otra cosa podría haber sido?

Pero ahora tenía más edad. También era más sabio, lo que era bueno, y mucho más cínico, lo que no lo era.

La mayoría del tiempo era capaz de mantener apartadas aquellas preocupaciones de la cabeza. Era un hombre, y francamente, aquello era lo que hacían los hombres. Las mujeres podían discutir y rumiar (y era probable que siguieran discutiendo) todo lo que desearan. Él prefería ponderar el asunto una vez, quizás dos, y se acabó.

Que era por lo que era particularmente mortificante que pareciese incapaz de dejar aparte aquel tema en particular. Su vida era encantadora. Feliz. Deliciosa. No debería estar perdiendo unos valiosos pensamientos y energía reflexionando sobre el estado de su propio corazón. Se merecía ser capaz de disfrutar sus muchas bendiciones y no tener que pensar en ello.

Estaba haciendo precisamente aquello -concentrándose en por qué no deseaba pensar en todo aquello- cuando oyó un golpe en la puerta del estudio.

– ¡Entre!

La cabeza de Miranda asomó por el umbral.

– ¿Molesto?

– No, claro que no. Pasa.

Empujó para abrir el resto de la puerta y entrar en la habitación. Turner tuvo que suprimir una sonrisa cuando la vio. Últimamente su barriga parecía preceder al resto de su cuerpo al entrar en una habitación por unos buenos cinco segundos. Ella vio su sonrisa y se miró con tristeza.

– Estoy enorme, ¿verdad?

– Cierto.

Ella suspiró.

– Deberías haber mentido para no herir mis sentimientos y decirme que no estoy tan grande. Las mujeres en mi condición están muy sensibles, ¿sabes? -Caminó hasta una silla cerca del escritorio de él y puso las manos sobre los brazos de la silla para ayudarse a descender.

Turner se puso de pie de inmediato para ayudarla a sentarse.

– Creo que me gustas grande.

Ella bufó.

– Sólo te gusta ver la prueba tangible de tu propia virilidad.

Sonrió ante eso.

– ¿Te ha dado ella alguna patada hoy?

– No, y no estoy tan segura de que sea una ella.

– Por supuesto que lo es. Es perfectamente obvio.

– ¿Debo suponer que estás planeando abrir un consultorio sobre partos?

Las cejas de Turner se alzaron.

– Vigila tu boca, esposa.

Miranda puso los ojos en blanco y alzó un pedazo de papel.

– Hoy recibí una carta de tu madre. Pensé que te gustaría leerla.

Turner le quitó la carta de la mano, caminando de forma distraída por la habitación mientras leía la misiva. Había aplazado tanto como había podido contarle a su familia lo del matrimonio, pero después de dos meses, Miranda le había convencido de que posiblemente no podría evitarlo más. Como era de esperar, se sorprendieron (con excepción de Olivia, que había tenido una vaga idea de lo que estaba pasando), y Turner se había apresurado enseguida a Rosedale para inspeccionar la situación. Oyó murmurar a su madre unas pocas cientos de veces: “Nunca habría imaginado…”, y la nariz de Winston había quedado un poco dislocada, pero en general, Miranda había hecho una suave transición de Cheever a Bevelstoke. Después de todo, ya antes había sido prácticamente parte de la familia.

– Winston se ha metido en problemas en Oxford -murmuró Turner, los ojos moviéndose con rapidez sobre las palabras de su madre.

– Sí, bueno, era de esperar, imagino.

Levantó la vista para mirarla con expresión de asombro.

– ¿Qué significa eso?

– No creas que nunca he oído hablar sobre tus hazañas en la universidad.

Él sonrió abiertamente.

– Ahora soy mucho más maduro.

– Eso espero.

Turner caminó hacia ella y dejó un primer beso en su nariz y luego otro en su tripa.

– Desearía haber podido ir a Oxford -dijo ella con anhelo-. Me hubiese encantado escuchar todas esas clases.

– No todas. Créeme, algunas eran pésimas.

– Aún así creo que me habría gustado.

Turner se encogió de hombros.

– Quizás. Ciertamente eres terriblemente más lista que la mayoría de hombres que conocí allí.

– Después de haber pasado casi una temporada en Londres, debo decir que no es terriblemente difícil ser más lista que muchos de los hombres de la alta sociedad.

– Excluyendo a la presente compañía, espero.

Ella asintió cortésmente.

– Por supuesto.

Sacudió la cabeza mientras volvía al escritorio. Aquello era lo que más le gustaba de estar casado con ella, aquellas pequeñas y estrafalarias conversaciones que llenaban sus días. Volvió a sentarse y levantó el documento que había estado examinando con detenimiento antes de que ella entrase.

– Parece que voy a tener que ir a Londres.

– ¿Ahora? ¿Aún hay alguien allí?

– Muy pocos -admitió. El Parlamento no estaba reunido, y la mayoría de la alta sociedad había dejado la ciudad para ir a sus casas en el campo-. Pero un buen amigo mío está allí, y necesita mi ayuda para una empresa comercial.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Nada me gustaría más, pero no te haré viajar en un momento así.

– Estoy perfectamente saludable.

– Y te creo, pero parece imprudente correr riesgos innecesarios. Y debo decir que te has convertido en algo… -Se aclaró la garganta-. Difícil de manejar.

Miranda hizo una mueca.

– Me pregunto qué otra cosa podrías haber dicho que pudiera haberme hecho sentir menos atractiva.

A él se le crisparon los labios, se inclinó hacia delante y le besó la mejilla.

– No me iré durante demasiado tiempo. No más de una quincena, creo.

– ¿Una quincena? -dijo ella tristemente.

– Son al menos cuatro días de viaje en cada sentido. Con toda la reciente lluvia, es seguro que las carreteras estarán fatales.

– Te voy a extrañar.

Él hizo una pausa por el momento antes de contestar.

– Yo también te echaré de menos.

Al principio Miranda no dijo nada. Y luego suspiró, un pequeño y melancólico sonido que exprimió el corazón de él. Pero entonces la actitud de ella cambió y pareció un poco más activa.

– Supongo que hay muchas cosas para mantenerme ocupada -dijo con un suspiro-. Me gustaría redecorar la sala oeste. La tapicería está totalmente desvaída. Quizás invite a Olivia a una visita. Es muy buena con este tipo de cosas.

Turner le sonrió cálidamente. Le proporcionaba gran placer que ella estuviese llegando a amar su casa tanto como lo hacía él.

– Confío en tu juicio. No necesitas a Olivia.

– Sin embargo, disfrutaría de su compañía mientras no estés.

– Entonces claro que sí, invítala. -Lanzó un vistazo al reloj-. ¡Vaya! ¿Tienes hambre? Es bien pasado el mediodía.

Miranda se frotó el estómago de forma ausente.

– No demasiado, creo. Pero podría comer un bocado o dos.

– Más de dos -dijo firmemente-. Más de tres. Ya no comes sólo para ti misma, ya lo sabes.

Miranda bajó tristemente la vista a su hinchada barriga.

– Créeme, lo sé.

Se puso en pie y avanzó a zancadas hacia la puerta.

– Iré corriendo a la cocina y conseguiré algo.

– Puedes simplemente llamar para pedir algo.

– No, no, será más rápido así.

– Pero yo no… -Demasiado tarde. Ya había salido corriendo por la puerta y no podía escucharla. Se sonrió mientras se sentaba y curvaba las piernas bajo ella. Nadie podía dudar que Turner se preocupaba por su bienestar y el del bebé. Se veía en la forma en que ahuecaba las almohadas para ella antes de que se metiera en la cama, en la forma es que se aseguraba que comiese bien, comida saludable, y especialmente en la manera en que insistía en ponerle la oreja en el estómago para oír cómo se movía el bebé.

– ¡Creo que ha dado una patada! -exclamaba excitado.

– Es probable que haya sido un eructo -había bromeando Miranda una vez.

Turner no pilló la broma y alzó la cabeza, la preocupación le nublaba los ojos.

– ¿Puede eructar ahí dentro? ¿Es normal?

Ella había dejado salir una suave e indulgente carcajada.

– No lo sé.

– Quizás debería preguntarle al médico.

Le había cogido la mano y lo había empujado hacia arriba hasta que estuvo acostado a su lado.

– Estoy segura de que todo va bien.

– Pero…

– Si mandas a buscar al médico, va a pensar que estás loco.

– Pero…

– Simplemente durmamos. Eso es todo, abrázame. Fuerte. -Suspiró y se acurrucó cerca de él-. Aquí. Ahora podré dormir.

De vuelta en el estudio, Miranda sonrió mientras recordaba la conversación. Hacía cosas así cientos de veces al día, demostrándole cuánto la quería. ¿Verdad? ¿Cómo podía mirarla con tanta ternura y no quererla? ¿Por qué estaba tan insegura de sus sentimientos?

Porque nunca los había dicho en voz alta, replicó en silencio. Oh, le hacía cumplidos y a menudo hacía comentarios sobre lo contento que estaba de haberse casado con ella.

Era una de las formas más crueles de tortura, y Turner no tenía ni idea de lo que hacía. Creía que estaba siendo amable y atento, y era verdad.

Pero cada vez que la miraba, y sonreía con aquella cálida y misteriosa forma suya, y pensaba… por un intenso segundo pensaba que él se inclinaría y susurraría…

Te quiero.

…y cada vez, cuando no pasaba, y simplemente le rozaba la mejilla con sus labios, o le despeinaba el cabello, o le preguntaba si había disfrutado el maldito postre, por amor de Dios…

Miranda sentía que algo se desmoronaba en su interior. Un pequeño apretón, creando solamente una pequeña arruga, pero todos aquellos pliegues en su corazón se iban sumando, y cada día parecía un poco más duro fingir que su vida era precisamente como la había deseado.

Intentaba ser paciente. Lo último que quería de él era falsedad. Te quiero era totalmente devastador cuando no había ningún sentimiento detrás.

Pero no quería pensar en ello. No en aquel momento, no cuando estaba siendo tan dulce y atento, y ella debería estar total y completamente feliz.

Y lo estaba. De verdad. Casi. Era sólo la pequeña parte de ella que se abría paso hacia delante, y se estaba volviendo molesta, de verdad, porque Miranda no quería malgastar todos sus pensamientos y energía pensando en algo sobre lo que no tenía el control.

Sólo quería vivir el momento, disfrutar sus muchas bendiciones sin tener que pensar en ello.

Turner entró en el momento oportuno, entrando a zancadas en el cuarto y dejando un suave beso sobre la cabeza de ella.

– La señora Hingham dice que hará subir un plato de comida en unos minutos.

– Te dije que no deberías haberte molestado en bajar -le regañó Miranda-. Sabía que no habría nada preparado.

– Si no hubiese bajado yo mismo -dijo en tono práctico-, habría tenido que esperar a que llegase la doncella para ver que quería, entonces habría tenido que esperar a que bajase a la cocina, y luego habría tenido que esperar mientras la señora Hingham preparaba la comida, y después…

Miranda sostuvo una mano en alto.

– ¡Suficiente! Ya veo lo que quieres decir.

– Llegará antes así. -Turner se inclinó hacia delante con una sonrisa diabólica-. No soy una persona paciente.

Ni ella tampoco, pensó Miranda tristemente.

Pero su marido, inconsciente de sus tormentosos pensamientos, simplemente sonrió mientras miraba por la ventana. Una ligera capa de nieve cubría los árboles.

Un lacayo y una doncella se deslizaron dentro de la habitación, trayendo comida, y la dejaron sobre el escritorio de Turner.

– ¿No estás preocupado por tus papeles? -preguntó Miranda.

– Estarán bien. -Los colocó formando una pila.

– ¿Pero no se mezclarán?

Se encogió de hombros.

– Tengo hambre. Eso es más importante. eres más importante.

La doncella dejó escapar un pequeño suspiro ante las románticas palabras. Miranda sonrió tirante. El personal de la casa probablemente pensaba que Turner le profesaba su amor siempre que estaban fuera del alcance del oído.

– Entonces vamos -dijo Turner enérgicamente-. Hay algo de estofado de carne de ternera y vegetales. Quiero que te lo comas todo.

Miranda miró dudosa a la sopera que Turner colocó frente a ella. Haría falta un pequeño ejército de mujeres embarazadas para terminarla toda.

– Estás bromeando -dijo.

– En absoluto. -Sumergió la cuchara en el estofado y la sostuvo enfrente de su boca.

– De verdad, Turner, no puedo…

Le metió con rapidez la cuchara en la boca.

Se ahogó sorprendida durante un segundo, entonces masticó y tragó.

– Puedo comer solita.

– Pero así es mucho más divertido.

– Para ti, qui…

La cuchara entró una vez más.

Miranda tragó.

– Esto es ridículo.

– En absoluto.

– ¿Es alguna forma de enseñarme a no hablar tanto?

– No, aunque perdí una gran oportunidad con esa última frase.

– Turner, eres incorre…

La pilló otra vez.

– ¿Incorregible?

– Sí -farfulló ella.

– Oh, querida -dijo-. Tienes un poco en la barbilla.

– Tú eres el que maneja la cuchara.

– Siéntate quieta -se inclinó hacia delante y lamió la gota de salsa de su piel-. Mmm, delicioso.

– Toma un poco -dijo ella inexpresiva-. Hay un montón.

– Oh, pero no quisiera privarte de tan valiosos nutrientes.

Ella resopló en respuesta.

– Aquí tienes otro poco… Oh, querida, creo que he vuelto a fallar otra vez -su lengua volvió a salir y limpió el desastre.

– ¡Lo hiciste a propósito! -lo acusó.

– ¿Y malgastar a propósito la comida que alimentaría a mi esposa embarazada? -Se colocó una ofendida mano en el pecho-. ¡Qué canalla me crees!

– Quizás no un canalla, pero sí un pequeño y furtivo…

– ¡Victoria!

Movió su dedo hacia él.

– Mmph grmphng gtrmph.

– No hables con la boca llena. Es de mala educación.

Ella tragó.

– Dije, que me vengaré, tú… -Dejó de hablar cuando la cuchara hizo conexión con su nariz.

– Mira lo que hiciste -dijo, sacudiendo la cabeza con un movimiento exagerado-. Te moviste tanto que volví a fallar. Ahora quédate quieta. -Ella frunció sus labios pero no pudo evitar que se le escapase la insinuación de una sonrisa-. Buena chica -murmuró él, inclinándose. Capturó la punta de su nariz en su boca y chupó hasta que la salsa de carne desapareció.

– ¡Turner!

– La única mujer en el mundo con una nariz cosquillosa -soltó una risita-. Y tuve el sentido común de casarme contigo.

– Para, para, para.

– ¿De ponerte salsa en la cara o de besarte?

A ella el aliento se le quedó atrapado en la garganta.

– De ponerme salsa en la cara. No necesitas una excusa para besarme.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿No?

– No.

– Imagina mi alivio. -Su nariz tocó la de ella.

– ¿Turner?

– ¿Hmm?

– Si no me besas pronto, creo que voy a ponerme furiosa.

La atormentó con el más ligero de los besos.

– ¿Te vale eso?

Ella negó con la cabeza.

Él profundizó el beso.

– ¿Y eso?

– Me temo que no.

– ¿Qué necesitas? -susurró, su ardiente voz contra los labios de Miranda.

– ¿Qué necesitas ? -respondió ella. Sus manos se deslizaron hacia arriba hasta los hombros de él, y como era costumbre, comenzó a masajearlos.

Y aparentemente el ardor de él se difuminó instantáneamente.

– Oh, Dios, Miranda -gimió, relajándosele el cuerpo-. Eso es maravilloso. No, no pares. Por favor, no pares.

– Es extraordinario -dijo ella con una ligera sonrisa-. Eres masilla entre mis manos.

– Lo que quieras -gimió-. Simplemente no te detengas.

– ¿Por qué estás tan tenso?

Él abrió los ojos y le lanzó una irónica mirada.

– Lo sabes muy bien.

Ella se sonrojó. El médico le había informado durante su última visita que era momento de detener las relaciones maritales. Turner no había parado de gruñir durante una semana.

– Me niego a creer -dijo, levantando los dedos de los hombros de él y sonriéndole cuando gimió en protesta-, que yo sea la única causa de tus horribles dolores de espalda.

– Estrés por no ser capaz de hacerte el amor, excesivo esfuerzo físico por tener que cargar tu ahora enorme cuerpo escaleras arriba…

– ¡Nunca has tenido que cargarme escaleras arriba!

– Sí, bueno, lo he pensado, y ciertamente ha sido suficiente para darme dolor de espalda. Justo… -hizo girar sus brazos alrededor y apuntó a un lugar de su espada-… aquí.

Miranda frunció los labios pero aún así comenzó a frotar donde él le había indicado.

– Tú, milord, eres un niño grande.

– Mmm… mmm… -accedió él, la cabeza prácticamente ladeada a un lado-. ¿Te importa si me echo? Hará que te sea más fácil.

Miranda se preguntó cómo había logrado manipularla para que le frotara la espalda sobre la alfombra. Pero lo estaba pasando bien, también. Le encantaba tocarlo, memorizar el contorno de su cuerpo. Sonriéndose, le sacó la camisa de la pretina de los pantalones y deslizó las manos debajo para poder tocarle la piel. Era caliente y suave como la seda, y no pudo evitar mover sus manos ligeramente sobre ella, sólo para sentir la excelente suavidad que era única en él.

– Me gustaría que tú me frotaras la espalda -se oyó decir. Habían pasado semanas desde la última vez que había sido capaz de yacer sobre su estómago.

Giró la cabeza para que ella pudiera verle la cara, y sonrió. Entonces, con un pequeño gruñido, se sentó.

– Siéntate recta -dijo suavemente, girándola para poder masajearle la espalda.

Era el paraíso.

– Oh, Turner -suspiró-. Es delicioso.

Él emitió un sonido, uno extraño, y se giró lo mejor que pudo para poder verle la cara.

– Lo siento -dijo, haciendo una mueca cuando ella vio el deseo y el control luchando en sus ojos-. Yo también te echo de menos, si te sirve de consuelo.

La apretujó contra él, abrazándola tan fuerte como pudo sin presionar demasiado fuerte contra su barriga.

– No es culpa tuya, gatita.

– No, lo sé, pero aún así lo siento. Te echo de menos terriblemente. -Bajó el tono de su voz-. A veces estás tan dentro de mí, que parece como si me estuvieses tocando el corazón. Eso es lo que más echo de menos.

– No digas eso -dijo él con voz ronca.

– Lo siento.

– Y por amor de Dios, deja de pedir perdón.

Ella casi rió.

– Yo… no, lo retiro. No lo siento. Pero sí siento que tú, eh, estés en tal estado. No parece justo.

– Es más que justo. A cambio tengo una esposa sana y un bebé precioso. Y todo lo que tengo que hacer es contenerme unos pocos meses.

– Pero no deberías hacerlo -murmuró sugestivamente, su mano vagó hacia los botones de sus pantalones-. No tienes por qué.

– Miranda, detente. No podré soportarlo.

– No deberías hacerlo -repitió mientras empujaba hacia arriba su ya sacada camisa por el pecho y le besaba el plano estómago.

– Qué… oh, Dios, Miranda -dejó escapar un gemido irregular.

Los labios de ella se movieron incluso más abajo.

– ¡Oh, Dios! ¡Miranda!


7 DE MAYO DE 1820.

Soy una descarada.

Pero mi marido no se queja.

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