Turner se despertó a la mañana siguiente con un abrasador dolor de cabeza que no tenía nada que ver con el alcohol.
Deseaba que hubiera sido por el brandy. El brandy habría sido un infierno mucho más simple que esto.
Miranda.
¿En qué diablos había estado pensando?
En nada. Obviamente no había estado pensando en absoluto. Al menos no con la cabeza.
Había besado a Miranda. Infiernos, prácticamente la había magullado. Y era difícil imaginar que podía existir en cualquier parte de Bretaña una joven menos conveniente para sus atenciones que la Señorita Miranda Cheever.
Iba a arder en algún sitio por esto.
Si fuera un buen hombre, suponía, se casaría con ella. Una joven podría perder su reputación por bastante menos que eso. Pero nadie los había visto, una pequeña voz en su interior le insistió. Nadie los conocía a ellos dos. Y Miranda no diría nada. No era de esa clase.
Y él no era un buen hombre. Leticia se había ocupado de eso. Ella había matado lo bueno y amable que había en su interior. Pero todavía tenía sensatez. Y de ningún modo iba a permitirse acercase a Miranda otra vez. Un error podía ser comprensible.
Dos serían su perdición.
Y tres…
Buen Dios, no debería estar pensando en tres.
Lo que necesitaba era distanciarse. Distancia. Si estaba lejos de Miranda, no podría tentarlo y ella podría olvidar su encuentro ilícito y encontraría por sí misma a algún muchacho jovial y agradable para casarse. La imagen de ella en los brazos de otro hombre de improviso era desagradable, pero Turner decidió que era porque era muy temprano en la mañana, y estaba cansado y la había besado sólo hacía seis horas o algo así y…
Y podría haber unas cien razones diferentes, ninguna de ellas lo bastante importantes para examinarlas más de cerca.
Mientras tanto, tendría que evitarla. Tal vez debería dejar la ciudad. Escapar. Podría irse del país. Realmente no había pensado permanecer en Londres mucho tiempo de todos modos.
Abrió los ojos y gimió. ¿No tenía ningún autocontrol? Miranda era una jovenzuela inexperta de veinte. No era como Leticia, conocedora en todas las habilidades femeninas, y dispuesta a utilizarlas para su ventaja.
Miranda podría ser tentadora, pero resistible. Turner era lo suficiente hombre para mantener la cabeza cuando estuviese cerca de ella. En todo caso, probablemente no debería estar viviendo en la misma casa. Y mientras hacía los cambios, quizás era hora de inspeccionar a las mujeres del la alta sociedad este año. Había muchas discretas y jóvenes viudas. Hacía demasiado tiempo que no había estado en compañía femenina.
Si algo podía hacerle olvidar a una mujer, era otra.
– Turner se muda.
– ¿Qué? -Miranda había estado arreglando las flores en un florero de porcelana. Fue sólo por las ágiles manos y la enorme buena suerte que la preciosa antigüedad no se estrellara contra el suelo.
– Ya se ha ido -dijo Olivia con un encogimiento-. Su ayuda de cámara está empaquetando sus cosas ahora mismo.
Miranda puso el florero de regreso sobre la mesa con doloridos y cuidadosos dedos. Despacio, constante, inspira, espira. Y entonces finalmente, cuando estuvo segura de que podía hablar sin temblar, preguntó:
– ¿Abandona la ciudad?
– No, no lo creo -dijo Olivia, asentándose sobre el diván con un bostezo-. No tenía pensado permanecer en la ciudad tanto tiempo, por lo que tomará un apartamento.
– ¿Tomará un apartamento? -Miranda luchó contra el horrible hueco que sentía estaba hundiéndose en su pecho. Tomaba un apartamento. Tan sólo para alejarse de ella.
Se habría sentido humillada si no estuviera tan triste. O tal vez era ambas cosas.
– Esto es probablemente lo mejor -continúo Olivia, olvidando la angustia de su amiga-. Sé que dice que nunca se volverá a casar otra vez…
– ¿Él dijo eso? -Miranda se congeló. ¿Cómo era posible que no lo supiera? Sabía que había dicho que no buscaba esposa, pero seguramente no había pensado para siempre.
– Oh, sí -contestó Olivia-. Lo dijo el otro día. Fue bastante firme. Pensé que Madre tendría un ataque por ello. Por así decirlo, estuvo muy cerca de desmayarse.
– ¿Tu madre? -Miranda tenía dificultad en imaginárselo.
– Bueno, no, pero si sus nervios hubieran sido menos fuertes, seguramente lo habría hecho.
La mayor parte del tiempo Miranda disfrutaba de las divagaciones de su amiga, pero en este momento quería estrangularla.
– De todos modos -dijo Olivia, suspirando mientras se recostaba-, dijo que no se casará, pero estoy completamente segura de que lo reconsiderará. Simplemente debe pasársele la pena. -Hizo una pausa, mirando de refilón a Miranda con una expresión sardónica-. O la falta de ella.
Miranda sonrió tensamente. Tan tensamente, de hecho, que estaba lo bastante segura de otra persona era quien lo hacía.
– Pero a pesar de lo que dice -agregó Olivia, recostándose y cerrando los ojos-, con seguridad no encontrará una novia mientras viva aquí. Cielos, ¿cómo podría alguien hacer la corte en compañía de una madre, un padre y dos hermanas más jóvenes?
– ¿Dos?
– Bien, una, desde luego, pero tú podrías ser contada como una segunda. Con seguridad no puede comportarse de ninguna otra forma como podría gustarle comportarse mientras estás en su presencia.
Miranda no sabía si debía reír o llorar.
– E incluso si no escoge a una novia en cualquier momento pronto -añadió Olivia-, deberá tomar una amante. Seguramente esto le ayudará a olvidar a Leticia.
Miranda no vio que podía decir a eso.
– Y seguramente no puede hacerlo mientras esté viviendo aquí. -Olivia abrió los ojos y se apoyó sobre los codos-. Por lo que realmente, es todo para mejor. ¿No estás de acuerdo?
Miranda asintió con la cabeza. Porque tenía que hacerlo. Porque se sentía demasiado aturdida para llorar.
19 de junio de 1819
Él se ha ido hace una semana y estoy más allá de mi misma.
Si simplemente se hubiera ido, podría perdonarlo, ¡pero no ha vuelto!
No me ha llamado. No me ha enviado una carta, y aunque oigo susurros y chismes de que reanuda sus actividades normales y está siendo visto en sociedad, es cierto que nunca lo veo, si estoy en un evento, él no está. Una vez pensé que lo había visto al otro lado de una habitación, pero no puedo estar segura, porque sólo fue su espalda mientras efectuaba su salida.
No sé qué hacer con todo esto, no puedo llamarlo, podría estar a la altura de lo impropio. Lady Rudland ha prohibido hasta a Olivia visitarlo; está en The Albany y es estrictamente para caballeros. Ningún familiar o viudas.
– ¿Qué planeas ponerte para el baile de esta noche de los Worthington? -Preguntó Olivia, echando tres terrones de azúcar en su té.
– ¿Es esta noche? -Los dedos de Miranda se apretaron alrededor de la taza de té. Turner le había prometido que asistiría al baile de los Worthington y bailaría con ella. Seguramente no faltaría a una promesa.
Él estaría allí. Y si no estaba…
Ella simplemente tendría que asegurarse de que no faltara.
– Llevaré mi vestido de seda verde -dijo Olivia-. A no ser que quieras llevar tu vestido verde. Te ves realmente adorable con el verde.
– ¿Es lo que piensas? -Miranda se enderezó. De repente era imperativo que se viera absolutamente hermosa.
– Mmm-hmm. Pero sería bueno para ninguna que las dos llevemos el mismo color, por lo que tendrás que decidirte pronto.
– ¿Qué me recomiendas? -Miranda no estaba desesperada por estar a la moda, pero nunca tendría un ojo tan experto como Olivia.
Olivia inclinó la cabeza hacia un lado mientras examinaba a su amiga.
– Con tu tez, realmente siento que no puedas llevar algo más vivo, pero Mamá dice que todavía somos demasiado novatas. Pero tal vez… -Se levantó de un salto, arrebatando sabiamente una almohada verde pálido de una silla cercana y la sostuvo bajo la barbilla de Miranda-. Hmmm.
– ¿Estás planeando redecorarme?
– Sujeta esto -le ordenó Olivia, y dio varios pasos hacia atrás, soltando un elegante-. ¡Euf! -Cuando su pie se enganchó en una pata de la mesa-. Sí, sí -murmuró, manteniendo el equilibrio con el brazo del sofá-. Es perfecto.
Miranda miró hacia abajo. Y luego hacia arriba.
– ¿Debo llevar una almohada?
– No, llevarás mi vestido de seda verde. Éste es precisamente el mismo color. Annie lo recogerá hoy.
– Pero entonces, ¿que te pondrás?
– Oh, alguna otra cosa -dijo Olivia con un movimiento de mano-. Algo rosa. Los caballeros parecen volverse locos por el rosa. Hace que me vea como un dulce, me dicen.
– ¿No te importa ser un dulce? -Porque Miranda lo odiaría.
– No me importa lo que piensen -se corrigió Olivia-. Me ayuda. Hay a menudo una ventaja en la subestimación. Pero tú… -Negó con la cabeza-. Tú necesitas algo más sutil. Sofisticado.
Miranda recogió su té para tomar el último sorbo, entonces se paró, alisando la suave muselina de su vestido de día.
– Debería ir a probármelo ahora -dijo ella-. Para darle tiempo a Annie de hacer las modificaciones.
Y además de eso, tenía algo de correspondencia que atender.
Turner descubrió, mientras se anudaba la corbata de fantasía con dedos ágiles, que su talento para el ataque verbal era más amplio y profundo de lo que se había percatado. Había encontrado unas cien cosas malignas desde que había recibido esa misma tarde esa maldita nota de Miranda. Pero sobre todo, maldecía, pasase lo que pasase, el maldito sentido del honor que todavía poseía.
Asistir al baile de los Worthington era el colmo de la insensatez, la cosa más necia que posiblemente podía hacer. Pero ya lo creo que no podía romper la promesa a la jovenzuela, incluso si era por su bien.
Santo infierno. Esto no era lo que necesitaba ahora mismo.
Volvió a mirar la nota. Le había prometido bailar con ella si le faltaban compañeros, ¿verdad? Bien, esto no debería ser un problema. Simplemente se aseguraría de que tuviera más compañeros de lo que supiera qué hacer con ellos. Sería la más bella del baile.
Supuso que ya que tenía que asistir a esa fiesta, debía seguir adelante y examinar a las jóvenes viudas. Con algo de suerte, Miranda vería exactamente dónde planeaba dedicar sus atenciones y comprendería que debía mirar en otra dirección.
Se estremeció. No le gustaba el pensamiento de contrariarla. Infiernos, le gustaba la jovenzuela. Siempre le había gustado.
Movió la cabeza. No iba a contrariarla. No mucho, de todos modos. Y además, la resarciría.
La guapa del baile, se recordó mientras entraba en su carruaje y se preparaba duramente para lo que seguramente iba a ser una velada sumamente difícil.
La. Guapa. Del. Baile.
Olivia descubrió a Turner en el momento en el que entró.
– Oh, mira -dijo, dándole un codazo a Miranda-. Mi hermano está aquí.
– ¿Sí? -Contestó Miranda jadeando.
– Mmm-hmm. -Olivia se enderezó, juntando las cejas-. No lo he visto desde hace siglos, ahora que pienso en ello. ¿Y tú?
Miranda negó con la cabeza distraídamente mientras estiraba el cuello, intentando divisar a Turner.
– Está hablando con Duncan Abbott -le informó Olivia-. Me pregunto de qué estarán hablando. El señor Abbott es totalmente un político.
– ¿Lo es?
– Oh, sí. Me gustaría tener un debate con él, pero probablemente no le gustaría hablar de política con una mujer. Eso sí que es molesto.
Miranda estuvo a punto de asentir con la cabeza cuando Olivia frunció el ceño y dijo con voz irritada.
– Ahora se dirige a Lord Westholme.
– Olivia, permite al hombre hablar con quien quiera -dijo Miranda, pero por dentro, ella también se estaba irritando debido a que Turner no se abría paso hacia ellas.
– Lo sé, pero debería venir y saludarnos primero. Somos su familia.
– Bueno, tú lo eres al menos.
– No seas tonta. Tú también eres familia, Miranda. -La boca de Olivia se abrió con una pequeña O de indignación-. ¿Estás viendo esto? Se dirige en dirección opuesta.
– ¿Quién es ese hombre hacia el que se dirige? No lo reconozco.
– El Duque de Ashbourne. El tipo es endemoniadamente bien parecido, ¿verdad? Creo que ha estado en el extranjero. Estaba de vacaciones con su esposa. Por lo que sé, son bastantes devotos el uno del otro.
Miranda pensó en que era un signo positivo oír que al menos un matrimonio del la alta sociedad era feliz. De todos modos, Turner seguramente no pediría su mano si no se había podido molestar en atravesar el salón de baile para decir hola. Ella frunció el ceño.
– Perdóneme, Lady Olivia. Creo que éste es mi baile.
Olivia y Miranda levantaron la vista. Un hermoso joven cuyo nombre ninguna de las dos podía recordar estaba de pie ante ellas.
– Desde luego -dijo Olivia rápidamente-. Qué tonta soy por haberlo olvidado.
– Creo que tomaré un vaso de limonada -dijo Miranda con una sonrisa. Sabía que Olivia siempre se sentía incómoda cuando se iba a bailar y dejaba a Miranda sola.
– ¿Estás segura?
– Vete. Vete.
Olivia flotó hacia la pista de baile y Miranda inició su camino hacia el lacayo que servía la limonada. Como siempre, había sido requerida para sólo aproximadamente la mitad de los bailes. ¿Y dónde estaba Turner, podría preguntarse, después de que le había prometido bailar con ella si carecía de compañeros?
Horrible, horrible hombre.
De algún modo, se sentía bien maldiciéndolo en su mente, incluso si realmente no lo creía.
Miranda había recorrido la mitad del camino hacia la limonada cuando sintió una firme mano masculina sobre su codo. ¿Turner? Se giró, pero se decepcionó al encontrar a un caballero que no conocía pero cuya cara le era vagamente familiar.
– ¿Señorita Cheever?
Miranda asintió.
– ¿Puedo tener el placer de este baile?
– Pues sí, por supuesto, pero no creo que hayamos sido presentados.
– Oh, perdóneme, por favor. Soy Westholme.
¿Lord Westholme? ¿No era el caballero al que Turner había estado dirigiéndose tan sólo unos momentos antes? Miranda le sonrió, pero en su mente fruncía el ceño. Nunca había sido una gran creyente de las coincidencias.
Lord Westholme demostró ser un bailarín excelente y la pareja giró sin esfuerzo por el piso. Cuando la música se acercó al final, él se inclinó elegantemente y la escoltó al perímetro de la habitación.
– Gracias por el adorable baile, Lord Westholme -dijo Miranda gentilmente.
– Soy yo quien debería agradecérselo, Señorita Cheever. Espero que pronto podamos repetir este placer.
Miranda notó que Lord Westholme había logrado depositarla tan lejos de la limonada como era posible. Había sido una mentira piadosa cuando le había dicho a Olivia que tenía sed, pero ahora realmente estaba bastante seca. Con un suspiro, comprendió que tendría que abrirse paso de regreso a través de la muchedumbre. No había dado dos pasos hacia los refrescos cuando otro sumamente elegante joven elegible se paró frente a ella. Lo reconoció inmediatamente. Era el Señor Abbott, el caballero políticamente importante con quien también había estando conversando Turner.
En el plazo de unos segundos, Miranda estaba de regreso en la pista de la baile y ciertamente su irritación crecía.
No es que pudiera poner falta a sus compañeros. Si Turner había encontrado necesario sobornar a los hombres para que bailaran con ella, al menos los había escogido hermosos y educados. Sin embargo, cuando el Señor Abbott la sacaba de la pista de baile y vio al Duque de Ashbourne abriéndose camino hacia ella, Miranda se retiró rápidamente.
¿Había pensado que ella no tendría ningún orgullo? ¿Pensaba que apreciaría que engatusara a sus amigos pidiéndoles que bailaran con ella? Esto era humillante. Y aún peor era la implicación de que conseguía que aquellos hombres bailaran con ella porque él mismo no se podía molestar en hacerlo. Las lágrimas le picaban en los ojos y Miranda, aterrorizada por derramarlas en el salón de baile a la vista de la alta sociedad, salió corriendo hacia un pasillo desierto.
Se apoyó contra una pared y tomó grandes bocanadas de aire. Su rechazo no le dolía.
La apuñalaba. La hería como balas. Y su puntería era precisa hasta cierto punto.
Esto no se parecía a todos aquellos años cuando la había visto como una niña. Entonces al menos ella se podía consolar diciéndose que no sabía lo que estaba mal. Pero ahora lo sabía. Ahora sabía exactamente lo que estaba mal y él no se preocupaba ni un poco.
Miranda no podía permanecer en el vestíbulo toda la noche, pero no estaba preparada para volver al baile, por lo que salió al jardín. Era una pequeña zona verde, pero bien proporcionada y presentada con buen gusto. Miranda se sentó sobre un banco de piedra en la esquina del jardín que estaba enfrente de la parte de atrás de la casa. Grandes puertas de cristal se abrían en el salón de baile, y durante unos minutos miró a las damas y caballeros girar con la música. Se sorbió la nariz y se sacó uno de los guantes para poder limpiarse la nariz con la mano.
– Mi reino por un pañuelo -dijo con un suspiro.
Tal vez podía fingir que estaba enferma e irse a casa.
Probó con una pequeña tos. Tal vez estaba realmente enferma. Realmente, no tenía ningún sentido permanecer el resto del baile. El objetivo era ser bonita, sociable y cautivadora, ¿verdad? No había ningún modo que ella pudiera conseguir cualquiera de estos esa velada.
Y entonces vio un destello dorado.
Pelo veteado de dorado, para ser más exacta.
Era Turner. Desde luego. ¿Cómo no iba a ser él cuando estaba sentada, patéticamente sola? Caminaba por las puertas francesas que conducían al jardín.
Y había una mujer de su brazo.
Un extraño bulto rodó por su garganta y Miranda no sabía si reírse o llorar. ¿No le ahorraría ninguna humillación? El aliento se le enganchó en la garganta, se movió a toda prisa hacia el borde del banco donde quedaría más oculta por las sombras.
¿Quién era? La había visto antes. Lady Algo u otra. Una viuda, había escuchado y muy, muy rica e independiente. No parecía una viuda. La verdad sea dicha, no parecía mucho mayor que Miranda.
Murmurando una disculpa poco sincera, Miranda agudizó los oídos para oír su conversación. Pero el viento se llevaba las palabras en dirección contraria, así que sólo se enteró de trocitos vacíos. Finalmente, después de lo que sonó como “no estoy segura”, Turner se inclinó y la besó.
El corazón de Miranda se rompió.
La Lady murmuró algo que no pudo oír y regresó al salón de baile. Turner permaneció en el jardín, las manos sobre las caderas, mirando enigmáticamente hacia la luna.
Márchate, quiso gritar Miranda. ¡Vamos! Se encontraba allí atrapada hasta que se marchara y todo lo que quería era irse a casa y enroscarse en su cama. Pero ésta no parecía ser una opción en este mismo momento, estando en el borde más alejado del banco, intentando ocultarse incluso con más sombras.
La cabeza de Turner se giró bruscamente en su dirección. ¡Maldición! La había oído. La miró de reojo y dio un par de pasos en su dirección. Entonces cerró los ojos y despacio negó con la cabeza.
– ¡Maldita sea, Miranda! -Dijo con un suspiro-. Por favor, dime que no eres tú.
Hasta aquí la tarde había estado yendo muy bien. Había logrado evitar a Miranda completamente, finalmente había conseguido ser presentado a la encantadora viuda Bidwell de sólo veinticinco años y el champagne no había sido demasiado malo tampoco.
Pero no, los dioses claramente no se inclinaban a concederle algunos favores. Allí estaba ella. Miranda. Sentada sobre un banco, mirándolo. Presumiblemente viéndolo besar a la viuda.
¡Por Dios!
– ¡Maldita sea, Miranda! -Dijo con un suspiro-. Por favor, dime que no eres tú.
– No soy yo.
Ella intentaba sonar orgullosa, pero su voz sostuvo un borde hueco que lo atravesó. Él cerró los ojos un momento por que, maldición, se suponía que no estaría allí. Se suponía que él no tendría este tipo de complicaciones en su vida. ¿Por qué algo por una vez no podía ser simple y fácil?
– ¿Por qué estás aquí? -Le preguntó.
Ella se encogió de hombros un poco.
– Quería algo de aire fresco.
Dio unos pasos hacia ella hasta que estuvo profundamente encajado en las sombras como lo estaba ella.
– ¿Me espiabas?
– Debes tener una opinión muy alta de ti mismo.
– ¿Lo hacías? -Le exigió.
– No, desde luego que no -replicó, retrayendo la barbilla con cólera-. No me inclino hacia el espionaje. Deberías inspeccionar los jardines con más cuidado la próxima vez que planees una cita.
Él cruzó los brazos.
– Encuentro difícil de creer el que estuvieras aquí fuera y que no tenga nada que ver con mi presencia.
– Dime, entonces -respondió ella-, si te he seguido hasta aquí, ¿cómo he llegado hasta el banco sin que te des cuenta?
Él ignoró la pregunta, sobre todo porque tenía razón. Se pasó la mano por el pelo, agarrando un mechón y estrujándolo, la sensación de tirar de su cuero cabelludo de algún modo le ayudaba a refrenar su genio.
– Estás tirándote del pelo -dijo Miranda con irritabilidad en la voz. Él suspiró. Dobló los dedos. Y su voz fue casi estable cuando le exigió.
– ¿Qué es esto Miranda?
– ¿Qué es esto? -Ella hizo eco, poniéndose de pie-. ¿Qué es esto? ¡Cómo te atreves! Esto es sobre que no me haces caso durante una semana y me tratas como algo que tiene que ser barrido debajo de una alfombra. Es sobre que piensas que tengo tan poco orgullo que apreciaría que sobornaras a tus amigos para que me pidieran bailar. Es sobre tu grosería, egoísmo y tu incapacidad para…
Él le colocó la mano sobre la boca.
– Por el amor de Dios, habla bajo. Lo que pasó la semana pasada fue una equivocación, Miranda. Y eres una idiota por proceder al cobro de tus promesas y obligarme a atenderlas esta noche.
– Pero lo has hecho -susurró ella-. Has venido.
– Vine -le escupió-, porque busco una amante. No una esposa.
Ella se echó hacia atrás. Y lo miró fijamente. Lo miró fijamente hasta que pensó que vaciaría los ojos sobre él. Y luego finalmente con una voz tan baja que dolía, le dijo:
– No me gustas ahora mismo, Turner.
Esto estaba bien. Él tampoco se gustaba mucho a sí mismo en ese momento.
Miranda levantó la barbilla, pero temblaba mientras le decía.
– Si me perdonas. Tengo un baile que atender. Gracias a ti, tengo un importante número de compañeros de baile y no querría ofender a ninguno de ellos.
La observó mientras se marchaba airadamente. Y entonces miró la puerta. Y luego se marchó.
20 DE JUNIO DE 1819
Vi que la viuda estaba otra vez esta noche después de que regresé al salón de baile. Le pregunté a Olivia quién era y me dijo que su nombre era Catherina Bidwell. Es la condesa de Pembleton. Se casó con Lord Pembleton cuando él casi tenía sesenta años y rápidamente tuvo un hijo, Lord Pembleton pasó a mejor vida al poco tiempo y ahora ella tiene el poder completo de su fortuna hasta que el muchacho sea mayor de edad. Una mujer muy simpática. Tiene mucha independencia. Probablemente no querrá casarse otra vez, como estoy segura que conviene a Turner perfectamente.
Tuve que bailar con él una vez, Lady Rudland insistió en ello, y después, como si la tarde no pudiera empeorar, ella me apartó para comentar mi repentina popularidad. ¡El Duque de Ashbourne bailando conmigo! (Signo de admiración de ella). Él está casado, desde luego y muy felizmente, pero de todos modos, no malgasta su tiempo con pequeñas señoritas fuera de la clase, Lady R. estaba emocionada y muy orgullosa de mí. Pensé que iba a ponerme a gritar.
Ahora sin embargo, estoy en casa e intento decidir algún tipo de enfermedad para no salir durante unos días. Una semana, si puedo conseguirlo.
¿Sabes lo que más me molesta? Lady Pembleton no está considerada como hermosa, oh, no es desagradable de mirar, pero no es ningún diamante de primera categoría. Su pelo es simplemente castaño y sus ojos también.
Justo como los míos.