CAPÍTULO 12

Cuando al día siguiente Turner regresó a casa, se retiró a su estudio con un vaso de brandy y la mente enturbiada. La fiesta en la casa de Lady Chester no estaba programada para terminar hasta dentro de unos días, pero se había inventado una historia acerca de unos asuntos urgentes que tenía que tratar con sus abogados en la ciudad y se había retirado antes. Estaba bastante seguro de poder comportarse como si nada hubiera pasado, pero no estaba tan seguro de si Miranda podría. Era inocente al menos lo había sido y no estaba acostumbrada a ese tipo de fingimientos. Y en consideración a su reputación, todo debía aparecer escrupulosamente normal.

Lamentaba no haber tenido ocasión de explicarle las razones para su partida prematura. No pensaba que ella pudiera sentirse ultrajada; después de todo, le había dicho que necesitaba un tiempo para pensar. También le había dicho que contraerían matrimonio; seguramente no pondría en duda sus intenciones por tomarse unos pocos días para cavilar acerca de su inesperada situación.

No se le escapaba la enormidad de sus actos. Había seducido a una joven dama soltera. Una que verdaderamente le gustaba y a la cual respetaba. Una a la que su familia adoraba.

Para un hombre que no tenía deseos de volverse a casar, era evidente que no había estado pensando con el cerebro.

Gimiendo, se hundió en un sillón y recordó las reglas que él y sus amigos habían establecido unos años atrás cuando habían dejado Oxford para sumergirse en los placeres de Londres y la alta sociedad. Sólo eran dos. No involucrarse con damas casadas, a no ser que fuera extremadamente obvio que a su marido no le importaba. Y por sobre todas las cosas, nada de vírgenes. Nunca, nunca, nunca seducir a una virgen.

Nunca.

Tomó otro trago de su bebida. Buen Dios. Si necesitaba una mujer, había docenas que hubieran sido más convenientes. La adorable y joven condesa viuda había estado frecuentándolo bastante agradablemente. Katherine hubiera sido la amante perfecta, y no habría habido necesidad de casarse con ella.

Matrimonio.

Lo había intentado una vez, cuando poseía un corazón romántico y estrellas en los ojos, y lo había destruido. Era realmente gracioso. En el matrimonio, las leyes de Inglaterra le daban absoluta autoridad al marido, pero nunca se había sentido con menos control de su vida que cuando había estado casado.

Leticia había enterrado su corazón en la tierra y lo había convertido en un hombre colérico y desalmado. Se alegraba de que hubiera muerto. Se alegraba. ¿En qué clase de hombre lo convertía eso? Cuando el mayordomo lo había encontrado en su estudio, y vacilando le informó que había habido un accidente, y que su esposa estaba muerta, Turner ni siquiera se había sentido aliviado. El alivio al menos hubiera sido una emoción inocente. No, el primer pensamiento de Turner había sido…

Gracias a Dios.

Y sin importar que tan despreciable pudiera haber sido Leticia, sin importar cuantas veces hubiera deseado no haberse casado nunca con ella, ¿no debería haber sentido algo más caritativo ante su muerte? ¿O al menos, aunque sea algo que no fuera tan enteramente poco caritativo?

Y ahora… y ahora… Bueno, la verdad era que no deseaba casarse. Era lo que había decidido cuando habían traído el cuerpo roto de Leticia a la casa, y fue lo que volvió a ratificar cuando estuvo ante su tumba. Había tenido una esposa. No deseaba otra. Al menos no en un futuro cercano.

Pero a pesar de los mejores esfuerzos de Leticia, aparentemente no había matado todo lo que era bueno y correcto en él, porque aquí estaba, planeando casarse con Miranda.

Sabía que era una buena mujer, y sabía que nunca lo traicionaría pero, Dios querido, sí que podía ser testaruda. Turner la recordó en la tienda de libros, asaltando al propietario con su retículo. Ahora se convertiría en su esposa. Le correspondería a él mantenerla apartada de los problemas.

Maldijo y tomó otro trago. No deseaba esa clase de responsabilidad. Era demasiado. Sólo deseaba descansar. ¿Era eso pedir demasiado? Un descanso de tener que pensar en alguien más que no fuera él mismo. Un descanso de tener que preocuparse, de tener que proteger su corazón de otro golpe.

¿Era eso ser demasiado egoísta? Probablemente. Pero después de Leticia, se merecía un poco de egoísmo. Ciertamente, era necesario.

Pero por otra parte, el matrimonio podría traer algunos beneficios oportunos. Con sólo pensar en Miranda, comenzó a cosquillearle la piel. En la cama, debajo de él. Y luego cuando comenzó a imaginarse lo que podría traer el futuro…

Miranda. De vuelta en la cama. Y otra vez en la cama. Y otra vez en la cama. Y otra vez…

¿Quién lo hubiera pensado? Miranda.

Matrimonio. Con Miranda.

Y razonó, apurando el resto de la bebida, realmente le gustaba más que casi todo el resto de las personas. Era ciertamente más interesante y más amena para conversar que cualquiera de las otras damas de la alta sociedad. Si uno debía tener una esposa, probablemente bien podría ser Miranda. Era una maldita mejor visión que cualquier otra.

Se le ocurrió que no estaba enfocando este asunto de una manera terriblemente romántica. Necesitaría más tiempo para pensarlo. Tal vez debería irse a la cama con la esperanza de que su mente estuviera más clara por la mañana. Con un suspiro, dejó el vaso en la mesa y se puso de pie, luego lo pensó mejor y volvió a levantar el vaso. Otro brandy bien podría ser justo lo que necesitaba.


A la mañana siguiente, a Turner le latía la cabeza, y seguramente su mente no estaba más dispuesta a lidiar con el asunto que tenía entre manos de lo que lo había estado la noche anterior. Por supuesto, todavía planeaba casarse con Miranda… un caballero no comprometía a una dama de buena cuna sin pagar las consecuencias.

Pero odiaba el sentimiento de estar siendo apresurado. No le importaba que este enredo fuera enteramente culpa suya; necesitaba sentir que había solucionado todas las cosas a su propia satisfacción.

Fue por eso que, cuando bajó a desayunar, la carta de su amigo Lord Harry Winthrop fue una distracción muy bienvenida. Harry estaba considerando comprar una propiedad en Kent. ¿Le apetecía a Turner ir y darle un vistazo para ofrecerle su opinión?

Turner había partido en menos de una hora. Era sólo por unos pocos días. Se haría cargo de Miranda a su regreso.


A Miranda no le importó demasiado que Turner abandonara la fiesta antes de tiempo. De haber podido ella hubiera hecho lo mismo. Además, podía pensar más claramente en su ausencia, y aunque realmente no había mucho que debatir se había comportado de forma contraria a cada principio por los cuales había sido educada, y si no se casaba con Turner, estaría deshonrada para siempre, al menos era un pequeño alivio sentirse parcialmente con el control de sus emociones.

Unos días después cuando regresaron a Londres, Miranda tenía plena esperanza de que Turner diera la cara inmediatamente. Realmente no tenía intención de atraparlo en el matrimonio, pero un caballero era un caballero y una dama era una dama, y cuando ambos se juntaban, en general lo que seguía era un matrimonio. Él lo sabía. Y había dicho que se casaría con ella.

Y seguramente querría hacerlo. Se había sentido profundamente conmovida por la intimidad compartida… él debía haber sentido algo también. El sentimiento no podía haber sido unilateral, al menos no completamente.

Cuando le preguntó a Lady Rudland dónde estaba él, se las arregló para conservar un tono casual, pero su madre le respondió que no tenía ni la menor idea, sólo sabía que había dejado la ciudad. A Miranda se le cerró el pecho, y murmuró: “Oh” o “Ya veo” o algo así, antes de subir corriendo las escaleras para meterse en su habitación, donde lloró tan silenciosamente como pudo.

Pero pronto asomó su lado optimista, y decidió que tal vez había sido llamado para ocuparse de una emergencia en los asuntos de la heredad. Había un largo camino hasta Northumberland. Seguramente estaría fuera al menos por una semana.

Una semana llegó y pasó, y en el corazón de Miranda creció la frustración de la mano de la desesperación. No podía preguntar por su paradero nadie de la familia Bevelstoke se percataba de que tenían una estrecha relación, Miranda siempre había sido considerada amiga de Olivia, no de Turner y si preguntaba repetidamente dónde estaba él, se vería sospechoso. Y no hacía falta decir que Miranda no tenía una razón lógica para ir en persona a la morada de Turner a preguntar por él. Eso arruinaría completamente su reputación. Al menos ahora su deshonra todavía era un asunto privado.

Sin embargo cuando pasó otra semana, decidió que ya no podía soportar estar en Londres por más tiempo. Se inventó una enfermedad para su padre y les dijo a los Bevelstoke que debía regresar a Cumberland inmediatamente para cuidarlo. Todos estaban terriblemente preocupados, y Miranda se sintió algo culpable cuando Lady Rudland insistió en que viajara en el carruaje con dos criados y una doncella.

Pero tenía que hacerlo. No podía permanecer en Londres ni un minuto más. Era demasiado doloroso.

Unos pocos días después, estaba en casa. Su padre estaba perplejo. No sabía mucho acerca de mujeres jóvenes, pero le habían asegurado que todas querían temporadas en Londres. Pero lo traía sin cuidado; ciertamente Miranda nunca había sido una molestia. La mitad del tiempo ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí. Así que le palmeó la mano y regresó a sus preciados manuscritos.

En cuanto a Miranda, casi se convenció a sí misma de que estaba contenta de estar de regreso en su hogar. Había extrañado los prados verdes y el aire puro de los Lagos, el sereno trajinar del pueblo, la costumbre de levantarse y acostarse temprano. Bueno, tal vez eso no… sin compromisos y sin nada que hacer, dormía hasta el mediodía y se quedaba despierta hasta tarde en la noche, garabateando furiosamente en su diario.

Sólo dos días después de la llegada de Miranda, llegó una carta de Olivia. Miranda sonrió mientras la abría… estaba segura de que la impaciencia de Olivia la había llevado a enviarle una misiva al instante. Antes de leerla, los ojos de Miranda volaron sobre la carta buscando el nombre de Turner, pero no lo mencionaba. Sin estar segura de si se sentía desilusionada o aliviada, volvió al principio y comenzó a leer. Olivia escribía que Londres era aburrido sin ella. No se había dado cuenta de cuanto había disfrutado de las secas observaciones de Miranda en cuanto a la sociedad se refería hasta que ya no las tuvo. ¿Cuándo volvía a casa? ¿Se había curado su padre? Si no era así, ¿estaba mejorando al menos? (subrayado tres veces, en un estilo típico de Olivia). Miranda leyó esas frases sintiendo una punzada en su conciencia. Su padre estaba en la planta baja en el estudio, examinando sus manuscritos sin ni siquiera el más pequeñito de los resfriados.

Con un suspiro, Miranda empujó su conciencia a un lado y dobló la carta de Olivia, dejándola en el cajón del escritorio. Se dijo que una mentira no era siempre un pecado. Seguramente tenía excusas para cualquier cosa que hubiera tenido que hacer para escapar de Londres, donde todo lo que podía hacer era permanecer sentada, esperando con anhelo a que Turner se decidiera a pasar por allí.

Por supuesto, que todo lo que hacía en el campo era sentarse y pensar en él. Una noche se obligó a sí misma a contar cuantas veces aparecía su nombre en el diario, y para su absoluto disgusto, el total era de treinta y siete.

Evidentemente el viaje al campo no le estaba aclarando la mente.

Luego, después de una semana y media, llegó Olivia en una visita sorpresa.

– Livvy, ¿qué estás haciendo aquí? -Preguntó Miranda mientras se apresuraba a entrar en la salita donde la esperaba su amiga-. ¿Hay alguien herido? ¿Pasó algo malo?

– Para nada -respondió Olivia animadamente-. Sólo he venido a recobrarte. En Londres se te necesita desesperadamente.

El corazón de Miranda comenzó a latir erráticamente.

– ¿Quién?

– ¡Yo! -Olivia entrelazó el brazo con el de ella y la llevó hacia la sala de estar-. Santo Dios, soy un completo desastre sin ti.

– ¿Tu madre te dejó abandonar la ciudad en medio de la temporada? No puedo creerlo.

– Prácticamente me empujó por la puerta. Desde que te fuiste me he comportado horriblemente.

Miranda se echó a reír a pesar de sí misma.

– Seguramente no debe haber sido tan malo.

– No estoy bromeando. Mamá siempre ha dicho que eres una buena influencia, pero creo que no se dio cuenta de cuán cierto era hasta que te fuiste. -Olivia le dedicó una sonrisa culpable-. Parece que no soy capaz de contener la lengua.

– Nunca lo fuiste. -Miranda sonrió y lideró el camino hacia el sofá-. ¿Te gustaría tomar el té?

Olivia asintió.

– No entiendo por qué me meto en tantos problemas. La mayoría de las cosas que digo no son ni la mitad de malas que las que dices tú. Eres la lengua más malvada de Londres.

Miranda tiró del cordón para llamar a una criada.

– No lo soy.

– Oh, sí, lo eres. Eres la peor. Y sé que lo sabes. Y nunca te metes en problemas por nada de ello. Es terriblemente injusto.

– Sí, bueno, quizás no digo las cosas tan escandalosamente como tú -respondió Miranda, reprimiendo una sonrisa.

– Tienes razón -suspiró Olivia-. Sé que tienes razón, pero aún así es inmensamente molesto. Tú verdaderamente tienes un sentido del humor malicioso.

– Oh, vamos, no soy tan mala.

Olivia dejó escapar una corta risa.

– Oh, sí lo eres. También Turner lo dice siempre, así que no soy sólo yo.

Miranda tragó con fuerza el nudo que se le estaba formando rápidamente en la garganta ante la mención de su nombre.

– Entonces, ¿ha vuelto a la ciudad? -Preguntó, oh-tan-casualmente.

– No. Hace siglos que no lo veo. Está en algún lugar de Kent con sus amigos.

¿Kent? Uno no podía viajar mucho más lejos de Cumberland y todavía permanecer en Inglaterra, pensó Miranda lúgubremente.

– Ha estado ausente por bastante tiempo.

– Sí, así es, ¿no es verdad? Pero, bueno, está con Lord Harry Winthrop, y Harry siempre ha sido algo más que un poquito salvaje, si entiendes lo que quiero decir.

Miranda temía entenderlo.

– Estoy segura que se dejaron llevar por el vino, las mujeres, y cosas de ese estilo -continuó Olivia-. Seguramente no va a frecuentar a ninguna dama decorosa.

Rápidamente el nudo reapareció en la garganta de Miranda. El pensamiento de Turner con otra mujer era extremadamente doloroso, especialmente ahora que sabía qué tan cerca podían estar un hombre y una mujer. Se había inventado todo tipo de razones para su ausencia… sus días estaban llenos de razonamientos y excusas en su defensa. Era, pensó amargamente, su único pasatiempo.

Pero nunca había pensado que estaba con otra mujer. Él sabía lo doloroso que era ser traicionado. ¿Cómo podía hacerle lo mismo a ella?

No la quería. La verdad la golpeó y la abofeteó enterrándole las pequeñas y sucias uñas justo en el corazón.

No la quería, y ella aún lo quería tanto que dolía. Era algo físico. Podía sentirlo, apretando y pinchando, y gracias al cielo, Olivia estaba examinando el jarrón griego premiado de su padre, porque no pensaba que pudiera ocultar la agonía de su rostro.

Con algún tipo de comentario mascullado que no fue dicho con la intención de ser entendido, Miranda se puso de pie y rápidamente cruzó la habitación hasta la ventana, pretendiendo mirar el horizonte.

– Bueno, debe estar divirtiéndose -se las arregló para decir.

– ¿Turner? -Escuchó a sus espaldas-. Seguramente, o no se estaría quedando tanto tiempo. Mama está desesperada, o lo estaría, si no estuviera tan ocupada desesperándose por mí. Ahora, ¿te molestaría que me quedara aquí contigo? Haverbreaks es muy grande cuando no hay nadie en casa y está lleno de corrientes de aire.

– Por supuesto que no me moleta. -Miranda permaneció en la ventana unos pocos instantes más, hasta que pensó que era capaz de mirar a Olivia sin romper a llorar. Últimamente estaba muy emotiva-. Será un gran placer para mí. Esto es un poco solitario con sólo mi padre para hacerme compañía.

– Oh, sí. ¿Cómo está? Mejorando, espero.

– ¿Mi padre? -Miranda se sintió agradecida por la interrupción provocada por la doncella que había venido en respuesta a sus anteriores demandas. Antes de darse la vuelta hacia Olivia, ordenó el té-. Ehm, está mucho mejor.

– Debería buscarlo para desearle que se mejore. Además, mamá me pidió que le mandara sus recuerdos.

– Oh, no, no deberías hacer eso -dijo Miranda apresuradamente-. No le gusta que le recuerden su enfermedad. Es muy orgulloso, ya sabes.

Olivia, que nunca había sido del tipo que midiera sus palabras, dijo:

– Eso es muy extraño.

– Sí, bueno, es una dolencia masculina -improvisó Miranda. Había oído tantas veces acerca de las dolencias femeninas; seguramente los hombres debían tener algún tipo de padecimiento que fuera exclusivamente de ellos. Y si no era así, estaba segura que Olivia no lo sabría.

Pero Miranda no había contado con la insaciable curiosidad de su amiga.

– Oh, ¿en serio? -suspiró inclinándose hacia delante-. ¿Qué es exactamente una dolencia masculina?

– No debería hablar de ello -dijo Miranda rápidamente, dándole a su padre una silenciosa disculpa-. Lo avergonzaría enormemente.

– Pero…

– Y tu madre se disgustaría mucho conmigo. Realmente no es un tema adecuado para oídos inocentes.

– ¿Oídos inocentes? -Bufó Olivia-. Como si tus oídos fueran menos inocentes que los míos.

Podía ser que sus oídos lo fueran, pero el resto de ella ciertamente no lo era, pensó Miranda sarcásticamente.

– No hablemos más de ese tema -dijo firmemente-. Lo dejaré a tu magnífica imaginación.

Olivia refunfuñó un poco pero luego finalmente suspiró y preguntó:

– ¿Cuándo volverás a casa?

– Estoy en casa -le recordó Miranda.

– Sí, sí, por supuesto. Esta es tu casa oficial, lo sé, pero te aseguro que toda la familia Bevelstoke te extraña mucho así que, ¿cuándo volverás a Londres?

Miranda se atrapó el labio inferior entre los dientes. Obviamente no toda la familia Bevelstoke la extrañaba, o cierto miembro de ella no habría permanecido tanto tiempo en Kent. Pero aún así, regresar a Londres era la única forma en la que podría luchar por su felicidad, y quedarse sentada aquí en Cumberland, llorando con su diario y mirando malhumoradamente por la ventana, la hacía sentir como una imbécil redomada.

– Sí, soy una imbécil -murmuró para sí misma-, al menos deberé convertirme en una imbécil sustancial.

– ¿Qué fue lo que dijiste?

– Dije que sí regresaré a Londres -respondió Miranda con gran decisión-. Padre está lo suficientemente bien para arreglárselas sin mi.

– Espléndido. ¿Cuando partimos?

– Oh, pienso que en dos o tres días. -Miranda no era tan valiente como para no desear posponer lo inevitable unos pocos días-. Necesito empacar mis cosas, y seguramente estás cansada por el viaje a través del país.

– Estoy un poco cansada. Tal vez deberíamos quedarnos una semana. Asumiendo que a estas alturas no estés cansada de la vida de campo. No me importaría tener un breve descanso de la congestión de Londres.

– Oh, no, eso está bien -le aseguró Miranda. Turner podía esperar. Ciertamente no iba a casarse con nadie en el ínterin, y ella podía usar ese tiempo para reforzar su valor.

– Perfecto. Entonces ¿Vamos a cabalgar mañana por la tarde? Muero por un buen galope.

– Eso suena ideal. -Llegó el té, y Miranda se ocupó de servir el humeante líquido-. Creo que una semana es perfecto.


Una semana después, Miranda estaba convencida más allá de toda duda de que no podía volver a Londres. Jamás. Su período, que era tan regular que ciertamente era mensual, no había aparecido. Debería haber sangrado unos días antes de que llegara Olivia. Los primeros días se las había arreglado para vencer sus preocupaciones, diciéndose a sí misma que era sólo porque estaba deprimida. Luego con la excitación de la llegada de Olivia, se había olvidado del tema. Pero ahora tenía más de una semana de atraso. Y vaciaba su estómago cada mañana. Miranda había llevado una vida protegida, pero era una chica de campo, y sabía lo que eso significaba.

Dios querido, un bebé. ¿Qué iba a hacer? Debía decírselo a Turner; no había forma de evitarlo. Aunque no quisiera usar una vida inocente para forzar un matrimonio obviamente eso no estaba destinado a suceder, ¿como podía negarle a su hijo su derecho de nacimiento? Pero el pensamiento de viajar a Londres era una pura agonía. Ya estaba enferma de perseguirlo y esperarlo, de tener esperanzas y rezar para que tal vez algún día él llegara a amarla. Por una maldita vez, bien podría venir él a ella.

Y él lo haría, ¿verdad? Era un caballero. Podría no amarla, pero seguramente ella no podría haberlo juzgado tan completamente mal. Él no eludiría su responsabilidad.

Miranda sonrió débilmente para sí misma. Así que así estaban las cosas. Ella era un deber. Lo tendría… después de tantos años de soñar, en verdad conseguiría ser Lady Turner, pero no sería más que una obligación. Se puso la mano en el estómago. Éste debería ser un momento de alegría, pero sin embargo todo lo que deseaba era llorar.

Sonó un golpe en la puerta de su dormitorio. Miranda levantó la vista sobresaltada pero no pronunció palabra.

– ¡Miranda! -La voz de Olivia era insistente-. Abre la puerta. Puedo oír que estás llorando.

Miranda tomo un profundo aliento y caminó hacia la puerta. No sería sencillo ocultarle el secreto a Olivia, pero tenía que intentarlo. Olivia era extremadamente leal, y nunca traicionaría la confianza de Miranda pero no obstante, Turner era su hermano. No se podía prever lo que haría Olivia. A Miranda no le sorprendería que ella misma le pusiera una pistola en la espalda y lo hiciera marchar hacia el norte.

Miranda se dio un rápido vistazo en el espejo antes de dirigirse a la puerta. Las lágrimas se las podía enjugar, pero tendría que culpar al jardín de verano por los ojos enrojecidos. Inspiró profundamente varias veces, pegó la sonrisa más alegre que pudo en sus labios y fue a abrir la puerta.

No engañó a Olivia ni por un minuto.

– Santo cielo, Miranda -le dijo, apresurándose a rodearla con los brazos-. ¿Qué te ha pasado?

– Estoy bien -aseguró Miranda-. Siempre me pican los ojos en esta época del año.

Olivia se apartó, la miró por un momento, luego cerró la puerta con el pie.

– Pero estás muy pálida.

A Miranda comenzó a revolvérsele el estómago, y tragó convulsivamente.

– Pienso que me agarré algún tipo de… -Ondeó la mano en el aire, con la esperanza de que esa acción terminara la oración por ella-. Tal vez debería sentarme.

– No puede haber sido nada que hayas comido -dijo Olivia ayudándola a alcanzar la cama-. Ayer apenas tocaste la comida, y en cualquier caso, yo comí lo mismo que tú y más. -Inclinó a Miranda hacia delante para acomodarle las almohadas-. Y me siento tan bien como siempre.

– Probablemente me enfrié -murmuró Miranda-. Quizá deberías regresar a Londres sin mí. No deseo que también caigas enferma.

– Tonterías. No puedo dejarte sola estando así.

– No estoy sola. Está mi padre.

Olivia la miró.

– Sabes, no tengo intención de desmerecer a tu padre, pero pienso que a duras penas sabrá qué hacer con una persona enferma. La mitad del tiempo, ni siquiera estoy segura de que recuerde que estamos aquí.

Miranda cerró los ojos y se hundió entre las almohadas. Olivia tenía razón, por supuesto. Adoraba a su padre, pero sinceramente, cuando se trataba de asuntos que involucraban una interacción con otro ser humano, era un caso completamente perdido.

Olivia se encaramó en el borde de la cama, hundiendo el colchón con su peso. Miranda trató de ignorarla, trató de pretender que no la notaba, a pesar de tener los ojos cerrados, que Olivia la estaba mirando fijamente, sencillamente esperando que reconociera su presencia.

– Miranda, por favor dime qué te pasa -dijo Olivia suavemente-. ¿Es tu padre?

Miranda negó con la cabeza, pero justo en ese momento Olivia cambió de posición. El colchón onduló debajo de ellas, de forma parecida al movimiento de un bote, y aunque Miranda nunca había padecido de mareos ni una sola vez en su vida, su estómago comenzó a revolverse, y súbitamente se volvió imperativo…

Miranda se levantó de un salto, tirando a Olivia al suelo. Alcanzó a llegar justo a tiempo a la bacinilla que había en la habitación.

– Dios sea loado -dijo Olivia, manteniendo una respetuosa -y-auto-conservadora- distancia-. ¿Cuánto tiempo hace que estás así?

Miranda evitó responder. Pero su estómago hizo arcadas en respuesta.

Olivia dio un paso atrás.

– Er, ¿te puedo ayudar en algo?

Miranda sacudió la cabeza, agradecida de que su cabello estuviera retirado hacia atrás.

Olivia la observó durante unos momentos, luego fue hacia la escudilla y humedeció un trapo.

– Aquí tienes -dijo, sosteniéndolo delante de ella, con el brazo completamente estirado.

Miranda lo tomó agradecida.

– Gracias -susurró, limpiándose el rostro.

– No creo que esto sea un enfriamiento -dijo Olivia.

Miranda sacudió la cabeza.

– Estoy bastante segura de que el pescado de anoche estaba perfectamente bien, y no puedo imaginar…

Miranda no necesitó ver el rostro de Olivia para interpretar su jadeo. Lo sabía. Podía ser que aún no lo creyera del todo, pero lo sabía.

– ¿Miranda?

Miranda permaneció inmóvil en su lugar, inclinada patéticamente sobre la bacinilla.

– ¿Estás… Acaso tú…?

Miranda tragó convulsivamente. Y asintió.

– Oh, Señor. Oh, Señor. Oh, oh, oh, oh, oh…

Era, quizás, la primera vez en su vida que Miranda veía a Olivia quedarse absolutamente sin palabras. Miranda terminó de limpiarse la boca, y luego, con el estómago todavía un poco revuelto, finalmente se apartó de la bacinilla y se sentó un poco más derecha.

Olivia todavía la estaba mirando fijamente como si hubiera visto un fantasma.

– ¿Cómo? -Preguntó finalmente.

– De la forma acostumbrada -replicó Miranda-. Te aseguro, que no hay motivo para informar a la Iglesia.

– Lo siento. Lo siento. Lo siento -dijo Olivia apresuradamente-. No tenía intención de trastornarte. Es sólo que… bueno… debes saber… bueno… es sólo que esto es una tremenda sorpresa.

– A mí también me sorprendió -contestó Miranda con una voz ciertamente apagada.

– No puede haber sido tanta sorpresa -dijo Olivia sin pensar-. Quiero decir, si hiciste… si estuviste… -Dejó que las palabras se desvanecieran, dándose cuenta de que había metido la pata del todo.

– Aún así fue una sorpresa, Olivia.

Olivia se quedó callada por un momento mientras absorbía el impacto.

– Miranda, debo preguntar…

– ¡No lo hagas! -le advirtió Miranda-. Por favor, no me preguntes con quién.

– ¿Fue Winston?

– ¡No! -Replicó violentamente. Y luego murmuró-. Por Dios.

– Entonces, ¿quién?

– No puedo decírtelo -dijo Miranda, quebrándosele la voz-. Fue… fue alguien totalmente inadecuado… No… no sé en qué estaba pensando pero, por favor, no vuelvas a preguntarme. No quiero hablar de ello.

– Está bien -dijo Olivia, evidentemente dándose cuenta que sería imprudente presionarla más-. No te lo volveré a preguntar, te lo prometo. Pero, ¿qué vamos a hacer?

Miranda no pudo evitar sentirse algo animada por el uso de la palabra vamos.

– Digo yo, Miranda, ¿estás segura de que estás embarazada? -Preguntó Olivia de súbito, con los ojos brillando de esperanza-. Podría ser sólo un atraso. A mí se me atrasa todo el tiempo.

Miranda le echó un significativo vistazo a la bacinilla. Y luego sacudió la cabeza y dijo:

– Yo nunca me atraso. Jamás.

– Tendrás que irte a alguna parte -dijo Olivia-. El escándalo será espectacular.

Miranda asintió. Planeaba enviarle una carta a Turner, pero eso no podía decírselo a Olivia.

– Lo mejor que podemos hacer es sacarte del país. Al continente, tal vez. ¿Qué tal está tu francés?

– Es tétrico.

Olivia suspiró afligida.

– Nunca fuiste muy buena con los idiomas.

– Ni tú tampoco -dijo Miranda tentativamente.

Olivia decidió no dignarse a contestar eso, en cambio sugirió:

– ¿Por qué no vas a Escocia?

– ¿Con mis abuelos?

– Sí. No me digas que te rechazarán debido a tu condición. Siempre estás diciendo lo buenos que son.

Escocia. Sí, esa era la solución perfecta. Notificaría a Turner, y él podría unírsele allí. Podrían casarse sin publicar las amonestaciones y entonces, todo estaría, si no bien, al menos arreglado.

– Yo te acompañaré -dijo Olivia decididamente-. Me quedaré todo el tiempo que pueda.

– Pero, ¿qué dirá tu madre?

– Oh, le diré que alguien se ha enfermado. Ha funcionado antes, ¿no es así? -Olivia le dedicó a Miranda una mirada penetrante, una que claramente decía que sabía que se había inventado la historia acerca de su padre.

– Eso es una cantidad increíble de gente enferma.

Olivia se encogió de hombros.

– Es una epidemia. Más razones para que ella permanezca en Londres. Pero, ¿qué le dirás a tu padre?

– Oh, cualquier cosa -respondió Miranda restándole importancia-. No presta mucha atención a lo que hago.

– Bueno, por una vez eso es una ventaja. Partiremos hoy.

– ¿Hoy? -dijo Miranda como un eco.

– Después de todo, ya hemos empacado, y no hay tiempo que perder.

Miranda miró su estómago que aún lucía plano.

– No, supongo que no.


13 DE AGOSTO DE 1819

Olivia y yo llegamos hoy a Edimburgo. La abuela y el abuelo se quedaron bastante sorprendidos al verme. Se quedaron aún más sorprendidos cuando les dije el motivo de mi visita. Estaban muy silenciosos y serios, pero ni por un momento me hicieron ver que estaban decepcionados o avergonzados de mí. Siempre los amaré por ello.

Livvy le mandó una nota a sus padres diciendo que me había acompañado a Escocia. Cada mañana me pregunta si me ha venido el período. Como yo ya lo había anticipado, no sucede. Me encuentro a mí misma mirándome la panza constantemente. No sé qué espero ver. Seguramente una no se hincha de la noche a la mañana, y ciertamente no tan tempranamente.

Debo decírselo a Turner, sé que debo hacerlo, pero al parecer no puedo escapar de Olivia, y no puedo escribir la carta en su presencia. Por mucho que la adore, voy a tener que espantarla. Ciertamente no puedo tenerla aquí cuando llegue Turner, que seguramente vendrá una vez que reciba mi nota, asumiendo, por supuesto, que alguna vez sea capaz de enviársela.

Oh, cielos, aquí viene ella.

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