Una semana o algo después, el sol brillaba tan deslumbrantemente que Miranda y Olivia, añorando sus habituales estadías en el campo, decidieron pasar la mañana explorando Londres. Ante la insistencia de Olivia, empezaron por el barrio comercial.
– En realidad no necesito otro vestido -dijo Miranda cuando paseaban calle abajo, sus criadas siguiéndolas a una distancia respetuosa.
– Ni yo, pero siempre es muy divertido mirar, y por otra parte, quizás encontremos una chuchería o algo por el estilo que comprar con nuestro dinero para gastos menores. Tu cumpleaños estará aquí antes de que nos demos cuenta. Debes comprarte un regalo.
– Tal vez lo haga.
Ambas deambularon por tiendas de ropa, sombrererías, joyerías, y por confiterías antes de que Miranda encontrara lo que sin haberlo sabido había estado buscando.
– Mira eso, Olivia -suspiró-. ¿No es magnífico?
– ¿Qué no es magnífico? -replicó Olivia, escudriñando el escaparate elegantemente decorado de la librería.
– Eso. -Miranda señaló con el dedo a una copia exquisitamente encuadernada de La Morte D’Arthur de Sir Thomas Malory. Parecía caro y precioso, y Miranda no deseaba nada más que inclinarse a través de la ventana e inhalar el aire que flotaba alrededor de éste.
Por primera vez en su vida, vio algo que simplemente debía poseer. Olvidándose de su economía. Olvidándose de su espíritu práctico. Suspiró profunda, expresiva y urgentemente, luego dijo:
– Creo que finalmente comprendo tus sentimientos hacia los zapatos.
– ¿Zapatos? -Repitió Olivia, mirándose los pies-. ¿Zapatos?
Miranda no se molestó en explicarle más. Estaba demasiado ocupada en inclinar la cabeza para poder admirar el pan de oro que ribeteaba las páginas.
– Ya lo hemos leído -insistió Olivia-. Creo que fue hace dos años, cuándo la Señorita Lacey fue contratada como nuestra institutriz. ¿No lo recuerdas? Estaba consternada porque aún no lo habíamos leído.
– No me importa si ya lo hemos leído -dijo Miranda, acercándose mucho más al vidrio-. ¿No es el objeto más hermoso que hayas visto?
Olivia observó a su amiga con una expresión vacilante.
– Eh… no.
Miranda sacudió la cabeza ligeramente y levantó la mirada hacia Olivia.
– Supongo que esto es lo que convierte al arte en algo importante. Qué puede hacer que una persona entre en éxtasis o puede fallar en conmoverle lo más mínimo.
– Miranda, es un libro.
– Ese libro -Miranda determinó con firmeza-, es una obra de arte.
– Parece muy antiguo.
– Lo sé. -Suspiró felizmente Miranda.
– ¿Lo comprarás?
– Si tengo el dinero suficiente.
– Creía que podrías. No has gastado tu dinero para gastos menores en años. Siempre lo has guardado en ese jarrón de porcelana que Turner te envió por tu cumpleaños hace cinco años.
– Seis.
Olivia parpadeó.
– ¿Seis qué?
– Fue hace seis años.
– Hace cinco o seis años, ¿Cuál es la diferencia? -exclamó Olivia, pareciendo bastante exasperada por la exactitud de Miranda-. La cuestión es que tienes guardado el dinero suficiente, y si deseas sinceramente ese libro, lo debes comprar para celebrar tu vigésimo cumpleaños. Nunca compras nada para ti misma.
Miranda giró hacia la tentación que la llamaba en la ventana. El libro había sido colocado en un pedestal y estaba abierto en una página del centro. Con brillantes colores una ilustración retrataba a Arturo y Ginebra.
– Será costoso -dijo ella lamentablemente.
Olivia le dio un pequeño empujón y dijo:
– Nunca lo sabrás si no entras y preguntas.
– Tienes razón. ¡Lo haré! -Miranda le brindó una sonrisa que oscilaba entre el entusiasmo y el nerviosismo, luego se dirigió a la tienda. La confortable librería estaba decorada en tonos ricos y masculinos, atiborrada con sillas de cuero colocadas en lugares estratégicos para aquellos que quizás quisieran sentarse y hojear un volumen.
– No veo al propietario -cuchicheó Olivia en la oreja de Miranda.
– Justo allí. -Miranda hizo gestos con la cabeza hacia un hombre delgado y parcialmente calvo cercano a la edad de sus padres-. Mira, está ayudando a ese hombre a encontrar un libro. Esperaré hasta que esté desocupado. No deseo ser una molestia.
Las dos damas esperaron pacientemente durante unos pocos minutos mientras el librero estaba ocupado. De vez en cuando, les dirigía una mirada ceñuda, la cual desconcertó mucho a Miranda, tanto ella como Olivia vestían apropiadamente y obviamente podían permitirse comprar la mayor parte de la mercancía. Finalmente, él terminó su tarea y se dirigió apresuradamente hacia ellas.
– Me preguntaba, señor… -empezó a decir Miranda.
– Ésta es una librería para caballeros -dijo él con voz hostil.
– Ah. -Miranda retrocedió, algo amilanada por su actitud. Pero como deseaba desesperadamente el libro de Malory, se tragó su orgullo, sonrió dulcemente, y continuó-. Me disculpo. No me di cuenta de esto. Pero esperaba que…
– Le he dicho que esta es una tienda de caballeros. -Los pequeños y brillosos ojos se estrecharon-. Le ruego que se marche.
¿Me ruega? Ella lo miró fijamente, los labios abiertos con asombro. ¿Me ruega? ¿Con esa clase de tono?
– Vámonos, Miranda -dijo Olivia, agarrándola de la manga-. Debemos irnos.
Miranda apretó los dientes y no se movió.
– Querría comprar un libro.
– Estoy seguro que así es -dijo el librero vilmente-. Y la librería para damas está a tan sólo un cuarto de milla.
– La librería para damas no tiene lo que deseo.
Él sonrió burlonamente.
– Entonces estoy seguro que usted no debería leerlo.
– No creo que esté en posición de emitir ese juicio, señor -dijo Miranda fríamente.
– Miranda -murmuró Olivia, con ojos abiertos.
– Sólo un momento -contestó ella, sin apartar los ojos del pequeño y repulsivo hombre-. Señor, le puedo asegurar que poseo amplios fondos. Y si usted sólo me permitiera revisar La Morte D’Arthur, quizás pueda persuadirlo a separarse de éste.
Él cruzó los brazos.
– No vendo libros a mujeres.
En verdad, eso había llegado muy lejos.
– ¿Disculpe?
– Marchaos -gruñó-, o tendré forzosamente que echarlas.
– Eso sería un error, señor -le contradijo Miranda bruscamente-. ¿Sabe quiénes somos nosotras? -No le era habitual aprovechar su rango superior, pero no se oponía a hacerlo si la ocasión lo justificaba.
El librero no estaba impresionado.
– Con certeza me tiene sin cuidado.
– Miranda -le suplicó Olivia, viéndose sumamente incómoda.
– Soy la Señorita Miranda Cheever, hija de Sir Rupert Cheever, y ésta -dijo Miranda con una floritura-, es Lady Olivia Bevelstoke, hija del Conde de Rudland. Le sugiero que vuelva a considerar su política.
Él igualó su altanera mirada con una igual.
– No me interesa si usted es la maldita Princesa Carlota. Salga de mi tienda.
Miranda entrecerró los ojos antes de moverse para salir. Era lo suficiente malo que él la hubiera insultado. Pero tamaña afrenta a la memoria de la princesa, estaba más allá de los límites.
– Usted no ha escuchado el final de esta conversación, señor.
– ¡Fuera!
Ella tomó el brazo de Olivia y dejó el local en un arranque de furia, haciendo que la puerta diera un buen golpe.
– ¿Lo puedes creer? -dijo una vez que estuvieron seguras afuera-. Eso fue horroroso. Criminal. Fue…
– Una librería para caballeros -le interrumpió Olivia, mirándola como si de repente le hubiera brotado una cabeza de más.
– ¿Y?
Olivia se tensó ante su tono casi agresivo.
– Hay librerías para caballeros, y librerías para damas. Es la manera habitual.
Miranda cerró con fuerza los puños.
– Es una maldita y estúpida manera, si me lo preguntas.
– ¡Miranda! -jadeó Olivia de forma audible-. ¿Qué acabas de decir?
Miranda tuvo la gracia de ruborizarse ante su lenguaje soez.
– ¿Observas cuánto ha hecho por trastornarme? Jamás antes me habías oído maldecir en voz alta.
– No, y no estoy segura de querer saber cuántas maldiciones tienes en mente.
– Es absurdo -humeó Miranda-. Absolutamente absurdo. Él tiene algo que deseo comprar, y yo tengo el dinero para pagar por ello. Debió haber sido un asunto sencillo.
Olivia miró furtivamente al camino.
– ¿Por qué no sólo vamos a la librería para damas?
– No hay nada que desearía en circunstancias más o menos normales. Preferiría no frecuentar esa espantosa tienda para hombres. Pero dudo que tengan una copia similar de La Morte D’Arthur, Livvy. Estoy segura que es un artículo singular. Y lo peor… -Miranda alzó la voz cuando la injusticia de todo ello la embargó más firmemente-. Y lo peor…
– ¿Hay algo peor?
Miranda la fulminó con una mirada llena de irritación pero sin embargo le contestó:
– Sí. Lo hay. Lo peor es que si incluso hubiera dos copias, de lo cual estoy segura no es así, la librería para damas probablemente no tendrán uno, de todos modos, ¡porque nadie pensaría que una dama desearía un libro semejante!
– ¿No lo harían?
– No. Probablemente esté repleta de Byron y novelas de la señora Radcliffe.
– Me gusta Byron y las novelas de la señora Radcliffe -dijo Olivia, sonando vagamente ofendida.
– También a mí -le aseguró Miranda-, pero también disfruto de otro tipo de literatura. Y con seguridad no creo que ese hombre esté en posición -señaló enojadamente con un dedo hacia el escaparate de la librería-, de decidir lo que puedo o no puedo leer.
Olivia la miró fijamente por un momento, entonces cortésmente preguntó:
– ¿Lo deseas mucho?
Miranda alisó sus faldas y sorbió por la nariz.
– Mucho.
Olivia giró hacia la librería, y luego le dirigió una mirada lastimera sobre el hombro antes de colocar una mano consoladora en el brazo de Miranda.
– Conseguiremos que Padre lo compre para ti. O Turner.
– Ésa no es la cuestión. No creo que comprendas cuánto me afecta esto a mí.
Olivia suspiró.
– ¿Cuándo te convertiste en una guerrera, Miranda? Creía que era yo la desinhibida del dueto.
La mandíbula de Miranda empezó a dolerle de tanto apretarla.
– Supongo -casi gruñó-, que nunca he anhelado tanto algo antes de este contratiempo.
La cabeza de Olivia se echó levemente para atrás.
– Recuérdame que tome precauciones para evitar alterarte en el futuro.
– Conseguiré ese libro.
– Excelente, haremos que…
– Y él sabrá que lo he obtenido. -Miranda dio a la librería una última y agresiva mirada, luego dio largas zancadas hacia casa.
– Por supuesto que compraré el libro para usted, Miranda -dijo Turner condescendientemente. Había disfrutado de una tarde bastante tranquila, leyendo el periódico y ponderando la vida como un caballero sin compromisos, cuando su hermana entró como una explosión en el cuarto, anunciando que Miranda necesitaba desesperadamente un favor.
Todo esto era muy entretenido, realmente, especialmente la mirada mortal que Miranda había dado a Olivia al usar la palabra desesperada.
– No quiero que usted lo compre para mí -puntualizó Miranda-. Quiero que usted lo compre conmigo.
Turner se recostó en la cómoda silla.
– ¿Hay alguna una diferencia?
– Un mundo de diferencia.
– Un mundo -confirmó Olivia, sólo que ella sonreía, y él sospechó que no veía ninguna diferencia.
Miranda le lanzó otra mirada encolerizada, y esta vez Olivia realmente retrocedió y exclamó.
– ¿Qué? ¡Te estoy apoyando!
– ¿No cree que es una equivocación -Miranda continuó ferozmente, retornando a su diatriba y dirigiéndose a él-, que no pueda hacer compras en cierta tienda simplemente porque soy una mujer?
Él le sonrió perezosamente.
– Miranda, hay ciertos lugares donde las mujeres no pueden ir.
– No pretendo entrar en uno de sus preciosos clubes. Solamente deseo comprar un libro. No hay nada remotamente inapropiado en ello. Es una antigüedad, por Dios Santo.
– Miranda, si ese caballero es el propietario de esa tienda, puede decidir a quién venderá y a quién no.
Ella cruzó los brazos.
– Bien, quizás no debería ser consentido. Quizás debería existir una ley que diga que los libreros no pueden impedir la entrada a las mujeres en sus establecimientos.
Él le levantó una irónica ceja.
– ¿Usted no ha estado leyendo a esa Mary Wollstonecraft, o sí?
– ¿Mary quién? -preguntó Miranda con una voz distraída.
– Bien.
– No cambie de tema, por favor, Turner. ¿Concuerda o no con que debo comprar ese libro?
Turner suspiró, bastante agotado ante su inesperada terquedad. Y todo por un libro.
– Miranda, ¿por qué deberían permitirle la entrada en una librería de caballeros? Usted ni siquiera puede votar.
Su explosión de indignación fue colosal.
– Y eso es otro punto…
Turner se dio cuenta rápidamente que había cometido un error táctico.
– Olvide que mencioné el derecho al voto. Por favor. Iré con usted a comprar el libro.
– ¿Lo hará? -Sus ojos se iluminaron con un suave brillo marrón-. Gracias.
– ¿Le parece bien el viernes? No creo tener ningún compromiso esa tarde.
– Ah, yo también quiero ir -interrumpió Olivia.
– Absolutamente no -dijo Turner firmemente-. Una de vosotras es todo lo que puedo manejar. Mis nervios, ya sabes.
– ¿Tus nervios?
Él le dio una mirada.
– Vosotras los ponein a prueba.
– ¡Turner! -exclamó Olivia. Ella giró hacia Miranda-. ¡Miranda!
Pero Miranda aún estaba concentrada en Turner.
– ¿Podríamos ir ahora? -le preguntó ella, dando la impresión de no haber oído una palabra de su pelea-. No quiero que ese librero se olvide de mí.
– Juzgando por el relato de Olivia de su aventura -dijo Turner irónicamente-, dudo que eso suceda.
– Pero, por favor, ¿podríamos ir hoy? Por favor. Por favor.
– Se da cuenta de que está suplicando.
– No me importa -dijo ella inmediatamente.
Él caviló sobre eso.
– Ocurre que podría utilizar esta situación a mi favor.
Miranda lo miró entornando los ojos.
– ¿Qué es lo que quiere decir?
– Ah, no sé. Uno nunca sabe cuándo quizás necesite un favor.
– Ya que no tengo nada que usted pueda desear, le aconsejo olvidarse de sus inocuos planes y simplemente acompáñeme a la librería.
– Muy bien. Hagámoslo.
Él creyó que ella quizás saltara de felicidad. Dios bendito.
– No queda lejos -decía ella-. Podemos ir andando.
– ¿Estás seguro de que no puedo ir con vosotros? -preguntó Olivia, siguiéndolos al vestíbulo.
– Quédate -ordenó Turner benignamente cuando observó que Miranda cruzaba la puerta-. Alguien necesitará llamar a la guardia cuando no regresemos en una pieza.
Diez minutos después, Miranda se detenía frente a la librería de la cual había sido expulsada más temprano ese día.
– Calma, Miranda -escuchó murmurar a Turner a su lado-. Se la ve un poco atemorizante.
– Bien -contestó ella sucintamente, y dio un paso hacia adelante.
Turner le colocó una mano tranquilizadora en el brazo.
– Permítame entrar antes que usted -sugirió él, con un brillo de diversión en la mirada-. La mera vista de usted puede ocasionarle al pobre hombre una apoplejía.
Miranda le frunció el ceño pero le permitió el paso. No había manera de que el librero le ganara esta vez. Venía acompañada con un verdadero caballero y una sana dosis de rabia. El libro casi era suyo.
Una campanilla tintineó cuando Turner entró en la tienda. Miranda lo seguía de cerca, pisándole prácticamente los talones.
– ¿Puedo ayudarle, señor? -preguntó el librero, todo aduladora cortesía.
– Sí, estoy interesado en… -Sus palabras se desvanecieron mientras ella echaba una mirada por la tienda.
– Ese libro -dijo Miranda firmemente, señalando hacia el exhibidor en el escaparate.
– Sí, ése. -Turner le ofreció al librero una amable sonrisa.
– ¡Usted! -farfulló el librero, su cara se sonrojó con la ira-. ¡Fuera! ¡Salga de mi tienda! -Asió del brazo a Miranda y trató de arrastrarla a la puerta.
– ¡Pare! ¡Qué pare le digo! -Miranda no permitiría ser maltratada por un hombre al que consideraba un idiota, cogió su retículo y lo golpeó en la cabeza.
Turner gimió.
– ¡Simmons! -gritó el librero, llamando a su ayudante-. Trae a la policía. Esta señorita esta desquiciada.
– No estoy desquiciada, ¡usted, cabra sobrecrecida!
Turner evaluó sus opciones. Realmente, no podía haber un buen resultado.
– Soy un cliente que paga -continuó Miranda acaloradamente-. ¡Y quiero comprar La Morte D’Arthur!
– ¡Me moriré antes que llegue a sus manos, usted ramera mal educada!
¿Ramera? Eso era realmente demasiado para Miranda, una señorita cuya susceptibilidad era comúnmente más modesta que la de ella quizás se hubiera adoptado a su actual conducta.
– Usted vil… vil hombre -siseó. Ella levantó su retículo otra vez.
¿Ramera? Turner suspiró. Era un insulto que realmente no podía dejar pasar. Además, no podía permitir que Miranda atacara al pobre hombre. Cogió el retículo de su mano. Ella le fulminó con la mirada debido a su interferencia. Él entrecerró los ojos y le dio una mirada de advertencia.
Él se aclaró la garganta y se volvió hacia el librero.
– Señor, debo insistir en que se disculpe con la dama.
El librero cruzó los brazos desafiantemente.
Turner miró a Miranda. Sus brazos estaban cruzados de la misma manera. Miró hacia el hombre más viejo y dijo, un poco más fuertemente:
– Se disculpará con la dama.
– Ella es una amenaza -dijo el librero enconadamente.
– Porque usted… -Miranda se habría lanzado a él si Turner no hubiera agarrado rápidamente la parte trasera de su vestido. El anciano apretó los puños y asumió una postura amenazadora que era bastante dispar con su apariencia libresca.
– Quédese callada -le siseó Turner a ella, sintiendo retazos de furia desatándose en el pecho.
El librero la fulminó con una mirada triunfante.
– Ah, eso fue un error -dijo Turner. ¿Santo Dios, no tenía el hombre sentido común? Miranda se abalanzó hacia adelante, lo cual significó que Turner tenía que sostener el vestido aún más firmemente, lo cual significó que el librero asumiera una sonrisa más afectada, lo cual significó que esa jodida farsa iba a dar vueltas en espiral hasta convertirse en un huracán a gran escala si Turner no solucionaba el asunto de inmediato.
Él le brindó al librero su más fría y más aristocrática mirada.
– Se disculpará con la dama, o haré que se arrepienta mucho, de verdad.
Pero el librero era claramente un idiota delirante, porque no aceptó la oferta que Turner le daba, en su estimación, muy generosamente. En vez de eso, echó hacia delante la mandíbula agresivamente y anunció:
– No tengo nada de lo cual disculparme. Esa mujer vino a mi tienda…
– Ah, demonios -murmuró Turner. Ahora no había forma de evitar la desgracia.
– … Perturbó a mis clientes, me insultó…
Turner apretó la mano en un puño y la dirigió directamente a la nariz del librero.
– Ah, Dios Bendito -suspiró Miranda-. Creo que le rompió la nariz.
Turner la fulminó con una mirada mordaz antes de bajar la mirada hacia el librero en el piso.
– Creo que no. No sangra lo suficiente.
– Lástima -murmuró Miranda.
Turner la agarró del brazo y la arrastró hacia él. La sanguinaria y pequeña moza iba a conseguir que la matara.
– Ni una otra palabra hasta que salgamos de aquí.
Los ojos de Miranda se ensancharon, pero cerró sabiamente la boca y le permitió sacarla de la tienda. Cuando pasaron por el escaparate, sin embargo, ella vislumbró La Morte D’Arthur y exclamó:
– ¡Mi libro!
Eso fue el colmo. Turner se detuvo intempestivamente.
– No quiero oír otra palabra acerca de su condenado libro, ¿me oye usted?
La boca de Miranda se abrió.
– ¿Entiende lo que acaba de suceder? Golpeé a un hombre.
– ¿Pero acaso no concuerda que él necesitaba que lo golpearan?
– ¡No tanto como usted necesita que la estrangulen!
Ella retrocedió, claramente agraviada.
– Al contrario de lo que sea que usted piensa en mí -exclamó él-, no paso mis días reflexionando sobre cuándo y dónde aplacaré mi agresividad.
– Pero…
– Pero nada, Miranda. Usted insultó al hombre…
– ¡Él me insultó!
– Estaba solucionando el asunto -dijo entre dientes-. Por eso me trajo aquí, para solucionarlo todo. ¿No es así?
Miranda frunció el ceño y movió el mentón con un brusco y reacio movimiento.
– ¿Qué demonios era el problema con usted? ¿Qué si ese hombre hubiera tenido menos restricción? Qué si…
– ¿Pensó que mostraba restricción? -preguntó ella, atónita.
– ¡Al menos tanto como la tuvo usted! -La cogió de los hombros y casi la comenzó a sacudir-. Bendito Dios, Miranda, ¿se da cuenta de que hay muchos hombres que no parpadearían antes de golpear a una mujer? O algo peor -agregó él de manera significativa.
Esperó su respuesta, pero ella lo miraba fijamente, sus ojos inmensos e impasibles. Y tuvo el mayor presentimiento de que veía algo que él no.
Algo en él.
– Perdón, Turner -dijo ella entonces.
– ¿Debido a qué? -preguntó él menos que amablemente-. ¿Por hacer una escena en medio de una tranquila librería? ¿Por no callarse cuando debía hacerlo? Por…
– Por trastornarle -dijo quedamente-. Lo siento. No está bien que lo haya hecho.
Sus suaves palabras cortaron limpiamente su enojo, y él suspiró.
– Simplemente no lo haga otra vez, ¿lo jura?
– Lo prometo.
– Bien. -Se dio cuenta de que aún la sostenía por los hombros y aflojó su agarre. Entonces se dio cuenta de que sus hombros se sentían muy bien. Sorprendido, la soltó del todo.
Ella inclinó la cabeza a un lado cuando una expresión preocupada cruzó su rostro.
– Por lo menos creo que lo prometo. En verdad trataré de no hacer nada que lo altere como en esta ocasión.
Turner tuvo una repentina visión de Miranda intentando no trastornarlo. La visión lo contrarió.
– ¿Qué le ha sucedido? Dependemos de su sensatez. Sólo Dios sabe que ha salvado a Olivia más de una vez de un problema.
Ella apretó fuertemente los labios, y luego dijo:
– No confunda sensatez con mansedumbre, Turner. No son la misma cosa. Y con seguridad ciertamente no soy sumisa.
Notó que ella no era desafiante, simplemente indicaba un hecho, uno que sospechó su familia había inadvertido por años.
– No se preocupe -dijo con cansancio-, si alguna vez tuve la noción que usted era sumisa, tenga la seguridad de que me ha desengañado de ello esta tarde.
Pero que Dios lo ayudara, ella no estaba convencida.
– Si veo algo que es obviamente una injusticia -dijo ella seriamente-, no puedo sentarme y no hacer nada.
Iba a matarlo. Estaba seguro de ello.
– Sólo intente alejarse de lo obviamente descarriado. ¿Podría hacerlo por mí?
– Pero no creo que esto sea algo particularmente descarriado. E hice…
Él alzó la mano.
– Nada más. Ni otra palabra del tema. Me quitará diez años de vida hablar sobre esto. -La tomó del brazo y se dirigió hacia la casa.
Querido Dios, ¿qué estaba mal en él? Su pulso aún estaba acelerado, y ella ni siquiera estuvo en peligro. No realmente. Dudaba que el librero pudiera dar un buen puñetazo. ¿Y además, por qué diablos estaba tan preocupado por Miranda? Por supuesto que se interesaba por su bienestar. Era como una hermana pequeña para él. Pero entonces trató de imaginarse a Olivia en su lugar. Todo lo que podía sentir era una apacible diversión. Algo estaba muy mal si Miranda podía ponerlo así de furioso.