Turner estaba tan ocupado pensando en cuánto le gustaría tocar a Miranda -en cualquiera y por todas partes- que olvidó por completo que debía estar congelándose el trasero en la otra habitación. Sólo cuando se dio cuenta de que por fin estaba calentito se le ocurrió que ella no lo estaba. Maldiciéndose una y otra vez y diez veces más por ser un idiota, se levantó y caminó a zancadas hacia la puerta que ella había cerrado entre ambos. La abrió de un tirón y profirió otra sarta de maldiciones cuando la vio acurrucada en el suelo, temblando violentamente.
– Pequeña tonta -dijo-. ¿Intentas matarte?
Ella levantó la vista, sus ojos se ensancharon al verlo. Turner recordó de pronto que estaba apenas vestido.
– Mierda -murmuró para sí mismo, entonces sacudió la cabeza con exasperación y tiró de ella hasta ponerla de pie.
Miranda salió de su aturdimiento y comenzó a luchar.
– ¿Qué estás haciendo?
– Devolviéndote algo de sentido común.
– Estoy perfectamente bien -dijo, aunque sus estremecimientos eran la prueba de que mentía.
– Y un cuerno. Me estoy congelando sólo por hablar contigo. Ven junto al fuego.
Ella miró con anhelo las anaranjadas llamas que chisporroteaban en la habitación contigua.
– Sólo si te quedas aquí.
– Bien -dijo él. Cualquier cosa para que entrase en calor. Con un empujón poco amable, la dirigió en la dirección adecuada.
Miranda se detuvo cerca del fuego y extendió las manos hacia delante. Un bajo gemido de felicidad se escapó de sus labios, viajando al otro lado de la habitación y golpeándole directamente en el estómago.
Dio un paso hacia delante, fascinado por la pálida y casi translúcida piel del dorso de su cuello.
Miranda volvió a suspirar, entonces se giró para calentarse la espalda. Se alejó unos centímetros de un salto, sobresaltada al verlo tan cerca.
– Dijiste que te irías -le acusó.
– Mentí. -Turner se encogió de hombros-. No tengo la menor pizca de fe en que te secarás apropiadamente.
– No soy una niña.
Él lanzó un vistazo a sus pechos. Su vestido era blanco, y pegado a su piel como estaba, podía distinguir el oscuro color rosáceo de sus pezones.
– Es obvio que no lo eres.
Los brazos de ella volaron a su pecho.
– Gírate si no quieres que te mire.
Ella lo hizo, pero no antes de quedarse con la boca abierta ante su audacia.
Turner observó su espalda durante un largo rato. Era casi tan adorable como lo había sido su parte delantera. La piel del cuello era de alguna forma hermosa, y unos pocos rizos de su pelo se le habían escapado del peinado y se curvaban debido a la humedad. Olía como rosas humedecidas, y le costó todas sus fuerzas no alargar la mano y deslizarla a lo largo de su brazo.
No, no por su brazo, por sus caderas. O quizás por la pierna. O puede que…
Él respiró de forma entrecortada.
– ¿Ocurre algo? -Ella no se giró, aunque su voz sonaba nerviosa.
– Nada en absoluto. ¿Estás entrando en calor?
– Oh, sí -pero incluso mientras decía aquello, se estremeció.
Antes de que Turner se diese a sí mismo la oportunidad de pensar en ello, alargó la mano y le desabrochó la falda.
De la boca de ella emergió un estrangulado grito.
– Nunca te calentarás con esta cosa pegada a ti como un carámbano. -Comenzó a tirar de la tela hacia abajo.
– No creo que… Sé que… Esto realmente…
– ¿Sí?
– Es una mala idea.
– Probablemente. -La falda cayó al suelo en un montón empapado, dejando a Miranda vestida únicamente con su delgada blusa, la cual se le pegaba como una segunda piel.
– Oh, Dios mío. -Intentó cubrirse, pero obviamente no sabía por donde comenzar. Cruzó los brazos, luego bajó una mano para tapar el lugar donde se unían sus piernas. Entonces debió darse cuenta de que no estaba ni siquiera de cara a él, así que alargó las manos a los lados y las colocó sobre su trasero.
Turner casi esperó a que se lo apretase.
– ¿Podrías, por favor, simplemente irte? -dijo en un mortificado susurro.
Quería hacerlo. Querido Dios, sabía que debía obedecer su petición. Pero sus piernas se negaban firmemente a moverse, y no podía apartar los ojos de la visión de su exquisitamente redondo trasero cubierto por sus esbeltas manos.
Unas manos que temblaban de frío.
Maldijo otra vez, recordando el por qué en un inicio le había arrancado la falda.
– Acércate más al fuego -ordenó.
– ¡Más cerca y me meteré dentro! -Le espetó ella-. Tan sólo vete.
Él retrocedió un paso. Le gustaba más cuando expulsaba fuego.
– ¡Fuera!
Caminó hasta la puerta y la cerró. Miranda se quedó totalmente quieta durante un momento, entonces por fin dejó caer la manta que tenía alrededor de los hombros mientras se arrodillaba ante el fuego.
El corazón de Turner le latió con fuerza en el pecho, tan alto, de hecho, que se sorprendió de que no hubiese delatado su presencia.
Miranda suspiró y se tumbó.
Turner se puso incluso más duro, una proeza que no creía posible.
Ella apartó las pesadas trenzas del cuello y movió la cabeza alrededor lánguidamente.
Turner gimió.
El corazón de Miranda dio un vuelco.
– ¡Bribón! -Escupió, olvidando cubrirse.
– ¿Bribón? -Tuvo que alzar una ceja ante la anticuada palabra.
– Bribón, calavera, demonio, como quieras llamarlo.
– Culpable, me temo.
– Si fueras un caballero, te irías.
– Pero tú me amas -dijo, sin estar seguro de por qué se lo recordaba.
– Eres horrible por sacar ese tema a colación -susurró ella.
– ¿Por qué?
Miranda lo miró con dureza, asombrada de que lo hubiese preguntado.
– ¿Por qué te amo? No lo sé. Ciertamente no lo mereces.
– No -coincidió él.
– De todas maneras, no tiene importancia. No creo que te siga amando -dijo con rapidez. Cualquier cosa para preservar su magullado orgullo-. Tenías razón. Fue un encaprichamiento de colegiala.
– No, no lo fue. Y no dejas de estar enamorada de alguien con tanta rapidez.
Los ojos de Miranda se abrieron como platos. ¿Qué estaba diciendo Turner? ¿Quería su amor?
– Turner, ¿qué es lo que quieres?
– A ti. -Las palabras fueron apenas un susurro, como si a duras penas tuviera el valor suficiente para decirlas.
– No, no es verdad -dijo, más por nervios que por otra cosa-. Tú lo dijiste.
Él dio un paso adelante. Iría al infierno por aquello, pero primero iría al cielo.
– Te quiero a ti -dijo. Y era verdad. La deseaba con más fuerza, con más ardor e intensidad de la que siquiera podía comprender. Aquello iba más allá del deseo.
Más allá de la necesidad.
Era inexplicable, y seguramente era irracional, pero estaba allí, y no podía ser negado.
Lentamente, cerró la distancia entre ambos. Miranda se quedó paralizada junto al fuego, sus labios se entreabrieron, su respiración se volvía superficial.
– ¿Qué vas a hacer? -susurró.
– Debería ser obvio en este momento. -Y en un único y fluido movimiento, se inclinó hacia delante y la levantó.
Miranda no se movió, no luchó contra él. La calidez del cuerpo de Turner era embriagadora. La llenó, derritiéndole los huesos, haciéndola sentir deliciosamente lasciva.
– Oh, Turner -suspiró.
– Oh, sí. -Los labios de él dibujaron una línea por su mandíbula mientras la dejaba con suavidad y reverencia sobre la cama.
En el último momento, antes de cubrir su cuerpo con el de él, Miranda sólo pudo mirarlo, pensando que lo había amado desde siempre, que cada uno de sus sueños, cada pensamiento al despertar, habían conducido a aquel momento. Él aún no había pronunciado las palabras que harían que su corazón echara a volar, pero ahora aquello no parecía importar. Los ojos de él resplandecían brillantes, con tanta intensidad que Miranda pensó que debía quererla al menos un poco. Y aquello pareció ser suficiente.
Suficiente para hacer aquello posible.
Suficiente para hacerlo correcto.
Suficiente para que fuese perfecto.
Miranda se hundió en el colchón cuando el peso de él se asentó sobre ella. Alzó la mano para tocar su espeso cabello.
– Es tan suave -murmuró-. Qué desperdicio.
Turner levantó la cabeza y bajó la vista hacia ella con asombro.
– ¿Desperdicio?
– En un hombre -dijo con una sonrisa tímida-. Como las pestañas largas. Las mujeres matarían por eso.
– Lo harían, ¿verdad? -Él le sonrió-. ¿Y cómo calificarías a mis pestañas?
– Muy, muy alto.
– ¿Y tú matarías por unas pestañas largas?
– Mataría por las tuyas.
– ¿En serio? ¿No crees que son un poco claras para tu oscuro cabello?
Ella lo palmeó en broma.
– Las quiero pestañeando contra mi cara, no pegadas a mis párpados, tonto.
– ¿Acabas de llamarme tonto?
Ella le sonrió abiertamente.
– Sí.
– ¿Crees que esto es ser tonto? -Movió su mano hacia arriba por su desnuda pierna.
Ella negó con la cabeza, el aliento abandonó su cuerpo en segundos.
– ¿Y esto? -Su mano se cerró sobre su pecho.
Ella gimió incoherentemente.
– ¿Lo es?
– No -logró decir ella.
– ¿Cómo se siente?
– Bien.
– ¿Eso es todo?
– Maravilloso.
– ¿Y?
Miranda respiró de forma irregular, intentando no concentrarse en el dedo índice de él, el cuál trazaba perezosos círculos a través de la fina seda que cubría su arrugado pezón. Y dijo la única palabra que parecía describirlo.
– Chispeante.
Él sonrió con sorpresa.
– ¿Chispeante?
Lo único que pudo hacer fue asentir. El calor de él la tocaba por todas partes, y era tan sólido, tan duro y tan masculino… Miranda se sentía como si estuviese deslizándose por el borde de un precipicio. Estaba cayendo, cayendo, pero no quería ser salvada. Sólo quería llevarse a él con ella.
Le estaba mordisqueando la oreja, luego su boca estaba en el hueco de su hombro, los dientes tiraban del fino tirante de su camisa.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó él con voz ronca.
– Ardiendo. -Era la única palabra que parecía describir cada centímetro de su cuerpo.
– Mmmm, bien. Así es como me gustas. -Su mano se coló bajo la sedosa tela y acunó su pecho desnudo.
– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Turner! -Arqueó la espalda bajo él, dándole sin querer un mejor acceso.
– ¿Dios o yo? -dijo él burlón.
La respiración de Miranda salía en cortos jadeos.
– No… lo… sé.
Turner deslizó su otra mano bajo el dobladillo de su blusa y la empujó hacia arriba hasta que sintió la suave curva de su cadera.
– Vistas las circunstancias -murmuró contra su cuello-, creo que soy yo.
Ella sonrió débilmente.
– Por favor, nada de religión. -No necesitaba que le recordaran que sus acciones iban contra cualquier principio que le hubiesen enseñado en la iglesia, el colegio, en casa, y en cualquier otro sitio.
– Con una condición.
Ella abrió los ojos como platos, interrogante.
– Tienes que quitarte esta condenada cosa.
– No puedo. -Se ahogó con las palabras.
– Es adorable y suave, y te compraré cientos de ellas, pero si no te libras ahora mismo de esto, lo haré jirones. -Como para demostrar su urgencia, apretó su cadera más cerca de ella, recordándole la intensidad de su excitación.
– Simplemente no puedo. No sé por qué. -Tragó saliva-. Pero tú puedes.
Una de las esquinas de la boca de Turner se alzó en una astuta sonrisa.
– No era la respuesta que esperaba, pero ciertamente es una respuesta que apruebo. -Se arrodilló sobre ella y empujó la camisa más y más arriba hasta que dejó atrás los pechos y la deslizó por la cabeza.
Miranda sintió el aire frío soplar sobre la piel desnuda pero, por extraño que pareciese, ya no sentía la necesidad de cubrirse. Parecía perfectamente normal que aquel hombre pudiese ver y tocar cada centímetro de su cuerpo. Los ojos de él barrieron posesivos su encendida piel, y se sintió excitada ante la fiereza de su expresión. Quería pertenecerle de todas las maneras en que una mujer podía pertenecerle a un hombre. Quería perderse en su ardor y fuerza.
Y quería que se entregase a ella con igual totalidad.
Levantó la mano y la colocó contra su pecho, dejando que las yemas de sus dedos rozaran el plano pezón marrón. Él se estremeció en respuesta.
– ¿Te he hecho daño? -susurró ansiosa.
Él negó con la cabeza.
– Otra vez -dijo en tono áspero.
Imitando su caricia previa, cogió la punta del pezón entre el pulgar y el índice. Se endureció bajo su caricia, haciéndola sonreír de placer. Como si fuese una niña descubriendo un juguete nuevo, alargó la mano hacia un lado para jugar con el otro. Turner, dándose cuenta de lo rápidamente que estaba perdiendo el control bajo los curiosos dedos de ella, puso su mano sobre las de ella, manteniéndolas inmóvil. La miró durante un minuto entero, con sus ojos azules fieros. Su mirada era tan intensa que Miranda tuvo que luchar contra la urgencia de apartar la mirada. Pero se obligó a mantener su mirada al nivel de la de él. Quería que supiese que no estaba asustada, que no sentía vergüenza, y más importante aún, que lo decía en serio cuando decía que lo amaba.
– Tócame -susurró.
Pero él parecía congelado en su lugar, su mano aún sosteniendo las suyas contra el pecho. Parecía raro, dividido, casi… asustado.
– No quiero hacerte daño -dijo ronco.
Y ella no sabía cómo terminó asegurándole que todo estaría bien, pero murmuró.
– No lo harás.
– Yo…
– Por favor -rogó. Lo necesitaba. Lo necesitaba ahora.
Su apasionado ruego se abrió pasó por las reservas de Turner, y con un gruñido la empujó hacia arriba contra él para besarla con dureza antes de volver a bajarla hasta la cama. Esta vez bajó junto con ella, la dura longitud de su cuerpo presionaba sus pechos. Las manos de él estaban por todas partes, estaba gimiendo su nombre, y cada caricia y cada sonido parecían atizar la llama en su interior.
Necesitaba sentirlo. Cada centímetro.
Tiró de su improvisado kilt, deseando deshacerse de la última barrera entre ellos. Sintió la fricción mientras se deslizaba, y entonces no hubo nada más allí… excepto Turner.
Jadeó ante la excitación de él.
– Oh, Dios mío.
Y aquello lo hizo reír.
– No, sólo yo. -Enterró la cara en el hueco de su cuello-. Ya te lo dije.
– Pero eres tan…
– ¿Grande? -Sonrió contra ella-. Es tu culpa, cielo.
– Oh, no. -Se retorció bajo él-. No puedo haber hecho eso.
Él se presionó más firmemente contra ella.
– Shhh.
– Pero quiero…
– Lo harás. -La silenció con un ardiente beso, no del todo seguro de lo que acababa de prometerle. Una vez que la tuvo gimiendo otra vez, apartó su boca de la de ella y forjó un ardiente sendero hasta su ombligo. Su lengua trazó un círculo a su alrededor y se introdujo escandalosamente dentro. Las manos estaban en sus muslos, abriéndolos con facilidad, extendiéndolas para su invasión.
Quería besarla. Devorarla, pero no creyó que estuviese lista para una intimidad así, y en lugar de eso, empujó una de sus manos…
Y deslizó un dedo en su interior.
– ¡Turner! -gritó, y él no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Movió con ligereza el pulgar sobre los suaves y rosáceos pliegues, revelándose en la forma en que ella se retorcía bajo él. Tuvo que mantenerle quietas las caderas con la mano libre para evitar que se cayese de la cama.
– Ábrete para mí -gimió, arrastrando su boca de vuelta a la de ella.
La oyó soltar un pequeño grito de placer, y sus piernas parecieron casi derretirse, deslizándose aún más lejos hasta que la punta de su erección presionó contra ella, probando su suavidad. Turner movió los labios hasta su oreja y susurró.
– Ahora voy a hacerte el amor.
Ella asintió, sin aliento.
– Voy a hacerte mía.
– Oh, sí, por favor.
Se movió lentamente hacia delante, paciente contra su apretada inocencia. Lo estaba matando, pero iba a refrenarse. Quería más que nada en el mundo hundirse en ella con fuertes y furiosos embates, pero aquello tendría que esperar para otro momento. No en su primera vez.
– ¿Turner? -susurró, y él se dio cuenta de que había permanecido quieto algunos segundos. Apretando los dientes, se retiró lentamente hasta que únicamente su punta quedó dentro de ella.
Miranda se agarró con fuerza a sus hombros.
– Oh, no, Turner. ¡No te vayas!
– Shhhh. No te preocupes. Sigo aquí. -Volvió a entrar.
– No me dejes -susurró ella.
– No lo haré. -Alcanzó su virginidad y gruñó ante la resistencia-. Esto va a doler, Miranda.
– No me importa. -Sus dedos se le clavaron en la piel.
– Quizás después te importe. -Presionó un poco más allá, intentándolo con tanto cuidado como podía.
Se arqueó bajo él, gimiendo su nombre. Los brazos envueltos alrededor de su cuerpo, y sus dedos presionando espasmódicamente en su espalda.
– Por favor, Turner -rogó-. Oh, por favor. Por favor, por favor.
Incapaz de seguirse controlando, Turner se hundió hasta el final, estremeciéndose ante la exquisita sensación de ella apretada a su alrededor. Pero Miranda se puso rígida bajo él, y la oyó hacer una mueca de dolor.
– Lo siento -dijo con rapidez, intentando quedarse quieto e ignorar las dolorosas demandas de su cuerpo-. Lo siento. Lo siento mucho. ¿Duele?
Ella apretó los ojos y negó con la cabeza.
Él borró las diminutas lágrimas que se estaban formando en la comisura de sus ojos con besos.
– No mientas.
– Sólo un poco -admitió en un susurro-. Fue más la sorpresa que otra cosa.
– Mejorará -dijo fervientemente-. Te lo prometo. -Se apoyó en sus antebrazos para mantenerla libre de su peso, y se movió de nuevo lentamente, con embates seguros, cada uno trajo una sacudida de deseo con su suave fricción.
Mientras tanto, tenía la mandíbula apretada con concentración, cada músculo de su cuerpo tenso y apretado con la tensión de mantenerse controlado. Dentro y fuera, dentro y fuera, recitaba para sí mismo. Si se salía de ritmo sólo por un segundo, perdería el control por completo. Tenía que mantenerlo por ella. No estaba preocupado por él, sabía que alcanzaría el cielo antes de que la noche acabase.
Sino por Miranda… Todo lo que sabía es que sentía una intensa responsabilidad por asegurarse de que también encontrase el éxtasis. Nunca antes había estado con una virgen, así que no estaba seguro hasta que punto sería posible, pero por Dios, iba a intentarlo. Temía que incluso hablar lo hiciera estallar, pero logró decir:
– ¿Cómo te sientes?
Miranda abrió los ojos y parpadeó.
– Bien. -Sonaba sorprendida-. Ya no duele.
– ¿Ni un poco?
Ella negó con la cabeza.
– Me siento muy bien… y hambrienta. -Hizo correr sus dedos vacilantes por la espalda de él.
Turner se estremeció ante su toque ligero como la pluma y sintió cómo se le escapaba el control.
– ¿Cómo te sientes tú? -susurró ella-. ¿También estás hambriento?
Gruñó algo que ella no pudo entender y comenzó a moverse más rápido. Miranda sintió su abdomen apretarse, luego una insoportable tensión. Comenzaron a hormiguearle los dedos de las manos y de los pies, y entonces, cuando estuvo segura de que su cuerpo se rompería en cientos de pequeñas piezas, algo en su interior se partió, y las caderas se le alzaron fuera del colchón con tanta fuerza que incluso lo levantó a él.
– ¡Oh, Turner! -chilló-. ¡Ayúdame!
Él bombeó hacia delante más lento.
– Lo haré -gimió-. Lo juro. -Y entonces gritó, su cara lució como si sintiese dolor, y por fin, exhaló, derrumbándose contra ella.
Yacieron unidos durante algunos minutos, húmedos por el esfuerzo. Miranda adoró el peso de él sobre ella, adoró el sentimiento de lánguida satisfacción. Le tocó ociosamente el pelo con la mano, deseando que el mundo alrededor de ellos simplemente desapareciera. ¿Durante cuánto tiempo podrían permanecer así, a salvo en el pequeño pabellón de caza, antes de que los echaran de menos?
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó ella suavemente.
Los labios de él se curvaron en una juvenil sonrisa.
– ¿Cómo crees que me siento?
– Bien, espero.
Rodó encima de ella, se apoyó sobre un codo, y la cogió por debajo de la barbilla con dos dedos.
– Bien, lo sé -dijo, enfatizando deliberadamente la última palabra.
Miranda sonrió. Una no podía esperar nada mejor que aquello.
– ¿Qué tal tú? -preguntó en voz baja, la preocupación marcando su ceño fruncido-. ¿Estás dolorida?
– No lo creo. -Se movió como para verificar su cuerpo-. Quizás luego.
– Lo estarás.
Miranda frunció el ceño. Entonces, ¿tenía mucha experiencia en desflorar vírgenes? Había dicho que Leticia ya había estado embarazada cuando se casaron. Y apartó el pensamiento de su mente. No quería pensar en Leticia. Ahora no. La esposa muerta de Turner no tenía lugar en la cama con ellos.
Y se encontró fantaseando con bebés. Pequeños rubios, con brillantes ojos azules, sonriéndole con regocijo. Un Turner en miniatura, eso es lo que quería. Suponía que un bebé podría parecerse a ella y tener que cargar con su singular color, pero en su mente, era todo Turner, de los pies a la cabeza.
Cuando finalmente abrió los ojos, lo vio mirándola, y él le tocó la boca, junto a la comisura que se había estado curvando hacia arriba.
– ¿Qué te ha tenido tan absorta? -murmuró, con su voz cargada de satisfacción.
Miranda evitó su mirada, avergonzada por la dirección de sus pensamientos.
– Nada importante -murmuró-. ¿Aún llueve?
– No lo sé -contestó, y se levantó para echar un vistazo por la ventana.
Miranda empujó las sábanas sobre su cuerpo desnudo, deseando no haber preguntado por el tiempo. Si había dejado de llover, tendrían que volver a la casa principal. Seguramente, a esas alturas ya les habían echado de menos. Podrían afirmar que habían buscado refugio bajo la lluvia, pero aquella excusa sonaría falsa si no volvían tan pronto como aclarara el tiempo.
Turner volvió a colocar las cortinas en su sitio y se giró para estar frente a ella, y Miranda contuvo el aliento ante la pura y masculina belleza de él. Había visto dibujos de estatuas en los muchos libros de su padre, e incluso había poseído una miniatura de la estatua de David en Florencia. Pero nada se comparaba al hombre vivo de pie ante ella, y bajó la vista al suelo, temiendo que el mero hecho de verlo volviera a seducirla.
– Aún llueve -dijo sereno-. Pero se está despejando. Deberíamos limpiar nuestro, eh, desorden, así estaremos listos para irnos en el momento en que se despeje.
Miranda asintió.
– ¿Podrías alcanzarme mi ropa?
Alzó una ceja.
– ¿Modestia ahora?
Ella asintió. Quizás era algo tonto, después de su comportamiento lascivo, pero no era tan sofisticada como para levantarse desnuda de la cama con alguien más en la habitación. Ladeó la cabeza hacia la falda, que estaba todavía sobre el suelo en un montón.
– ¿Podrías, por favor?
La recogió y se la tendió. Aún estaba húmeda en algunos sitios puesto que Miranda no se había preocupado de ponerla extendida, pero había estado lo suficientemente cerca del fuego, no sería tan horrible. Se vistió con rapidez y arregló la cama, apretando con cuidado y tensando bien las sábanas, en la forma en que había visto hacerlo a las doncellas en casa. Fue un trabajo más duro de lo que esperaba, con eso de tener la cama contra la pared.
Cuando por fin tanto ellos como el pabellón estuvieron presentables, la lluvia se había diluido hasta convertirse en una vaga llovizna.
– Supongo que nuestras ropas no se mojarán mucho más de lo que ya están -dijo Miranda mientras sacaba la mano por la ventana para evaluar la lluvia.
Él asintió, y se pusieron en camino de vuelta a la casa principal. No dijo nada, y Miranda tampoco fue capaz de romper el silencio. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Tenía que casarse con ella? Debería, por supuesto, si era el caballero que siempre había pensado que era, lo haría, pero nadie sabía que ella había sido comprometida. Y él la conocía lo suficientemente bien como para no preocuparse de que se lo contara a alguien para atraparlo en matrimonio.
Quince minutos después, se encontraban justo delante de los escalones que conducían a la puerta principal de Chester House. Turner hizo una pausa y miró a Miranda, sus ojos serios y decididos.
– ¿Estarás bien? -preguntó amablemente.
Ella parpadeó varias veces. ¿Por qué le estaba preguntando eso ahora?
– No podremos hablar una vez estemos dentro -explicó Turner.
Ella asintió, tratando de ignorar la sensación de desazón de su estómago. Algo no iba del todo bien.
Él se aclaró la garganta y tiró del cuello como si la corbata estuviese demasiado apretada. Se volvió a aclarar la garganta, y volvió a hacerlo una tercera vez.
– Me notificarás si surge alguna situación por la que debamos actuar con rapidez.
Miranda asintió una vez más, intentando discernir si aquello había sido una afirmación o una pregunta. Un poco de ambas, decidió. Y no estaba segura de por qué eso importaba.
Turner respiró hondo.
– Necesitaré algo de tiempo para pensar.
– ¿En qué? -preguntó, antes de tener la oportunidad de pensarlo mejor. ¿No debería ser todo simple ahora? ¿Qué quedaba por debatir?
– Sobre mí mismo, principalmente -dijo, con la voz ligeramente ronca, y quizás un poco distante-. Pero te veré dentro de poco, y lo arreglaré todo. No tienes de qué preocuparte.
Y entonces, puesto que Miranda estaba harta de esperar, y harta de ser tan malditamente conveniente, dejó escapar.
– ¿Vas a casarte conmigo?
Porque por Dios, era como si el hombre estuviese hablando a través de la niebla.
Él pareció sorprendido por la estridente pregunta de ella, pero aún así, dijo bruscamente.
– Por supuesto. -Y mientras Miranda esperaba el júbilo que sabía que debería sentir, él añadió-. Pero no veo razón para apurarnos a menos que se nos presente una razón de peso.
Ella asintió y tragó saliva. Un bebé. Quería casarse con ella sólo si había un bebé. Lo haría pasase lo que pasase, pero cuando a él le pareciese.
– Si nos casamos ahora mismo -dijo-, sería obvio que tenemos que hacerlo.
– Que tú tienes que hacerlo -musitó Miranda.
Él se inclinó hacia delante.
– ¿Umm?
– Nada. -Porque sería humillante volver a decirlo. Porque ya era humillante el haberlo dicho una vez.
– Deberías entrar -dijo él.
Asintió. Se estaba volviendo una experta en asentir.
Siempre un caballero, Turner inclinó la cabeza y cogió el brazo de Miranda. Entonces la condujo al salón y actuó como si no tuviese nada por lo que preocuparse.
3 DE JULIO DE 1819
Y después de que pasó eso, no volvió a dirigirme la palabra ni una sola vez.