No habría sido una exageración decir que Miranda había soñado con este momento durante años. Y en sus sueños, siempre parecía saber qué decir. Pero en la realidad, por lo visto, estaba lejos de ser elocuente, y no podía hacer otra cosa excepto mirarle fijamente, sin respiración -literalmente- pensó, literalmente sin respiración.
Gracioso, siempre había pensado que era una metáfora. Sin respiración.Sin respiración.
– Pensé que no -estaba diciendo él, y Miranda apenas le podía oír por encima de la carrera frenética de sus pensamientos. Debería echar a correr, pero estaba paralizada, y no debería hacer esto, pero lo deseaba, al menos pensó que en verdad lo había querido desde que tenía diez años y particularmente aún no sabía qué era lo que había estado queriendo y…
Y sus labios tocaron los de ella.
– Adorable -murmuró él, dándole una lluvia de besos delicados, seductores, a lo largo de la mejilla hasta que alcanzó la línea de la mandíbula.
Se sentía como en el cielo. Se sentía como nada que hubiera conocido. Sintió una agitación interior, una tensión extraña, enrollándose y desperezándose, y no estaba segura de lo que significaba, así es que estaba allí quieta, aceptando sus besos mientras él se movía por su cara, a lo largo de su pómulo, de regreso a sus labios.
– Abra la boca -le pidió, y ella lo hizo, porque él era Turner, y ella quería esto. ¿No lo había querido siempre?
Su lengua se sumergió adentro, y se sintió atraída más firmemente contra él. Sus dedos estaban exigiendo, y después su boca exigía, y entonces se dio cuenta de que estaba equivocada. Éste no era el momento con el que había estado soñando durante años. Él no la deseaba. No sabía por qué la besaba, pero no la deseaba. Y ciertamente no la amaba. No había ternura en este beso.
– Devuélvame el beso, maldita sea -gruñó él, y presionó sus labios contra los de ella con insistencia renovada. Fue duro, y estaba enfadado, y por primera vez en la noche, Miranda comenzó a sentirse asustada.
– No -trató de decir Miranda, pero su voz se perdió contra su boca. Su mano de alguna manera había encontrado sus nalgas, y la estaba apretando, presionándola hacia arriba contra él en la mayoría de los lugares íntimos. Y no entendía cómo podía haber buscado esto y no desearlo, cómo él le podía hacer sentir un cosquilleo y hacer que se asustase, cómo podía amarle y odiarle al mismo tiempo, en igual medida.
– No -dijo ella otra vez, interponiendo las manos entre ellos, las palmas contra su pecho-. ¡No!
Y entonces él se alejó con brusquedad, sin el más leve indicio de querer quedarse.
– Miranda Cheever -murmuró, con lo que realmente era un tono cansado-, ¿quién lo diría?
Ella le abofeteó.
Sus ojos se entrecerraron, pero él no dijo nada.
– ¿Por qué ha hecho eso? -le preguntó, su voz tranquila aunque el resto de ella temblaba.
– ¿Besarla? -Se encogió de hombros-. ¿Por qué no?
– No. -Se echó hacia atrás, horrorizada por la nota de dolor que detectó en su propia voz. Deseó estar furiosa. Estaba furiosa, pero quería que se le notase. Quería que él lo supiera-. No puede optar por la salida más fácil. Perdió ese privilegio.
Él se rió por lo bajo, el condenado, y dijo:
– Es tan divertida como una dominatrix.
– Basta -gritó Miranda. Él seguía hablando acerca de cosas que ella no entendía, y le odió por eso-. ¿Por qué me besó? Usted no me ama.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos. Estúpida,chica estúpida. ¿Por qué había dicho eso?
Pero él sólo sonrió.
– Me olvido de que sólo tiene diecinueve años y no se da cuenta de que el amor nunca es un requisito previo para un beso.
– No creo que yo le guste.
– Tonterías. Por supuesto que sí. -Parpadeó, como si tratara de recordar cuándo, exactamente, la había conocido-. Bien, ciertamente no me produce aversión.
– No soy Leticia -murmuró ella.
En medio segundo, una mano se había enrollado alrededor de la parte superior de su brazo, apretando casi al extremo del dolor.
– No mencione su nombre nunca más. ¿Me ha oído?
Miranda se quedó mirándolo fijamente, asombrada por la cruda ira que emanaba de sus ojos.
– Lo siento -dijo precipitadamente-. Por favor, déjeme ir.
Pero él no lo hizo. Aflojó el apretón, pero sólo ligeramente, y casi era como si viese a través de ella. A un fantasma. Al fantasma de Leticia.
– Suélteme, por favor -murmuró Miranda-. Me está lastimando.
Su expresión se suavizó, y dio un paso atrás.
– Lo siento -dijo. Miraba hacia otro lado, ¿a la ventana?, ¿al reloj?-. Mis disculpas -dijo bruscamente-. Por asaltarla. Por todo.
Miranda tragó saliva. Debería irse. Debería abofetearle otra vez y luego debería irse, pero se había comportado de forma miserable, y no podía perdonarse lo que había dicho.
– Siento que ella le hiciera tan infeliz.
Sus ojos volaron hacia los de Miranda.
– Los chismes viajan hasta llegar a las aulas, ¿es así?
– ¡No! -dijo Miranda rápidamente-. Es sólo que… puedo explicarlo.
– ¿Oh?
Miranda se mordisqueó el labio, preguntándose lo que debería decir. Hubo cotilleos en el aula. Pero además de eso, lo había visto por sí misma. Había estado tan enamorado en su boda. Sus ojos habían brillado con amor, y cuando miraba a Leticia, Miranda pudo prácticamente ver al mundo desaparecer. Era como si estuvieran en su propio pequeño universo, solamente ellos, y ella estuviese mirando desde el exterior.
Y la siguiente vez que le vio… había sido diferente.
– Miranda -la apremió.
Miró hacia arriba y dijo con delicadeza.
– Cualquiera podía darse cuenta de que su matrimonio le hacía infeliz.
– ¿Y cómo es eso? -Turner bajó la mirada hacia ella, y había algo tan urgente en sus ojos que Miranda sólo podía decirle la verdad.
– Acostumbraba a reír -dijo suavemente-. Solía reír, y sus ojos brillaban.
– ¿Y ahora?
– Ahora es frío y duro.
Él cerró los ojos, y por un momento Miranda pensó que estaba sufriendo. Pero al final le dirigió una mirada fija y penetrante, y una esquina de su boca se curvó hacia arriba en una parodia sardónica de sonrisa.
– Lo soy -cruzó los brazos y se apoyó insolentemente contra una librería-. Le ruego me diga, Señorita Cheever, ¿desde cuándo se ha vuelto tan perceptiva?
Miranda tragó saliva, luchando contra la decepción que ascendió por su garganta. Sus demonios habían ganado otra vez. Durante un momento, cuando sus ojos habían estado cerrados, casi pareció como si la hubiera oído. No sus palabras, sino el significado que había tras ellas.
– Siempre lo he sido -dijo Miranda-. Usted solía hacer comentarios al respecto cuando era pequeña.
– Esos grandes ojos marrones -dijo con una despiadada risa ahogada-. Siguiéndome a todas partes. ¿Cree que no me di cuenta de que estaba encaprichada conmigo?
Las lágrimas escocieron los ojos de Miranda. ¿Cómo podía ser tan cruel como para decir eso?
– Fue muy amable conmigo cuando era un niño -dijo suavemente.
– Supongo que lo fui. Pero de eso hace mucho tiempo.
– Nadie se da cuenta de eso más que yo.
No dijo nada, y Miranda tampoco. Y después finalmente…
– Váyase.
Su voz sonó ronca y dolida y llena de angustia.
Ella se fue.
Y esa noche no escribió nada en su diario.
La mañana siguiente Miranda se despertó con un objetivo claro. Quería ir a casa. Le traía sin cuidado perderse el desayuno, no le importaba si los cielos se abrían y tenía que avanzar con dificultad a través de la lluvia torrencial. Sencillamente no quería estar aquí, con él, en la misma casa, en la misma propiedad.
Era demasiado triste. Se había ido. El Turner que había conocido, el Turner que había adorado se había ido. Ella lo había sentido, por supuesto. Lo había sentido en sus visitas a casa. La primera vez habían sido sus ojos. La siguiente su boca, y las líneas blancas de cólera grabadas en las esquinas.
Lo había sentido, pero hasta ahora verdaderamente no se había permitido saberlo.
– Estás despierta.
Era Olivia, completamente vestida y luciendo encantadora, incluso con su negro de luto.
– Desafortunadamente -murmuró Miranda.
– ¿Qué dices?
Miranda abrió la boca, luego recordó que Olivia no iba a esperar para obtener una respuesta, ¿para qué gastar energía?
– Bien, date prisa -dijo Olivia-. Vístete, y enviaré a mi doncella para los toques finales. Es sin lugar a dudas mágica con el pelo.
Miranda se preguntó cuando se daría cuenta Olivia de que no había movido un solo músculo.
– Levántate, Miranda.
Miranda casi se puso de pie de un salto.
– Dios mío, Olivia. ¿Nadie te ha dicho que es de mala educación gritar en el oído de otro ser humano?
La cara de Olivia se asomó por encima de la suya, bastante cerca.
– No pareces muy humana esta mañana, a decir verdad.
Miranda se dio la vuelta.
– No me siento humana.
– Te sentirás mejor después del desayuno.
– No tengo hambre.
– Pero no te puedes perder el desayuno.
Miranda apretó los dientes. Tal vitalidad debe ser ilegal antes del mediodía.
– Miranda.
Miranda se puso una almohada encima de la cabeza.
– Si dices mi nombre una vez más, tendré que matarte.
– Pero tenemos trabajo que hacer.
Miranda hizo una pausa. ¿Acerca de qué diantres estaba hablando Livvy?
– ¿Trabajo? -repitió.
– Sí, trabajo -Olivia le arrancó la almohada y la lanzó al suelo-. He tenido la idea más maravillosa. Me sobrevino en un sueño.
– Estás bromeando.
– Muy bien, estoy bromeando, pero me vino esta mañana cuando estaba en la cama.
Olivia sonrió con un tipo de sonrisa más bien felina, realmente del tipo que significaba que había tenido un destello de genialidad o iba a destruir el mundo tal y como lo conocían. Y entonces Olivia esperó, se trataba de la primera vez que esperaba, y Miranda la premió con un…
– Muy bien, ¿cuál es?
– Tú.
– Yo.
– Y Winston.
Por un momento, Miranda no pudo hablar. Luego dijo.
– Estás loca.
Olivia se encogió de hombros y se recostó.
– O muy, muy inteligente. Piensa en ello, Miranda. Es perfecto.
Miranda no podía imaginarse el pensar en tener una relación con algún caballero en ese momento, mucho menos uno con el apellido Bevelstoke, aunque no fuera Turner.
– Le conoces bien, y estás en la edad -dijo Olivia, enumerando los motivos con los dedos.
Miranda negó con la cabeza y escapó hacia el otro lado de la cama.
Pero Olivia era ágil, y estuvo a su lado en cuestión de segundos.
– Tú realmente no quieres una temporada -continuó-. Lo has dicho en numerosas ocasiones. Y odias conversar con personas que no conoces.
Miranda trató de esquivarla escabulléndose hacia el guardarropa.
– Puesto que conoces aWinston, como ya he dicho, eso elimina la necesidad de conversar con desconocidos, y además -la cara sonriente de Olivia se hizo visible-, significa que seremos hermanas.
Miranda estaba inmóvil, sus dedos agarrando firmemente el vestido de día que había sacado del guardarropa.
– Eso sería encantador, Olivia -dijo, porque realmente, ¿qué otra cosa podía decir?
– ¡Oh, estoy emocionada de que estés de acuerdo! -Exclamó Olivia, y abrazó a Miranda-. Será maravilloso. Espléndido. Más que espléndido. Será perfecto.
Miranda se quedó quieta, preguntándose cómo diablos había logrado conseguir meterse a sí misma en tal enredo.
Olivia retrocedió, todavía radiante.
– Winston no tendrá la menor idea de lo que se le viene encima.
– ¿El propósito de esto es el de igualar o simplemente se trata de alguna manera de superar a tu hermano?
– Bien, ambos, por supuesto -admitió Olivia con franqueza. Soltó a Miranda y se dejó caer en una silla cercana-. ¿Tiene importancia?
Miranda abrió la boca, pero Olivia fue más rápida.
– Por supuesto que no -dijo-. Lo que importa es estar igualados, Miranda. Verdaderamente estoy sorprendida de no haber tenido estos serios pensamientos con anterioridad.
Como estaba detrás de Olivia, Miranda se dio el gusto de hacer una mueca. Por supuesto que a ella no le había dado por pensar seriamente. Había estado demasiado ocupada soñando con Turner.
– Y vi a Winston mirándote anoche.
– Sólo había cinco personas en la habitación, Olivia. Muy bien podía no estar mirándome a mí.
– Todo está en cómo -persistió Olivia-. Estaba como si nunca te hubiera visto antes.
Miranda comenzó a vestirse.
– Estoy convencida de que estás equivocada.
– No lo estoy. Date la vuelta, te abrocharé los botones. Nunca me equivoco acerca de estas cosas.
Miranda permaneció de pie pacientemente mientras Olivia le abrochaba el vestido. Y entonces se le ocurrió.
– ¿Cuándo has tenido la ocasión de saber que tienes razón? Estamos aquí enterradas en el campo. No es como si hubiésemos sido testigos de que alguien cayese enamorado.
– Por supuesto que lo somos. Están Billy Evans y…
– Tuvieron que casarse, Olivia. Lo sabes.
Olivia acabó de abrochar el último botón, movió las manos hacia los hombros de Miranda, y la volvió hasta que estuvieron cara a cara. Su expresión era de superioridad, incluso para Olivia.
– Sí, ¿pero porqué tuvieron que casarse? Porque se amaban.
– No recuerdo tus predicciones sobre el emparejamiento.
– Tonterías. Por supuesto que las hice. Tú estabas en Escocia. Y no pude decírtelo por carta, eso hubiera hecho que todo pareciera completamente sórdido.
Miranda no estaba segura de que ese fuera el caso, un embarazo imprevisto era un embarazo imprevisto. Ponerlo por escrito no iba a cambiar las cosas. Pero a pesar de todo, Olivia tenía algo de razón. Miranda iba a Escocia durante seis semanas cada año para visitar a sus abuelos maternos, y Billy Evans se casó mientras ella no estaba. Olivia había venido con el único argumento que ella no podía refutar.
– ¿Vamos a desayunar? -preguntó Miranda con desaliento. No había manera de evitar dejarse ver, y además, Turner había estado un tanto raro la noche anterior. Si hubiese justicia en el mundo, entonces estaría como una cuba en su cama con la cabeza palpitándole toda la mañana.
– No hasta que María te arregle el pelo -decidió Olivia-. No debemos dejar nada al azar. Ahora tu trabajo es estar maravillosa. Oh, no me mires fijamente. Eres más bonita de lo que piensas.
– Olivia…
– No, no, ha sido una mala elección de palabras. Tú no eres bonita. Yo soy bonita. Bonita y sosa. Tú tienes algo más.
– Una cara larga.
– La verdad es que no. No tanto como cuando eras pequeña, por lo menos.
Olivia ladeó la cabeza. Y no dijo nada.
Nada. Olivia.
– ¿Qué pasa? -preguntó Miranda con recelo.
– Creo que te has hecho mayor.
Era lo que había dicho Turner todos esos años atrás. Algún día te harás mayor, y serás tan hermosa como ahora inteligente. Miranda odió el recuerdo. Y realmente lo odió hasta el punto de querer gritar.
Olivia, viendo la emoción en sus ojos empañados, dijo abrazándola apretadamente.
– Oh, Miranda. Yo también te quiero. Seremos las mejores hermanas. No puedo esperar.
Cuando Miranda llegó a desayunar (exactamente treinta minutos enteros más tarde, juraría que nunca había tardado tanto en arreglarse el pelo, y después juró que nunca lo haría otra vez) el estómago le rugía.
– Buenos días, familia -dijo Olivia alegremente mientras cogía un plato del aparador-. ¿Dónde está Turner?
Miranda elevó una silenciosa oración de gracias por su ausencia.
– Todavía en la cama, imagino -contestó Lady Rudland-. El pobre. Ha sufrido una conmoción.
– Ha sido una semana terrible.
Nadie dijo nada. A ninguno de ellos les había gustado Leticia.
Olivia aprovechó el silencio.
– Correcto -dijo-. Bien, espero que no esté demasiado hambriento. Tampoco cenó con nosotros anoche.
– Olivia, su esposa acaba de morir -dijo Winston-. Con el cuello roto, nada menos. Te ruego un poco de benevolencia.
– Porque le quiero es el motivo de que esté preocupada por su bienestar -dijo Olivia, con la irritabilidad que reservaba sólo para su hermano gemelo-. No come.
– Pedí que subieran una bandeja a su habitación -dijo su madre, poniendo fin a la riña-. Buenos días, Miranda.
Miranda avanzó. Había estado ocupada mirando a Olivia y a Winston.
– Buenos días, Lady Rudland -dijo rápidamente-. Confío en que haya dormido bien.
– Tan bien como puede esperarse. -La condesa suspiró y tomó un sorbo de té-. Son tiempos duros. Pero debo agradecerte otra vez que hayas pasado aquí la noche. Sé que fue un consuelo para Olivia.
– Por supuesto -murmuró Miranda-. Me complace haber ayudado.
Siguió a Olivia hacia el aparador y se sirvió un plato de desayuno. Cuando regresó a la mesa, se encontró con que Olivia le había dejado un asiento al lado de Winston.
Se sentó y contempló a los Bevelstokes. Todos le estaban sonriendo, Lord y Lady Rudland de forma totalmente benevolente, Olivia con un indicio de astucia, y Winston…
– Buenos días, Miranda -dijo afectuosamente. Y sus ojos… tenían… ¿Interés?
¡Dios mío!, ¿Tendría razón Olivia? Había algo diferente en la forma en que la estaba mirando.
– Buenos días -dijo Miranda, completamente perturbada. Winston era casi su hermano, ¿no? De ninguna manera podía pensar que a ella le gustaba, y ella tampoco. Pero si él podía entonces, ¿ella podía? Y…
– ¿Tienes intención de quedarte en Haverbreaks toda la mañana? -le preguntó Winston-. Pensé que podríamos dar un paseo. ¿Quizá después del desayuno?
Dios querido. Olivia tenía razón.
Miranda sintió que sus labios se abrían con sorpresa.
– Yo, esto, no lo había decidido.
Olivia le dio una patada por debajo de la mesa.
– ¡Oh!
– ¿Se te ha atragantado la caballa? -preguntó la señora Rudland.
Miranda negó con la cabeza.
– Lo siento -dijo, aclarándose la voz-. Ehrm, creo que era una espina.
– Ése es el motivo por el que nunca tomo pescado en el desayuno -declaró Olivia.
– ¿Qué dices Miranda? -insistió Winston. Sonrió perezosamente, una obra maestra de inocencia, que seguramente había roto más de mil corazones-. ¿Damos un paseo a caballo?
Miranda apartó cuidadosamente sus piernas del alcance de Olivia y dijo.
– Me temo que no he traído traje de montar. -Era la verdad, y era realmente una lástima, porque comenzaba a pensar que una excursión con Winston era justo lo que necesitaba para desterrar a Turner de su mente.
– Puedes coger uno de los míos -dijo Olivia, sonriendo dulcemente por encima de su tostada-. Sólo te quedará un poquito grande.
– Entonces, está decidido -dijo Winston-. Será espléndido ponerse al día. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos la ocasión.
Miranda se encontró sonriendo. Era tan fácil estar con Winston, incluso ahora, cuando estaba confundida respecto a sus intenciones.
– Creo que han pasado varios años. Siempre estoy en Escocia cuando tú vuelves a casa de la escuela.
– Pero no hoy -anunció él felizmente. Se tomó el té, sonriéndole por encima de la taza, y Miranda sintió un choque por lo mucho que se parecía a Turner cuanto éste era más joven. Winston tenía ahora veinte años, exactamente uno más que Turner cuando ella se había enamorado de él.
Cuando se encontraron por primera vez, se corrigió. No se había enamorado de él. Simplemente pensó que lo estaba. Ahora tenía mejor criterio.
11 ABRIL DE 1819
Hoy disfruté de un espléndido paseo con Winston.Es muy parecido a su hermano, si su hermano fuese amable y considerado y todavía tuviese sentido del humor.
Turner no había dormido bien, pero no le asombró; ahora raramente dormía bien. Y ciertamente, por la mañana todavía estaba irritable y enfadado, sobre todo consigo mismo.
¿En qué diablos había estado pensando? Besando a Miranda Cheever. La chica era prácticamente su hermana pequeña. Había estado enfadado, y quizá un poco borracho, pero ésa no era excusa para tan mal comportamiento. Leticia había matado muchas cosas dentro de él, pero por Dios, todavía era un caballero. De otra manera, ¿qué le quedaba?
Ni siquiera la había deseado. No realmente. Sabía lo que era el deseo, conocía esa fuerza que retorcía las entrañas con la necesidad de poseer y reclamar, y lo qué había sentido por Miranda…
Bien, no sabía lo que era, pero no había sido eso.
Eran esos grandes ojos marrones suyos. Lo veían todo. Le desconcertaban. Siempre lo hicieron. Incluso cuando era una niña, había parecido increíblemente sabia. Cuando estuvo en el estudio de su padre, se había sentido expuesto, transparente. Era solamente una jovenzuela, apenas recién salida del aula, pero vio a través de él. La intrusión había sido exasperante, así es que había repartido golpes a diestro y siniestro del único modo que le había parecido apropiado entonces.
Excepto que nada podía haber sido menos apropiado.
Y ahora iba a tener que disculparse. Dios mío, pero el pensarlo era intolerable. Sería más fácil fingir que nunca había ocurrido y la ignoraría para el resto de su vida, pero eso claramente no lo iba a redimir, no si pretendía mantener relación con su hermana. Y además de eso, esperaba que le quedase algún jirón de decencia caballerosa.
Leticia había matado la mayor parte de la bondad e inocencia que había en él, pero seguramente tenía que quedarle algo dentro. Y cuando un caballero agraviaba a una dama, un caballero se disculpaba.
Cuando Turner bajó a desayunar, su familia se había ido, lo cual le satisfizo. Comió rápidamente y se tragó el café, tomándolo negro como penitencia y sin estremecerse cuando bajó, caliente y amargo por su garganta.
– ¿Desea algo más?
Turner contempló al lacayo, que permanecía inmóvil a su lado.
– No, ahora no.
El lacayo dio un paso atrás, pero no salió del cuarto, y Turner decidió en ese momento que era el momento de irse de Haverbreaks. Había demasiada gente aquí. Infiernos, su madre probablemente había dado instrucciones a todos los sirvientes para que le vigilasen de cerca.
Todavía con el ceño fruncido, apartó de un empujón su silla y caminó a grandes pasos saliendo hacia el vestíbulo. Avisaría a su ayuda de cámara de que se iban a toda prisa. Podrían irse en una hora. Todo lo que le restaba era encontrar a Miranda y lograr quitarse de encima ese enojoso asunto y una vez hecho volvería a esconderse en su propia casa y…
Risas.
Alzó la vista. Winston y Miranda acababan de entrar, las mejillas sonrosadas y lozanas a causa del aire fresco y el sol.
Turner arqueó una ceja y se paró, esperando a ver cuánto tiempo tardaban en advertir su presencia.
– Y así -estaba diciendo Miranda, claramente llegando al final de una historia-, fue cómo supe que Olivia no era de confianza con el chocolate.
Winston se rió, sus ojos examinándola calurosamente.
– Has cambiado, Miranda.
Ella se sonrojó bastante.
– No tanto. Sobre todo he crecido.
– Sí, tienes razón.
Turner pensó que posiblemente iba a atragantarse.
– ¿Pensaste que podrías irte a la escuela y encontrarme exactamente igual que cuando me dejaste?
Winston sonrió abiertamente.
– Algo así. Pero debo decir que estoy satisfecho con el resultado. -Él tocó su pelo, que había sido enrollado en un pulcro moño-. Supongo que no le volveré a dar ningún tirón.
Miranda se sonrojó otra vez y, de verdad, esto simplemente no podía tolerarse.
– Buenos días -dijo Turner hablando alto, sin molestarse en moverse de su lugar en el vestíbulo.
– Creo que ya es la tarde -contestó Winston.
– Para quién no está acostumbrado, quizás -dijo Turner con una sonrisa medio burlona.
– ¿En Londres la mañana dura hasta las dos? -preguntó Miranda serenamente.
– Sólo si la noche anterior resultó decepcionante.
– Turner -dijo Winston con reproche.
Turner se encogió de hombros.
– Necesito hablar con la Señorita Cheever -dijo, sin molestarse en mirar a su hermano. Los labios de Miranda se separaron por la sorpresa, supuso Turner, y quizás también con un poco de enfado.
– Me parece que eso depende de Miranda -dijo Winston.
Turner mantuvo los ojos en Miranda.
– Infórmeme cuando esté lista para regresar a casa. La acompañaré.
La boca de Winston se abrió con consternación.
– Mira -dijo rígidamente-. Es una dama, y harías bien en ofrecerle la cortesía de pedirle permiso.
Turner se volvió hacia su hermano e hizo una pausa, quedándose con la mirada fija hasta que el más joven se sintió avergonzado. Turner miró de nuevo a Miranda y dijo nuevamente.
– La acompañaré a casa.
– Tengo…
Él la cortó con una mirada penetrante, y Miranda accedió con un asentimiento de cabeza.
– Por supuesto, milord -dijo, las esquinas de su boca inusualmente apretadas. Se volvió hacia Winston-. Turner tiene que analizar un manuscrito iluminado con mi padre. Se me había olvidado completamente.
Inteligente Miranda. Turner casi sonrió.
– ¿Turner? -dijo Winston dudando- ¿Un manuscrito iluminado?
– Es mi nueva pasión -dijo Turner suavemente.
Winston miró de Turner a Miranda y vuelta a empezar, después finalmente se rindió con una rígida inclinación de cabeza.
– Muy bien -dijo-. Ha sido un placer, Miranda.
– Ciertamente -dijo ella, y por su tono, Turner supo que no mintió.
Turner no abandonó su posición entre los dos jóvenes enamorados, y Winston le lanzó una mirada irritada, después se giró hacia Miranda diciendo.
– ¿Te veré otra vez antes de que regrese a Oxford?.
– Espero que sí. No tengo planes en firme para los próximos días, y…
Turner bostezó.
Miranda se aclaró la voz.
– Estoy segura de que podemos hacer planes. Quizá Olivia y tú podáis venir a tomar el té.
– Me agradaría mucho.
Turner consiguió proclamar su aburrimiento con el aspecto de sus uñas, las cuales inspeccionó con una significativa falta de interés.
– O si Olivia no puede hacer una visita -continuó Miranda, con la voz impresionantemente acerada-, quizás puedas venir tú.
Los ojos de Winston se agrandaron cálidos y con interés.
– Estaría encantado -murmuró, inclinándose sobre la mano de Miranda.
– ¿Está preparada? -Ladró Turner.
Miranda no movió ni un músculo cuando dijo con un esfuerzo:
– No.
– Bien, apresúrese entonces, no tengo todo el día.
Winston se volvió hacia él con incredulidad.
– ¿Qué pasa contigo?
Fue una buena pregunta. Quince minutos antes, su única meta era escapar de la casa de sus padres a toda prisa, y ahora estaba insistiendo todo el tiempo en escoltar a Miranda a casa.
Muy bien, él había insistido, pero tenía sus razones.
– Estoy bastante bien -dijo Turner dándose la vuelta-. Mejor que cómo lo he estado en años. Desde 1816, para ser preciso.
Winston con incomodidad cambió su peso de un pie al otro, y Miranda se movió disgustada. 1816 fue, todos lo sabían, el año del matrimonio de Turner.
– Junio -agregó, con un toque perverso.
– ¿Perdón? -dijo Winston con rigidez.
– Junio. Junio de 1816. -Y entonces Turner les sonrió a ambos, una sonrisa claramente falsa, la clase de sonrisa de autosatisfacción. Se volvió hacia Miranda-. La esperaré en el vestíbulo delantero. No se retrase.