A la mañana siguiente, Turner posó un suave beso en la frente de su esposa.
– ¿Estás segura que estarás bien sin mí?
Miranda tragó y asintió, conteniendo las lágrimas que había prometido no derramar. El cielo todavía estaba oscuro, pero Turner había querido partir temprano a Londres. Ella se estaba sentando en la cama, sus manos descansando en su vientre mientras lo miraba vestirse.
– Tu ayudante de cámara va a tener un ataque de apoplejía -dijo, tratando de bromear con él-. Sabes que piensa que no sabes como vestirte apropiadamente.
Vestido sólo con unos pantalones, Turner caminó a su lado y se sentó en el borde de la cama.
– ¿Estás segura que no te importa que me vaya?
– Claro que me importa. Preferiría tenerte aquí. -Una sonrisa tambaleante tocó su cara-. Pero estaré bien. Y probablemente adelantaré más trabajo sin ti aquí distrayéndome.
– ¿Oh? ¿Y soy tan molesto?
– Mucho. Aunque -sonrió avergonzada- no puedo ser “distraída” mucho últimamente.
– Mmm. Triste, pero cierto. Yo, desafortunadamente, estoy distraído todo el tiempo. -Ahuecó su barbilla con sus dedos y bajó los labios hacia los suyos en un apasionado y tierno beso-. Cada vez que te veo -murmuró.
– ¿Cada vez? -preguntó ella dudosamente.
Le dio un solemne asentimiento.
– Pero parezco una vaca.
– Mmm-hmm, -Sus labios nunca dejaron los suyos-. Pero una vaca muy atractiva.
– ¡Desgraciado! -Lo empujó y golpeó juguetonamente en el hombro.
Él sonrió malvadamente en respuesta.
– Parece ser que este viaje a Londres va a ser beneficioso para mi salud. O por lo menos para mi cuerpo. Soy afortunado de no magullarme fácilmente.
Ella hizo un puchero y sacó la lengua.
Él chasqueó la suya antes de levantarse y cruzar la habitación.
– Veo que la maternidad no ha traído madurez consigo.
Su almohada cruzó la habitación.
Turner estuvo de vuelta a su lado en un instante, su cuerpo extendido en la cama a lo largo del de ella.
– Tal vez debería quedarme, sólo para tener rienda firme sobre ti.
– Tal vez deberías.
La besó de nuevo, esta vez apenas reservando pasión y emoción.
– Te he dicho -murmuró mientras sus labios exploraban los suaves planos de su cara-, ¿cuánto adoro estar casado contigo?
– Hoy no.
– Es temprano todavía. Sin duda puedes disculpar mi descuido. -Capturó el lóbulo de su oreja entre sus dientes-. Ciertamente te lo dije ayer.
Y el día anterior, pensó Miranda agridulcemente. Y el día anterior a ese también, pero nunca le había dicho que la amaba. ¿Por qué siempre era “Amo estar contigo” y “Amo hacer cosas contigo” y nunca “Te amo”?. Parecía que no podía ser capaz de decir, “Te adoro”. “Adoro estar casado contigo”, era obviamente más seguro.
Turner captó la melancólica mirada en sus ojos.
– ¿Hay algo mal, gatita?
– No, no -mintió-. Nada. Es sólo… te voy a extrañar, eso es todo.
– Yo también te voy a extrañar. -La besó una última vez y luego se levantó y se puso la camisa.
Miranda lo observó mientras se movía por el cuarto, reuniendo sus pertenencias. Sus manos se apretaron bajo los cobertores, enroscando las sábanas en espirales de rabia. No iba a decir nada a menos que ella lo hiciera primero. ¿Y por qué debería él? Obviamente estaba perfectamente contento con las cosas como estaban. Iba a tener que forzar el asunto, pero estaba tan asustada, tan asustada de que no la arrastrara a sus brazos y le dijera que sólo había estado esperando a que le dijera que lo amaba otra vez. Pero sobre todo, estaba aterrorizada de que tragara incómodo y dijera algo que comenzara con: “Sabes cuanto me gustas Miranda…”
Ese pensamiento fue tan helado que tembló, su respiración tomando un suspiro temeroso.
– ¿Estás segura de que te sientes bien? -preguntó Turner en un tono de voz preocupado.
Cuan fácil sería mentirle. Sólo unas pocas palabras y se quedaría a su lado, sosteniéndola cariñosamente por la noche y besándola tan tiernamente que casi podía creer que la amaba. Pero si había una cosa que necesitaban entre ellos, era la verdad, así que sólo asintió.
– Estoy bien Turner, en serio. Fue sólo una clase de despertar tembloroso. Mi cuerpo todavía está dormido, supongo.
– Como debería estar el resto. No quiero que te sobrecargues mientras no estoy. Saldrás de cuentas en menos de dos meses.
Ella sonrió irónicamente.
– Un hecho que es poco probable que olvide.
– Bien. Tienes a mi bebé ahí, después de todo. -Turner se colocó su abrigo y se inclinó para darle un beso de despedida.
– Es mi bebé, también.
– Mmm, lo sé. -Se enderezó disponiéndose a marcharse-. Eso es por lo que la amo ya tanto.
– ¡Turner!
Él se volteó. Su voz sonó extraña, casi temerosa.
– ¿Qué sucede, Miranda?
– Sólo quería decirte… eso es, quería que supieras…
– ¿Qué sucede, Miranda?
– Sólo quería que supieras que te amo. -Las palabras explotaron de su boca en una prisa brusca, como si estuviera temerosa de que si bajaba la velocidad perdiera el coraje.
Él se congeló, y se sintió como si su cuerpo no fuera el suyo. Había estado esperando por esto. ¿No era así? ¿No era una buena cosa? ¿No quería su amor?
Sus ojos se encontraron con los de ella, y pudo escuchar lo que estaba pensando…
No rompas mi corazón, Turner. Por favor no lo rompas.
Los labios de Turner se separaron. Se había estando diciendo a sí mismo desde los últimos meses que quería que ella lo dijera otra vez, pero ahora que lo había hecho, se sintió como si una soga se apretara alrededor de su cuello. No podía respirar. No podía pensar. Y ciertamente no podía ver bien porque todo lo que podía ver eran esos grandes ojos marrones, y lucían tan desesperados.
– Miranda, yo… -se atragantó con sus palabras. ¿Por qué no podía decirlo? ¿No lo sentía así? ¿Por qué era tan difícil?
– No, Turner -dijo con voz temblorosa-. No digas nada. Sólo olvídalo.
Algo dio tumbos en su garganta, pero se las arregló para decir.
– Sabes cuánto cariño siento por ti.
– Pásalo bien en Londres.
Su voz era plana, extraordinariamente, y supo que no podía dejarla así.
– Miranda, por favor.
– ¡No me hables! -gritó-. ¡No quiero oír tus excusas, y no quiero oír tus trivialidades! ¡No quiero oír nada!
Excepto te amo.
Las palabras no dichas colgaban en el aire entre ellos. Turner pudo sentirlas deslizándose lejos y más lejos de él, y se sentía impotente para detener esta grieta que se abría entre ellos. Sabía lo que tenía que hacer, y no debería ser difícil. Eran sólo tres pequeñas palabras, por Dios. Y quería decirlas. Pero estaba parado al borde de algo, y no podía dar ese último paso adelante.
No era racional. No tenía sentido. No sabía si estaba asustado de amarla o de que ella lo amara. No sabía si estaba asustado. Tal vez sólo estaba muerto por dentro, su corazón demasiado golpeado por su primer matrimonio para comportarse de una forma lógica y normal.
– Cariño -comenzó, tratando de pensar en algo que la hiciera feliz de nuevo. O si no era posible, por lo menos que se llevase algo de la devastación de sus ojos.
– No me llames así -dijo en una voz tan baja que casi no pudo oírla-. Llámame por mi nombre.
Quería gritar. Quiso chillar. Quería sacudirla por los hombros y hacerla entender que él no entendía. Pero no sabía cómo hacer ninguna de esas cosas, así que sólo asintió y dijo:
– Te veré entonces en unas pocas semanas.
Ella asintió. Una vez. Y luego miró a lo lejos.
– Espero que sí.
– Adiós -dijo suavemente, y cerró la puerta detrás de él.
– Hay mucho que puedes hacer con el verde -dijo Olivia mientras apuntaba a las cortinas deshilachadas en el salón oeste-. Y siempre te has visto bien en verde.
– No voy a vestirme con las cortinas -replicó Miranda.
– Lo sé, pero uno quiere lucir lo mejor posible en su salón de dibujo, ¿no crees?
– Supongo que sí-respondió Miranda, molestando a Olivia por su afectado discurso.
– Oh, basta. Si no quieres mi consejo no deberías haberme invitado. -Los labios de Olivia se curvaron en una sonrisa ingenua-. Pero me alegro tanto que lo hicieras. Te he extrañado terriblemente, Miranda. Haverbreaks es terriblemente aburrido en invierno. Fiona Bennet no deja de llamarme.
– Una horrible circunstancia -concordó Miranda.
– Estuve tentada de aceptar sus invitaciones por puro aburrimiento.
– Oh, no lo hagas.
– No estás todavía rencorosa por el incidente de la cinta en mi décimo cumpleaños, ¿verdad?
Miranda sostuvo su pulgar e índice apartados por cerca de medio centímetro.
– Sólo un poco así.
– Dios, déjalo ir. Después de todo, conseguiste a Turner. Y justo debajo de nuestras narices. -Olivia todavía estaba ligeramente disgustada de que su hermano y su mejor amiga se hubieran estado cortejando sin su conocimiento-. Aunque debo decir, es una bestialidad por parte de él marcharse a Londres y dejarte aquí sola.
Miranda sonrió forzadamente mientras manoseaba la tela de su falda.
– No es tan malo -murmuró.
– Pero tu tiempo está tan cercano -protestó Olivia-. No debería haberte dejado sola.
– No debería -dijo Miranda firmemente, tratando de cambiar el tema-. Tú estás aquí, ¿no es así?
– Sí, sí, y me quedaría para el nacimiento si pudiera, pero mamá dice que no es apropiado para una dama no casada.
– No puedo pensar en nada más apropiado -replicó Miranda-. No es como si no fueras a estar en esta misma situación en unos años.
– Requiero de un esposo primero -le recordó Olivia.
– No veo ningún problema con eso. ¿Cuantas ofertas recibiste este año? ¿Seis?
– Ocho.
– Entonces no te quejes.
– No lo estoy, es sólo… Oh, olvídalo, ella dice que debo quedarme en Rosedale. Sólo que no me está permitido quedarme contigo.
– Las cortinas -le recordó Miranda.
– Sí, claro -dijo Olivia enérgicamente, otra vez de vuelta a los negocios-. Si tapizamos en verde, las cortinas pueden ser un color que contraste. Tal vez un color secundario de la fábrica de tapicería.
Miranda asintió y sonrió cuando era apropiado, pero su mente estaba lejos. En Londres para ser exactos. Su esposo importunaba sus pensamientos cada segundo del día. Hablaba de un asunto con el ama de llaves cuando su sonrisa bailaba ante sus ojos. No podía terminar el libro que estaba leyendo porque el sonido de su risa seguía flotando en sus oídos. En la noche, cuando estaba casi dormida, el suave toque de pluma de su beso jugaba con sus labios hasta que ella ansiaba su caliente cuerpo al lado suyo.
– ¿Miranda? ¡Miranda!
Miranda oyó a Olivia repetir su nombre impacientemente.
– ¿Qué? Oh lo siento, Livvy. Mi mente estaba a kilómetros de distancia.
– Lo sé. Raramente pareces estar en Rosedale estos días.
Miranda fingió un sentido suspiro.
– Es el bebé, imagino. Me pone sentimental. -En otros dos meses, pensó tristemente, no iba a poder culpar de sus momentáneos lapsos de razón al bebé y entonces, ¿qué iba a hacer? Sonrió suavemente a Olivia-. ¿Qué querías decirme?
– Iba simplemente a decir que si no te gusta el verde, quizás podríamos rehacer el cuarto en un color rosa grisáceo. Podrías llamarlo el cuarto rosa. Lo cual cuadraría con Rosedale [2].
– ¿No crees que sería demasiado femenino? -Preguntó Miranda-. Turner usa también un poco este cuarto.
– Hmm. Eso es un problema.
Miranda ni siquiera se dio cuenta de que estaba apretando los puños hasta que las uñas se clavaron en sus palmas. Gracioso, como si la mera mención de su nombre pudiera molestarla.
– Por otro lado -dijo, sus ojos entrecerrándose peligrosamente-. Siempre me ha gustado el rosa grisáceo. Hagámoslo.
– ¿Estás segura? -Ahora Olivia dudaba-. Turner…
– Olvida a Turner -Miranda lo dijo con suficiente vehemencia para hacer que Olivia levantara las cejas-. Si él quisiera decir algo de la decoración, no debería haberse ido a Londres.
– No deberías exaltarte -dijo Olivia pacíficamente-. Estoy segura de que él te extraña mucho.
– Tonterías. Probablemente no ha pensado en mí para nada.
Ella lo estaba atormentando.
Turner había pensado, después de cuatro interminables días en un carruaje cerrado, que podría apartar a Miranda de sus pensamientos cuando llegara a Londres y a todas sus distracciones.
Pero estaba equivocado.
Su última conversación se reproducía en su mente, una y otra y otra vez, pero cada vez que Turner trataba de cambiar sus líneas, de pretender que había dicho algo más, que había pensado en algo más que decir, toda la cuestión desaparecía. El recuerdo se disolvía y todo lo que le quedaba eran sus ojos, grandes y marrones y planos de dolor.
Era una emoción poco familiar, la culpa. Quemaba y hormigueaba, y lo agarró por la garganta. La rabia era mucho, mucho más fácil. La rabia era limpia. Era precisa. Y nunca era acerca de él.
Había sido acerca de Leticia. Había sido acerca de sus muchos hombres. Pero nunca había sido acerca de él.
Pero esto… esto era algo más. Y no había forma de que pudiera vivir así. Podían ser felices otra vez, ¿no? Él ciertamente había sido feliz antes. Ella también. Podía quejarse acerca de los sentimientos de él, pero sabía que había sido feliz.
Y ella sería feliz de nuevo, prometió. Una vez que Miranda aceptara que a él le importaba en cada forma que conocía, podrían volver a la confortable existencia que se habían forjado desde su matrimonio. Tendría al bebé. Serían una familia. Él le haría el amor con sus manos y sus labios, con todo menos con palabras.
La había ganado antes. Podría hacerlo otra vez.
Dos semanas después, Miranda estaba sentada en su nuevo salón rosa tratando de leer un libro pero pasando mucho más tiempo mirando por la ventana. Turner le había dicho que llegaría en los próximos días, y ella no podía controlar el correr de su corazón cada vez que escuchaba un sonido que sonaba como un carruaje subiendo por la entrada.
El sol se había deslizado bajo el horizonte antes de que se diera cuenta de que no había volteado una sola página de su libro. Un preocupado sirviente le había traído la cena que había olvidado pedir, y Miranda apenas había terminado su plato de sopa antes de quedarse dormida en el sofá.
Unas horas después, el carruaje por el cual había estado esperando tan diligentemente hizo un alto delante de la casa, y Turner, cansado del viaje aunque ansioso de ver a su esposa, saltó afuera. Alcanzó uno de sus bolsos y retiró un paquete casi envuelto, dejando el resto de su equipaje en el vehículo para que el lacayo lo trajera. Miró a la casa y notó que no había luz en su habitación. Esperaba que Miranda no estuviera ya dormida, no tenía corazón para despertarla, pero realmente quería hablar con ella esa noche y tratar de compensarla.
Pateó el suelo en los escalones delanteros, tratando de desalojar algo del barro de sus botas. El mayordomo, que había estado esperándolo casi tanto tiempo como Miranda, abrió la puerta antes de que Turner pudiera tocar.
– Buenas noches, Brearley -dijo Turner afablemente.
– ¿Puedo ser el primero en darle la bienvenida, mi señor?
– Gracias. ¿Está mi esposa todavía despierta?
– Creo que está en el salón rosa, mi señor. Leyendo, creo.
Turner encogió su abrigo.
– Ciertamente le gusta hacer eso.
– Somos afortunados de tener una dama tan educada -agregó Brearley.
Turner parpadeó.
– No tenemos un salón rosa, Brearley.
– Lo tenemos ahora, mi señor. En el anterior salón oeste.
– ¿Oh? Así que lo decoró. Bueno, bien por ella. Quiero que piense en este lugar como su hogar.
– Como todos nosotros, mi señor.
Turner sonrió. Miranda había despertado una fiera lealtad entre el personal de la casa. Las criadas positivamente la adoraban.
– Voy a sorprenderla ahora. -Anduvo a zancadas a través del pasillo delantero, girando a la derecha hasta que alcanzó lo que solía ser el salón oeste. La puerta estaba ligeramente entornada, y Turner podía ver el parpadeo de una vela. Tonta mujer. Debería saber que necesitaba más de una vela para leer.
Empujó la puerta unos centímetros más y asomó la cabeza. Miranda estaba acostada en el sofá, su boca suave y ligeramente abierta mientras dormía. Un libro estaba sobre su vientre, y una comida medio terminada estaba en la mesa cerca de ella. Se veía tan adorablemente inocente, su corazón dolía. La había extrañado en su viaje, había pensado en ella, y su desfavorable partida, casi cada minuto de cada día. Pero no había pensado que se había dado cuenta de cuan profundo y elemental había sido su deseo hasta ese justo momento, cuando la vio de nuevo, sus ojos cerrados, su pecho subiendo y bajando suavemente en sueños.
Se había dicho a sí mismo que no la despertaría, pero eso, razonó, fue cuando pensó que estaría en la habitación. Iba a tener que ser despertaba para ir arriba a la cama, así que podría ser él quien lo hiciera.
Caminó hasta el sofá, empujó la cena a un lado, y la puso arriba de la mesa, dejando su paquete descansar en su regazo.
– Despierta, cari… -se detuvo, tardíamente recordando como le había ordenado que no usara más nombres cariñosos. Tocó su hombro-. Despierta, Miranda.
Ella parpadeó.
– ¿Turner? -su voz sonaba aturdida.
– Hola, gatita. -Que lo colgaran si no quería que la llamara así. Si quería usar un sobrenombre, lo haría.
– Yo casi… -Bostezó-. Casi desisto de esperarte.
– Te dije que llegaría hoy.
– Pero los caminos…
– No estaban tan mal. -Le sonrió a ella. Su mente adormilada no había recordado todavía que estaba molesta con él, y no veía ninguna razón para recordárselo. Tocó su mejilla-. Te extrañé.
Miranda bostezó otra vez.
– ¿Lo hiciste?
– Mucho. -Hizo una pausa-. ¿Me extrañaste?
– Yo… sí. -Mentir no tenía propósito, entendió. Él ya sabía que lo amaba-. ¿Lo pasaste bien en Londres? -preguntó educadamente.
– Preferiría que hubieses estado conmigo -replicó, y sonó demasiado moderado, como si sus oraciones estuviesen cuidadosamente escogidas para no ofender. Y luego en la misma voz educada-. ¿Lo pasaste bien mientras no estuve?
– Olivia vino por un par de días.
– ¿En serio?
Miranda asintió. Y luego dijo:
– Aparte de eso, sin embargo, tuve mucho tiempo para pensar.
Hubo un largo silencio, y luego:
– Ya veo.
Ella miró mientras dejaba el paquete, se paraba y luego caminaba adonde la solitaria vela estaba consumiéndose.
– Está un poco oscuro aquí -dijo, pero había algo afectado acerca de ello, y ella deseaba poder ver su cara mientras levantaba la vela y usaba su luz para iluminar más.
– Me dormí mientras todavía estaba el crepúsculo -le dijo, porque… bueno, porque parecía haber un cierto acuerdo tácito entre ellos para mantener todo esto cordial, cuidadosa y civilizadamente y todo lo demás que significaba que evitaban algo real.
– ¿En serio? -replicó-. Anochece más temprano ahora. Debes haber estado muy cansada.
– Es agotador cargar a una persona extra con uno.
Él sonrió. Finalmente.
– No será por mucho tiempo.
– No, pero quiero que este último mes sea lo más placentero posible.
Las palabras colgaron en el aire. Ella no las había querido decir inocentemente, y él no las malinterpretó.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó, cada palabra tan suave y precisa que ella no pudo perder su seria intención.
– Quiero decir… -Tragó nerviosamente, deseando estar levantada con las manos en sus caderas, o los brazos cruzados, o algo, menos esta posición completamente vulnerable acostada en el sofá-. Significa que no puedo continuar como estábamos antes.
– Pensaba que éramos felices -dijo con cautela.
– Lo éramos. Yo lo era. Quiero decir… pero no lo era.
– Lo eras o no lo eras, gatita. Uno o lo otro.
– Ambos -dijo, odiando el tono falto de carácter de su voz-. ¿No lo entiendes? -Y luego lo miró-. No, veo que no.
– No entiendo qué quieres que haga -dijo rotundamente. Pero ambos sabían que estaba mintiendo.
– Necesito saber en donde me encuentro contigo, Turner.
– ¿En dónde te encuentras conmigo? -preguntó con voz dudosa-. ¿En dónde te encuentras conmigo? Maldita sea, mujer. Eres mi esposa. ¿Qué más necesitas saber?
– ¡Necesito saber que me amas! -explotó, poniéndose en pie con torpeza. Él no replicó, sólo se paró allí con un músculo retorciéndose en su mejilla, entonces ella añadió-. O necesito saber que no lo haces.
– ¿Qué demonios significa eso?
– Significa que quiero saber qué sientes, Turner. Necesito saber qué sientes por mí. Si no… si no… -Ella apretó sus cerrados ojos y retorció sus manos, tratando de entender exactamente qué era lo que quería decir-. No importa si no te preocupa -dijo finalmente-. Pero debo saber.
– ¿De qué diablos estás hablando? -Arrastró sus dedos furiosamente por su cabello-. Cada minuto del día te digo que te adoro.
– No me dices que me adoras. Me dices que adoras estar casado conmigo.
– ¿Cuál es la diferencia? -casi gritó.
– Tal vez sólo adoras estar casado.
– ¿Después de Leticia? -escupió.
– Lo siento -dijo, porque lo sentía. Por eso. Pero no por el resto-. Hay una diferencia -dijo en una voz baja-. Una grande. Quiero saber si te importo, no sólo por la forma en la que te hago sentir.
Él descansó sus manos en el alfeizar, inclinándose pesadamente mientras miraba por la ventana. Ella sólo podía ver su espalda, pero lo oyó decir claramente:
– No sé que estás hablando.
– No quieres saberlo -explotó-. Tienes miedo de pensar en ello. Tu…
Turner se giró y la calló con una mirada que era tan dura como ninguna que alguna vez hubiera visto. Incluso esa noche cuando la besó por primera vez, cuando estaba sentado solo, emborrachándose después de sepultar a Leticia, no se había visto así.
Anduvo hacia ella, con movimientos lentos e hirviendo de rabia.
– No soy un esposo dominante, pero mi indulgencia no se extiende a ser llamado cobarde. Escoge tus palabras con gran cuidado, esposa.
– Y tú puedes elegir tus actitudes con mayor cuidado -respondió, su bajo tono se deslizó a lo largo de su espalda-. No soy una pequeña y tonta-su cuerpo entero tembló mientras luchaba por las palabras- cosa que puedes tratar como si me faltara cerebro.
– Oh, por el amor de Dios, Miranda. ¿Cuándo te he tratado así? ¿Cuándo? Dime, porque estoy condenadamente curioso.
Miranda tartamudeó, incapaz de hacer frente a su desafío. Finalmente dijo:
– No me gusta que me hablen en tono arrogante, Turner.
– Entonces no me provoques -su expresión estaba peligrosamente cerca de la mofa.
– ¿Que no te provoque? -estalló incrédulamente, avanzando hacia él-. ¡Tú no me provoques!
– No he hecho una maldita cosa, Miranda. Un minuto pensé que éramos dichosamente felices y al próximo vienes a mí hecha una furia, acusándome de Dios sabe qué horrible crimen, y…
Se detuvo cuando sintió los dedos de ella frenéticamente clavados en sus brazos.
– ¿Pensabas que éramos dichosamente felices? -susurró
Por un momento, cuando la miró era casi como si estuviera meramente sorprendida.
– Por supuesto que sí -dijo-. Te lo digo todo el tiempo. -Pero luego se dio a sí mismo una sacudida, puso los ojos en blancos y la empujó lejos-. Oh, lo olvidaba. Todo lo que he hecho, todo lo que he dicho… nada ha importado. No quieres saber que soy feliz contigo. No te importa si me gusta estar contigo. Solamente quieres saber como me siento.
Y luego, porque ella no podía evitar no decirlo, susurró:
– ¿Cómo te sientes acerca de mí?
Fue como si lo hubiera reventado con un alfiler. Había sido todo movimiento y energía, las palabras derramándose en tono burlón de su boca, y ahora… Ahora sólo se quedó allí, sin hacer un ruido, sólo contemplándola como si hubiera liberado a Medusa en su sala.
– Miranda, yo… yo…
– ¿Tú qué Turner? ¿Tú qué?
– Yo… Oh, Cristo, Miranda, esto no es justo.
– No puedes decirlo. -Sus ojos se llenaron de horror. Hasta ese momento había conservado la esperanza de que él simplemente lo soltara, que tal vez sólo estaba pensando muy duramente acerca de ello, y cuando el momento fuera correcto y sus pasiones fueran altas, las palabras se derramarían de sus labios, y se daría cuenta de que la amaba-.Dios -suspiró Miranda. La pequeña parte de su corazón que siempre había creído que la amaría se marchitó y murió en el espacio de un segundo, destrozando la mayoría de su alma con ella-.Dios -dijo otra vez-. No puedes decirlo.
Turner vio el vacío en sus ojos y supo que la había perdido.
– No quiero herirte -dijo débilmente.
– Es demasiado tarde. -Sus palabras se agarraron a su garganta, y caminó lentamente a la puerta.
– ¡Espera!
Se detuvo y se dio la vuelta.
Él la alcanzó y levantó el paquete que había traído consigo.
– Toma -dijo, embotado y llano-. Te traje esto.
Miranda tomó el paquete de su mano, contemplando su espalda mientras salía a zancadas del cuarto. Con manos temblorosas, lo desenvolvió. Le Morte d’Arthur. La misma copia que había deseado tan fervientemente de la librería de caballeros.
– Oh, Turner -susurró-. ¿Por qué tenías que ir y hacer algo tan dulce? ¿Por qué no puedes solamente dejarme odiarte?
Muchas horas después, cuando limpió el libro con su pañuelo, se encontró a sí misma esperando que sus saladas lágrimas no hubiesen arruinado permanentemente la cubierta de cuero.
7 DE JUNIO DE 1820
Lady Rudland y Olivia llegaron hoy para esperar el nacimiento del “heredero”, como todo el clan Bevelstoke lo llama. El doctor no parece pensar que voy a tenerlo hasta dentro de un mes, pero Lady Rudland dijo que no quería ningún riesgo.
Estoy segura que han notado que Turner y yo no compartimos más la habitación. Es poco común, por supuesto, para las parejas casadas que compartan habitación, pero la última vez que estuvieron aquí lo hacíamos, y estoy segura que se preguntan acerca de la separación. Han pasado dos semanas ya desde que mudé mis pertenencias.
Mi cama está llena de corrientes y fría. Lo odio.
No estoy ni siquiera emocionada por el nacimiento del niño.