Luca despertó con solo un pensamiento: había ganado; otra vez, como siempre. Ella había intentado dejarlo y no había podido. Volvía a pertenecerle, como había planeado, y ahora no habría nada en su camino hacia un futuro juntos. Se dio la vuelta para tocarla, para ver en sus ojos el reconocimiento de que eran el uno del otro. No estaba. Escuchó el ruido de la ducha, pero no salía más que silencio del baño. No estaba su ropa. Se había ido.
Llamó a su habitación pero no contestaron al teléfono. No importaba, pensó que se habría ido a dar una vuelta para meditar en lo que acababa de ocurrir, que estaría planeando su futuro juntos. Se decía todo esto mientras su cabeza luchaba con todas sus fuerzas por alejar todos los miedos.
La llamó al móvil, pero estaba apagado. Entonces lo intentó con Nigel Haleworth.
– Nigel, siento llamarte tan temprano, pero necesito contactar con la señora Hanley y no parece estar en su habitación. ¿Sabes cuándo volverá?
– Tiene gracia que preguntes eso. Acabo de colgar con ella; dice que no va a volver.
– Claro que va a volver, me… -se tuvo que parar para no soltar una indiscreción «me acaba de dar la mejor noche de mi vida», que sustituyó-. Tiene aquí su trabajo.
– Ya no, por lo que se ve. Ha presentado la dimisión y se ha marchado. Lo cual es bastante inconveniente. Me podía haber avisado antes, en lugar de sencillamente recoger sus cosas y largarse.
– ¿Y dónde está?
– No lo ha dicho.
– ¿Y si le llega correo?
– Dijo que se pondría en contacto para eso. Mira, ¿por qué no llamas a Danvers Jordan? Estaban prácticamente comprometidos, así que seguro que lo sabe. De hecho seguro que ha sido él el que ha querido que se fuera. Amor joven, ¿eh?
A Luca le rechinaron los dientes, pero no creyó que fuera el momento adecuado para decirle al gerente que su información estaba caducada. Volvió a llamarla al móvil y no le sorprendió que siguiera apagado. Entonces llamó a la puerta un mensajero del hotel para darle el correo dejado en Recepción. Rebuscó entre los sobres, tirando los que parecían importantes, que en aquel momento no le importaban en absoluto. Al fin se quedó paralizado al ver uno con la letra de Rebecca. No quería leerlo por si decía lo que sabía que diría. Pero al final lo abrió.
Luca, querido:
Lo de anoche fue una despedida. No podía dejarte sin un último recuerdo de lo mejor que hay entre nosotros. Sé que ya no puedes volver a amar, pero por favor no me culpes por ello, y atesora los buenos recuerdos, como haré yo.
Becky.
La primera reacción de Luca fue de negación; no podía creer que la hubiera encontrado y vuelto a perder, que sencillamente se había desvanecido sin darle la oportunidad de bloquearle el camino. Se imaginó la sonrisilla que habría puesto en Recepción al entregar la carta. Pero entonces observó el sobre y vio que tenía matasellos, así que adivinó que lo había enviado por correo el día anterior. De repente se quedó sin fuerzas, al darse cuenta de que había hecho el amor con él la noche anterior cuando ya había escrito la carta. Entonces no le quedó defensa contra el dolor, y se encontró atrapado como un hombre entre el oleaje que se golpea contra las rocas sin escapatoria ni protección; tan solo sufrimiento. Por fin la rabia acudió al rescate. Era el talismán que siempre silenciaba los demás sentimientos y ahora lo invocó contra su enemigo.
Antes del comienzo del día, ya estaba esperando en el despacho de Danvers Jordan.
– Sólo dime si sabes dónde está -dijo en tono amenazante en cuanto este cerró la puerta.
– No sé de qué me estás hablando -contestó Danvers con frialdad.
– Espero por tu bien que sea cierto. Te lo preguntaré por última vez. ¿Dónde está Rebecca?
– Mira, si lo supiera te lo diría. Ya no significa nada para mí, pero parece que ella ha decidido terminar con los dos -comentó sin poder evitar una mirada de menosprecio-. Hice lo que me pediste y te dejé vía libre. No parece haberte servido de mucho, pero ¿qué esperabas? Rebecca es una dama. Está claro que no se iba a quedar una vez que disfrutó de un toque de rudeza.
Hubo un tiempo en que Luca lo habría dejado sin conocimiento por aquello, pero en aquel momento no se podía mover. Cuando por fin logró reunir algo de fuerza en sus extremidades fue sólo para marcharse.
No miró a dónde iba, pues tenía toda la atención en el payaso que se mofaba de él en su cabeza, que se reía de su debilidad al tragarse un insulto y le decía que era todo culpa de Rebecca. La costumbre de no hacer lo que a ella no le gustaba había vuelto en un momento fatal. Y él era el bufón.
Viajar le pareció el mejor modo de escapar, pues podía convencerse de que sabía a dónde se dirigía en lugar de vagar en círculos. Aunque ya no sabía quién era aquella mujer. No se reconocía desde el día en que había descubierto lo peor de Luca y había pasado la noche en sus brazos, de exceso en exceso y sabiendo que lo iba a abandonar al amanecer. Lo había provocado con lujuria fría y sin corazón y le había pagado con la misma moneda. La mujer que había sido una vez nunca podría haber hecho algo así, pero la mujer que era entonces no podía haber hecho otra cosa. Le había dicho, con sus propias palabras, que no iba a ser su víctima, y después ya no había más que decir.
Suponía que ahora la odiaría, lo que probablemente sería bueno, pues al fin podrían librarse el uno del otro. Descubrió que la rabia era la mejor defensa contra el dolor, y ahora que estaba sola esta brotaba con fuerza. La había engañado del modo más cruel, creando una ilusión para cumplir su objetivo. Se había sentado a observar la escena desde arriba todo el tiempo como un creador infernal, tirando de las cuerdas. La mirada calculadora que ella había visto en sus ojos era la verdadera.
No podía perdonarlo, no sólo por haberla utilizado sino por haber destrozado sus recuerdos. Ahora sabía por qué nunca había usado la palabra «amor» para su nueva relación, que había sido superficial y, a pesar del placer, insatisfactoria. Había terminado como merecía. Habían compartido mucho una vez y ahora Rebecca se culpaba por haberse contentado con tan poco de un hombre que no tenía más que dar. Aunque pensó que ella tampoco, que era demasiado tarde.
Viajó por Europa: Francia, Suiza, Italia… donde visitó lugares recónditos, y así dejó pasar los días y las semanas, durante los cuales supo que si quería romper del todo con el pasado había un lugar a donde tenía que ir.
Se movió por todas partes en tren y autobús, pues no quería alquilar un coche por miedo a dejar huellas en caso de que Luca la persiguiera. Por fin llegó a Carenna en un autobús viejo que parecía ahogarse por las carreteras. El hospital no le trajo recuerdos, aunque parecía llevar cientos de años en aquel lugar, si no fuera por las obras que había detrás. Imaginó que la comisaría, también vieja, debía de ser la misma en que habían encerrado a Luca, y también vio la pequeña iglesia en la que debían haberse casado. Pensó que quizá el cura también sería el mismo, pero cuando entró descubrió a un joven que tan solo llevaba un año. Tras ahogar un primer impulso de marcharse se puso a hablar con él. Resultó ser una persona de fácil conversación y le contó toda la historia.
Pasaron dos horas y después paseó por la ciudad durante una hora, en la que intentó aceptar lo que acababa de aprender. Cambiaba todo. Nada parecía ya lo mismo con el descubrimiento que acababa de hacer. Pero no tenía nadie con quien compartirlo.
Cuando se hubo aclarado un poco se encontró de pie frente a la casita en la que había vivido durante una época corta y feliz, y que ahora estaba ocupada por una gran familia a la que podía ver por la puerta abierta. Se acercó un poco y vio que el papel de las paredes era el mismo que había puesto Luca hacía quince años, uno con hojas verdes y amarillas. De repente las hojas empezaron a moverse. Rebecca se apoyó en el muro mientras se decía que pasaría pronto. Pero sabía más que eso. Entonces salió una mujer oronda, que se apiadó de ella y la invitó, casi la obligó, a entrar.
– Yo he estado igual con cada uno de los míos -le dijo-. ¿Hace mucho que lo sabes?
– Lo sospechaba -contestó Rebecca-, pero no he estado segura hasta ahora.
– ¿Y tu hombre? ¿Qué quiere él?
– Un niño. Su mayor ilusión es tener un hijo.
– Será mejor que se lo digas pronto -le recomendó, y se empeñó en acompañarla a la parada de autobús hasta verla subida y a salvo-. Díselo rápido -le repitió mientras se despedía con la mano-. Hazlo feliz.
Rebecca pensó que efectivamente le haría muy feliz, pero entonces ella habría caído en la trampa y no pensaba dejar que fuera así. Pero no tenía ni idea de qué otra cosa podía hacer. Le parecía estar en el centro de una brújula con la aguja apuntando hacia todas direcciones y ninguna adonde ir porque todas eran igual de confusas. Por fin decidió que sólo había un lugar en el que hacer lo que debía. La ira podía matizar la desgracia, pero no podía negarla totalmente. Necesitaba un sitio donde llorar por su amor perdido y enterrarlo al fin. Así que partió en aquella dirección.
Luca decía que cuando se quiere encontrar a alguien había que ponerlo en manos de profesionales, pero en aquella ocasión los profesionales le fallaron. Cuatro empresas diferentes la habían buscado durante tres meses en los que tan solo habían averiguado que Rebecca Hanley había ido a Francia en ferry. Después se había desvanecido. Al final comprendió que si había logrado eludir a unos rastreadores tan hábiles significaba que su decisión de abandonarlo era irrevocable. Cuando le hizo frente al hecho, los despidió y volvió a Roma, donde se centró en maximizar el potencial de Raditore.
– ¿Quieres decir hacer más dinero? -le preguntó Sonia cuando él utilizó la frase.
– Sí, quiero decir hacer más dinero. Vamos a ello.
Pero no hablaba con su mordacidad de siempre y aquello la alarmaba. Llevaba bien que Luca se pusiera salvaje, furioso y despiadado, pero no un Luca contenido.
– Vete -le dijo al fin-. Vete ahora mismo, pero no como cuando te fuiste a Londres y hablábamos todos los días. No eres útil ni para ti ni para nadie mientras estés aquí.
Luca siguió su consejo y condujo el coche hacia el norte, por Asís, Siena, San Marino. El tiempo era cada vez más fresco y disfrutaba de la conducción, pero todos los sitios le parecían iguales.
Al llegar a la Toscana visitó la empresa de construcción que había erigido con el dinero de Frank Solway y que aún era próspera bajo el mando de un buen gerente al que había puesto al cargo hacía mucho tiempo. Examinó las cuentas, felicitó al gerente por el trabajo y se marchó al ver que allí nadie lo necesitaba. Después se dirigió al lugar donde adivinó que siempre había querido ir al final.
Siguió el largo camino que se estrechaba al subir la colina. Allí estaban los árboles tras los cuales había oído voces airadas y entre los que se había metido para encontrar a una chiquilla enfrentada a tres hombres. El suelo estaba bacheado y podía estropear la suspensión de su costoso coche, pero ni siquiera lo notó; tenía la cabeza llena de visiones que le nublaban y lo provocaban ante su repentina resistencia a seguir. Se obligó hasta ver la casita de piedra, a cuya puerta se detuvo, salió y se quedó parado un momento, observando los restos de lo que había sido un hogar habitable. Gran parte del tejado se había caído al quemarse y se veían algunas vigas. Una de las paredes estaba derruida casi por completo, y a través de ella se veía el interior de lo que había sido un dormitorio, aunque ya no quedaba nada que ver. Había estado peor; ahora la devastación estaba semioculta por las malas hierbas que cubrían las paredes y la puerta.
Entonces algo lo detuvo. Vio que alguien había retirado las hierbas y por los cortes recientes comprendió que había sido hacía poco. Entonces escuchó un leve ruido en el interior y se enfureció por que alguien hubiera osado invadir un lugar privado para él. Rodeó despacio la casita y en la parte de atrás vio un triciclo con un remolque improvisado que era poco más que una caja con ruedas. Regresó a la parte delantera.
– ¡Sal! -gritó-. ¿Qué estás haciendo aquí? Sal ahora mismo, ¿me oyes?
No ocurrió nada, pero dejó de escuchar ruido.
– ¡Sal! O tendré que entrar yo.
Entonces oyó pisadas y vio una sombra en la puerta, de la que emergió una silueta. Al principio se quedó mirando con los ojos muy abiertos, sin poder creer que estuviera allí. Había temido no volverla a ver, había soñado con ella y ella ya no estaba cuando se había despertado. Hacía tres meses de su último encuentro, cuando lo había encandilado con la mejor noche de su vida antes de abandonarlo con un gesto de satisfacción. Ahora le parecía estar viendo un fantasma.
Vestía vaqueros y una chaqueta de lana y tenía una mano en la garganta para protegerla del frío. Ya no tenía su glamorosa cabellera, que se había cortado como un chico y había recuperado su tono castaño. Tenía el rostro pálido, más delgado y bolsas bajo los ojos, pero estaba serena. Se quedó en la puerta como si tuviera miedo a salir a un mundo del que no se fiaba. Él se acercó lentamente, por una vez no estaba seguro de sí mismo.
– ¿Estás bien? -le preguntó, a lo que ella asintió-. ¿Qué estás haciendo aquí, en un lugar tan sórdido?
– Es tranquilo -repuso ella-. No viene nadie.
– ¿Cuánto llevas aquí?
– No estoy segura. Una semana o dos, a lo mejor.
– Pero ¿por qué?
– ¿Por qué has venido tú? -preguntó ella.
– Porque es tranquilo -repitió él-. Al menos cuando no hay intrusos.
– Sí -asintió ella con una leve sonrisa-. Sí.
– ¿Cómo te las arreglas para vivir aquí? No es habitable.
– Sí si tienes cuidado. La cocina todavía funciona.
La siguió dentro y observó la cocina sorprendido por cómo había hecho aquello habitable. Lo había limpiado todo a conciencia, lo cual no era fácil sin electricidad. Se preguntó cuánto habría tardado en limpiar todo el polvo y fregar el suelo y las paredes. Entonces sonó la tetera que había puesto a calentar y ella le indicó que se sentara.
– Sé que te gusta con azúcar, pero me temo que no tengo. No esperaba visita.
– ¿No ves nunca a nadie?
– Nadie sabe que estoy aquí. Voy en bici al pueblo, lleno el remolque con lo que necesite, vuelvo lo más deprisa que puedo y la aparco fuera de la vista. Nadie me molesta.
– Estás muy decidida a esconderte. ¿Por qué? ¿De qué tienes miedo?
– De nada -contestó ella, que parecía sorprendida por la pregunta-. Salvo de que me molesten. Me gusta estar sola.
– ¿Aquí?
– ¿Conoces un lugar mejor donde estar sola?
Tras pensarlo él negó con la cabeza. Se bebieron el té en silencio. Luca quería decir más cosas, pero estaba nervioso y no sabía cómo hablarle. Aquella mujer, que llevaba una existencia precaria en una casucha en ruinas, se había impuesto de algún modo. Luca no sabía cómo, pero parecía haber descubierto una paz que lo excluía.
– ¿Te importa que mire? -preguntó.
– Claro que no. Es tu propiedad.
– No es una excusa para cotillear; sólo me interesa lo que has hecho.
No había mucho que ver. Salvo la cocina sólo el dormitorio era habitable, y sólo porque el tiempo era seco. Había retirado la cama del agujero en el techo y había colgado una manta con una cuerda para hacer una especie de pared entre ella y la parte expuesta. Una esquina de la cama se había quemado y había tenido que sustituir la pata con una caja de madera. La cama estaba cubierta por una colcha que él recordaba de su infancia.
– Espero que no te importe. La encontré en un armario y cuando la lavé parecía estar bien.
– No, no me importa. La hizo mi madre, pero parece ser todo lo que tienes en la cama.
– Uso un cojín de almohada y me acurruco. Es cómoda y calentita.
– Calentita ahora, pero el tiempo está cambiado.
– Me gusta -repitió ella con cabezonería.
Luca abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que tenía razón. El lugar era acogedor y, aunque no era caliente, daba una sensación de calor. Pensó en el Allingham con su perfecto climatizador y todo cuanto pudo recordar fue desolación.
– Bueno, si te gusta, es lo que cuenta -dijo, y volvió a la cocina, donde abrió un armario-. ¿Esto es toda la comida que tienes, café instantáneo?
– Sí -dijo ella, sonriendo levemente por el tono escandalizado de su voz-, me temo que es instantáneo. Me doy cuenta de que para un italiano es como una blasfemia.
– Tú eres mitad italiana. El espíritu de tu abuela debería levantarse y regañarte.
– No te preocupes, tengo más comida. La verdura está fuera, que hace más fresco.
Luca recordó que fuera, junto a la pared, había un armarito de ladrillo y puerta de madera, que también había sido limpiado y cuyos estantes tenían papel de periódico nuevo y en el que había verduras.
– ¿No tienes carne?
– Debería seguir yendo a la ciudad a comprar la carne.
Él masculló algo y regresó dentro de la casa. Ella le sirvió más té.
– Está muy bueno -apreció él-, y no sabe a quemado. Siempre que he hecho té aquí he acabado lamentándolo.
– ¿Has vuelto muy a menudo?
– De vez en cuando vuelvo y corto las malas hierbas, pero siempre han vuelto a crecer para la siguiente vez que vengo.
– Me pregunto por qué no lo has reconstruido.
– Siempre he pensado en hacerlo.
– ¿Por qué has venido hoy?
– Estaba cerca. No sabía que estuvieras aquí, si es a lo que te refieres.
Habría sido normal preguntarle entonces a ella por qué había escogido aquel lugar como refugio, pero estaba demasiado confuso, y concentrado en el té.
– Has hecho maravillas aquí -dijo al fin-, pero aún es muy duro. Si te pasa algo ¿quién va a ayudarte?
– Estoy bien -respondió ella encogiéndose de hombros.
– Es igual. No me gusta que estés aquí sola. Sería mejor que te… -Se detuvo. Ella lo estaba mirando y tuvo la extraña sensación de que se había cerrado contra él; era como una pesadilla en la que ya había estado-. Sólo me preocupo por ti.
– Gracias, pero no hace falta -contestó ella con amabilidad-. Luca, ¿quieres que me vaya? Entiendo que es tu casa.
– Sabes que no tienes que preguntarme eso. Es tuya todo el tiempo que quieras.
– Gracias.
Luca salió y anduvo a zancadas alrededor de la bici.
– ¿Funciona de verdad eso?
– Sí, si insisto -sonrió ella-. Y no podría traer la leña para la cocina en el coche.
– Pronto vas a necesitar más. Bueno, me voy a ir. Adiós.
Sin más palabras se fue a su coche. Un ligero gesto de despedida y se había ido. Ella se quedó mirándolo hasta que el coche desapareció.