Capítulo Once

– Sí, debes saberlo. Luca, ¿has vuelto alguna vez a Carenna?

– No.

– Yo tampoco, hasta hace poco. Fui hace unas semanas y averigüé otra cosa sobre la que mintió mi padre.

– Sigue -rogó él cuando ella se detuvo, arrepintiéndose de haber empezado.

– Siempre había creído que murió sin ser bautizada, sin nombre.

– ¿Quieres decir…?

– Está allí, en el campo santo. La bautizó el capellán del hospital.

– ¿Y cómo no lo supiste?

– Se la llevaron a la incubadora nada más nacer, mientras las enfermeras cuidaban de mí. El capellán estaba allí bautizando a otro niño y como pensaron que a nuestra hijita le podían quedar pocos minutos la bautizó allí mismo, por si no llegaba a tiempo.

– ¿Y no se lo dijeron a nadie?

– Sí, a mi padre. Supongo que pensarían que él me lo diría, pero no lo hizo. Pero está enterrada en suelo consagrado. El capellán murió el año pasado, pero hablé con el nuevo y está todo documentado. Parece que el párroco ofició un pequeño funeral y avisó a papá de cuándo iba a ser. No pudo decírmelo a mí porque mi padre lo mantuvo alejado, y no sabía dónde estabas tú. Así que cuando enterraron a nuestra hija no había nadie de su familia.

– ¿Ni siquiera tu padre?

– Quería hacer como que nunca había existido, y quería que yo también la olvidara, así que intentó borrarla y borrarte a ti. Hasta le dijo al cura que se apellidaba Solway.

– ¿Quieres decir…?

– Es el nombre que hay en su tumba -siguió ella con creciente ira-. Rebecca Solway. Pero está allí, Luca, no se ha esfumado en el vacío. No lo logró del todo.

Luca se levantó enfadado y anduvo por la habitación como si de repente no pudiera seguir sentado. Empezó a sacudir la cabeza como una bestia dolorida y Rebecca pensó que nunca había visto tanta desolación en un rostro. Por fin se detuvo y, sin avisar, dio un fuerte puñetazo a la pared, seguido por varios más.

– ¡Dios! -repetía-. ¡Dios mío!

Rota de pena, Becky lo rodeó con sus brazos y, aunque él no dejó de dar puñetazos, la agarró con tanta fuerza que por poco la aplastó.

– Luca, Luca, por favor.

No estaba segura de que la escuchara, pues parecía perdido en el dolor. Al fin se cansó y apoyó la cabeza contra la piedra, sin dejar de temblar. Rebecca apoyó la cabeza contra su espalda, llorando por él. Podía con su propia pena, pero no con la de él. Luca se volvió y la agarró con fuerza.

– Abrázame fuerte -le pidió- o me volveré loco. Abrázame, Becky, abrázame.

Estuvo a punto de caer sobre ella, pues parecía haber perdido toda su fuerza. Ella hizo lo que le pedía; tenía muy reciente el camino que él recorría ahora y decidió que no lo recorrería solo como había hecho ella.

Apoyándose en ella, Luca volvió a su silla, donde se desplomó. Tenía la mirada vacía y la mano derecha roja y arañada. Rebecca se la sujetó, notando que le dolía al más ligero roce, y se la mojó en agua, con los ojos llenos de lágrimas. Se arrodilló delante de él para limpiarle la herida, que él miraba como si no supiera cómo se la había hecho.

– ¿Cómo era?

– ¿Qué, querido?

– Su tumba. ¿Cómo era?

– Una tumba pequeña, muy sencilla, con el nombre y la fecha de cuando nació y murió.

– Y no tuvo a ninguno de los suyos en el funeral. Pobre criatura, sola en la oscuridad.

– Me alegré cuando lo averigüé -dijo Rebecca-. Es mejor que si no hubiera tenido un bautismo y un entierro adecuado. Pensé que te gustaría saberlo.

– Me alegra eso, pero deberían habérnoslo dicho. Si lo hubiera sabido habría ido a verla a menudo; no habría estado sola.

– Todavía está ahí, esperando que sus padres la visiten juntos -dijo ella, y él no pudo contestar, sólo asintió-. Pero antes te tiene que ver la mano un médico.

– No es nada -contestó él retirándola enseguida.

– No tengo más que agua para limpiarla y me da miedo que se te infecte. O que te hayas roto algo.

– Eso es una tontería, yo nunca me hago daño.

– Claro que sí. Ahora ven a tumbarte.

Él asintió y dejó que lo llevara a la cama. Le dolía mucho la mano y tuvo que aceptar que lo ayudara a desvestirse, pero cuando ella insistió en llevarle al médico, protestó.

– Estaré bien mañana -refunfuñó.

Al día siguiente estaba hinchada y aún le dolía, pero él no quería «perder tiempo» con un médico; parecía que lo único que importara fuera llegar a Carenna lo antes posible.

– No podemos ir en esa furgoneta -apuntó Rebecca-. ¿Dónde tienes el coche?

– En el garaje del hombre al que le alquilé la furgoneta.

– Entonces me tendrás que enseñar cómo se lleva.

– Yo la llevaré.

Pero tuvo que desistir al primer kilómetro y ella condujo el resto del camino.

– Gira a la izquierda por aquí -dijo él en cuanto llegaron al pueblo-. Becky, te he dicho que por aquí.

– Luego -contestó ella deteniendo la furgoneta en la clínica-. Primero iremos aquí.

– Te he dicho que estoy bien -gruñó él.

– Y yo te digo que no lo estás.

– Becky, no quiero…

– ¿Te he preguntado lo que querías? Luca, es muy fácil; ahora mismo soy la única que puede conducir y no voy a ir a ningún sitio hasta que te vea un médico.

– Eso es chantaje.

– Sí, ¿y qué?

– Estás haciendo el tonto.

– Bien, pero eso que me lo diga el médico.

El médico no dijo tal cosa. Era un hombre mayor que enseguida diagnosticó que Luca tenía dos huesos rotos y un tercero astillado.

– Menos mal que han venido enseguida -le dijo mientras le escayolaba la mano-. Si no, se le habría quedado la mano dañada. Es usted inteligente. ¿O a lo mejor es sólo que ha tenido suerte con su mujer?

– Sí -contestó Luca.

– Tome estos analgésicos, y estas pastillas lo ayudarán a pasar la noche. Espero que no estuviera planeando hacer nada que requiera fuerza el resto del día.

– No -saltó enseguida Rebecca-; íbamos a hacer un viaje, pero lo hemos pospuesto para mañana.

Luca sencillamente asintió. Parecía derrotado y enfermo, y Rebecca adivinó que no era sólo por la mano. Incluso estuvo de acuerdo en esperar tranquilamente en la sala de espera mientras ella devolvía la furgoneta y regresaba con el coche. Anochecía cuando llegaron a la cabaña y Rebecca se encargó de calentarla y poner cómodo a Luca.

– Acuéstate ahora -le dijo ella amablemente-. Y creo que deberías quedarte tú la cama buena; yo dormiré en el colchón.

Él negó con la cabeza y ella no insistió. Luca aceptó que lo ayudara a desvestirse y lo metiera en la cama como una madre a un niño agotado.

– Gracias -le dijo de repente este, tocándole la mano-. Por todo.

Ella le apretó la mano, la besó y se fue.

Al día siguiente partieron muy temprano hacia Carenna. Habían dejado los vaqueros y habían vuelto a la ropa formal. Con un traje a medida, Luca parecía el hombre al que había conocido hacía unos meses, pero no lo era. Su rostro había cambiado; estaba demacrado, como si hubiera envejecido de golpe. Al comenzar el viaje ella le había tocado la mano y él había sonreído, pero después pareció imbuirse en algún lugar interior, del que ella sólo podía imaginar el sufrimiento.

Llegaron a Carenna por la tarde y fueron directos a la pequeña iglesia donde debían haberse casado. Mientras aparcaba, Rebecca lo miró preguntándose qué sentiría, pero el rostro de Luca no reflejaba nada, lo cual la decepcionó, pues hasta entonces había pensado que era algo que estaban haciendo juntos, y en aquel momento le parecía que Luca estaba más lejos que nunca, en algún lugar al que ella no estaba invitada.

– ¿Está aquí? -preguntó Luca cuando entraron en el campo santo-. ¿Me enseñas dónde?

– Sí, ven conmigo.

La pequeña tumba estaba alejada y anduvieron con cuidado porque el cementerio estaba lleno, hasta que llegaron a una pequeña sección donde yacían varios niños.

– ¿Por qué están aquí y no con sus familias? -quiso saber Luca, pero entonces fijó la vista en la señal, Gli Orfani, los huérfanos, y se estremeció.

Al final de la línea encontró la pequeña losa con «Rebecca Solway» inscrito, y la fecha de su nacimiento y de su muerte. Luca se arrodilló y posó una mano sobre la hierba.

– Debió de haber sido tan pequeña.

– Sí, lo era. Podrías haberla sujetado en una mano.

Luca cerró los ojos y ella lo sintió temblar, mientras esperaba que se volviera hacia ella. El momento se hizo esperar, pues él no se movió y mantuvo la mirada clavada en la tumba. Por fin Rebecca se fue y entró en la iglesia, que estaba vacía. Le decepcionó no ver al padre Valetti, así que salió y se encontró con Luca, que iba hacia ella.

– Gracias por dejarme solo con ella. ¿Quieres que espere aquí mientras vas tú?

– Sí, yo… -empezó a decir, y se paró al ver que alguien la llamaba desde la puerta.

– Es él, el padre Valetti.

– Siento no haber estado -la saludó el padre-; estaba en el banco. Me temo que no soy muy bueno con las finanzas. Me alegro de que haya vuelto.

– Siempre he querido volver, en el momento adecuado. Padre Valetti, este es Luca Montese.

– El papa de la niñita -dijo el cura enseguida, dándole la mano-. ¿Ya la ha visto? -preguntó, a lo que Luca asintió-. Y no parece real. Piensa «¿Qué tiene que ver este pedazo de tierra con mi niña?» Sobre todo después de tanto tiempo.

– Sí -contestó Luca, que lo miraba con repentino interés-. Es exactamente lo que sentía. Ha pasado demasiado tiempo. Ni siquiera sabía que estaba aquí.

– Pero un día estaba destinado a venir. Y ella lo ha estado esperando.

– Le agradezco que haya cuidado de ella. ¿Puedo ver su iglesia?

– Claro, será un placer enseñársela.

Rebecca se fue para estar con su hija a solas, y al volver vio a los dos hombres charlando, y supo que Luca había descubierto lo mismo que ella, que era un hombre bueno y muy fácil hablar con él. Le entristeció que no pudiera hacerlo también con ella. Luca le sonrió al verla, aunque parecía abstraído en otro pensamiento.

– ¿A qué se refería con lo del banco? -le preguntó este al cura-. ¿La iglesia tiene problemas económicos?

– Los tendremos si no pagamos el crédito de dos millones que acabo de pedir.

– ¿Dos millones de euros? ¿Se está cayendo la iglesia?

– La iglesia no. El dinero es para la nueva unidad de pediatría que estamos construyendo en el hospital. Los costes se están desbordando y sin el crédito podríamos tener que abandonarlo. Yo decidí patrocinarlo, pero, como he dicho, no tengo dinero suficiente -explicó, e hizo una mueca-. El arzobispo no está muy contento conmigo.

– ¿Pero lo ha conseguido?

– Con condiciones. El banco quiere un avalista, así que ahora tengo que hablar con los empresarios de aquí para pedirles que me avalen parte del crédito. Y como todos ya saben lo que quiero saldrán corriendo en cuanto me acerque a ellos.

– No se acerque entonces -dijo Luca.

– No entiendo.

– Yo me haré cargo.

– ¿Quiere decir que avalará el crédito?

– No, quiero decir que no necesita el crédito. Yo le daré el dinero -aseguró Luca, y el padre Valetti lo miró dubitativo-. No se preocupe, tengo el dinero; no lo voy a dejar tirado. ¿Será suficiente o necesitará más la unidad?

– ¿Puede permitirse más? -preguntó el cura, y Luca sacó el móvil y llamó a Sonia.

– ¿Cuánto tardarías en transferir tres millones? -preguntó a su asistente-. ¿Puedes hacerlo en veinticuatro horas? Bien, Entonces envíalo a ese sitio -ordenó, y leyó un papel que le había escrito el cura a toda prisa. Luego colgó y habló con tono grave-. Quiero que la unidad lleve el nombre de mi hija.

– Claro.

– Rebecca Montese, no Solway.

– Así será. Es lo más generoso… -empezó a agradecer, pero Luca lo detuvo agitando la cabeza.

– Hágame saber si necesita más -dijo mientras le daba una tarjeta-. Esta es la sede en Roma. Este es el número de mi asistente, que me llamará a cualquier hora -le garantizó, y se dirigió a Rebecca-. ¿Lista para irnos?

Rebecca estuvo luchando contra sus pensamientos todo el camino a casa; quería darle las gracias pero sentía que no tenía derecho, pues de un modo extraño el gesto de Luca no había tenido nada que ver con ella. Había reclamado a su hija, pero lo había hecho solo, de una forma que la excluía. Entonces comprendió toda la esperanza que había depositado en aquel momento, sin entender por qué había ocurrido de aquella manera. Ella había creído que estaban recorriendo un camino que los uniría, pero se había estado engañando, pues Luca se había desviado bruscamente hacia otro camino en el que todo se podía hacer con dinero. Al fin y al cabo, era un hombre de negocios y ella había sido una tonta al olvidarlo. Le había puesto precio a su hija, tres millones de euros. Firmado, sellado y ordenado. Por otro lado, pensó que no se podía criticar a un hombre que acababa de dotar al hospital de una unidad de pediatría y había salvado muchas vidas, ni siquiera aunque en el proceso se hubiera cerrado con llave el corazón.

La cabaña aún estaba caliente cuando llegaron. Luca no habló durante toda la cena, salvo para darle las gracias. Cuando ella lo miró vio un rostro de piedra.

Ya era de noche cuando Becky salió por más leña para la cocina, mientras hacía planes para el futuro, un futuro sin Luca. Este había manejado todo aquello a su manera, que no era la de ella, y pensó que no le podía haber dejado más claro que no la necesitaba y que a partir de aquel momento sus caminos se separaban.

De repente oyó un grito. No podía imaginarse qué era y se paró a escuchar. Entonces llegaron más gritos, provenientes de la cabaña. Tiró los leños y echó a correr. Luca seguía sentado donde lo había dejado, con los puños apretados con fuerza sobre la mesa y la cabeza sobre ellos, mientras profería los gritos de un animal atormentado. Parecía no poder parar, mientras ella lo observaba asustada.

– Luca.

Él se irguió y se llevó las manos a los ojos, mientras seguía lamentándose. Rebecca se dio cuenta de que se había equivocado al creer que era un insensible por no expresar sus sentimientos, pero que lo que sentía era demasiado profundo para expresarlo. Ahora le decía sin palabras que sufría hasta el borde de la locura.

– Cariño… -le susurró ella, cubriéndolo con los brazos.

Él le respondió abrazándola y apretando el rostro contra ella, aferrándose como si no hubiera un lugar en el mundo donde estuviera más a salvo.

– Todos estos años -balbuceó- ha estado sola. No lo sabíamos.

– No, no lo sabíamos, Luca. Pero no la volveremos a dejar sola. Luca, Luca.

Quería decirle un millón de cosas pero no encontraba palabras, tan solo su nombre una y otra vez, mientras él la abrazaba cada vez más fuerte.

– Ha sido de repente -dijo al fin Luca, calmándose poco a poco-. Lo estaba aguantando y de repente me he visto en el infierno.

– Sí, es lo que me pasó a mí. No hay defensa contra eso; tienes que sentirlo hasta que se pase.

– ¿Se pasa? -le preguntó, con un tono de desesperación que le partió el corazón.

– Al final. Pero antes tienes que sentirlo.

– No puedo hacerlo solo.

– No tienes por qué, estoy aquí. No estás solo -le dijo ella, y él la miró.

– Estaré solo cuando te vayas.

– Entonces no me iré -repuso ella, sujetándole el rostro entre las manos. Al principio él no reaccionó, como si hubiera dicho algo demasiado trascendental para ser cierto.

– No lo dices en serio -dijo al fin.

– No puedo dejarte, Luca; te quiero. Siempre te he querido y siempre lo haré. Estamos hechos el uno para el otro -confesó. Entonces él se apartó y le apoyó la cabeza en el abdomen, mirándola con una pregunta en sus ojos.

– Sí -dijo ella-. Es verdad.

Sin responder nada volvió a apoyar la cabeza, aquella vez sin temblar, al fin en paz. Cuando ella le agarró la mano él la siguió hasta la habitación sin protestar.

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