Capítulo Doce

– Creí que nunca me ibas a decir que esperabas un hijo nuestro -comentó Luca suavemente al primer rayo de luz.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Casi desde el principio. Tenías algo… Como la última vez.

– ¿Te acuerdas de eso? -preguntó ella, sorprendida.

– Me acuerdo de casi todo respecto a ti, desde el momento en que nos conocimos.

Habían pasado toda la noche tumbados en brazos del otro, hablando a veces, pero sobre todo en silencio, encontrando consuelo en la presencia del otro. A medida que los minutos se transformaban en horas, Rebecca sintió cómo se partía la cascara que le había puesto a su corazón, y notó que a él le pasaba lo mismo.

– Sospeché lo del niño prácticamente en cuanto te vi, pero entonces no veía esperanzas para nosotros. Sabía que lo había liado todo. Recuerdo que decías que hacía las cosas como un elefante en una cacharrería y era verdad. He estado haciendo las cosas así todos estos años, porque me iba bien. Para cuando nos volvimos a ver se me había olvidado que existían otras formas.

– Ya -contestó ella con ternura-, lo había deducido.

– De jóvenes sabía cómo hablar contigo; me resultaba fácil decirte que te quería. No había nada más que amor en el mundo, nada que importara. Pero cuando nos volvimos a ver había demasiadas cosas que parecían importantes, y la principal era mi orgullo. Te busqué porque me había convencido de que eras la única mujer que podría darme un hijo. Es una tontería, ya lo sé. Sonia también lo vio. Desde el principio me dijo que sólo creía eso porque lo deseaba, y tenía razón. Así que vine a buscarte convencido de tener una razón lógica, porque no podía admitir la verdadera razón.

– ¿Y cuál era la verdadera razón?

– Que no he dejado de amarte todos estos años, que mi vida estaba vacía. Año tras año me había construido un muro en el corazón, creyendo que me protegería si era suficientemente sólido. Por suerte no lo hizo. Entonces te encontré y compré acciones del Allingham para tener una excusa para verte. Creía haberlo planeado todo tan bien -explicó, y se sonrió-. Tenías que haberme visto aquella noche. Estaba casi seguro de que estarías en la casa de Steyne y estaba hecho un manojo de nervios. Cuando oí tu voz en el pasillo me entró el pánico y por poco salgo corriendo. Entonces entraste con Jordan y estabas preciosa, pero tan distinta; no sabía qué decirte. No sabía qué había esperado, que dijeras mi nombre y corrieras a mis brazos o algo así, pero tú parecías no conocerme. Estabas tan fría y con tanto aplomo que de repente me vi otra vez convertido en campesino, buscando las palabras adecuadas. Intenté abalanzarme sobre ti; bueno, de eso ya te acuerdas, pero lo único que sabía hacer era dar órdenes y tú parecías alejarte más con cada cosa que decía o hacía. Casi lo arruiné del todo con esos diamantes, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer.

– Fuiste un bruto -recordó ella, sonriendo.

– Como siempre. Cuando vine aquí había perdido toda esperanza; sólo quería ver el lugar donde habíamos sido tan felices. Y cuando te vi no me atreví a creer que pudiéramos tener otra oportunidad -continuó, y se incorporó sobre un brazo, mirándola inquieto-. Porque tenemos otra oportunidad, ¿verdad?

– La tenemos si queremos.

– No hay nada que quiera en el mundo más que a ti.

– Y el bebé.

– Sólo a ti. El bebé es un extra, pero lo fundamental eres tú.

Se quedó dormido antes de que ella pudiera responder, como si el hecho de decirlo le hubiera dado paz. Parecía haber perdido toda la tensión, igual que había hecho ella, que ahora entendía por qué. Durante quince años les habían negado el derecho de llorar a su hija, algo que había congelado sus corazones y no les había permitido seguir su vida. Pensó que aún no era tarde y lo abrazó con fuerza mientras observaba el amanecer. Ahora eran libres para sentir la pena de la pérdida y para seguir y encontrarse de nuevo.

De repente oyó un golpeteo de lluvia en el tejado, que se hizo más fuerte hasta convertirse en un aguacero que duró varios días, durante los cuales no salieron de la casa. Pasaron parte del tiempo hablando, pero la mayor parte la pasaron tumbados en brazos del otro, sin necesidad de palabras.

Por fin hicieron el amor, con mucha ternura. Aunque aún sentían placer, importaba menos que el amor que habían reencontrado, y al final él la abrazó y susurró.

– Rebecca.

– Me has llamado Rebecca -dijo ella, asombrada-, no Becky.

– Lo llevo haciendo un tiempo. ¿No te has dado cuenta?

– Sí, creo que sí -contestó ella, y se quedó dormida en sus brazos.

Tenía la extraña sensación de que la lluvia había lavado todo el dolor y el sufrimiento. Cuando por fin la tormenta terminó salieron al valle para contemplar un mundo nuevo.

– A desayunar -dijo ella, pensando que pronto tendrían que hablar de otras cosas, pero en aquel momento quería disfrutar de los pequeños momentos cotidianos, y que estos duraran lo más posible.

– A desayunar -repitió él, y la ayudó como pudo, entorpecido por la escayola de la mano-. Supongo que no te enfadarás la próxima vez que quiera cuidarte -dijo, moviendo los dedos-. Nunca me habían intimidado como lo hiciste tú aquel día.

– Algunos hombres necesitan que los intimiden.

– ¿Dónde he oído eso antes? Ah, sí, se lo decía mi madre a mi padre.

– ¿Y qué contestaba él?

– Nada; se ponía firme.

Acompañó las palabras con el gesto y ella se echó a reír. Él la observaba con ternura, percibiendo que la risa de ambos era diferente; ya no era una risa tensa y crispada.

Una mañana Rebecca abrió los ojos y comprobó que, como siempre, la cabaña estaba caliente porque Luca se había levantado temprano y había azuzado la cocina. Se puso la bata y salió para encontrarlo depositando en el cesto un último lote de leños. Se acercó a él y le frotó las manos con las suyas para hacerles entrar en calor. Entonces él le tocó el cuello con los dedos helados y ella sintió un escalofrío.

– Lo siento -se burló-. Es que tienes el cuello tan calentito y fuera hace tanto frío.

– Aquí se está muy bien.

– Y como habrás visto la tetera está hirviendo. Si te sientas la tendré lista en un segundo.

Ella lo dejó disfrutar mimándola, pero estaba pensativa y él pareció darse cuenta porque se quedó callado hasta que se pusieron a comer.

– ¿Qué tal te sientes esta mañana? -le preguntó Luca-. ¿Tienes mareos?

– No, ya no, por suerte.

– Pero tienes algo en la cabeza, ¿verdad?

– Tú también. Lo he notado los últimos días.

– Lo pienso cada vez que salgo a ese frío almacén. Llega el invierno y pronto aquí hará mucho más frío.

– Ha sido maravilloso -asintió ella-; estar aquí así. Pero supongo que se acaba.

– Tiene que acabarse -admitió él con pena-. Por tu salud y por la del bebé.

– Bueno, ¿qué has planeado?

– Nada -respondió él enseguida-. Esperaba que sugirieras tú.

– ¿No has arreglado nada? ¿Tú?

– Puede que tenga algunas ideas.

– Sabía que las tendrías.

– Pero son sólo ideas. Si no te gustan podemos pensar en otra cosa.

– Estás haciendo muy bien lo de ser un hombre discreto, pero se nota que te cuesta.

– Hago lo que puedo, pero admito que no me sale de forma natural.

– ¿Y por qué no lo dejas y me cuentas lo que has planeado?

– No es un plan exactamente. Sólo llamé a mi ama de llaves de Roma para decirle que tuviera la casa preparada y caliente, por si acaso.

– Muy sensato. Nunca se sabe cuándo puedes decidir liar el petate y volver a casa.

– Pero sólo si tú quieres. ¿Prefieres volver a Inglaterra?

– ¿Vendrías conmigo?

– A cualquier sitio donde haga calor, siempre que no sea el Allingham.

– No, no tengo casa en Inglaterra -dijo ella-. No hay ningún sitio a donde volver.

– Entonces sigamos adelante. A mi casa. Nunca ha sido un hogar, pero tú podrías…

– Vamos a hacerlo poco a poco.

No tardaron mucho en preparar el viaje nada más desayunar. Luca apagó el fuego mientras ella reunió algo de comida para tirársela a los pájaros. Al regresar a la casa él la esperaba en la puerta, con su abrigo.

– ¿Listos para irnos? -le preguntó, ayudándola a ponérselo.

– Un momento. Antes quiero…

No le hizo falta terminar la frase, pues él se echó a un lado para dejarla entrar. No había mucho que mirar, sólo el dormitorio en que habían permanecido tumbados, unidos al fin, y la cocina en la que habían cocinado, hablado, discutido y redescubierto su tesoro perdido. Luca entró con ella, sin entrometerse, sólo le agarró la mano para demostrarle que sentían lo mismo.

– Hemos sido felices aquí -susurró ella.

– Sí. Las dos veces.

– Volveremos, ¿verdad?

– Siempre que quieras.

– Entonces podemos irnos.

Condujeron hasta el pueblo para tomar la carretera de Florencia y de allí la autostrada que los llevaría a Roma. Pararon a comer en Florencia.

– No te arrepientes, ¿verdad? -preguntó ella.

– No, claro que no.

– Es que estás muy callado.

– Sólo estaba pensando…

– Sí. Yo también he estado pensando. Sólo estamos a treinta kilómetros de Carenna; no tardaríamos mucho.

– Hagámoslo pues.

En lugar de ir directos a Roma tomaron otra carretera y en media hora estuvieron en Carenna. En la iglesia vieron al padre Valetti en el campo santo, enfundado en varias bufandas, hablando con dos hombres. Los saludó con alegría al verlos.

– Encantado de verlos. No creí que hubiera recibido mi carta.

– ¿Carta? -preguntó Luca-. No hemos recibido ninguna carta.

– Entonces ha sido la providencia la que los ha traído aquí cuando necesitaba hablarles.

– ¿Ocurre algo malo? -preguntó Rebecca.

– No, en absoluto. Es solo que en un campo santo tan pequeño como este siempre hay problemas de espacio, y las tumbas no duran eternamente. Hay algunas que reciben muy pocas visitas en diez años, así que es práctica habitual volver a enterrarlos todos juntos en un espacio más pequeño. Pero por supuesto a las familias se les da la opción de mantener la tumba original por una pequeña suma. Y les escribí para preguntarles.

– ¿Quiere decir -preguntó Rebecca- que van a desenterrar a nuestra bebé?

– Pudiera ser. Pero por supuesto el ataúd será enterrado en otro sitio con todo el respeto.

– Sí, pero ¿dónde? -siguió preguntando Rebecca con creciente agitación.

– Bueno…

– Quiero decir, ¿no podría venirse a Roma con nosotros?

Luca se volvió a ella con el rostro iluminado.

– Podría ser -contestó el padre Valetti, pensativo-. Claro que tendría que hacerse con el procedimiento adecuado, un montón de papeleo, me temo. Entren y lo vemos.

En la oficina Luca y Rebecca se sentaron sin soltarse la mano y manteniendo la respiración, mientras él revisaba un montón de formularios.

– Necesito saber a qué iglesia irá -dijo por fin, mostrándoles unos papeles-, y el nombre del sacerdote que oficiará la ceremonia.

– Había pensado en consagrar parte de mis tierras -explicó Luca, tenso por la esperanza- y enterrarla con nosotros.

– Entonces que el párroco me mande una notificación oficial de la consagración y yo arreglaré el traslado.

– Entonces, ¿puede hacerse? -preguntó Luca.

– Sí, puede hacerse.

El padre Valetti era un hombre con tacto y los dejó solos enseguida. En cuanto se hubo ido se miraron el uno al otro incapaces de articular palabra.

– Gracias por pensar en esto, corazón -consiguió decir por fin Luca con voz ronca.

Rebecca le puso una mano en el hombro y él le acarició el pelo. Un rato después salieron al campo santo para visitar por última vez la tumba. Luca se arrodilló y tocó la tierra mirando fijamente al lugar. Rebecca se mantuvo alejada, imaginando que lo que Luca quería decirle a su hija era algo entre ellos, aunque no le hacía falta oírlo.

– Ten un poco más de paciencia, pequeña. Tus padres te van a llevar por fin a casa y ya nunca volverás a estar sola.


Al mencionar Luca las tierras de su casa, Rebecca había imaginado que sería un jardín muy grande, y no una enorme finca que incluso contenía un bosque, a las afueras de Roma, en la Vía Apia, una mansión con más habitaciones de las que pudiera necesitar un hombre. No necesitó que le confirmara que la habían comprado como un símbolo de estatus y que la había elegido Drusilla.

A pesar de aquello, no había rastro de la presencia de Drusilla, en parte porque se había llevado todo cuanto había podido y en parte porque, como Luca explicó:

– Lo llamábamos nuestro hogar por no saber de qué otra forma llamarlo, pero nunca fue un verdadero hogar. No nos amábamos así que no hay ninguna melancolía.

El instinto de Rebecca le decía que era cierto, pues estaba convencida de que una casa en la que había existido amor siempre guardaba trazos de aquel amor, y en aquella no había tales trazos, así que podrían convertirla en lo que ellos quisieran. Luca escogió la habitación más soleada para el niño y la decoró él mismo de amarillo y blanco.

– Pintaré cuadros en cuanto nazca -le dijo.

– ¿Has pensado nombres? -le preguntó ella.

– La verdad es que no. Hubo una vez en que si era niña la habría querido llamar Rebecca, como su madre. Pero ahora…

– ¿Ahora? -lo apremió ella, que quería oírselo decir.

– Ya tenemos una hija con ese nombre. Si tuviéramos otra sería como decir que la primera no contaba, y no quiero eso.

– ¿Cómo se llamaba tu madre? -preguntó ella, con ternura.

– Louisa.

– Louisa si es niña y Bernardo si es niño -resolvió ella, y él la miró con gratitud-. Creo que Bernardo Montese suena bien.

– Bernardo Hanley.

– ¿Qué?

– Cuando se es madre soltera el niño toma el apellido de la madre.

– No me gusta esa idea.

– A mí tampoco -admitió él, tomándole la mano-. Pero la decisión es tuya, Rebecca.


Se casaron en una ceremonia discreta en la pequeña iglesia local. Luca le agarró la mano como si no quisiera arriesgarse a soltarla ni un momento, y con una intensidad calmada que le decía, más que cualquier palabra, lo que aquel día significaba para él.

El día del parto no la dejó sola. Fue más duro y más largo que la otra vez, pero por fin Rebecca tuvo a su hijo en brazos, y su marido y ella se sintieron más unidos que nunca.

– Ya tienes tu heredero -le dijo ella, sonriente.

– Los obreros no tenemos herederos. Quería un hijo; tu hijo, y de nadie más. Ahora tengo todo lo que quiero. Bueno, quizá falte una cosa.

Su deseo se cumplió en la primavera, cuando enterraron a su hija en el lugar escogido.

– Pensé que aquí estaría bien, rodeada de árboles -le explicó a Rebecca una vez terminado el servicio-. Y queda mucho espacio, ¿lo ves?

Rebecca asintió, al comprender lo que le quería decir.

– ¿No te importa? -le preguntó él, algo ansioso.

– No, me alegra que hayas pensado en ello. Pero quiero muchos años juntos antes. Hemos estado separados demasiado tiempo, y tenemos mucho que recuperar.

Él le besó las manos y le habló con el mismo fervor calmado que el día de la boda.

– Hace años, dos noches antes de nuestra supuesta boda, te prometí que mi corazón, mi amor y mi vida entera eran tuyos, y que siempre lo serían. Ahora te lo vuelvo a decir. Voy a pasar el resto de mis días compensándote por el sufrimiento que no pude impedir. Y cuando termine la vida no cambiará nada. ¿Lo entiendes? Nada. Porque entonces estaré contigo para siempre.

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