Capítulo Tres

En cuanto estuvo segura, Becky corrió a darle la noticia a Luca, que se emocionó.

– ¿Un bebé? Nuestro pequeño bambino. Mitad tú, mitad yo.

– Tu propio hijo y heredero -dijo ella, acurrucándose feliz en sus brazos.

– No soy más que un obrero -rió él-. Los obreros no tenemos herederos. Además, quiero que sea niña, como tú. Otra Becky.

El embarazo le dio lo mejor de él, y ella volvió a darse cuenta de que era un hombre maravilloso, adorable, tierno y considerado como pocos. Más tarde, cuando la angustia reemplazó a la alegría, su ternura fue lo que Rebecca recordaría con más nostalgia.

Frank estuvo mucho tiempo fuera aquel verano y no hubo mucha oportunidad de hablar con él. Cuando regresaba era tan solo para un par de días en los que estaba todo el tiempo al teléfono. Becky no quería darle la noticia hasta estar segura de tener toda su atención, así que esperó hasta que sabía que se quedaría al menos un par de semanas. Para entonces estaba de tres meses.

– ¿Se lo dirás esta vez? -le preguntó Luca.

– Claro. Solo quiero que todo salga bien cuando lo haga.

– Quiero estar contigo. No voy a dejar que te enfrentes tú sola a su enfado.

– ¿Qué enfado? Se va a emocionar. Le encantan los niños.

Pero su padre se puso loco de ira.

– ¿Te ha dejado preñada ese…? -terminó la frase con una sarta de improperios.

– Papá, no me ha dejado preñada. Estoy embarazada del hombre al que amo. No hagas que suene como algo sucio.

– Es sucio. ¿Cómo se ha atrevido a ponerte un dedo encima?

– Porque yo quería. Hablando claramente, yo lo arrastré a la cama, y no al revés.

– Que no vuelva a oírte decir eso nunca más -gritó él.

– ¡Es verdad! Quiero a Luca y me voy a casar con él.

– ¿Crees que voy a permitirlo? ¿Crees que mi hija se va a casar con ese viva la vida? Cuanto antes lo arreglemos, mejor.

– Voy a tener a mi hijo.

– ¡Y un cuerno!

Ella se escapó aquella misma noche y Frank la siguió e intentó comprarla. La mera mención del dinero sólo hizo a Luca gruñir de carcajadas. Más tarde Becky se daría cuenta de lo que su padre había oído en aquella risa, el gruñido de un león joven que le dice al viejo que ya no manda. Quizá el odio visceral de su padre databa de aquel momento. Este intentó conseguir ayuda de los locales, pero se frustró. Él era poderoso, pero Luca era uno de ellos y ninguno se levantaría contra él. Pero Becky sabía que no se rendiría, así que sugirió que se marcharan.

– Sólo una temporada, cariño. Papá se sentirá mejor cuando ya sea abuelo.

– Odio huir -suspiró él-, pero toda esta pelea no es buena ni para ti ni para el niño.

Volaron al sur a casa de unos amigos de él en Nápoles. Dos semanas después Luca compró un coche y lo reparó, y entonces siguieron hacia el sur, hasta Calabria. Tras otras dos semanas volvieron a partir, aquella vez hacia el norte.

Hablaban de casarse, pero nunca se quedaron en un lugar el tiempo suficiente para las formalidades, por si los encontraban los tentáculos de Frank. En cualquier parte él encontraba un empleo; era una buena vida.

Becky no sabía que fuera posible tanta felicidad. Su amor era incuestionable, sin complicaciones, aquel que inspiraba las canciones e historias de amor, con un final feliz. Ella lo amaba, él la amaba y tenían un bebé en camino. ¿Qué más podía pedir?

El recuerdo de Frank seguía en el fondo, pero después de varias semanas sin señales de él, este se fue desvanecido. Ella empezó a comprender mejor a Luca, y a sí misma. Fue él quien le reveló su propio cuerpo, sus respuestas y su necesidad de amor físico. Pero fue también a través de él y de la vida que llevaban como fue capaz de mirarse desde fuera, con mirada crítica, y no le gustaba lo que veía.

– Era horrible -le dijo una vez-. Una mocosa mimada y consentida, sin preguntarme nunca de dónde sacaba el dinero mi padre. Pero la verdad es que venía de hombres como los que me pararon aquel día; prácticamente se lo robaba. En realidad no puedes culparlos, ¿verdad?

– Tampoco te puedes culpar tú. Eras muy niña. ¿Cómo se te iba a ocurrir preguntarle a tu padre sobre sus métodos? Pero cuando te han abierto los ojos no has intentado mirar hacia otro lado. Mi Becky es demasiado valiente para hacer eso.

El modo en que decía «mi Becky» la hacía sentir la persona más importante del mundo. Poco a poco fue comprendiendo que Luca era una persona para ella y otra distinta para los demás. Era un hombre aterrador, con un aura de hombre sin piedad e incluso violento que a ella le costó entender, pues nunca se lo mostró. Tenían sus peleas, pero él nunca utilizó su agresividad contra ella y siempre las terminaba deprisa, a menudo simplemente cediendo. No le gustaba estar de malas con ella.

En su vida diaria él era tierno, cariñoso, y la tenía en un pedestal, reafirmando con sus actos que ella era una persona diferente a todas las demás. Su amor por ella llevaba un ápice de adoración que la conmovía, a pesar de que en ocasiones se tornaba en una sobreprotección casi dictatorial. Fue él quien decidió, al sexto mes de embarazo, que debían dejar de tener relaciones hasta que el bebé naciera y ella se recuperara del todo.

– Es muy pronto -se quejaba ella-. El médico dice que aún tenemos tiempo.

– El médico no es el padre del bebé, soy yo. Y he decidido que es hora de parar.

– Quedan muchos meses. ¿Qué vas a hacer? Bueno, ya me entiendes.

– ¿Qué estás diciendo, que no te fías de que te sea fiel?

– No sé, ¿me fío?

Amor mia, te prometo que volveré a casa nada más salir de trabajar, y si quieres me puedes poner una correa.

Cumplió lo prometido y pasaba en casa todo su tiempo libre. Cuando Becky hablaba en el médico con otras madres expectantes sabía la suerte que tenía. Todo le parecía divertido; ser pobre, aprender a hacer la compra de la forma más económica, vivir con vaqueros viejos y abandonarlos a medida que iba ganando peso.

Fue Luca quien decidió que debían asentarse en un sitio cuando llevaba más de seis meses de embarazo, pues quería que a partir de entonces la llevara el mismo médico. Habían llegado a Carenna, una pequeña ciudad cerca de Florencia donde él había encontrado empleo con un constructor local. Les pareció un lugar agradable donde echar raíces. Encontraron un buen médico y unas clases de preparto a las que él la acompañaba. En casa practicaban juntos los ejercicios hasta que se caían de risa.

Quizá tanta felicidad no podía durar. A veces le parecía que ya había gastado los buenos momentos de su vida en aquellos meses gloriosos.


La casa de Philip Steyne era una mansión a las afueras de Londres, con más habitaciones de las que necesitaba. La cena era para veinte, un número suficientemente grande para permitir las relaciones, y pequeño para permitir un contacto más cercano entre las personas adecuadas. Rebecca sabía exactamente lo que se esperaba de ella y se vistió para la ocasión con un vestido de terciopelo color burdeos que envolvía su esbelta figura, medias negras de seda y unas delicadas sandalias negras. Se había dejado el pelo suelto, en un estilo «natural» que le había llevado tres horas de peluquería. El collar y pendientes de oro eran un regalo de Danvers «para remarcar la ocasión».

– Aún no sabemos quién va a venir -señaló este al llegar en coche a la casa-. Raditore se ha mostrado tímida y no ha dicho si será el presidente, el ejecutivo jefe o el director general.

– ¿Importa? -preguntó ella-. Conozco mi trabajo, y lo haré igual venga quien venga.

– Eso es, haz que le dé vueltas la cabeza. Debo decir que estás vestida para ello. Nunca te he visto tan guapa.

– Gracias.

– Siempre estoy orgulloso de ti.

– Gracias -repitió de forma mecánica. Le costaba responder pues los cumplidos de Danvers parecían sacados de una lista.

Al cruzar la puerta de coches y aproximarse a la casa Rebecca tuvo un momento de extraña conciencia molesta. De repente el lujoso coche se convirtió en todos los coches lujosos en los que había viajado, y la enorme y adinerada casa era el final de una larga lista de casas adineradas; la cena para conocer a hombres ricos, y embelesarlos, no se distinguía de tantas otras.

– Danvers, Rebecca, qué encantador veros, entrad. Rebeca, estás tan maravillosa como siempre, qué vestido tan divino.

Las mismas palabras pronunciadas cientos de veces por cientos de personas. Y su propia respuesta, indistinta de las demás. Las mismas sonrisas, las mismas risas, el mismo vacío. Philip le susurró en el oído.

– Bien hecho. Lo vas a derretir.

– ¿Ya ha llegado?

– Hace diez minutos. Por aquí.

Fue entonces cuando pasó a la otra habitación y vio a Luca Montese por primera vez desde hacía quince años.


Ahora que estaban asentados ya podían casarse.

Carissima, ¿no te importa una ceremonia sencilla sin un traje de novia impresionante?

– Estaría graciosa con un traje de novia impresionante y un bombo de siete meses -rió ella-. Y no quiero nada escandaloso; sólo te quiero a ti.

Iban a acostarse y él la arropó y se arrodilló a su lado, le tomó las manos y le habló en una voz baja y reverencial que ella no había escuchado nunca.

– Pasado mañana estaremos casados. Nos pondremos ante Dios y haremos las sagradas promesas, pero te aseguro que ninguna será tan sagrada como las que te hago ahora. Te prometo que mi corazón, mi amor y toda mi vida te pertenecen, y siempre será así. ¿Lo entiendes? Sea corta o larga mi vida, cada segundo de ella estará dedicada a ti -y le puso la mano en la tripa-. Y a ti, pequeño, a ti también te querré y protegeré en todas las formas. Estarás feliz y a salvo, porque tu mama y tu papa te quieren.

– Oh, Luca -logró decir al fin Becky entre lágrimas-, si sólo pudiera decirte…

– Shh, carissima. No hace falta que me digas lo que veo en tus ojos -le dijo, y le tomó el rostro entre las manos-. Siempre serás para mí como ahora -le susurró antes de besarla.

Aquella noche Becky durmió entre sus brazos y se despertó con un beso. Luca se fue a trabajar más pronto para poder regresar temprano y ayudar con los preparativos de última hora. Becky pasó el día arreglando la casa y asegurándose de tener suficiente comida y vino para sus amigos. Estaba poniendo una tetera a calentar cuando sonó el timbre. Casi fue un alivio ver allí a Frank. Se sintió más segura, pues estaba segura de que su tripa le haría aceptar lo inevitable.

– Hola, papá.

– Hola, Becky. ¿Puedo pasar? -y entró sin fijarse en el cuerpo de su hija-. Estás sola por lo que veo. ¿Ya se ha cansado de ti?

– Papá, son las tres. Está trabajando, pero llegará en cualquier momento.

– Eso dices.

– Me alegro de verte.

– Sí, espero que ya te hayas hartado de todo esto.

– No. Esta es mi vida. Mira toda esta comida y vino; es para el banquete de boda de mañana.

– ¿Así que no te has casado? Bien, entonces he llegado a tiempo.

– Voy a tener al hijo de Luca y me voy a casar con él. ¿No vas a venir a nuestra boda y brindar a nuestra salud y ser nuestro amigo?

– Querida -la miró con condescendencia-, estás viviendo en un mundo de fantasía. Créeme, sé lo que es mejor para ti. Él te ha engañado con falsas promesas.

– Papá.

– Pero he venido a arreglarlo. Deja que cuide de ti. Todo va a salir bien en cuanto lleguemos a casa.

– Esta es mi casa.

– ¿Esto, esta casucha? ¿Crees que te voy a dejar aquí? Deja de discutir y vámonos.

– Suéltela -gruñó de repente Luca, que había corrido a la casa al oír los gritos.

– Quítate de mi camino.

– He dicho que la suelte -repitió Luca, taponando la puerta.

Sin hacerle caso, Frank intentó arrastrar a su hija hacia la puerta de atrás. Becky luchaba con todas sus fuerzas, pero su tamaño se lo ponía difícil. Con un juramento Luca fue a zancadas y agarró a Frank de un brazo.

– No se atreva a tocarla -le advirtió, con la misma mirada amenazante que ella había visto cuando se conocieron.

– Me la llevo a casa -repitió el padre.

– No sólo eres un matón sino también completamente estúpido. Sólo un cretino haría esto sabiendo que está amenazando el bienestar del bebé que lleva.

Como respuesta Frank intentó arrastrar a Becky. Luca no se movió, pero agarró al hombre con las dos manos.

– Luca, no dejes que me lleve -imploró ella.

Aquello enervó a Frank, que empezó a despotricar, mientras Luca no dijo nada y permaneció impasible y tranquilo. Quizá fue aquella tranquila dignidad lo que lo enfureció aún más, pues tiró a Becky a un lado para enfrentarse al joven.

Entonces comenzó la pesadilla. Moviéndose con esfuerzo y angustiada, de repente Becky vio que el mundo daba vueltas a su alrededor de forma alarmante. Gritó y se dobló mientras la agonía la envolvía como un horno. El sonido llegó a los dos hombres, que cesaron su lucha, aunque Frank tuvo que ser el centro. La última visión clara de su hija fue la de él interponiéndose delante de Luca para inclinarse sobre ella.

Pero era a Luca a quien ella quería. Se estiró y lo llamó, pero Frank estaba en medio, agarrándola con fuerza.

– Luca -chilló ella-. ¡Luca!

De repente desapareció, y no volvió a verlo. Fue a recogerla una ambulancia que la llevó al hospital, donde nació su hija enseguida, pero murió a las pocas horas.

Cuando cesó el dolor físico, otro dolor la esperaba en su mente. Lo único que sabía era que llamaba a Luca repetidas veces, pero él nunca estaba, y no comprendía por qué. Su hija había nacido y había muerto sin que siquiera la tuviera en brazos. Había prometido quererla y protegerla, pero no había estado allí cuando lo había necesitado.

– Era tan pequeñita e indefensa -susurraba ella a la oscuridad-. Necesitaba a su padre.

De algún modo sabía que estaba de vuelta en Inglaterra, en una casa grande y acogedora con gente en bata blanca que hablaba con voces amables.

– ¿Qué tal estás hoy? ¿Un poco mejor? Eso es bueno.

Ella nunca contestaba, pero a ellos no parecía importarles. La trataban como a una muñeca, peinándola y hablándole como si no estuviera.

– No hay modo de saber cuánto tiempo estará así, señor Solway. Tiene una depresión post-parto muy severa, agravada por las heridas internas, y necesita tiempo.

Nunca les recordó que era un ser vivo con pensamientos y sentimientos, porque ya no se sentía como tal. Era más fácil así porque ellos no parecían esperar respuesta alguna y el agotamiento emocional hacía que contestar le pareciera como escalar una montaña.

A menudo las palabras le parecían un parloteo sin significado, pero un día el mundo empezó a cobrar sentido y empezó a escuchar y ver con normalidad. Frank estaba en medio de uno de sus interminables monólogos, y las palabras tomaron sentido.

– No ha sido fácil volver a Inglaterra, es mala época en el mundo financiero; me ha dejado con una cuenta altísima. Pero dije que sólo lo mejor era suficiente para mi hija, y este sitio es el mejor. Sí, señor, sin escatimar en gastos.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está Luca? ¿Por qué no viene a verme?

– Porque se ha ido de una vez por todas. Lo compré.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella, volviendo lentamente la cabeza y observándolo con una mirada que estremeció incluso a aquel hombre duro.

– Quiero decir que lo compré. Exigió dinero para alejarse y no molestarte nunca más.

– No te creo.

– Te lo demostraré.

La prueba fue un cheque por lo equivalente en euros a cincuenta mil libras, a nombre de Luca Montese, con el membrete en el dorso del banco donde había sido cobrado. Ella quiso decir que era falso, pero conocía el banco de Luca en Toscana, y era el mismo.

Aunque había creído que ya estaba muerta, aún le debía de quedar algún sentimiento vivo, porque lo sintió morir en aquel momento. Y se alegró.


Todo el mundo estuvo de acuerdo en la excelencia de la comida, en la que Luca Montese había sido el centro desde el principio. A medida que iban entrando los invitados, se los iban presentando sin dejar dudas de quién era el huésped de honor. Pero incluso sin aquello, habría captado toda la atención por su magnetismo, por su mirada penetrante y su sonrisa ladina. Era un depredador; reconocía fríamente las presas a su alrededor y las ordenaba según la importancia que tuvieran para él. Todos lo sabían, y todos lo cortejaban. Salvo ella.

– Luca -le dijo alegremente Philip Steyne-, déjame presentarte a una de mis personas favoritas, Rebecca Hanley, Relaciones Públicas del Allingham.

– Entonces la señora Hanley es alguien de la máxima importancia para mí.

– Buenas tardes, signor Montese -saludó ella con frialdad.

Era diferente. La mano que envolvió la suya ya no era la garra áspera que la había sujetado con pasión y ternura, y que ella había amado. Ahora era suave y con manicura, la mano de un hombre rico; la de un extraño. Se obligó a mirarlo a los ojos, y no vio nada. Ni calor, ni alarma, ni asombro ni reconocimiento. Nada. Un sentimiento de alivio y otro de desilusión lucharon dentro de ella, pero ninguno ganó.

– Podías haber sido un poco más amable -protestó Danvers a sus espaldas cuando lo hubo soltado-. Estos hombres hechos a sí mismos pueden ser muy susceptibles si creen que los tratan con condescendencia.

– Eres tú quien lo está tratando con condescendencia -apuntó ella.

– ¿Qué?

– La forma en que has dicho «estos hombres hechos a sí mismos» ha sido muy condescendiente. Como si fueran todos iguales.

– Lo son, más o menos. Llenos de sí mismos, siempre queriéndote contar cómo lo han conseguido.

Rebecca estaba recuperando las energías. Ya se le había pasado el impacto de verlo sin aviso previo, y ahora lo examinaba mientras él hablaba con alguien. Pensó que no lo habría reconocido. La altura y anchura de hombros eran las mismas, pero el pelo, que siempre había llevado enmarañado, tentándola a enredar los dedos en él, ahora lo llevaba muy bien cortado y hacia atrás, mostrando las facciones de su cara. La nariz prominente y aguileña también era igual, pero el resto era extraño.

– Un diamante en bruto -le murmuró al oído Philip Steyne-. Pero muy rico. Pensar que viene de ninguna parte, que empezó con nada.

– Nadie empieza de verdad sin nada -señaló Danvers-. De algún modo ha metido las manos en una suma de dinero importante para empezar. Sólo podemos especular sobre lo que tuvo que hacer para lograrla.

– A lo mejor te lo cuenta -dijo Rebecca de repente-. Es lo que hacen los «hombres hechos a sí mismos», ¿no?

– A lo mejor es preferible que no lo sepamos -comentó Danvers tras intercambiar una sonrisa con Philip-. Tiene pinta de ser un tipo peligroso.

Rebecca no dijo más, pues sabía lo que había hecho para conseguirlo. La última vez que lo vio no tenía un céntimo, y ahora era tan rico y poderoso que uno de los mayores bancos mercantiles del país se ponía a sus pies. Sólo aquello revelaba parte de la historia. Ella se había mezclado el tiempo suficiente con financieros como para saber qué clase de personas prosperaban en aquella atmósfera, y el éxito de Luca le decía que se había convertido en todo aquello que siempre había despreciado.

Lo que no le decía su prosperidad se lo decía su rostro. El candor abierto y generoso que lo habían hecho adorable ya no estaba. En su lugar había dureza, incluso crueldad, unos ojos que brillaban de sospecha donde una vez había brillado la alegría. Un tipo peligroso.

Su padre le había dicho: «Exigió dinero para irse y no molestarte más», pero incluso después de ver el cheque se había repetido que no podía ser cierto. Si hubiera vuelto, habría creído cualquier explicación, pero no volvió a saber de él y al final se cansó de gritar en la oscuridad. Al verlo en aquel momento comprendió que lo peor era cierto. Luca necesitaba dinero y había vendido el amor que compartían para conseguirlo.

– Luca -comentó de repente Philip Steyne con alegría-, por si te preguntas por qué te hemos sentado junto a Rebecca, es porque habla italiano, incluso toscano.

– Muy amables -contestó él, y volvió su atención a Rebecca para hablar con ella en toscano-. Bueno, ¿vamos a actuar toda la noche como si no nos conociéramos?

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