Al día siguiente Becky salió pronto de casa para buscarlo. Se había acostado pensando en él, se había quedado tumbada despierta pensando en él, se había dormido al fin, soñado con él y había despertado pensando en él.
Sus labios la habían embaucado. Deseaba besarlos y sentir su beso. También sus brazos, tan poderosos como el acero. Estaba tan segura de que lo deseaba como lo había estado siempre de todo, con la convicción de una niña a la que nunca le habían negado nada.
Nunca había besado a un hombre, pero ahora que había conocido a Luca, lo deseaba como si su cuerpo se hubiera despertado de repente, enviándole un mensaje al cerebro de que aquel era su hombre. La única pregunta era cuándo y dónde, pues era imposible que el mundo, o el mismo Luca, se lo negaran.
Cuando estaba llegando, él oyó el trote del caballo y miró. Ella desmontó y lo miró, y entonces se dio cuenta de que él había pasado la noche igual que ella.
– No deberías estar aquí -le dijo él-. Te dije que no montaras sola.
– Entonces, ¿por qué no has venido a buscarme?
– Porque la signorina no me dio órdenes de hacerlo -contestó él con orgullo.
– Pero yo no te doy órdenes. Somos amigos.
Se quedó de pie mirándolo, deseando que obedeciera sus deseos. Él le sonrió con aquella sonrisa que le aceleraba el pulso.
– ¿Por qué no entras y haces té? -sugirió él.
Ella entró y pasó el resto del día ayudándolo en la casa. Él hizo unos rollos de salami que a ella le parecieron la mejor comida que hubiera probado, pero no se había echado atrás en su determinación de que la besara.
Le costó tres días acabar con su resistencia. En ese tiempo llegó a conocer algo al joven. Este tenía un orgullo que la hacía arder, aunque siempre la calmaba para su propio bien. El primer día él le había dicho «lo que te parezca bien» y aquello se convirtió en su mantra. Lo que a ella le pareciera a él también le parecía bien. El hombre grande, tan feroz con los demás, era como un niño en sus manos, lo cual le proporcionaba una deliciosa sensación de poder.
Pero no logró que hiciera lo que quería por encima de todo. Ella creaba una oportunidad tras otra, que él rechazaba, hasta que un día le dijo:
– Creo que debes irte a casa ahora -y añadió en un inglés horrible-. Me ha encantado conocerte.
La respuesta de ella fue tirarle un panecillo, a lo que él se agachó, pero no pareció desconcertado.
– ¿Por qué ya no te gusto? -gritó ella.
– Sí que me gustas, Becky, me gustas más de lo que deberías. Por eso te tienes que ir, y no volver.
– Eso no tiene sentido.
– Creo que sabes a qué me refiero.
– ¡No! -chilló ella, que no quería entender lo que no le convenía.
– Creo que sí. Sabes lo que quiero contigo, y no puedo tenerlo. No debo, eres una niña.
– Tengo diecisiete años. Bueno, en un par de semanas. No soy una niña.
– Pues hablas como tal. Tienes que tener todo lo que quieras. De momento me quieres a mí, pero yo soy un hombre, no un juguete con el que jugar y dejar tirado después.
– No estoy jugando.
– Pues lo haces. Eres como un gatito con un ovillo. Aún no has aprendido que la vida puede ser cruel y amarga, y Dios no quiera que lo aprendas por mí.
– Pero has dicho que me querías. ¿Por qué no podemos…?
– Becky, mi abuelo era el carpintero de tu abuela. Yo también soy carpintero. A veces trabajo reparando coches, ensuciándome.
– Oh, a nadie le importan ya esas cosas.
– Pregúntale a tu padre si le importa.
– Esto no tiene nada que ver con mi padre. Es sobre tú y yo.
– ¡No seas estúpida! -gritó él, perdiendo los nervios de repente.
– No me llames estúpida.
– Eres estúpida. Si no, no vendrías a estar a solas con un hombre que te desea tanto como yo. Nadie te oiría si pidieras ayuda.
– ¿Y por qué iba a pedir ayuda contra ti? Te conozco y…
– No sabes nada -la cortó él airado-. Me paso las noches despierto imaginándote en mi cama, en mis brazos, desnuda. No tengo derecho a pensar esas cosas, pero no puedo evitarlo. Y entonces vienes tú sonriendo y diciendo «Luca, te deseo», y me vuelves loco. ¿Cuánto crees que puede aguantar un hombre?
– ¿Me deseas? -fue lo único que le impactó.
– Sí -dijo él de forma seca, y se volvió a mirar por la ventana-. Ahora vete.
– No me voy -dijo ella en voz baja, casi para sus adentros. Era más que una decisión, era una declaración de que había elegido su camino y pensaba seguirlo.
Fue detrás de él y le pasó los brazos por el cuerpo. Como había imaginado, él se volvió y cayó en la trampa, pues ella se había quitado la camiseta y él se topó con su piel desnuda, sus brazos, sus hombros, sus pechos. Luca hizo un último intento.
– No, Becky, por favor.
Pero las palabras murieron en los labios de ella. La besó con ternura al principio y después con ansia creciente, mientras la exploraba con las manos y las manos de ella lo exploraban a él. Llevaba una camisa abierta por arriba, que a ella no le costó mucho desabrochar del todo para apoyar sus senos contra el cuerpo. Pese a su inexperiencia, supo enseguida que aquello era demasiado para el control de Luca. Cuando le fue a quitar la camisa, lo hizo él.
Al principio todo lo que sintió fue la ternura del campesino, que la animaba a seguir. Ella, que ya lo deseaba fervientemente, lo ayudaba a que le quitara el resto de la ropa y después la de él, anticipándose a sus movimientos, lo cual hizo reír a Luca.
– No tengas tanta prisa.
– Es que te deseo, Luca.
– Si no sabes lo que quieres, iscina. No tengo derecho, tenemos que parar.
– ¡No! O te pego.
– Matoncilla -susurró él.
– Entonces será mejor que me dejes salirme con la mía -bromeó ella.
Aquello acabó con su control. A partir de ahí no habría habido fuerza en el mundo capaz de impedir que la explorara, encantado por su dulzura y su joven pasión por él.
Cuando la penetró, ella soltó un gritito de excitación y comenzó a moverse contra él. Él se entregó por completo, disfrutando de su franco entusiasmo por hacer el amor y de la falta de falsa modestia. Enseguida Becky llegó a un clímax que la mareó. Un momento se lo estaba pasando bien y al momento siguiente estaba en las estrellas.
– Oh, uau -dijo, casi sin aliento-. Oh, uau.
Al momento volvió a saltar sobre él, sin hacer caso de sus quejas. En aquella ocasión Luca la amó más despacio, o tan despacio como ella lo dejó, acariciándole los senos hasta que ella lo rodeó con las piernas para pedir que la llenara, y él no pudo más que ceder. Después los dos se quedaron tumbados, bajando de las alturas y regocijándose por encontrar al otro a su lado.
– ¿Por qué no querías dejarme? -le susurró ella-. Ha sido precioso.
– Me alegro. Quiero que todo sea siempre bonito para ti. Y maravilloso.
– Ya es maravilloso, tú eres maravilloso, y todo en este mundo es maravilloso porque me quieres.
– No he dicho que te quiera -gruñó.
– Pero lo haces, ¿no?
– Sí -contestó, y la apretó contra sí-. Te quiero, Piscina. Te quiero con toda mi alma y mi corazón, y con mi cuerpo.
– Ya lo sé -dijo ella, con una risilla tonta.
El día que Frank regresaba, Becky fue a recogerlo al aeropuerto de Pisa, y en el camino a casa le explicó que había tenido éxito.
– He conseguido todo lo que quería a menos de lo que esperaba pagar, sí señor.
– ¿Se quedará gente sin trabajo? -le preguntó ella, que lo había oído hablar así muchas veces, pero que en aquella ocasión recordó la desesperación de los tres ingleses.
– ¿A qué viene eso?
– Si logras tanto beneficio, alguien tendrá que perder, ¿no?
– Por supuesto alguien pierde siempre, pero son los peleles, los que se merecen perder porque la naturaleza los ha hecho perdedores.
– Pero ¿es la naturaleza la que los hace perdedores o tú?
– Becky, ¿qué es esto? Nunca habías tenido estas ideas.
– Cerraste un sitio en Inglaterra -comenzó ella, después de pensar que nunca había tenido ideas de ningún tipo- y vinieron a buscarte unos de los que dejaste sin trabajo.
– ¡Demonios! ¿Y qué pasó?
– Que me encontraron a mí. Estaba montando a caballo sola y aparecieron tres hombres.
– ¿Te hicieron daño?
– No, pero solo porque apareció otro hombre y me rescató. Se llama Luca Montese y vive cerca. Estaba trabajando en su cabaña cuando oyó los gritos. Los puso firmes, dejó a uno inconsciente y salieron corriendo.
– Entonces debo agradecérselo. ¿Dónde ocurrió exactamente? -le preguntó, y ella le describió el lugar-. No sabía que tuviera arrendatarios por ahí.
– No es un arrendatario, esa pequeña porción de tierra es suya. Dice que has intentado comprársela, pero que no la va a vender.
– ¿Montese? -murmuró-. Montese, ¿es él? Mi agente Carletti me habló de uno que estaba causando problemas.
– No está causando problemas, papá, sólo quiere mantener su hogar.
– Tonterías. No sabe lo que es mejor para él. Carletti me dijo que no es más que una casucha miserable e insalubre.
– Ya no. Ha hecho un trabajo fantástico de reforma.
– ¿Has estado allí?
– Me llevó después de salvarme y me hizo un té. Era muy bonita y acogedora. Ha trabajado mucho.
– Pues está perdiendo el tiempo. Al final la conseguiré.
– No lo creo. Está decidido a no vender.
– Pues yo estoy decidido a que lo haga, y soy mucho más fuerte que cualquier jovencito campesino.
– ¡Papá! Hace un momento querías darle las gracias y ahora pretendes intimidarlo.
– Qué tontería -dijo él con su risa fácil-. Simplemente voy a mostrarle lo que le interesa.
Visitó a Luca aquel mismo día, lleno de cordialidad, para agradecerle haber protegido a Becky al tiempo que se las ingeniaba para «asesorarlo» en un modo que avergonzó a ésta. La respuesta de Luca fue de una tranquila dignidad. Entonces Frank miró a su alrededor.
– Carletti me ha contado que rechazas bastante más de lo que vale este lugar.
– Entonces su ayudante le ha informado mal -respondió Luca tranquilamente-. Este lugar lo es todo para mí, y no lo voy a vender.
– De acuerdo. Mira, este es el trato. Como has ayudado a mi hija doblo mi última oferta.
– Signor Solway, mi casa no está en venta.
– ¿A qué tanto drama por un tugurio como este? Si no es ni media hectárea.
– Entonces, ¿por qué le preocupa tanto?
– Eso no te concierne. He hecho una oferta más que justa y no me gusta que jueguen conmigo.
– Signor, creo que no entiende la palabra no.
Era tan absolutamente cierto que Frank perdió los nervios y vociferó de forma indiscriminada hasta que Becky lo detuvo.
– Papá, ¿has olvidado lo que hizo por mí?
Frank puso mala cara. Odiaba no tener razón pero no podía retroceder, así que salió sin más palabras.
– ¡Becky! -gritó.
– Ve con él -le dijo Luca cuando esta no se movió.
– No, me quedo contigo.
– Empeorará las cosas. Por favor, vete -le rogó, y ella cedió.
Al día siguiente Frank reconoció, nervioso.
– A lo mejor me pasé un poco ayer con Luca.
– Te pasaste mucho -le dijo Becky-. Creo que deberías disculparte.
– Ni hablar, me haría parecer débil. Pero tú eres otra cosa. ¿Por qué no te dejas caer y le convences de que no soy tan malo? Que no suene como una disculpa pero… Bueno, mételo en cintura.
Becky salió de casa muy contenta, pensando en que podía pasar el día con Luca sin tener que inventarse una excusa. El campesino la vio aproximarse a lo lejos.
– ¿Sabe tu padre que estás aquí? No te metas en líos por mí.
– ¿Me estás pidiendo que me vaya? -preguntó ella, dolida.
– Puede que sea lo mejor.
– Parece que no te importa lo que haga.
– No quiero verte sufrir.
– En otras palabras, ¿me estás dando calabazas?
– No seas tonta -gruñó él-. Claro que no quiero que te vayas.
Ella corrió a abrazarlo y lo colmó de besos.
– No voy a irme, cariño, no te voy a dejar.
Él la besó con fuerza y ella respondió con su joven y desmedida pasión. Entonces Luca se retiró temblando por el esfuerzo que le supuso calmar el deseo pero decidido.
– Moriría antes de hacerte daño -le dijo, con voz temblorosa.
– Pero cariño, no me estás haciendo daño. Papá me ha dicho que venga a verte.
– ¿Y por qué iba a hacer eso? -le preguntó con mirada irónica.
– ¿No lo adivinas? -rió ella-. Quiere que te suavice para su próxima oferta.
– ¿Y lo vas a hacer?
– Claro que no, pero me ha dicho que te meta en cintura, y mientras piense que lo estoy haciendo no montará un escándalo por que venga aquí. ¿A que soy lista?
– Eres una bruja taimada.
– Sólo pongo en práctica la teoría de mi padre, que dice que cuando crees que alguien está haciendo algo por ti en realidad se está haciendo su propia agenda. Y tú eres mi agenda, así que ven aquí y deja que te encamine.
Le tomó la mano y él fue con ella sin resistirse, pues ni entonces ni después iba a poder negarle nada, y aquello iba a ser la ruina para ambos.
– ¡Maldito seas, Luca, me has engañado!
– ¡Tonterías!, te has metido en esto sin asegurarte.
– Pensé que podía confiar en ti.
– Pues más tonto fuiste. Te advertí de que no te fiaras de mí, y Dios sabe cuántos de mis enemigos te avisaron.
El hombre al otro lado del escritorio estaba furioso de pensar en el dinero que había codiciado y perdido. Era el último de una larga lista que creyeron que podrían engañar a Luca Montese y se habían dado cuenta de que no podían.
– Se suponía que estábamos juntos en esto -le soltó.
– No. Tú creíste que podrías utilizarme. Yo te conseguía la información y luego tú ibas a cerrar el trato a mis espaldas. Deberías haber sospechado más. Cuando crees que alguien está haciendo algo por ti en realidad se está haciendo su propia agenda.
Entonces ocurrió algo extraño. Al tiempo que pronunciaba las palabras, sintió un malestar que lo obligó a tomar aire. Era como si el mundo hubiera cambiado de repente de una situación en la que tenía todo bajo control a otra donde todo era extraño y amenazador.
– ¡Sal! Te enviaré un cheque por tus gastos.
El hombre se fue deprisa, aliviado por recuperar sus gastos, lo cual era más de lo que cualquiera hubiera sacado de Luca Montese, y se preguntó si el monstruo estaría perdiendo su toque. Una vez solo, Luca se quedó quieto un rato, en el que le pareció que las paredes se estrechaban y de repente no pudo respirar. La frase había salido con tanta naturalidad que cualquiera podría haber dicho que era suya. Pero llevaba una dulzura tan insoportable que casi lo destruyó. Se estaba ahogando. Se puso de pie y abrió la ventana, pero aun así no desapareció el recuerdo.
La había dicho ella, y entonces lo había tumbado en la cama y lo había amado hasta que le dio vueltas la cabeza. Entonces la había amado él, y le había entregado todo cuanto tenía, cuerpo y alma, un error que no había vuelto a repetir en quince años, en los que había amontonado dinero y poder. Le había ordenado a su corazón que se endureciera hasta no sentir nada, y había tenido éxito como en todo lo demás.
Pero ahora le ocurría algo que lo asustaba. El pasado llamaba cada vez más fuerte, tentándolo a volver a un tiempo en que había estado abierto a los sentimientos.
Sólo había una persona que no tuviera miedo cuando Luca estaba cerca, Sonia, su asistente personal. Una mujer madura, serena y eficiente, que lo miraba con ojos mitad maternales, mitad cínicos. Era la única persona en quien confiaba y con la que hablaba de su vida personal.
– No pierdas el tiempo amargándote -le aconsejó tomando algo aquella tarde-. Siempre has dicho que era de débiles. Tienes tu divorcio, así que olvídalo y vuélvete a casar.
– ¡Jamás! -saltó él-. ¿Otro matrimonio estéril del que se pueda reír la gente? No, gracias.
– ¿Por qué tiene que ser estéril? Que no hayas tenido un hijo con Drusilla no quiere decir nada. A algunas parejas les pasa; no pueden tener niños juntos, pero cada uno lo puede tener con otra persona. No se sabe por qué, pero pasa. Este peluquero es su «otra persona», y ahora tú puedes buscar la tuya. No puede ser muy difícil, eres un hombre atractivo.
– No es muy propio de ti decirme cumplidos. Normalmente para ti soy un fulano imposible con un ego del tamaño de la cúpula de San Pedro y… He olvidado los otros pero seguro que tú te acuerdas.
– Egoísta, monstruoso e insufrible. Te he llamado otras muchas cosas y no las retiro.
– Probablemente tengas razón.
– Pero eso no hace que no seas atractivo, y hay un montón de mujeres por ahí.
Luca se quedó en silencio tanto tiempo que Sonia se preguntó si lo habría ofendido.
– También podría ser de otra forma -dijo al fin.
– ¿Cómo?
– Supón que no hay millones de mujeres, supón que hay sólo una con la que tuviera esperanzas de poder concebir un hijo.
– Nunca he oído que fuera así.
– Pero podría ser -insistió él.
– Entonces tendrías que encontrarla, y sería como buscar una aguja en un pajar.
– No si ya sabes quién es.
– Ya lo tienes decidido, ¿no? Luca, no crees eso porque sea cierto, sino porque quieres que lo sea. Es bastante agradable saber que puedes ser tan irracional como el resto de nosotros -comentó ella, y lo miró con curiosidad-. Debe de haber sido muy especial.
– Sí. Era especial.
Era un hombre de acción, así que con un par de llamadas al día siguiente estaba en su oficina un representante de la mejor agencia de detectives que el dinero pudiera comprar.
– Rebecca Solway -dijo de forma seca para que no se le notara que se le revolvía el estómago-. Su padre era Frank Solway, propietario de la finca Belleto en la Toscana. Encuéntrenla. No me importa lo que cueste, pero encuéntrenla.
Fue una noche de éxito. Philip Steyne, el presidente del banco, trató a Rebecca con admiración, y se quedó tan impresionado como Danvers pensaba que se quedaría. Cuando Rebecca se ausentó un momento, Steyne le comentó.
– Felicidades, Jordan. Hará la nota crediticia del banco. ¿Para cuándo el anuncio?
– Cualquier día, espero. No hemos hablado de nada específico, pero es obvio que entiende hacia dónde nos encaminamos.
– Bueno, en la buena banca se paga el ser específico. No lo demore mucho -le aconsejó, y se dirigió a Rebecca al regreso de esta-. Rebecca, deja que me aproveche de tus dotes de experta. Eres mitad italiana, ¿verdad?
– Sí, mi abuela materna era de la Toscana.
– ¿Y hablas el idioma?
– ¿A qué idioma se refiere? Está la madre lingua, el idioma oficial que usan los medios de comunicación y el Gobierno. Pero también tienen dialectos regionales, que son idiomas en sí mismos. Yo hablo la madre lingua y toscano.
– Impresionante. La verdad es que el toscano nos vendrá bien. La sede de esta empresa está en Roma, pero creo que empezó en Toscana, y ahora está por todo el mundo.
– ¿Empresa?
– Raditore, S. A. Propiedades, finanzas, un poco de todo. Está comprando de repente una cantidad enorme de acciones del Allingham, y al banco le interesa una aproximación. Propongo una cena en mi casa, a ver lo que podemos sacar de ellos.
– Has impresionado al viejo, cariño -la alabó Danvers al llevarla a casa.
– Bien. Me alegro de haberte servido de ayuda.
Ella le respondió de forma mecánica y él la miró de reojo mientras pensaba que era la segunda ocasión en que estaba de un humor extraño y esperaba que no se convirtiera en hábito. De nuevo no lo invitó a su habitación, lo cual lo molestó, pues esperaba discutir la inminente cena. Una vez lejos de su vista, Rebecca cerró los ojos y suspiró, se desvistió deprisa y se metió en la ducha, como si quisiera lavarse la noche entera. Tenía los nervios a flor de piel igual que la noche anterior. La mención de Toscana la había alterado, y el fantasma había entrado otra vez.