Tenía diecisiete años y era tan bella como una muñeca, y tan inerte. Estaba sentada frente a la ventana mirando sin ver el paisaje italiano. No se volvió cuando se abrió la puerta y entró una enfermera con un hombre de mediana edad que mostraba una jovialidad que no acompañaba a la tristeza de sus ojos.
– ¿Cómo está mi niña preferida? Te he traído a alguien -saludó a la muñeca, que no contestó y ni siquiera lo miró, y se volvió a un joven detrás de él-. Que sea rápido.
El joven tenía veinte años, el pelo greñudo y una barba de días, y su mirada reflejaba al mismo tiempo dolor e ira. Fue corriendo hacia la niña y se arrodilló a su lado.
– Becky, mia piccina, soy yo, Luca. Mírame, te lo suplico. Perdona todo lo que he hecho. Dicen que nuestra hija ha muerto y que es culpa mía. Nunca quise hacerte daño. ¿Puedes oírme?
Ella volvió el rostro y pareció mirarlo, pero no había reconocimiento en sus ojos sin vida.
– Escúchame, lo siento, piccina, lo siento mucho. Becky, por Dios, di que me entiendes.
Ella seguía callada. Él le acarició el pelo, pero ella no se movió…
– No he visto a nuestra hija -dijo él con voz ronca-, ¿era tan guapa como tú? ¿La has tenido en brazos? Háblame. Di que sabes quién soy, que aún me quieres. Yo te querré toda la vida. Sólo di que me perdonas por todo el dolor que te he causado, sólo quería hacerte feliz. Por el amor de Dios, háblame.
Pero ella no dijo nada y siguió mirando por la ventana. Él dejó caer la cabeza sobre el regazo de la joven y lo único que se oyó en la habitación fueron sus sollozos.