Estaba recogiendo las sobras del aperitivo y preparándose para entrar cuando oyó una voz detrás de ella.
– Lo siento, Becky, por todo.
– ¿Qué? -se volvió a toda prisa, sin estar segura de haber oído aquellas palabras, pero Luca ya se estaba levantando.
– Es hora de que vuelva al trabajo -dijo este, estirando las piernas-. Veamos hasta dónde podemos llegar hoy con el tejado.
Fijó unas cuantas vigas hasta que la luz fue demasiado débil y entonces sacó una techumbre de fieltro de la furgoneta.
– Lo clavaré al agujero esta noche para que te tape. Mañana con suerte estará terminado.
Cuando lo hubo fijado en su sitio comió tan rápido como pudo lo que Becky le había preparado. Esta había esperado que pudieran hablar más, pero él se despidió y se fue.
Había hecho los arreglos justo a tiempo, pues aquella misma noche el cielo se abrió. Ya había terminado el verano y la primera tormenta de otoño fue impresionante, sobre todo para la mujer que miraba hacia el techo, preguntándose cuánto aguantaría. Pero no caló ni una gota. Como constructor Luca no tenía precio.
Justo cuando se estaba empezando a relajar Rebecca oyó un ruido en el exterior y se sentó de golpe para escuchar, pero el sonido de la lluvia solapaba todo lo demás.
Al final salió de la cama y se puso una bata para salir. El viento la empujó con tal fuerza que se tuvo que agarrar para que el viento no la metiera de nuevo en la casa. Tomó aire y miró la lluvia caer como una sábana. No vio ningún signo de problemas, pero oyó otro ruido en la esquina de la casa y se dirigió hacia ella. Llegó justo cuando un relámpago iluminó el cobertizo donde guardaba la leña y vio que se había desprendido el tejado.
– Fantástico -dijo, pues pensó que se le mojaría toda la leña y no sólo no ardería sino que llenaría la cocina de humo.
Sólo podía hacer una cosa. Recogió un montón de leños y se tambaleó hasta la puerta. Por el camino se pisó el cinturón de la bata y se cayó en el barro. Maldijo furiosa y se levantó sin quitarle el ojo a los leños empapados, ayudada por la luz de los rayos.
– Becky, ¿qué estás haciendo aquí? -sonó de repente la voz de Luca.
– ¿A ti qué te parece, que estoy bailando? Se ha caído el cobertizo y la madera se está mojando más aún que yo, lo cual ya es bastante.
– Vale; yo lo llevaré. Tú entra a secarte.
– No mientras quede madera.
– Lo haré yo.
– Una persona tardaría demasiado. Se va a empapar.
– He dicho que lo haré yo.
– Luca, te juro que si dices eso una vez más te rompo la crisma.
– Sólo intento cuidar de ti.
– ¡Pues no lo hagas! No te lo he pedido. Haré yo sola lo de la madera.
– No vas a hacerlo tú sola -contestó él, subiéndose por las paredes-. Mientras discutimos se está mojando.
– Entonces vamos -dijo ella, y fue por los leños antes de seguir discutiendo.
Cuando habían llevado la cuarta parte de la madera, él propuso.
– Eso es todo. Hay suficiente para unos días. Mientras podemos seguir metiendo el resto y secarlo.
– De acuerdo. Entra y sécate.
Fueron chapoteando a la puerta, y por el camino Luca cerró la furgoneta de un portazo que mostró lo que sentía. Una vez dentro, Rebecca encendió unas velas y rebuscó en un armario, agradeciendo que el único lujo que se había permitido habían sido unas toallas de la mejor calidad y dos enorme albornoces.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó Luca mientras se sentaba con el albornoz.
– Porque no soy una mujercita indefensa.
– Pero eres muy torpe -refunfuñó él.
– Oh, cállate -dijo ella mientras le tiraba una toalla a la cabeza y se secaba la suya.
– ¿A qué ha venido eso? Sólo digo que podías haber llamado a la puerta de la caravana y haberme despertado.
– Me sorprende que no oyeras caerse el cobertizo, con el ruido que ha hecho.
– Pues no lo he oído. Ha sido pura casualidad que me haya despertado. Si no, supongo que lo habrías metido todo dentro.
– No, habría sido sensata y habría parado, como hemos hecho -se defendió ella, a lo que él gruñó-. Y no gruñas como si no creyeras una palabra de lo que te digo.
– Te conozco. Dirías cualquier cosa para ganar una discusión.
– Sí -contestó ella con sonrisa maliciosa-, lo haría. Así que no me provoques.
– No, si ya tengo heridas de eso, ¿no? -preguntó él con ironía.
– Los dos tenemos heridas -le recordó ella-. Viejas y recientes.
– Pero todavía me hablas -dijo él con curiosidad.
– No, hablo con el hombre que me ha arreglado el tejado. Es difícil encontrar buenos obreros.
– Mi única habilidad honrada -rió él.
– No seas tan duro contigo.
Rebecca pensó que él diría algo, pero sólo agarró la toalla y siguió frotándose la cabeza. Ella hizo té y unos bocadillos y comieron en silencio. Luca parecía cansado y abstraído, y ella se preguntaba si estaría lamentando haber comenzado aquello.
– ¿Qué pasó contigo? -preguntó de repente el italiano.
– ¿A qué te refieres?
– ¿A dónde te evaporaste?
– ¿No te lo han contado tus detectives?
– Te siguieron el rastro hasta Suiza, pero se perdió. Supongo que es lo que pretendías.
– Claro. Sabía que contratarías a los mejores y que mirarían los aviones, los ferrys y cualquier sitio con control de pasaporte, así que crucé la frontera entre Suiza e Italia de forma «no oficial».
– ¿Cómo?
– No importa -contestó ella con una sonrisa.
– ¿Así de sencillo?
– Así de sencillo. Entonces me moví a todas partes en tren o autobús, porque si alquilaba un coche dejaría un rastro.
– ¿Por eso tienes esa bici tan increíble atrás?
– Exacto. La compré en efectivo, sin preguntas.
– Me lo imagino. Debieron de alegrarse de librarse de ella antes de que se cayera a pedazos. ¿Con qué has hecho esa cosa que tiene detrás?
– ¿Te refieres a mi remolque?
– ¿Así es como lo llamas?
– Pues claro -contestó ella muy digna-. Estoy muy orgullosa de él. Junté varias cajas. Había un cochecito en el granero y le quité las ruedas. Lo siento; sé que eran tuyas.
– No te preocupes, no te las voy a pedir. Si es el cochecito que creo se estaba desmoronando de todas formas. De hecho creo que ya se estaba desmoronando cuando lo adquirieron mis padres. Lo ganó mi padre a las cartas cuando mi madre me esperaba, pero creo que a ella no le gustó. No puedo creer que lo uses.
– Sólo para ir al pueblo por provisiones. Comida, leña, esas cosas.
– ¿Has traído leña en esa cajita?
– Una vez, pero puse demasiada y se me rompió, así que tuve que venir por un martillo y clavos y volver, arreglarlo y terminar el trabajo. La leña estaba donde la dejé.
– Claro; la gente por aquí es honrada. ¿Por qué no hiciste que te los llevaran?
– Porque entonces la gente sabría dónde vivo.
– ¿Y los hoteles en los que estuviste? ¿No te pidieron el pasaporte?
– Paso por italiana. He estado por todo el país, pero nunca me he quedado mucho tiempo.
– De todas las cosas astutas y maquinadoras… -suspiró él-. Pensaba que yo era un conspirador, pero no tengo nada que hacer a tu lado.
– Soy buena, ¿eh? -preguntó ella con cierta sonrisa coqueta.
– Podrías enseñarme un par de cosas -contestó él, devolviéndole la sonrisa.
Pero ambas eran forzadas y desaparecieron enseguida.
– Quería quedarme un tiempo en algún sitio -continuó Rebecca-, pero no sentía que perteneciera a ninguno, así que siempre iba a otro.
– Hasta que viniste aquí -dijo él, dejando en el aire las consecuencias de ello, pero ella no lo captó-. Estabas muy decidida a escapar de mí, ¿verdad? -dijo al fin en tono grave.
– Sí.
Como Luca no contestó, ella levantó la vista para verle el rostro a la luz parpadeante de las velas. Pudiera ser el efecto de la llama, pero le pareció ver en él la tristeza más impresionante que hubiera visto. Él no se giró para ocultarla; simplemente se sentó observándola con una mirada desnuda e indefensa que era más de lo que ella podía soportar.
– Luca -lo llamó. No pretendía decir su nombre, pero le salió solo.
La emoción la embriagó y tuvo que taparse el rostro apoyando la cabeza sobre el brazo en la mesa. No sabía qué hacer, pues lo que sentía estaba más allá de las lágrimas: la desesperación por los años perdidos, las oportunidades que nunca recuperarían, el amor que parecía haber muerto dejando atrás nada más que desolación. Podría tener a su hijo, pero era demasiado tarde para ellos.
Entonces creyó sentir que le acariciaban el pelo y quizá que murmuraban su nombre pero no estaba segura y no miró. No quería que viera sus lágrimas. Lo escuchó ir a la cocina y meter más leña para volverse a sentar.
– Eso lo mantendrá hasta mañana -dijo Luca-. Vuélvete a la cama y entra en calor.
– ¿Dónde vas? -le preguntó ella cuando, al levantar la vista, lo vio junto a la puerta.
– A la furgoneta. Voy a ponerme ropa seca y mañana te devolveré las toallas.
– No, ¡espera! -lo detuvo ella, que no se había preguntado dónde podría dormir, pero le parecía monstruoso que regresara a la inhóspita furgoneta mientras ella tenía todas las comodidades-. No puedes volver a la furgoneta.
– Claro que puedo. Estoy muy bien allí.
Ella saltó con un brazo al frente para detenerlo, pero se detuvo de golpe por la debilidad que la asaltó. Durante un momento tuvo la mente confusa y la cocina bailaba a su alrededor. Luego desapareció el mareo.
No estaba segura de si la había sujetado él o era ella la que se había colgado, pero estaban agarrados con fuerza y se sintió furiosa consigo misma, pues pensó que ahora lo descubriría. Esperó una exclamación, las preguntas, sentirse acorralada.
– A lo mejor no has cenado suficiente -le dijo él-. A quién se le ocurre cargar leña con el estómago vació. ¿Quieres que te traiga algo?
– No, gracias.
– Entonces deberías ir directa a la cama. Vamos -ordenó, y la llevó al dormitorio sujetándola de manera firme pero impersonal y la metió en la cama.
– ¿Estás bien?
– Sí. Gracias, Luca.
– Durmamos lo que queda de noche. Mañana nos espera otro día duro.
Luca cerró la puerta detrás de él y luego ella oyó la puerta principal. La oscuridad no ofrecía respuestas. Rebecca intentó revisar lo que había visto en sus ojos cuando la había sujetado, pero no le habían revelado nada, pues habían tenido una mirada vacía, que no mostraba el fondo. Era como si se hubiera echado atrás, dándole espacio suficiente para una negación si ella hubiera querido. Becky siempre había creído que lo conocía a fondo, pero ahora se preguntaba si alguna vez había sabido algo de él.
En los siguientes días, Rebecca descubrió que el espacio que le había parecido que él le ofrecía no era una ilusión. En cierto modo lo había hecho desde que había aparecido, durmiendo fuera sin importar el tiempo, sin entrometerse nunca ni decir una palabra que pudiera provenir de un amante. Pero ahora había algo diferente, como si él también necesitara espacio. Becky pensó que quizá lo estuviera haciendo por sí mismo, que terminaría la casa para que ella estuviera a salvo y entonces se iría y nunca preguntaría por el niño. Porque no quería saber. Era como vivir con un fantasma. Pero sobre todo Becky estaba en paz, y paz era lo que más apreciaba.
Poco a poco la casa iba cobrando vida. La culminación del tejado significó que otra habitación, que había estado completamente a la intemperie, se hacía habitable, así que Rebecca se dispuso a limpiarla de arriba abajo. La respuesta de Luca fue desaparecer un día casi entero, en el que regresó con un generador portátil y una aspiradora.
– He tenido que ir a Florencia a comprarlo -dijo-. Era el último que tenían. No es demasiado grande, pero nos servirá. ¿Has preparado la cena?
– No. No sabía si ibas a volver así que no he preparado nada.
– Ah, vale.
– ¡Deja de ser tan amable! -gruñó ella-. Hay filetes; ahora los hago.
A partir de entonces resultó más sencillo trabajar y tuvieron algo de luz por las tardes, aunque seguían refugiándose en la cocina.
– Podrías mudarte aquí -propuso un día Rebecca, cuando la habitación estuvo terminada-. Para dormir, me refiero. Es mejor que la furgoneta.
– Vale -contestó él tras meditarlo un poco.
Llevó la furgoneta al pueblo y regresó con un catre de hierro de segunda mano.
– Es muy estrecho -le dijo ella con dudas-. No puede medir más de noventa centímetros.
– La gente de aquí vive en casa pequeñas, así que tienen que tener muebles estrechos.
Pero el colchón era inservible, así que tuvo que comprar otro, y regresó con uno nuevo treinta centímetros más ancho que la cama.
– ¿Ves? No importa que la cama sea estrecha. Lo único que notaré será el colchón.
– Pero se sale más de quince centímetros por cada lado. Te vas a caer cada vez que te des la vuelta.
– Tonterías. Lo he pensado todo científicamente.
Se lo explicó al detalle y Rebecca le contestó con un gesto de mofa. Por la noche se fue a la cama y se cayó científicamente de ella tres veces, hasta que puso el colchón en el suelo y utilizó la cama para meter todo aquello a lo que no le encontraba otro sitio.
El humor era una línea de salvación, que hacía posible el viaje hasta que se dieron cuenta de a dónde dirigía. Pero incluso mientras se reían de los percances de Luca sabían que la frágil atmósfera no podría durar para siempre. Lo que la despedazó surgió sin avisar. Estaban sentados en la cocina escuchando la radio y riéndose de los intentos de Luca de reparar el remolque.
– Bueno, ya lo he juntado. Pero ¿merece la pena? ¿Tienes alguna utilidad para él? -preguntó al fin, a lo que ella negó con la cabeza-. Bien -dijo, y lo dejó contra un rincón, donde se le cayó una rueda-. Mi padre insistía en guardar esa cosa por si tenían otro hijo, pero nunca ocurrió. Entonces Mama murió cuando yo tenía diez años.
– Sí, recuerdo que me lo contaste. Debes de haberte sentido muy solo sin hermanos.
– Tenía a mi padre para cuidar. Estaba perdido sin ella -dijo, con una carcajada-. Bernardo Montese, el gigante local, el gran hombre al que todo el mundo temía. Pero por dentro era un blandengue, así que primero ella cuidó de él y después yo. Era como cuidar de un niño pequeño.
– Lo querías mucho, ¿verdad?
– Sí. Estábamos en la misma onda. Ahora me doy cuenta de que en parte era porque era como un niño grande. No se podría imaginar viéndolo gritar a los demás, pero bajo esa fortaleza había una debilidad oculta, y si la tocabas se derrumbaba.
Becky lo observaba manteniendo la respiración, pues sabía que algo estaba sucediendo; bajo la calma de la casita las cosas se estaban descontrolando y si quería detenerlo tenía que hacerlo en aquel momento.
– Sigue -susurró.
– Aun así no se quiso deshacer del cochecito. Decía que le gustaría a mi esposa algún día y yo no tuve el valor de decirle que sólo serviría para chatarra. Un día se emborrachó y se cayó en una cantera, y murió al día siguiente. Yo tenía dieciséis años.
Ya le había hablado de sus padres antes, pero nunca de aquel modo. Ella intentó encontrar las palabras adecuadas para animarlo a continuar, pero él siguió con otro asunto.
– Cuando estuvimos en Londres -empezó, y se detuvo como si hubiera perdido el valor.
– Sigue -lo alentó ella.
– Nunca te pregunté por el parto. Quería hacerlo pero…
– Nunca fue el momento oportuno.
– No, pero quiero saberlo, si aguantas hablar de ello. ¿Fue muy duro?
– Fue rápido. Era muy pequeñita, prematura. Fue lo que vino después lo que fue duro. Necesitaba verte; no sabía que la policía te retenía.
– Tu padre debió de llamarla mientras yo avisaba a la ambulancia. Vinieron muy deprisa y me arrestaron, en palabras de tu padre, por «comportamiento violento». Imploré que me dejaran ir contigo, pero no me dejaron. Recuerdo las puertas de la ambulancia cerrándose contigo dentro mientras la policía tiraba de mí hacia el otro lado. Me volví loco y entonces sí me puse violento. Hicieron falta cuatro hombres para sujetarme y sé que a uno de ellos le partí la nariz, así que ya tenían algo de lo que acusarme. Estuve en prisión unos días, sin saber nada sobre ti. Entonces vino a verme tu padre y me dijo que el bebé había nacido muerto, así que podía «olvidarme de cualquier idea que tuviera».
– ¿Qué dijo? -preguntó ella, con los ojos muy abiertos.
– Dijo que nuestra bebé había nacido muerta. ¿Qué pasa, Becky?
– No nació muerta -susurró ella-. Vivió unas horas en la incubadora. Yo la vi. Era tan pequeña, y enchufada a las máquinas por todas partes. Era horrible, pero sabía que los médicos estaban luchando por ella. Lo intentaron todo, pero fue inútil. Se fue.
– Pero ¿estaba viva? ¿Vivió, aunque sólo fuera un poco?
– Sí.
– ¿Pudiste tenerla en brazos?
– No mientras estuvo viva, porque tenía que estar en la incubadora; era su única posibilidad. Pero cuando murió la envolvieron y me la pusieron en los brazos. La besé y le dije que sus padres la querían. Después le dije adiós.
– ¿Recuerdas eso?
– Sí. Por entonces aún estaba bien. La depresión no me llegó hasta unas horas más tarde.
– ¿No te preguntaste dónde estaba yo?
– Sí, le preguntaba a mi padre, y él me contestaba que aún te estaban buscando.
– ¿Te decía eso, cuando sabía que estaba en la cárcel donde él me había metido? -preguntó Luca lleno de rabia contenida.
– Decía que te habías ido. Entonces ella se murió. Después de eso -balbuceó-; después de eso todo se quedó a oscuras. Me sentía presionada, asfixiada, aterrorizada. Todo me daba miedo y no tenía esperanzas de nada. Quizá habría ocurrido de todas maneras, al perder al bebé, pero a lo mejor si hubiéramos estado juntos no, o me habría repuesto antes. Nunca lo sabré.
– No hay nada que no hubiera hecho tu padre por separarnos. No importa lo perverso o falso que fuera; no le importaba mientras se saliera con la suya.
– Creo que al principio creyó que sería fácil. Pero luego se le empezó a descontrolar todo y cada vez tenía que hacer cosas peores para no admitir que se había equivocado. Intentaba rescribir los hechos para demostrar que tenía razón, pero, claro, no podía.
– ¿Lo defiendes?
– No, pero no creo que fuera un mal hombre desde el principio. Se fue volviendo así porque no sabía pedir perdón. Nos destrozó a nosotros pero también a él. Sabía lo que había hecho, pero no podía admitirlo.
– ¿Alguna vez te enfrentaste a él por lo que había hecho?
– Sí, una vez. Tuvimos una pelea muy grande y le dije que había matado a nuestra hija.
– ¿Y qué dijo?
– Nada, sólo me miró y se quedó blanco, y se fue. Luego lo encontré mirando fijamente a la nada. Un año más tarde le dio un ataque al corazón. Sólo tenía cincuenta y cuatro años, pero murió casi al instante.
– No lo siento por él. No lo perdono, y no voy a fingir que lo hago.
– Lo sé. Yo siento lástima por él porque vi lo que se había hecho a él tanto como a nosotros. Pero perdonarle es más de lo que puedo yo también. Además… -se quedó callada largo rato, se levantó y empezó a recoger, como atormentada por la indecisión.
– ¿Qué pasa? ¿Hay más?
– Sí, hay algo que llevo esperando para decirte, pero tenía que ser en el momento oportuno. Ahora, creo…
Se detuvo, rota por la duda, aunque sabía que ya no había vuelta atrás. Luca le tomó las manos.
– Dime, Becky. Sea lo que sea, ya es hora de que lo sepa.