Bajó de las alturas para encontrarse abrazada con fuerza a Luca. Entendió entonces lo que siempre había sospechado, que el motivo por el que nunca había estado receptiva con ningún otro hombre era porque siempre había habido un único hombre para ella. Luca, directo, duro, vengativo, implacable, todo lo que ella odiaba. Pero aun así era él, porque siempre lo había sido, y una parte de ella nunca había cambiado. Entonces él dijo las palabras equivocadas.
– Ha estado bien -dijo, lo cual le heló la sangre-. ¿No lo ha estado?
– Sí -contestó ella siendo amable, pero se retiró.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, que sabía que había metido la pata pero no sabía en qué.
– Nada. Me quiero levantar, por favor.
– Dímelo antes.
– Me quiero levantar.
– ¡Dímelo!
– Luca, si no me sueltas ahora mismo no volverás a verme.
La soltó, lo cual la sorprendió, pues no esperaba que aquella amenaza fuera a hacer efecto en un hombre tan duro.
– ¿Qué ha sido? -volvió a preguntar mientras ella se incorporaba y cubría su desnudez-. ¿Qué ha cambiado?
– Supongo que no debíamos esperar demasiado de una vez. Dejémoslo estar por ahora.
El tono de voz llevaba implícita una advertencia, a la que, sorprendiéndola de nuevo, él hizo caso. Al cabo de un rato el silencio fue tan tenso que lo miró y lo que vio la derritió. Su rostro mostraba la confusión dolida de un niño que no sabe qué ha hecho mal.
– Sí, ha estado bien -lo tranquilizó, mientras lo abrazaba.
– ¿Todavía sé cómo hacerte feliz?
– Sí. Como ningún otro.
– No quiero que me hables de nadie más -se enfadó él.
– No te lo voy a contar, pero mi marido existió. No he vivido en una burbuja todos estos años, igual que tú. He estado casada, igual que tú.
– ¡Ya basta! No quiero oírlo.
– Bien, no tienes por qué. No tienes que oír nada que no quieras -dijo, y se separó de él mientras buscaba su ropa. Al segundo él se puso a su lado.
– No te vayas, Becky. No quiero que te vayas.
– Creo que debo hacerlo -contestó ella, empezando a vestirse.
– No, no debes.
– No me digas lo que tengo o no tengo que hacer.
– No quería decir eso -se apresuró a decir él-. Mira, no te estoy tocando, pero por favor no te vayas. Por favor, Becky, lo haré bien. Sólo dime lo que tengo que hacer, pero por favor quédate. Te lo ruego.
Aquello la volvió a ablandar. De repente habían vuelto a los viejos tiempos, cuando aquel hombre fiero era masilla en sus manos, pero sólo en las suyas. Rebecca dejó lo que estaba haciendo y se inclinó para abrazarlo. Él la respondió, pero con cautela, como si tuviera miedo a enojarla de nuevo.
– Me da miedo que no vuelvas si te vas.
– Voy a volver; quiero volver a verte. Pero tómatelo con calma.
– No puedo. Lo quiero todo de ti ya. Quédate conmigo; vuelve a la cama.
– No, el hotel se va a poner en marcha pronto y no quiero arriesgarme a que me vean.
– Pasa el día conmigo.
– Está bien -contestó ella tras repasar mentalmente el día que había planeado-. Pero antes tengo que hacer un par de llamadas.
– Iremos a algún sitio donde no nos vea nadie que nos conozca. Pero tendrás que decir tú dónde; yo no conozco Londres.
– ¿No habías estado aquí nunca?
– Sí, en viajes cortos de negocios, habitaciones de hotel, viajando en la parte de atrás de los coches a conferencias y sin mirar nunca por el cristal porque estaba ocupado con el teléfono. No podría decir en qué se diferencia de Nueva York o Milán.
– Suena muy triste.
– También es tu mundo, Becky.
– Sí, pero yo me evado de vez en cuando.
– ¿En largos fines de semana en el campo con Jordan?
– Jordan es un tema prohibido.
– ¿Y si yo digo que no lo es?
– No hace ni un minuto has dicho que no querías oír hablar de nadie más.
– Haré una excepción con Danvers Jordan.
– Pero yo no.
– Tienen que ser tus reglas entonces, ¿no?
– Tú has dicho que no habláramos del pasado: son tus reglas y yo estoy de acuerdo. ¿Crees que puedes cambiarlas cuando te convenga? Piénsalo dos veces, porque no voy a bailarte el agua.
– Está bien, está bien, me rindo. Tus reglas.
– No tienes que rendirte, no es eso -le dijo ella, acariciándole la mejilla-. Pero no lo estropeemos.
– Lo que tú digas -contestó él, y le besó la palma de la mano.
– Bueno, hablabas de las ciudades que parecen iguales. ¿No echas de menos las montañas toscanas?
– Cualquier terreno verde -asintió él-. En Nueva York siempre digo que voy a ir a Central Park, pero aún no he ido. Una vez en Londres vi árboles y le dije al chófer que parara; pero sonó el teléfono y como llegaba tarde a una reunión le dije que arrancara otra vez.
– ¿Dónde estabas?
– Acabábamos de pasar un edificio redondo rojo. Creo que el chófer me dijo que daban conciertos en él.
– El Albert Hall. Los árboles que viste son de Hyde Park. Vamos allí entonces.
– Bien -aceptó él, y fue por el teléfono.
– ¿Qué haces?
– Llamar a mi chófer.
– No vamos a llamar a tu chófer, ni al mío -le dijo ella, poniéndole la mano encima.
– ¿No?
– No, vamos a salir a buscar un taxi, y así nadie sabrá dónde hemos ido.
Aquello sonó a conspiración, y de repente fue muy divertido. Bajaron por el ascensor, del que Luca salió un piso antes del último, de forma que si alguien lo reconocía en el vestíbulo lo vería salir solo. Nadie lo vería encontrarse en la esquina con Rebecca, que había ido por la escalera de servicio y ya estaba parando un taxi.
Hyde Park estaba a poco más de un kilómetro, pero la congestión de tráfico era tal que les costó tres cuartos de hora llegar.
– Verde -exclamó Luca, que miraba a todos lados con alegría-. Hierba, árboles.
Agarró a Rebecca de la mano y comenzaron a caminar por la hierba. A ella le llegó al alma que Luca, que había crecido en un paisaje de una belleza silvestre, pudiera aún sentir placer en aquel lugar con el césped recortado. Decía mucho de cómo se había desprendido de sus raíces.
– ¿Qué es eso? -preguntó, parándose en seco ante una franja de agua-. ¿Un río?
– No, es un lago muy largo y estrecho -rió ella-. Se llama Serpentina.
– Y alquilan barcas; las veo allí.
– Venga, hace años que no voy en barca por el Serpentina.
Alquilaron un bote y Luca remó con fuerza mientras ella lo observaba reclinada, disfrutando de la oportunidad de relajarse y mirarlo. Tras el tormento de los días anteriores le parecía que era bueno no pensar en nada más que en el precioso día y el placer de estar en el agua. Clavó la mirada en él y se dejó llevar por sus pensamientos.
Lo cual luego le pareció un error porque en medio de la satisfacción se vio observando las manos que la habían tocado con tanta pasión y al mismo tiempo tanta ternura la noche anterior. Y recordó también cómo ella había respondido, cómo había disfrutado de él y había pedido más. Los recuerdos la llevaron hasta su ex marido, al que ella llamaba «pobre Saul». Se merecía su lástima porque ella no había tenido ni medio corazón que entregarle, y casi ninguna pasión. Él se había encaprichado con ella y ella había sucumbido a su entusiasmo en la esperanza de encontrarle algún propósito a su vida. Pero lo había desilusionado, y en su resentimiento él la llamaba «el iceberg». Lo más amable que había hecho por él había sido dejarlo. Volvió de su ensueño para encontrar a Luca observándola con una gran sonrisa.
– ¿Qué? ¿Por qué me miras así?
– Intento comportarme como un caballero, pero no lo logro. Lo cierto es que en lo único que puedo pensar es en lo mucho que deseo hacerte el amor.
Aquellas palabras fueron como una señal que encendieron una mecha lenta en su interior. Hacía sólo unas horas que se había levantado, saciada, de su cama, y con tan solo tres palabras estaba lista para él otra vez.
– Entonces será mejor que remes de vuelta -le advirtió-. ¡Con cuidado! No volquemos.
Volvieron con tanta urgencia que casi cayeron al agua al bajarse del bote.
– ¿Dónde está la salida más cercana? -preguntó él.
– Por aquí -contestó ella, y corrieron hasta ella, pero se encontraron con otro obstáculo: el tráfico-. Oh, no. ¿Aún no ha terminado la hora punta? Tardaremos una hora en llegar al Allingham.
– No tenemos tanto tiempo -repuso él, apretándole la mano-. ¿Dónde hay un hotel?
– Luca -empezó a reírse ella-, no podemos…
– Becky, te juro que si no me llevas a un hotel te voy a hacer el amor aquí y ahora.
– ¡Quieto! -gritó ella cuando él empezó a tocarla-. Compórtate.
– Entonces encuentra un hotel. Rápido.
– Si cruzamos y giramos por aquella esquina hay varios hoteles en esa calle.
Así lo hicieron y Luca se paró en el primer hotelito que vio. Era un mundo completamente distinto del Allingham, con un pequeño vestíbulo y un cubículo para el recepcionista, que no estaba. Luca tuvo que llamar dos veces a la campanilla, y la segunda lo hizo con tanta fuerza que apareció una mujer agobiada que parecía enfadada.
– Quería una habitación, por favor -dijo Luca-. Ya.
– Aún no es mediodía -repuso la mujer, mirando al reloj que daba las once y media.
– ¿Importa?
– Si se la queda antes de las doce me temo que tendré que cobrarle dos días.
– ¿Cuánto cuesta la habitación por noche?
– Setenta libras por persona y noche. Supongo que querrán una habitación doble, ¿no?
– Sí -contestó Luca ya casi fuera de sí-. Queremos una habitación doble.
– Entonces son ciento cuarenta libras por una noche, así que a lo mejor prefieren esperar media hora y pagar solo una, que será mucho más barato.
– No es buena idea -saltó Rebecca-. Nos la quedamos ahora, gracias.
– Muy bien. ¿Nombre?
– Señor y señora Smith -contestó Rebecca.
– Ya veo -masculló la recepcionista, mostrando lo que pensaba al arquear una ceja-. Bueno, aquí llevamos un régimen liberal, pero me pareció que el caballero es extranjero.
– Es un extranjero que se apellida Smith -replicó Rebecca, impasible.
– Bien, si uno de los dos me firma aquí.
Rebecca se apresuró a tomar el bolígrafo, pues Luca estaba de tal humor que no era capaz de recordar con qué nombre tenía que firmar.
La habitación era básica pero aceptable. Luca cerró con llave y se giró hacia Rebecca, que ya se estaba quitando la ropa y lo miraba con ojos brillantes.
– Vamos, tortuga.
Aquello bastó para que él la alcanzara y ambos cayeron sobre la cama, buscándose con una intensidad febril. Sin sutilezas, sin fingir que aquello era algo más que lujuria frenética y desesperada, sin ataduras. Lo quería dentro de ella, y cuando tuvo lo que quería lo abrazó con fuerza mientras se arqueaba de forma insistente y lo miraba con una sonrisa que él le devolvió. Fue ella quien decidió que había llegado el momento, moviéndose cada vez más deprisa.
– Espera -le dijo él.
– No.
Intentó pararla, pero su propio deseo era incontrolable, y terminaron triunfantes y riendo. Cuando tuvo fuerza para moverse, Luca se sentó.
– Llevo pensando en esto desde esta mañana.
– Yo también. Luca, ya no sé quién soy. Nunca había sido así en toda mi vida.
– ¿Quieres que te diga quién eres? -le preguntó él, observando su desnudez y acariciándole de nuevo los senos.
– ¿Implica algo de ejercicio físico?
– Podría ser. A menos que estés cansada.
– ¿Quién está cansada? Todavía es pronto -contestó ella, y le hizo saber con gestos lo que quería de él, que él le ofreció una y otra vez.
– Debe de ser más de mediodía ya -dijo ella cuando permanecieron tumbados después.
– Son las tres. ¿Por qué has dicho que éramos el señor y la señora Smith?
– Tenía que decir algo.
– ¿Pero qué quería decir con lo del régimen liberal?
– Antiguamente cuando dos personas querían estar juntas se registraban como señor y señora Smith. Así que cuando en un hotel decías que te apellidabas Smith, bueno…
– Sabían que eran amantes extramatrimoniales -terminó él.
– Algo así.
– ¿Y por eso nos ha mirado así?
– Sí, sabía exactamente por qué no podíamos esperar media hora.
Luca se empezó a reír, y ella lo siguió. No había tenido risas en su vida durante años, y en aquel momento no había más que risas, alegría y placer. Todas las tensiones parecían desvanecerse. Cuando Luca levantó la cabeza, Rebecca vio que a él le ocurría lo mismo.
– Ya me puedo dormir -dijo, apoyando la cabeza en el hombro de ella.
– Mmm, qué adorable.
Pero el móvil de Luca los devolvió a la realidad.
– Debí haberlo apagado -dijo, levantándose de la cama con una mueca-. Hola, Sonia. No, no estoy en el hotel. No pasa nada, sólo un cambio de planes. ¿Algo urgente? De acuerdo, no hay problema, pero tiene que bajar el precio o no hay trato. Claro, ya sé lo que espera, pero no lo va a conseguir. Yo puedo ir a otro sitio, pero él no. No hay más que hablar, ya hemos hecho negocios antes y sabe que cumplo lo que digo. Por cierto, durante unos días no voy a estar en el Allingham, así que me puedes localizar en este teléfono pero no muy a menudo, ¿de acuerdo? -y colgó al fin, después de media hora.
– ¿Dónde vas a estar los próximos días?
– Aquí contigo.
– Y ¿qué hay de mis citas, y mi trabajo?
– Becky, puedo imaginarme en qué consisten tus citas. Comer con uno, copas con otro, supervisar alguna función del hotel, ir a una conferencia. ¿Qué tal voy?
– Muy bien.
– ¿Y cómo de vitales son esas cosas? Nadie necesita esa comida ni esa copa. Las conferencias son pura palabrería. Los negocios no dependen de eso, ya están sellados antes de que nadie llegue.
– ¿Estás diciendo que mi trabajo es un juego? -preguntó ella indignada.
– No, mi trabajo es igual de banal; así es el mundo hoy en día. Yo me escapo siempre que puedo, siempre que el cielo no se caiga. ¿Se va a caer el cielo si faltas unos días?
Estuvo a punto de decirle que era imposible cuando se dio cuenta de que sólo estaba poniendo en palabras sus propios pensamientos de hacía unos días, cuando había llegado a la casa de Philip Steyne la noche fatídica.
– Podría hablar con mi asistente. Es muy buena.
No mencionó que tendría que anular una cita con Danvers, pero aquello tendría que ocurrir de todas maneras. Después de lo que había pasado entre Luca y ella no podía seguir con Danvers. Pasó todo el camino de vuelta al hotel pensando qué le diría. Al llegar al Allingham fue directa a su oficina para hablar con su asistente, una mujer muy eficiente que estaba encantada de que la dejaran al cargo.
– Por cierto, tiene un mensaje del señor Jordan. Dice que va a estar fuera unos días, a lo mejor una semana, no estaba seguro. Dice que la llamará cuando regrese.
– Bien -contestó Rebecca, dividida entre el alivio de retrasar el problema y la angustia de tener que alargarlo.
Los días siguientes le parecieron las primeras vacaciones verdaderas de su vida, escondida con Luca en el destartalado hotel. Era un amante incansable, que la elevaba a las alturas una y otra vez, y aún la deseaba, y ella, que hacía años había decidido que los traumas de su juventud la habían dejado fría y poco receptiva, estaba lista para él en cualquier momento del día o de la noche, salvo que noche y día eran uno.
Como el hotel no tenía servicio de habitaciones, comían hamburguesas en un bar que había en la esquina, siempre con prisas para volver a la cama. Durante cuatro días amaron y durmieron, durmieron y amaron, cualquier cosa salvo hablar. Pero entonces hablar no parecía importante.
Una mañana Rebecca salió de la ducha y vio a Luca colgando el teléfono, exasperado.
– Tengo que volver a Roma. Estamos perdiendo un trato y tengo que estar allí.
– Bueno -contestó ella, tratando de sonreír, a pesar de no creerse capaz de aguantarlo-. Ha estado genial, pero los dos sabíamos que no podía durar para siempre.
– Tenemos que dejar esta habitación. Pero volveré en unos días.
– No cuento con eso. A lo mejor tienes que quedarte.
– Volveré en unos días. No creo que lo aguantara mucho tiempo.
– Supongo que debe alegrarme que te vayas. Así podré ponerme al día en mi vida real.
– ¿Real? ¿Esto no ha sido real?
– Ya sabes lo que quiero decir -dijo ella, mientras le acariciaba el pelo; se rió y se inclinó para besarlo-. Debo volver mi mente al trabajo. Y supongo que debo hablar con Danvers y decirle que lo poco que había entre nosotros ha terminado. No te preocupes por él.
– No lo haré -aseguró él, y siguió con una amplia sonrisa-. Danvers Jordan no me preocupa lo más mínimo.