Capítulo Nueve

Rebecca intentó poner en orden sus sentimientos. Le había impactado ver a Luca, aunque los gritos de este desde fuera de la casa la habían preparado a medias. No estaba como ella había esperado. Estaba más delgado y no había enfado sino confusión en su mirada. En aquel momento le había costado recordar que eran enemigos. Después de todo, tampoco tenían mucho que decirse; eran personas civilizadas. No le podía haber dicho que la había utilizado y engañando para tener un hijo, y él no le podía haber dicho que se había reído de él con una pretensión de amor que en verdad era una demostración de poder. No lo podían haber dicho con palabras, pero lo habían hecho en silencio.

El encuentro había sido menos tenso de lo que hubiera cabido esperar. Él no le había hecho preguntas incómodas ni indiscretas y, salvo por un momento, no le había perturbado su tranquilidad.

Se dijo que se alegraba de haberlo visto marchar, pero ahora la casita le parecía demasiado solitaria sin él. Se estremeció un poco y se apretó la chaqueta. Había refrescado muy deprisa y el lugar no era tan acogedor como había pretendido. Las últimas noches se había quedado levantada hasta tarde porque la cocina de leña era el único sitio con calor de la casa. Había intentado dejar la puerta del dormitorio abierta, pero el calor se iba por el techo abierto.

Se puso a cocinar verdura para la cena y se dio cuenta de que le quedaba poca agua, así que salió con una jarra a la bomba de agua, cosa que odiaba porque estaba vieja y oxidada y necesitaba todas sus fuerzas. Estaba a punto de apretar la manivela cuando vio que se acercaba un coche. Era Luca, que regresaba. Dejó la jarra en el suelo y observó al coche recorrer el camino hasta la casa. Luca salió, la saludó con la cabeza y empezó a sacar de la parte de atrás algo que llevó directamente al dormitorio, donde dejó un montón de paquetes en la cama. Parecía haber asaltado toda la ciudad en busca de sábanas y mantas.

– Estaré sólo un momento y luego me voy -dijo con brusquedad antes de que ella pudiera hablar, y volvió al coche, del que sacó una caja de cartón que puso sobre la mesa y que contenía comida, verduras frescas y latas.

– Luca.

– Esto es todo -dijo él, y corrió a la puerta. Pero en lugar de volver al coche, fue a la bomba y empezó a manejarla con fuerza.

– Una jarra no te va a durar mucho. Tráeme cualquier otro recipiente.

Ella le llevó dos jarras más y cuando las hubo llenado, él las metió en la casa.

– Luca…

– No quiero tenerte en mi conciencia -la detuvo él a toda prisa, y cuando ella abrió la boca gritó en tono desesperado-. ¡Cállate!

Silencio.

– ¿Puedo darte las gracias? -preguntó Rebecca al fin.

– No hace falta -soltó él, y se fue antes de que pudiera decirle más.

Barruntó algo a través de la ventanilla que podía haber sido una despedida, y al momento ella vio alejarse las luces traseras hasta desaparecer.

En el dormitorio Rebecca se puso a mirar lo que le había llevado y vio que había ropa de cama suficiente para pasar las frías noches. Nada caro, nada para abrumarla, sino el regalo de un amigo que había pensado en ella, si quería tomárselo así. Entonces recordó la caja de comida y algo le hizo correr a la cocina para investigar el contenido. Al no encontrar lo que esperaba la búsqueda se tornó febril, aunque no podría decir si intentaba probar que Luca era peor o mejor de lo que sospechaba. Había varios cartones de leche, los cuales agradeció, té, una caja de pastas, pan, mantequilla, jamón, huevos, latas de fruta y dos filetes grandes y con muy buena pinta.

Pero no había azúcar. Ni café molido. Cualquiera de ellas habría significado que Luca tenía intención de regresar, pero su ausencia la dejó sin saber qué pensar.

Aquella misma noche se hizo uno de los filetes, que comió con pan y mantequilla y lo mojó con un tazón de té. Al hacerse la cama no lamentó cambiar las sábanas ásperas por las nuevas suaves, aunque volvió a colocar la colcha encima.

Antes de retirarse se premió con otro té con pastas y se deslizó con gran alegría entre las sábanas. Esperaba quedarse en vela mucho tiempo, intrigada por la repentina aparición de Luca, pero se quedó dormida casi enseguida y durmió a pierna suelta ocho horas.

Por la mañana se sentía como nueva. Llevaba tiempo planeando ir a la ciudad para aprovisionarse, pero Luca se lo había ahorrado, de modo que podía mantener su intimidad más tiempo y pasar el día con su pasatiempo favorito: leer uno de los libros que había llevado consigo. Se preguntó si debía limpiar la casa a fondo antes por si él regresaba, pues no quería que pensara que le estaba descuidando su propiedad. Así que se puso a recogerlo todo, barrió y limpió el polvo. Pero siguió sin oír el coche y la casa le empezó a resultar demasiado silenciosa.

En el jardín había una zona de hierba a la que le daba bien el sol y donde podía leer a gusto en una silla. Otra ventaja era que desde allí no veía el camino por el que él debía llegar, en caso de que volviera.

Estuvo leyendo un rato y después se fue. Cuando por fin vio un vehículo no era el lujoso coche de Luca, sino una furgoneta vieja que traqueteaba por el camino hasta llegar al agujero en la valla que servía de puerta. Luca sacó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Tengo espacio? -le gritó.

– Creo que no -respondió ella tras observar el hueco. Entonces él se bajó para asegurarse.

– No, le faltan unos quince centímetros -comentó-. Está bien, lo arreglaré.

Fue a la parte de atrás de la furgoneta y regresó con un enorme martillo con el que golpeó la madera hasta que cedió. Vestía vaqueros y una camiseta y era un hombre muy distinto del que ella había conocido recientemente. Un último golpe terminó por demoler la madera y le permitió acercar más la furgoneta a la puerta principal. Se bajó de un salto y miró al cielo y después a su reloj.

– Bueno, tengo tiempo para empezar.

– ¿Para empezar qué?

Pero ya estaba en la parte de atrás de la furgoneta abriendo las puertas. Dentro había un montón de tablones y una escalera, que sacó y colocó contra la pared de la casa justo debajo del agujero del tejado. Mientras Rebecca lo observaba subió a inspeccionar los daños. Pareció satisfacerle lo que vio, pues volvió a bajar tras mover un par de vigas.

– Estaría bien un poco de té -dijo.

Lo dijo con esperanza pero sin mirarla, y ella supo que lo que dijera sería crucial. Sólo le costaría una palabra debilitarlo con el desaire que notaba que él temía, o colocar su relación en una nueva base sin tensiones. El futuro se iba a decidir en aquel momento.

– ¿Ya quieres té? -preguntó con una ligera sonrisa-. Si acabas de llegar.

– Pero los ingleses siempre dan té a sus trabajadores. Si no, no se termina ningún trabajo.

– En ese caso pondré la tetera a calentar.

Ya estaba hecho. Para bien o para mal le había hecho posible quedarse. Mientras hacía té lo escuchó trastear en el tejado hasta que bajó, fue a la furgoneta y regresó con una escalera más pequeña que metió en el dormitorio. Rebecca sabía que revisaría si había usado las sábanas y mantas que le había llevado, y se alegró de haberlo hecho. Un momento después lo encontró en la habitación inspeccionando el techo por dentro.

– Esas vigas no aguantan nada de peso. Las voy a tener que quitar así que durante un tiempo tendrás aún menos tejado.

– Apenas notaré la diferencia -apuntó ella alegremente-. Un agujero grande o un agujero muy grande, el efecto es el mismo.

– Cierto. Me alegra ver que tienes el espíritu emprendedor adecuado.

– ¿Quieres decir que lo voy a necesitar? De acuerdo, estoy preparada para lo peor.

– Tienes suerte de que aún no se te haya caído nada. Mira ahí -dijo, señalando arriba.

– Déjame mirar más de cerca.

Él le sujetó la escalera para que subiera a ver de lo que estaba hablando. Las vigas eran menos robustas de lo que parecían desde abajo y no habrían aguantado mucho más.

– Baja, que las quito -le dijo Luca.

– ¿Van a caer sobre la cama?

– Algunas sí.

– Entonces deja que la cubra -le pidió, y él la ayudó a protegerla con las mantas viejas.

– Vale. Deja espacio libre.

De nuevo estaba dando órdenes, pero no la irritó como anteriormente, pues en aquello tenía experiencia. Tampoco le apeteció mucho acercarse cuando él empezó a martillar y a lanzar trozos de madera, algunos de los cuales cayeron fuera pero otros dentro. Después de hacer un gran ruido, Luca observó satisfecho el resultado y empezó a retirar la madera. Trabajaba con eficiencia sin parecer darse cuenta de que estaban en el dormitorio de Rebecca. Sólo habló cuando esta intentó levantar un tablón.

– Si tú haces eso, ¿para qué estoy yo?

Ella se retiró y esperó a que él recogiera toda la madera. Luego insistió en ayudarle a recoger las mantas con toda la carga de astillas. Juntos las llevaron fuera para sacudirlas.

– Ahora estamos los dos hechos un asco -dijo él, sacudiéndose la suciedad del pelo y la ropa-. Tengo que ir al pueblo, así que lo haré antes de mancharme más. ¿Quieres algo?

– Sí, por favor -contestó ella tras pensarlo un poco-. Azúcar y algo de café del bueno.

– Bien -respondió él-. ¿Nada más?

– No, gracias. Nada más.

Luca subió a la furgoneta y se marchó con gran estruendo. Estuvo fuera una hora y regresó con más provisiones. Llevaba comida, leche, carne y pasta, y la parte de atrás estaba llena de leños de treinta centímetros cada uno.

– Para la cocina. No te quedarás sin leña en un tiempo.

Rebecca había planeado ir al pueblo por más leña. Pero era una tarea dura para sus constantes mareos y náuseas. Se preguntó si él sospecharía, pero era demasiado pronto para que se le notara y Luca no era suficientemente perceptivo. Sin embargo, cuando intentó levantar unos leños él la detuvo enseguida.

– ¿Por qué no te llevas eso? -sugirió, indicándole la caja de la comida-. Yo me conformo con algo de pasta. Encontrarás verdura, salsa de tomate y queso rallado.

Aquello no significaba nada, pensó ella. Estaba claro que quería hacer el trabajo pesado por orgullo. Además recordó que él siempre había sido muy caballeroso; recordó cómo le había gustado esperarla y mimarla, como si fuera demasiado valiosa como para ser tocada; la dulzura con la que le hablaba sin levantar nunca la voz e intentando ponerse de forma protectora entre ella y el mundo. Estaba claramente chapado a la antigua. Pero ella era una mujer moderna e independiente que no necesitaba tantos mimos, aunque se le suavizó la mirada al recordar lo maravilloso que había sido.

– ¡Oye! -gritó Luca, sacándola de su ensueño.

– Perdona, ¿me decías algo?

– Sí. Te preguntaba si vas a hacer la pasta o te vas a quedar ahí soñando todo el día. Aquí tienes un hombre hambriento; muévete.

Para su desconcierto, ella se echó a reír. Intentó parar pero no lo podía controlar.

– Becky.

– Lo siento. Intento, intento…

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó él, agraviado.

– Es sólo el contraste; no importa. No es nada importante.

– Si no es importante ¿qué te retiene de alimentarme antes de que me muera de hambre?

– Nada. Ya voy.

Agarró la caja y corrió dentro sin dejar de reírse. Le costó controlarse pero al poco se sintió mejor. En cierto modo el incidente le había devuelto el sentido de la proporción, que necesitaba recuperar. Había tenido muy poca mano para la pasta la primera vez que llegó a aquel lugar, pero había mejorado y ahora no se le daba mal.

– Estará lista en diez minutos.

– Bien -replicó él asomando la cabeza por la ventana-; voy a limpiar esto. Me he vuelto a ensuciar con la leña.

Rebecca removió otra vez la pasta antes de salir a la bomba donde estaba él sin camiseta intentando sacar agua con una mano y lavarse con la otra. Como no conseguía mucho, ella fue a la cocina a buscar herramientas y regresó a ayudarlo.

– Yo bombeo -dijo, y le dio el jabón.

Luca se enjabonó mientras ella le echaba agua. El sol brillaba en cada gota que salía del caño y le resbalaba por la piel.

– Ahora el pelo -le dijo Becky, y le echó algo sobre el cuero cabelludo, que masajeó con fuerza hasta hacer espuma.

– Se me ha metido en los ojos -chilló él.

– No seas niño.

– Eres una mujer sin corazón.

– Vale. Venga, que te enjuago.

Cuando ya no quedó más espuma le dio una toalla para secarse.

– Mucho mejor. Oye, ¿qué es esto? ¿Detergente para platos?

– Sirve tan bien como cualquier otra cosa.

– ¿Me has lavado el pelo con detergente? ¿Te das cuenta de que ahora oleré a limón?

– Bueno, tenía que usar algo antes de que se te solidificara el pelo, y el único champú que tengo está perfumado.

– El limón está bien.

Ahora que ya habían roto el hielo discutieron de forma amistosa sobre la comida, avanzando lentamente en su camino hacia un lugar en el que su nueva relación fuera posible. Después de comer él rodeó la casa examinando las cerraduras y le impactó que no hubiera ninguna.

– La puerta delantera no cierra bien y la trasera ni siquiera tiene cerradura. Menos mal que yo las he traído -dijo, y las colocó-. ¿Has estado durmiendo sin cerraduras? Podía haber entrado cualquiera.

– Como no viene nadie no pensé que fuera importante. Pero me alegro de que las hayas puesto.

Luca regresó a su trabajo en el tejado hasta colocar un marco estable.

– Con un poco de suerte esta será tu última noche debajo del agujero. Para mañana por la noche espero haber apañado una cubierta.

– Va a ser muy acogedor. Muchas gracias, Luca.

Pero él estaba bostezando y no pareció escucharla.

– Estoy destrozado -dijo, y fue arrastrando los pies a la cocina.

– Vamos a comer.

Luca recolectó leña para la cocina mientras ella encendía velas, pues estaba oscureciendo. Una cena con velas podría haber sido muy romántica, pero él parecía decidido a robar al ambiente cualquier semblanza de romanticismo mientas la observaba cocinar como un halcón y se entrometía con consejos hasta que ella se hartó.

– Vale, hazlo tú.

– Lo haré, lo haré.

– Bien.

– Bien.

Becky se sentó en la cama, enfurruñada, durante unos diez minutos. Entonces regresó a la cocina con el sentido del humor recuperado.

– Vas a amargar la comida -protestó él.

– No, ya estoy bien. ¿Sigo yo?

– No, gracias; lo tengo todo controlado. Aún va a tardar, así que ¿por qué no hacemos primero el arroz y los champiñones?

Ella se puso con los champiñones hasta que tuvo que parar por un ataque de náusea.

– ¿Estás bien? -le preguntó Luca.

– Es algo del olor de los champiñones crudos.

– Nunca me habías dicho eso.

– Pues te lo digo ahora.

– Estarán bien cuando estén hechos.

Becky salió a tomar aire fresco para evitar que se diera cuenta. Volvía a sentir náuseas pero las calmó con un par de inspiraciones. Si se guiaba por la última vez, debía de estar terminando. Sólo esperaba que Luca no sospechara antes. Estaba tan confusa respecto a lo que le diría que le parecía inútil pensar en ello. Antes de su aparición no había tenido la menor intención de informarle de que llevaba a su hijo. Pero ahora no lo sabía; aunque de momento tenía intención de dejar la decisión en sus propias manos. De todos modos sabía que se le acababa el tiempo. Si no se lo decía tendría que irse pronto y decidir dónde tener al bebé.

Cuando volvió a entrar sonreía. Luca estaba ocupado cocinando los champiñones y el arroz y terminó haciendo toda la comida.

– Eres un gran cocinero -le comentó ella mientras comían.

– Antes no me decías eso. Siempre criticabas mi forma de cocinar.

– Pero eso era por celos. Eras mejor que yo y me enfadaba.

– Pensé que nunca conseguiría que lo admitieras.

– Lo supiste todo el tiempo, ¿eh?

– Por supuesto. Nunca hubo nada malo en mi forma de cocinar.

– Arrogante.

– No lo había; soy un gran cocinero. ¿Por qué no ser sinceros con eso?

– No sólo arrogante sino engreído.

– Siempre lo he sido. ¿Quieres más champiñones?

Ella se los dio y no siguieron hablando del tema. Después de cenar fregaron los platos.

– Ya está bien por hoy -dijo él-. Estoy listo para irme a la cama. Buenas noches, Becky.

Salió, y Becky lo siguió hasta la puerta, esperando verlo irse en su furgoneta. Pero en lugar de ello Luca se metió en la parte de atrás de esta y, al ver que no salía, Becky fue a buscarlo y lo vio abriendo un saco de dormir a la luz de una linterna.

– ¿Qué haces?

– Acostarme.

– ¿Aquí fuera?

– ¿Dónde si no?

– ¿No tienes una cómoda habitación de hotel?

– Sí, pero está a varios kilómetros y no te voy a dejar sola. Está demasiado aislado.

– Luca.

– Buenas noches. Y, Becky…

– ¿Qué?

– Cierra con llave.

– Creía que me ibas a defender de todos los intrusos.

– Quiero decir que la cierres de mí.

– ¿Pretendes entrar en la casa?

– No.

– Entonces no necesito cerrar. De todas formas hay un agujero enorme en el techo, por si no te habías dado cuenta.

– Becky, ¿quieres dejar de discutir y cerrar con llave?

– Está bien -aceptó, y se fue mascullando-. Me parece una tontería, pero bueno.

Mientras se acurrucaba en la cama, Rebecca pensó en lo extraño que le resultaba el hecho de que se fiaba de él. Le había dicho que no entraría y sabía que no lo haría.

Se levantó pronto a la mañana siguiente, pero él ya estaba dando vueltas fuera. Ella abrió la puerta para llamarlo.

– ¡Café!

Él corrió adentro, con movimientos rígidos, como si hubiera pasado una noche fría en un suelo duro. Mientras él se tomaba el café, ella le calentó agua para lavarse y luego le cocinó huevos y beicon mientras él se lavaba. Luca apenas habló, pues estaba demasiado absorto con la comida, y cuando hubo terminado fue directo a trabajar.

A media mañana Becky le llevó un aperitivo y tomaron té juntos.

– Estás haciendo un trabajo fantástico -le dijo Becky señalando el tejado, que iba tomando forma.

– Así es como empecé, clavando mis propios clavos y contratando la mínima ayuda. Podía hacer cualquier cosa en aquellos días, pero hace muchos años que no hago ningún trabajo honrado. También hace años que no me ensucio tanto.

Le enseñó las manos con su manicura, incongruentes con los arañazos de los últimos días.

– Seguro que no estuviste clavando tus propios clavos mucho tiempo.

– Contraté unos hombres y se me fue de las manos. Aceptaba más trabajo del que podíamos hacer y terminé trabajando por las noches por mi cuenta. Le quité una obra en sus narices al mayor constructor de la zona. Él creía que los trabajos beneficiosos eran suyos por derecho y no le gustó. Así es como me hice esto -dijo, mostrando la cicatriz.

– ¿Te peleaste?

– No, pero durante un tiempo estaba convencido de que me enviaría a sus matones. Me pasaba las noches fuera, despierto, esperando a que llegaran.

– ¿Y fueron por ti?

– No, nunca. Pero yo estaba tan cansado que me caí de la escalera -dijo, riéndose de sí mismo.

– Me estás tomando el pelo.

– No, de verdad. Excepto tú, dejo que todo el mundo crea que fue una pelea.

– ¿Cómo pasaste de constructor a lo que eres ahora?

– Compré un terreno para construir. Su valor creció y de repente me había convertido en especulador. Da más beneficios comprar y vender casas que construirlas, así que me concentré en eso. Una vez que empecé a hacer dinero no pude parar. De hecho no es difícil hacer más dinero del que necesitas si te dedicas a ello en cuerpo y alma las veinticuatro horas del día y no piensas en otra cosa.

– Pensarías en otra cosa. ¿Y tu mujer?

– Drusilla se casó por mi dinero.

– ¿Y tú por que te casaste?

– Era un símbolo de estatus -contestó él tras pensarlo un rato-. Su familia tiene un título muy antiguo y pocos años antes ni me habría mirado. Eso me hacía sentir bien -contó él, e hizo una mueca-. No es agradable, ¿verdad? Pero yo no soy un hombre agradable, Becky, nunca lo he sido. Tú me hacías ser mejor, pero sin ti volví a ser lo que soy.

– ¡No! -gritó ella violentamente-. Eso es demasiado fácil, demasiado simple.

– Es la verdad sobre mí. Y no hace tanto tú eras la primera en decirlo. Si yo puedo aceptarlo, ¿por qué tú no?

– Porque yo no creo que sea la verdad. Nadie puede explicarse de forma tan simple. Luca, ¿intentas hacerme sentir que es culpa mía, que en cierto modo te dejé tirado?

– No, sólo digo que no puedes luchar contra el carácter natural de la gente.

– ¿Qué naturaleza? ¿Quién sabe cómo es el carácter natural de nadie? No está fijado; se desarrolla según lo que te pase.

– Es muy dulce por tu parte que me defiendas.

– No te defiendo. Te estoy llamando idiota descerebrado.

– Yo sólo digo que me conozco.

– Tonterías. Nadie se conoce tan bien.

– En aquella época en Carenna, cuando lo único en que podía pensar era en cuidar de ti… Nunca había sido sumiso y suave con nadie antes, y nunca lo volví a ser.

– Nunca tuviste un niño con nadie más.

– Eso es verdad -respondió él en voz baja.

Tan concentrada en sus razonamientos, no se dio cuenta de la fosa que acababa de abrir a sus pies hasta que cayó en ella. Había olvidado la causa de su pelea y al recordarla se quedó en silencio.

– ¿Quieres hablar de ello? -le preguntó él.

– La verdad es que no -se apresuró a contestar ella-. No hay nada de qué hablar.

– No, supongo que no.

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