Las palabras crudas resaltaban sobre el papel blanco: «Un niño, nacido ayer. 3,9 kilos», un mensaje que podía haber sido motivo de alegría, pero para Luca Montese significaba que su esposa le había dado un niño a otro hombre, y a él ninguno. Significaba que todo el mundo conocería su humillación, lo cual lo hizo maldecir a todo el mundo empezando por él, por haber estado ciego.
El miedo había forzado a Drusilla a abandonarlo nada más saber que estaba embarazada, hacía seis meses. Al llegar a casa aquel día Luca se había encontrado una nota en la que ella le confesaba que había otro hombre, que estaba embarazada y que no intentara buscarla. Nada más. Se había llevado todo lo que él le había regalado, hasta el último diamante y todos sus vestidos de alta costura. Él la había perseguido con furia vengativa a través de una batería de caros abogados que le enviaron un acuerdo de divorcio que la dejaba sin nada más que lo que ya se había llevado.
Lo irritó que el amante fuera tan pobre e insignificante que estuviera más allá del alcance de su venganza. Le habría resultado un placer arruinar a un empresario rico como él, pero a un peluquero… Aquello le parecía un insulto. Ahora ellos tenían un niño hermoso y él no tenía hijos. Todo el mundo sabría que era culpa suya que su matrimonio hubiera sido estéril y se reirían. Pensarlo casi lo volvió loco.
Tres pisos por debajo estaba el centro financiero de Roma, un mundo que había hecho suyo con astucia. Sus empleados se lo debían todo, sus rivales lo temían, pero ahora todos se reirían.
Dobló el periódico por la mitad, con manos que no eran las de un financiero internacional, sino las de un trabajador. Igual que su cara, con una rotundidad que tenía poco que ver con sus rasgos y más con el brillo de sus ojos. Aquello junto con su figura alta y de espaldas anchas atraía a muchas mujeres que gravitaban alrededor del poder. Poder físico, financiero, de todas clases. Desde la ruptura de su matrimonio no le había faltado compañía.
Las trataba bien, acorde con sus gustos, era generoso con regalos pero no con palabras o sentimientos, y rompía con ellas de forma brusca cuando se daba cuenta de que no tenían lo que buscaba. Aunque no podía decir qué era, sólo sabía que lo había tenido una vez, hacía mucho tiempo, con una chica de ojos vibrantes y gran corazón.
Apenas se acordaba del chico que era entonces, lleno de ideas nada prácticas acerca del amor duradero, no cínico ni codicioso, y que creía que tanto el amor como la vida eran buenos, una tontería que se le había curado de manera cruel.
Se obligó a regresar al presente, al considerar que recrearse en la felicidad pasada era síntoma de debilidad, y él siempre cortaba la debilidad de forma tan implacable como hacía todo lo demás. Bajó a zancadas al aparcamiento donde tenía su Rolls Royce. Aunque tenía chófer, le gustaba llevarlo él, pues lo consideraba su trofeo personal, la prueba de lo lejos que había llegado desde los días en que tenía una tartana que tenía que reparar cada dos por tres. Por más que lo intentara no podía borrar la imagen de ella riendo mientras le acercaba la llave inglesa. A veces se metía con él bajo el coche, y entonces se besaban y reían como locos.
Mientras conducía hacia su villa en el campo, pensaba que quizá había sido algún tipo de locura, al creer que aquella alegría duraría para siempre. No había sido así.
Volvió a borrar su recuerdo de la mente, pero en aquella ocasión ella parecía estar allí a su lado mientras él conducía en la oscuridad, atormentándose con recuerdos de su encanto, su amabilidad, su ternura. Él tenía veinte años y ella diecisiete, y ambos habían creído que duraría para siempre. Entonces pensó que quizá podría haber sido así.
Borró también aquel pensamiento, pero el espíritu de ella no se desvaneció, sino que le susurró que su breve amor había sido perfecto, a pesar de haber terminado con un corazón roto. También le recordó otras cosas, como cuando ella se tumbaba en sus brazos y le susurraba palabras de amor.
– Soy tuya, para siempre -le había dicho-. Nunca querré a ningún otro hombre.
– No tengo nada que ofrecerte.
– Si me das tu amor, es todo lo que pido.
– Pero soy pobre.
– No somos pobres -se había reído ella-, siempre que nos tengamos el uno al otro.
Pero de repente se acabó, y ya no se tenían el uno al otro.
De repente hubo un chirrido de ruedas y el volante le giró entre las manos. No sabía qué había pasado, pero el coche estaba parado y él estaba temblando. Se aclaró las ideas de la cabeza y miró a ambos lados de la calzada, que estaba vacía. Como su vida, pensó, saliendo de la oscuridad para volver a meterse en ella. Había sido así desde hacía quince años.
El hotel Allingham era el más nuevo y lujoso de Londres, con el mejor servicio y los precios más altos. Habían nombrado a Rebecca Hanley Jefa de Relaciones Públicas porque, en palabras del director, parecía haber crecido bañada en dinero y que no le importara, lo cual era bueno para hacer que la gente despilfarrara su dinero sin reservas. El gerente tenía mucha razón, pues el padre de Rebecca había sido un hombre muy rico, y en aquellos días a ella no le importaba nada.
Vivía en el Allingham, pues le resultaba más sencillo que tener casa propia. De aquel modo usaba el salón de belleza y el gimnasio del hotel, con el resultado de una silueta sin un gramo de grasa y un rostro perfecto.
Aquella noche se estaba dando los últimos retoques cuando sonó el teléfono. Era Danvers Jordan, el banquero con el que salía por entonces. Iban a asistir a la fiesta de compromiso del hermano pequeño de este, que se celebraba en el Allingham, así que ella debía estar «de servicio» por doble motivo, y debía estar perfecta.
Lo estaba. Tenía un cuerpo esbelto capaz de llevar aquel vestido negro ceñido, y sus largas piernas demandaban la falda corta. El escote era bajo pero dentro de los límites, y un enorme diamante le adornaba el cuello. Su cabello original era castaño, pero en aquel momento lo llevaba de un tono rubio que hacía resaltar sus ojos verdes. El toque final lo ponían unos diamantes pequeños en las orejas.
Exactamente a las ocho en punto llamaron a la puerta y ella fue graciosamente al encuentro de Danvers.
– Estás espléndida -la saludó él como siempre-. Voy a ser el hombre más orgulloso.
«El más orgulloso, no el más feliz», pensó ella. La fiesta era en un salón de banquetes, decorado con telas de seda y rosas blancas. La pareja era poco más que unos niños; Rory tenía veinticuatro años y Elspeth, dieciocho. El padre de Elspeth era el presidente del banco en que trabajaba Danvers, que a su vez era parte del consorcio que había financiado el Allingham.
– Pensaba que la gente ya no creía en el «para siempre» -le comentó Rebecca a Danvers al final de la noche.
– Supongo que si eres lo suficiente joven y tonto, tiene sentido.
– ¿De verdad tienes que ser joven y tonto?
– Vamos, cariño, los adultos sabemos que pasan cosas y la vida no sale como esperabas.
– Es cierto -contestó ella, que entonces se vio asaltada por Elspeth.
– Estoy tan contenta, Becky -le dijo la joven mientras la abrazaba-. Y vosotros dos, ¿qué? Ya es hora de que deis el paso. ¿Por qué no hacéis el anuncio ahora?
– No -dijo enseguida Rebecca, que lo suavizó-. Esta es tu noche.
– Vale, pero en la boda te tiraré el ramo -prometió la niña, y se fue bailando.
– ¿Por qué te ha llamado Becky? -le preguntó él.
– Es el diminutivo de Rebecca.
– Nunca he oído a nadie llamártelo, y me alegra. Rebecca te queda mejor; es más sofisticado. No eres de la clase de las Beckies.
– ¿Y cómo es la clase de las Beckies, Danvers?
– No sé, torpe y poco elegante. Alguien que no es más que una niña y no sabe mucho del mundo.
Rebecca bajó la copa porque le temblaba el brazo, pero sabía que él no se daría cuenta.
– No siempre he sido tan sofisticada.
– Pero así es como me gusta verte.
Por supuesto también sabía que a Danvers no le interesaría otra versión de ella que no le fuera bien a él. Probablemente acabaría casándose con él, no por amor, sino por falta de otra fuerza que se opusiera. Tenía treinta y dos años y sentía que el camino sin rumbo que era su vida no podía seguir así indefinidamente. Rechazó su propuesta de una cena, alegando cansancio. Él la acompañó a su suite e hizo un último intento de prolongar la velada, acercándose para besarla, pero ella se puso tensa.
– De verdad estoy muy cansada. Buenas noches, Danvers.
– Está bien. Tómate un sueño de belleza para estar perfecta para mañana.
– ¿Mañana?
– Cenamos con el presidente del banco, no puedes haberte olvidado.
– Claro que no. Estaré allí con mi mejor sonrisa. Buenas noches.
Al fin se quedó sola. Apagó la luz y se asomó a la ventana, desde la que observó las luces de Londres, que brillaban contra la oscuridad, y que le recordaron a lo que prometía ser su vida a partir de entonces, un panorama interminable de ocasiones brillantes, cenas con el presidente, noches en la ópera, restaurantes lujosos, entretenerse en una mansión lujosa como una perfecta esposa y anfitriona.
Antes le parecía suficiente, pero algo la había desestabilizado aquella noche. Ver a aquella pareja joven que creía apasionadamente en el amor le había recordado demasiadas cosas en las que ya no creía.
«Becky» sí había creído, pero estaba muerta. Había muerto en una confusión de dolor, sufrimiento y desilusión, pero aquella noche su fantasma revivió en la opulenta fiesta, mirándola con reproche y recordándole que una vez había tenido corazón, que le había dado a un joven rebelde que la adoraba.
El veredicto de Danvers sobre Becky había sido «una niña que no sabe nada del mundo», y tenía más razón de la que creía. Los dos habían sido unos críos y habían creído que su amor era la respuesta final a todos sus problemas.
Becky Solway se había enamorado de Italia nada más verla, sobre todo de la tierra de la Toscana, donde su padre había heredado de su madre italiana la finca de Belleto.
– Papá, ¡es precioso! -le dijo al verla-. Me quiero quedar aquí para siempre.
– Muy bien, cielo, lo que tú digas -se rió él.
Él era así, siempre dispuesto a complacerla sin meditar lo que le pedía, y mucho menos lo que pensaba o sentía. Con catorce años lo único que conocía Becky era complacencia. Eran ellos dos solos desde la muerte de su madre dos años antes. Frank Solway, un fabricante de electrónica con éxito, y su preciosa y brillante hija.
Frank tenía fábricas por toda Europa, que trasladaba a dondequiera que el trabajo fuera más barato. Durante las vacaciones escolares viajaban juntos y visitaban las avanzadillas del imperio financiero o se quedaban en Belleto. El resto del año ella estudiaba en Inglaterra. A los dieciséis años Becky le anunció que dejaba los estudios.
– Quiero vivir en Belleto para siempre, papá.
– Muy bien, cielo, lo que tú digas.
Le compró un caballo con el que ella pasaba los días felices explorando los viñedos y olivares de Belleto. Como tenía buen oído no le costó aprender no solo italiano de su abuela sino también el dialecto toscano. Su padre apenas hablaba idiomas y sus sirvientes no lo entendían, así que pronto le dejó los asuntos domésticos a ella. Un tiempo después también lo ayudaba en la finca.
Todo cuanto Becky sabía de su padre era que era un hombre de negocios con éxito; nunca habría podido imaginar un lado oscuro, hasta que se vio forzada a ello.
Frank había cerrado su última fábrica en Inglaterra, había abierto otra en Italia y después había viajado a España en busca de nuevas oportunidades. Durante su ausencia un día Becky fue a montar a caballo y se encontró con tres hombres.
– Eres la hija de Frank Solway -le dijo uno de ellos en inglés-, admítelo.
– ¿Y por qué iba a negarlo? No me avergüenzo de mi padre.
– Pues deberías -le gritó otro de los hombres-. Necesitamos nuestro trabajo y tu padre de la noche a la mañana cerró la fábrica inglesa porque aquí es más barato. Ninguna compensación ni remuneración. Simplemente desapareció. ¿Dónde está?
– Mi padre está en el extranjero ahora. Por favor, déjenme pasar.
– Dinos dónde está -la detuvo él agarrando la brida-. No hemos venido hasta aquí para nada.
– Volverá la semana que viene -dijo ella desesperada-. Le diré que han venido; estoy segura de que hablará con ustedes.
– Somos los últimos con quienes querría hablar -aseguró uno de ellos, tras una carcajada heladora-. Se ha estado escondiendo de nosotros, no contesta nuestras cartas…
– Y ¿qué puedo hacer yo?
– Puedes quedarte con nosotros hasta que venga por ti.
– No lo creo.
La frase salió de un joven al que nadie había visto. Había aparecido de entre los árboles y se quedó de pie hasta asegurarse de que habían notado su presencia, una presencia imponente, no tanto por su altura y anchura de espaldas como por la ferocidad de su rostro.
– Aléjense -dijo, comenzando a andar.
– Lárgate -dijo el hombre que sujetaba la brida.
El extraño no se hizo esperar y, con un movimiento más rápido que la vista, de repente el otro hombre estaba en el suelo.
– Eh -empezó otro, pero sus palabras murieron cuando el extraño lo miró con cara de pocos amigos.
– Váyanse de aquí, los tres. Y no vuelvan.
Los otros dos ayudaron a su compañero a levantarse. Este se limpió la sangre de la nariz y, aunque la mirada que dedicó a su asaltante era furiosa, fue suficientemente listo para saber que era mejor no ir más lejos. Se marcharon, aunque en el último momento el humillado se volvió a mirar a la joven de un modo que hizo al extraño avanzar. Entonces se escabulleron.
– Gracias -dijo Becky con fervor.
– ¿Estás bien?
– Sí, gracias a ti.
Ella desmontó y enseguida se dio cuenta de lo alto que era. La pequeña multitud había sido temible porque eran tres, pero aquel hombre era peligroso por sí mismo, y de repente Becky se preguntó si estaría más a salvo que antes.
– Ya se han ido -dijo él-, y no volverán.
– Gracias -repitió ella hablando en inglés como él, pero más lento-. Nunca me había alegrado tanto de ver a alguien. Creí que no había nadie para ayudarme.
– No hace falta que me hables despacio -dijo él con orgullo-. Sé inglés.
– Lo siento, no pretendía ser grosera. ¿De dónde has salido?
– Vivo pasados estos árboles. Será mejor que vengas conmigo y te haré un té.
– Gracias.
– Conozco a todo el mundo por aquí -le comentó él mientras andaban-, pero nunca los había visto.
– Venían de Inglaterra. Buscaban a mi padre, pero está fuera y eso los ha enfadado.
– A lo mejor no deberías cabalgar sola.
– No sabía que estaban ahí, y ¿por qué no puedo montar en la tierra de mi padre?
– Ah, sí, tu padre es el inglés del que todo el mundo habla. Pero esta no es su tierra, me pertenece a mí. Es sólo una franja estrecha, pero tiene mi casa, que no pienso vender.
– Pero papá me ha dicho…
– Te ha dicho que había comprado toda la tierra. Debe de haberse pasado esta parte; es muy normal.
– Oh, es preciosa -le salió del alma.
Al doblar una esquina habían llegado a una casita de piedra contra la falda de una colina y rodeada de pinos.
– Es mi casa. Te advierto que por dentro no es tan pintoresca.
Era cierto. El interior era muy básico, viejo y anticuado. A Becky le resultó evidente que había trabajado por mejorarlo, pues había herramientas y maderos por el suelo.
– Siéntate -le ofreció él señalándole una silla.
– No sé cómo te llamas -advirtió ella mientras él hacía té.
– Luca Montese.
– Yo soy Rebecca Solway, Becky.
Él le miró la manita elegante que le ofrecía y por primera vez pareció dudar. Entonces le dio la mano, áspera y fuerte, marcada por el trabajo duro. Todo su aspecto era rudo. Era alto, de un metro ochenta y el pelo moreno necesitaba un corte. Llevaba vaqueros negros y una camiseta negra sin mangas. A ella le recordó a Hércules. La furia de su rostro había desaparecido y en aquel momento la miraba de forma amable, aunque sin sonreír.
– Rebecca -repitió.
– No, Becky para los amigos. Tú eres mi amigo, ¿no? Debes serlo, después de haberme salvado.
Durante toda su corta vida, el encanto y belleza de Becky le habían hecho ganarse a la gente, pero sintió la duda del joven.
– Sí -dijo al fin-. Soy tu amigo.
– Entonces, ¿me llamarás Becky?
– Becky.
– ¿Vives aquí solo o con tu familia?
– No tengo familia. Esta era la casa de mis padres y ahora es mía -recalcó, con tono firme.
– Oye, que no lo pongo en duda. Si es tuya es tuya.
– Ojalá tu padre pensara lo mismo. ¿Dónde está?
– En España. Vuelve la semana que viene.
– Hasta entonces creo que será mejor que no cabalgues sola.
– ¿Perdona? -le preguntó ella, que había estado pensando lo mismo, pero le había molestado el tono.
– No hace falta que te perdone.
– No quería decir eso -se explicó ella, dándose cuenta de que su inglés no era tan bueno-. Es una expresión que significa «¿Quién diablos te crees que eres para darme órdenes?».
– ¿Y por qué no lo dices directamente?
– Porque… -empezó, pero le resultaba demasiado largo explicarlo, así que cambió al iscina-. No me des órdenes. Cabalgaré cuando quiera.
– Y ¿qué pasará la próxima vez, cuando quizá yo no esté para ayudarte?
– Se habrán ido.
– ¿Y si te equivocas?
– Eso no tiene nada que ver -saltó ella, incapaz de contrarrestar su razonamiento.
– Creo que sí tiene que ver -dijo él con una leve sonrisa.
– Oh, deja de ser tan razonable.
– Muy bien -dijo él, con una sonrisa completa-. Lo que te parezca bien.
– Puedes estar seguro -contestó ella con otra sonrisa, y dio un trago al té-. Haces un té muy bueno, estoy impresionada.
– Y a mí me impresiona lo bien que hablas iscina.
– Me lo enseñó mi abuela. Era de aquí, la dueña de la casa en la que vivo ahora.
– ¿Emilia Talese?
– Era su nombre de soltera, sí.
– En mi familia siempre han sido carpinteros, y solían trabajar para su familia.
Aquel fue su primer encuentro. La acompañó a casa y dio instrucciones a los sirvientes para que cuidaran de ella como si lo hubiera hecho toda su vida.
– ¿Vas a estar bien? -le preguntó ella, al pensar en que debía volver solo en la oscuridad.
La sonrisa fue suficiente respuesta. Una sonrisa que decía que tales temores eran para otros hombres. Entonces se fue, dejando atrás tan solo el recuerdo de su autoconfianza.