Em se movió y se preguntó por qué las sábanas eran tan ásperas.
Con los ojos todavía cerrados, frunció el ceño, incapaz de recordar por qué se había acostado desnuda sin ponerse el camisón. ¿Cómo era posible que estuviera desnuda?
Entonces percibió el calor -y el cuerpo del que éste emanaba-, y la sensación la envolvió por completo.
No eran las sábanas de su cama lo que le rozaba ásperamente la sensible piel.
La conciencia, y luego los recuerdos, asaltaron su mente. Con un grito ahogado abrió los ojos, confirmando la conclusión de sus sentidos. Aquellos recuerdos no eran sólo un sueño.
Estaba tumbada boca arriba en la cama con Jonas tendido boca abajo a su lado. Clavó los ojos en el brazo musculoso y velludo que le cubría los pechos; luego desvió la mirada hacia la larga y enorme figura -decentemente oculta bajo la sábana- que estaba tumbada a su lado, con un pesado muslo desnudo cubriendo el de ella.
¿Realmente…?
Sí, lo había hecho. Había invitado a Jonas Tallent a meterse en su cama, en su cuerpo. Si no recordaba mal, él la había seguido hasta su habitación en medio de una fuerte discusión. Aunque ahora no podía acordarse de por qué habían discutido. No podía recordar qué era lo que había provocado que ella se lanzara directamente al vacío. Sólo recordaba con sorprendente nitidez todo lo que había sucedido a continuación, todas las exploraciones posteriores, todo lo que él le había enseñado, todas las increíbles sensaciones que había experimentado.
Recordaba todas esas cosas hasta el último detalle.
Parpadeó y se dio cuenta de que habían pasado muchos minutos mientras se recreaba en aquello que ellos habían hecho.
Lo que era comprensible. Pero ¿y ahora qué?
Después de haberle invitado a meterse en su cama, ¿cómo obligarle a salir?
No conocía la etiqueta a seguir, pero asumía que debería acompañarle hasta la puerta de alguna manera. Lo que estaba claro era que él no podía quedarse en su habitación hasta la mañana siguiente.
¿Qué hora era? Había un pequeño reloj sobre una cómoda que estaba contra la pared al lado de la cama. Em entrecerró los ojos para poder ver la hora, pues obviamente no podía alargar las manos y…
– Es algo más de medianoche.
Las roncas palabras le retumbaron en el oído, sobresaltándola. Placiendo que sus nervios, que su piel, crepitaran de excitación. Haciendo que volviera la cabeza hacia él.
Jonas había girado la cabeza sobre la almohada para observarla. Seguía tumbado a su lado. La luz de la luna que caía sobre la cama era suficiente para que Em le viera los rasgos, pero los ojos masculinos seguían siendo dos lagos oscuros y ella no podía leer su expresión.
Podía verle los labios, curvados en algo que parecía una sonrisa de profunda satisfacción. Una que rayaba en la arrogancia.
Em habría fruncido el ceño, o por lo menos lo habría intentado, pero él movió el brazo y le rozó con el dorso de los dedos el lateral de un pecho. Un sobresalto diferente la atravesó, un recuerdo traidor que la hizo estremecer de ansiedad. Aunque siguió con la mirada clavada en la cara de Jonas, toda su atención se centró en la mano masculina, en los dedos indagadores que buscaban y acariciaban, lentos y cuidadosos, hasta que ella casi se retorció con renovado placer, con creciente expectación.
Em se humedeció los labios y observó que él se los miraba fijamente.
– ¿No deberías marcharte ya? -se obligó a preguntar.
Él levantó la vista a sus ojos, sosteniéndole la mirada durante un instante antes de curvar definitivamente los labios en una sonrisa. Negó con la cabeza y desplazó la mirada adonde, por debajo de las mantas, seguía acariciándole el pecho con la mano.
– Estoy justo donde quiero estar.
Y no tenía intención de marcharse, no hasta que la consideración por la reputación de Em le obligara a hacerlo al amanecer, Jonas no recordaba ningún momento en el que se hubiera sentido tan satisfecho y feliz.
Emily Beauregard era suya. Sin discusión, fuera de toda duda o consideración.
Estaba desnudo en su cama y ella estaba acostada a su lado también desnuda. Y a pesar de su confusión, de su débil insinuación de que debería irse, el cuerpo de la joven respondía de una manera alentadora a sus caricias, incluso con más fervor que antes.
Que Dios le ayudara. El fervor y el ansia de Em parecían muy arraigados. Sabía que una vez que ella había tomado una decisión, que había optado por un camino, se comprometía incondicionalmente a no abandonarlo.
Lo que era una buena señal para prever lo que ocurriría una vez que ella tomara la decisión de ser su esposa. Los acontecimientos de esa noche eran, claramente un primer paso hacia ello. Con la certeza animándole, Jonas estaba dispuesto a darle el tiempo que necesitara, sin importar lo que le costara, para que tomara esa decisión.
– Pero ¿no deberías… -Em hizo un gesto vago con la mano- irte? Ahora estamos… ¡Oh!
Esa exclamación fue provocada por la mano de Jonas que se deslizaba, de manera muy posesiva, por el cuerpo de la joven. Em abrió mucho los ojos cuando le acarició la carne resbaladiza entre los muslos con un dedo.
Sonriendo, él se inclinó sobre ella para bajar la sábana y acariciarle con la nariz un pecho insolente.
– Más tarde.
Ella vaciló, luego él notó que asentía con la cabeza.
– De acuerdo -susurró Em-, más tarde.
Jonas levantó la vista y miró atentamente los ojos de Em, que arqueó la espalda cuando él deslizó el dedo profundamente en su cálido interior. La exploró con él y ella se movió desasosegadamente, conteniendo el aliento, tanteando con las manos basta que logró aferrarse a la parte superior de los brazos de Jonas.
El no necesitó más invitación. Retiró la mano y se alzó sobre ella. Le hizo separar los muslos y se colocó entre ellos. La miró a la cara y observó cómo se mordía el labio inferior para contener un gemido, Jonas la penetró con un largo y poderoso envite, y Em perdió la batalla.
El sonido de la jadeante respiración de la joven, su profundo gemido, lo impulsó hacia adelante.
Esta vez el acto fue mucho más descarado y provocador. Em respondió con ansiosa lujuria a cada movimiento de Jonas, y pareció encantada no sólo de dejar que él tomara la iniciativa, sino de seguirle, observando, evaluando, aprendiendo…
Jonas no hizo el amor sin más, le hizo el amor a ella.
Si él se hubiera hallado en un estado en el que pudiera disfrazar los hechos, habría cubierto con un velo las emociones que le atenazaban y que brillaban en todo su sombrío esplendor bajo la luz de la luna mientras Em le daba la bienvenida dentro de su cuerpo y él la montaba con un salvaje abandono que les sumergía en un placer mutuo. Pero en ese momento, Jonas carecía de cualquier habilidad para ocultar, ya no de ella sino de sí mismo, los sentimientos que le embargaban.
Jamás había sentido con otra mujer lo que sentía con ella. Nunca se había acostado con una mujer que significara tanto para él como significaba Em. Era como si por fin se hubiera enfrentado a su destino.
La llevó más allá, sumergiéndose más profunda y poderosamente en su interior, y ella respondió sin condiciones, abrazándole, reteniéndole, aferrándose a él cuando explotó, acunándole cuando la siguió en el dichoso olvido del placer.
Em se despertó a la mañana siguiente sola. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, pero no había señales de Jonas.
Entonces, su mirada cayó sobre la cama, sobre las sábanas arrugadas y torcidas y el cubrecama enredado, y sonrió.
Con un suspiro, se dejó caer sobre las almohadas y clavó los ojos en el techo. Qué noche tan excitante, tan cautivadora, tan absolutamente fascinante había pasado entre los brazos de Jonas. Él había respondido a todas las preguntas que Em se había hecho sobre las relaciones sexuales, le había demostrado lo excitante que era la atracción que había crecido entre ellos, lo que significaba y a dónde conducía…
Frunció el ceño. Ahora era una mujer disoluta. ¿No debería sentirse más… deprimida? ¿Pasmada? ¿Culpable? ¿Arrepentida?
Rebuscó en su interior y no pudo encontrar ningún rastro de esos sentimientos. Lo cierto era que se sentía en el séptimo cielo, como cuando uno se despierta en un día soleado sin una sola nube en el horizonte.
Y cuanto más lo pensaba, cuantas más vueltas le daba en la cabeza a las posibles ramificaciones de sus actividades nocturnas, más comprendía cuánto se estaba alejando de la verdad, cuánto se distanciaba de la realidad, arrebatada por aquellos engañosos sentimientos.
Estaba en Colyton para encontrar el tesoro de su familia. Intentaba hacerse pasar -sin demasiado éxito- por una posadera para que le resultara más fácil buscar dicho tesoro. No formaba parte de sus planes convertirse en la amante de su patrón ni de ningún otro hombre.
Y lo que era peor aún, entre las numerosas vivencias de la noche anterior estaba el borroso recuerdo de que, después de que se hubieran unido por segunda vez, cuando ella yacía en la cama, maravillosa y felizmente indefensa, había escuchado o creído escuchar que Jonas susurraba unas palabras que sonaban muy parecidas a «Eres mía. Mía por completo».
El problema era que…
Hizo una mueca, apartó la ropa de cama y, haciendo caso omiso de su estado de desnudez, se levantó. Buscó la bata y se la puso, se anudó el cinturón y se preparó para enfrentarse a un nuevo día. En esos momentos podía escuchar a Hilda y a sus chicas trajinando en la cocina, en el piso inferior.
Mientras se lavaba y se vestía, rebuscó en su memoria, intentando recordar ese momento revelador que le aclarara las ideas, pero no tuvo éxito.
Tras darle los últimos toques a su peinado, Em le hizo una mueca a su reflejo en el espejo, se levantó y se dirigió a la puerta.
Su problema era que no podía recordar si realmente había oído a Jonas gruñir esas palabras o si había sido ella quien las pensó con tanta intensidad que las había escuchado resonar en su cabeza.
En el mismo momento en que salió de sus aposentos, la posada y su familia la reclamaron y no tuvo tiempo de considerar el cómo y el porqué, ni mucho menos reflexionar sobre las posibles consecuencias de su noche de pecado. En vez de eso, se dejó envolver por un autentico torbellino de actividades, de dar órdenes, de organizar, de tomar decisiones y -maravilla de maravillas-de dar la bienvenida a los primeros huéspedes de la posada en más de cinco años.
– Escuché en Exeter que Red Bells volvía a estar en pleno funcionamiento -dijo el señor Dobson, uno de los clientes-. Hace años, solía detenerme muy a menudo en esta posada. Viajo por la zona cada pocos meses. He pensado que valía la pena pasarme por aquí, en especial cuando oí que hay buena comida.
Em le brindó una sonrisa de bienvenida.
– Nos alegramos mucho de que lo haya hecho. Mary le acompañará a su habitación. Le subirán el equipaje en un momento. Pídale a Edgar cualquier cosa que necesite.
El hombre inclinó el sombrero y siguió a Mary, una de las dos chicas de las granjas cercanas que Em había contratado para que ayudar; a limpiar las habitaciones y se encargara de las tareas de doncella, escaleras arriba. Bajo la guía de Em, las dos chicas y las tres lavanderas habían trabajado como esclavas para que las habitaciones volvieran a ser confortables. Em se había quedado bastante sorprendida y complacida con el resultado. Ahora sólo faltaba saber cómo reaccionarían los nuevos huéspedes ante las paredes recién encaladas, las sábanas limpias y las almohadas y colchones recién rellenados. Las cortinas y la tapicería también estaban limpias; había hecho falta una semana de trabaje para que Em quedara satisfecha con el aspecto de las cuatro habitaciones de la parte delantera y diera el visto bueno para que volvieran a abrirse a los huéspedes.
Em se pasó la mañana, charlando con los vecinos, supervisando órdenes y dándoles la bienvenida a los huéspedes. A las once, después de que Mary hubiera instalado en sus habitaciones a un matrimonio que recorría el país contemplando las vistas, le sugirió a la chica que llevara a su hermana con ella al día siguiente, para que pudieran compartir el trabajo y conseguir que el resto de las habitaciones estuvieran preparadas para su uso. Ojalá no tuviera que rechazar a un cliente por eso. Dado que cualquiera que pasara la noche en la posada tenía que comer y beber allí necesariamente, las ganancias que obtendrían serian mayores y por lo tanto la contratación de personal extra quedaría compensada más que de sobra.
La joven tornó nota mental de mencionarle el incremento de personal a Jonas; no, a Jonas no, a su patrón. Estaba resuelta a no permitir que los recuerdos de la noche anterior se inmiscuyeran en el trabajo, así que los desterró de sus pensamientos con resolución. Deteniéndose un momento en el pequeño vestíbulo ante el despacho, se volvió para mirar el salón de la posada. Estaba totalmente lleno, pues la gente había acudido a la posada atraída por el olor a canela de los panecillos de Hilda.
Estaba a punto de entrar en el despacho cuando un recién llegado entró en la posada. Llevaba una bolsa de viaje y un paquete, y se detuvo justo en el umbral antes de mirar lentamente a su alrededor. Pareció observarlo todo con aire casual.
Em también tomó nota de él. Era un hombre atractivo, mucho más atractivo que el resto de los clientes de la posada, que estaban sentados a un lado del salón.
Dado el escrutinio al que le sometían los vecinos de Colyton, Em estaba segura de que era un extraño. Era un hombre alto y fornido. Tenía el pelo negro, lo suficientemente largo como para que pudiera ser despeinado por el viento, y un rostro apuesto, aunque anguloso y moreno. Em miró la mano con la que sostenía la bolsa de viaje; también estaba bronceada. Supuso que podía ser marino.
No era demasiado viejo, debía de rondar los cuarenta años. La ropa que vestía indicaba que no era un sirviente. Llevaba una chaqueta azul oscuro con un buen corte, un chaleco sencillo y una corbata poco llamativa. Los pantalones eran del mismo color azul oscuro que la chaqueta, pero de un tejido más grueso. Em intuyó que aquellas prendas habían sido confeccionadas por un sastre rural. El hombre -había algo en él que hacía que no le considerara un caballero- provenía sin duda de algún condado cercano.
Tras completar su inspección visual, el extraño se inclinó y cogió el paquete, cuadrado y plano, que había dejado junto al marco de la puerta. Con él bajo el brazo y la bolsa de viaje en la otra mano, se dirigió hacia el mostrador. Saludó a Edgar con la cabeza.
– Buenos días. He oído que hay habitaciones. Si es posible me gustaría alquilar una.
Ocupado en servir una pinta de cerveza, Edgar asintió con la cabeza.
– Sí, creo que aún tenemos una habitación libre. -Miró a Em, arqueando las cejas de manera inquisitiva.
La joven alzó la cabeza, salió de las sombras y se acercó a la barra del bar. Al verla, el desconocido se enderezó. Ella sonrió mientras pasaba junto a Edgar y sacaba el libro de registro que había debajo del mostrador para colocarlo ante el desconocido.
– Buenos días, señor. Está usted de suerte, pues nos queda una habitación libre.
La joven levantó la vista y descubrió que el desconocido tenía los ojos grises. Le devolvió la sonrisa con la mirada clavada en ella.
Era un hombre muy guapo y Era no pudo evitar preguntarse por qué sus sentidos sólo bostezaban. Lo más probable es que Jonas los hubiera dejado agotados.
Sin dejar de sonreír cordialmente al hombre, la joven abrió el libro de registro y lo giró hacia el recién llegado.
– ¿Podría decirme su nombre, señor? -Indicó la columna en la que debería escribir tal información.
– Hadley. William Hadley. -El hombre cogió el lápiz que estaba atado al libro de registro y escribió su nombre antes de firmar a un lado.
Em volvió a girar el libro hacia ella y apuntó la fecha.
– ¿Cuántos días piensa quedarse, señor Hadley?
Le miró, esperando que le dijera que se quedaría un par de días.
– En principio, pensaba quedarme una semana. -La miró a los ojos cuando ella parpadeó-. ¿Hay algún problema?
– No, por supuesto que no -se apresuró a asegurar ella-. Nos encanta que nuestros huéspedes se queden varios días. -Y que los pagaran, claro está. Em hizo cálculos con rapidez-. Pero en ese caso, necesitamos que nos pague cuatro días por adelantado -añadió, y le mencionó la cifra.
Sin titubear, Hadley sacó una bolsita de cuero y extrajo dicha cantidad.
Em aceptó el dinero con una sonrisa, segura ya de que Hadley no era un estafador.
– ¿Tiene negocios en la zona? -le preguntó con naturalidad. Hadley también pareció más relajado.
– Podría decirse que sí. -Señaló el extraño paquete que llevaba con él-. Soy artista. Viajo por todo el país dibujando antiguos monumentos. He oído decir que la iglesia de Colyton es digna de ser visitada y que en ella puedo encontrar algunas de las mejores piezas de arte sacro del país.
– ¿De veras? -Em recordó que las estatuas del interior de la iglesia estaban muy bien trabajadas y que tenía muchísimos detalles intrincados. Esbozó una radiante sonrisa-. En ese caso, espero que su estancia le resulte muy productiva y placentera. Mary, por favor… -llamó a la doncella, que se apresuró a acercarse y hacer una reverencia-, muéstrale la habitación a nuestro huésped. Si necesita algo más señor Hadley, por favor, no dude en avisar a cualquier miembro del personal.
– Gracias, así lo haré.
Hadley la saludó cortésmente con la cabeza, cogió su bolsa de viaje y el paquete. Em reconoció el contorno de un caballete portátil cuando el hombre se giró para seguir a Mary, que le indicó las escaleras con las mejillas sonrojadas.
Hadley atravesó a paso vivo el salón, fijándose en las diversas mujeres reunidas a un lado de la estancia, las cuales le observaban con abierto interés. Curvando los labios en una sonrisa, él las saludó cortésmente con la cabeza.
– Señoras…
En respuesta a esas palabras, se produjo un profundo revuelo. Algunas de las mujeres asintieron con cautela, otras agacharon la cabeza y el resto, simplemente, se le quedó mirando.
Hadley se dio la vuelta y subió las escaleras detrás de Mary. Su público continuó observándole en silencio. Y no fue hasta que él desapareció de la vista en el pasillo de la planta superior, que se escuchó alguna que otra risita tonta.
Em apenas lo notó, pues tenía puesta la atención en otra cosa. No podía dejar de pensar en el exquisito manjar que Hadley le había puesto en bandeja. Si la iglesia era realmente un lugar que atraía a artistas -en especial para pintarla, un pasatiempo que se permitían muchas damas-, quizá su patrón y ella deberían considerar diversas maneras de atraer la atención de las sociedades artísticas. Actividades como pintar estatuas podían realizarse en cualquier época del año. Considerando los beneficios que obtendrían al contar con un flujo constante de huéspedes cuya atracción por la vecindad no dependiera del clima, Em se dirigió a su despacho.
El resto del día transcurrió de manera menos agradable. Harold llegó poco después de que terminaran de servir el almuerzo. Pidió una jarra de cerveza y se sentó a una mesa, dedicándose a lanzar miradas furiosas y amenazadoras a su sobrina cada vez que ésta aparecía.
Oscar se ofreció amablemente a ponerle de patitas en la calle. Em sopesó el ofrecimiento pero al final declinó. Prefería que Harold estuviera donde ella podía vigilarle y no que anduviera por ahí, tramando algo a sus espaldas.
Su tío seguía allí cuando las gemelas bajaron al salón, después de la lección de la tarde, acompañadas de Issy. Mientras bajaba las escaleras delante de sus hermanas, Issy se percató de la presencia de Harold y condujo con rapidez a las gemelas a la cocina, poniendo como excusa los deliciosos bollitos de Hilda. Tras dejarlas bajo la mirada maternal de la cocinera, Issy fue a buscar a Em a su despacho.
Em levantó la cabeza del libro de cuentas y asintió con la cabeza.
– Sí, ya sé que está ahí.
Issy parecía preocupada y un tanto alterada.
– ¿Estás segura de que no te importa que vaya a re unirme con Joshua? No es necesario que vaya si me necesitas aquí.
Em cerró el libro y negó con la cabeza.
– No, puedes irte si quieres. Yo me quedaré aquí con nuestros angelitos y me aseguraré de que no hacen nada inapropiado.
Issy solía dirigirse a la rectoría en cuanto acababa con las lecciones de las gemelas. Se reunía allí con Henry y con Joshua, pero por lo general acababa sentada con Joshua en el porche delantero mientras Henry terminaba de hacer los deberes en el interior, luego, su hermano y ella volvían juntos a la posada.
Era todo muy inocente y sincero, e Issy merecía disfrutar de un momento de dicha y paz después de ocuparse de las gemelas durante todo el día.
Em se levantó de la silla y le señaló la puerta.
– Vete, nos las arreglaremos perfectamente sin ti.
Issy hizo una mueca.
– ¿Estás segura?
– Estoy segura. ¡Vete! -le indicó Em con su gesto más severo. Issy se rio y se fue.
Sonriendo, Em la siguió hasta la puerta. Se quedó allí observando a su hermana, que ignoró a Harold por completo -de hecho, sonreía como si nada le preocupara y no hubiera visto allí a su tío- mientras atravesaba el salón y salía por la puerta principal de la posada.
Oculta entre las sombras del pequeño vestíbulo -lugar que había resultado ser muy útil para observar sin ser vista-, Em continuó mirando a su tío hasta que estuvo segura de que éste no iba a seguir a su hermana.
Aliviada ante ese hecho, se encaminó directamente hacia su siguiente responsabilidad…, mantener ocupadas a las gemelas.
En contra de la creencia de Issy, las niñas sí habían visto a Harold, así que Em se pasó las horas siguientes inventando tareas que mantuvieran a sus hermanitas alejadas del salón, donde normalmente solían quedarse al caer la tarde, sentadas ante el fuego de la chimenea mientras escuchaban los chismes de las ancianas y mostraban aquella atractiva apariencia de ni hitas angelicales.
Casi consiguieron volver loca a Em, pero al final la joven salió victoriosa. Sin embargo, le habría venido bien no tener algunos ácidos pensamientos sobre cierto propietario de posada que podría haberle echado una mano.
Para sorpresa de la posadera, dicho dueño tampoco hizo acto de presencia por la noche. Em se había acostumbrado a verle en una esquina de la barra del bar con una jarra de cerveza, que solía durarle toda la velada, charlando con los vecinos y clavando su mirada oscura, en ella cada vez que pasaba delante de él. Em echaba de menos verle a esas horas, eso era todo. Se dijo a sí misma que ésa era la causa de la molesta inquietud que la embargaba -la sensación de que aquello no era correcto- y que se fue incrementando a lo largo de la noche.
Finalmente, Harold se fue después de agasajarse con una copiosa, cena y una botella de vino tinto. Cada, vez que ella le miraba, él la estaba observando con el ceño fruncido. No le agradó ver que regresaba más tarde, cuando había mucha menos gente en el salón. Su tío se acercó al mostrador y pidió un whisky. Edgar la miró y, cuando ella asintió con la cabeza, se lo sirvió. Em sabía que Harold no era dado a la bebida, así que tomar una copa no le afectaría en absoluto.
No lo hizo, pero… La sensación de ansiedad que embargaba a Em creció al notar que él no sólo dirigía su malévola mirada hacia ella, sino también al resto de los clientes.
Estaba esperando a que se marcharan todos para poder acercarse a ella. Y, por una vez, su caballero de brillante armadura no estaba presente.
Según se acercaba la hora de cerrar, Em cambió de opinión sobre los caballeros de brillante armadura. Se fue sintiendo cada vez más tensa mientras esperaba que llegara el momento en que se fuera el último cliente y Harold hiciera su movimiento. ¿De qué se trataría esta vez? Sin embargo, al final, la estratagema de Harold fue derrotada por la alianza de los vecinos del pueblo, quienes, sospechando que el tío de Em tenía intención de quedarse allí hasta la hora de cerrar, se acercaron a él para hacerle cambiar de opinión. Conducidos por Oscar, que algunas veces era locuaz y otras beligerante, rodearon a Harold y se ofrecieron a invitarle a una pinta de cerveza mientras departían afablemente con él, luego, cuando Harold declinó la invitación, procedieron a regalarle, los oídos con los hechos más interesantes de sus vidas.
Cuando se hizo evidente que iban a continuar así un buen rato, toda la vida si fuera necesario, Harold se rindió y, tras lanzarle una mirada furiosa a su sobrina, se marchó.
Todos lanzaron un suspiro de alivio. Em les dio las gracias a sus inesperados salvadores y les prometió invitarles a una jarra de cerveza al día siguiente. En cuanto los últimos clientes salieron de la posada, Edgar echó la llave a la puerta y también se marchó a su casa.
Cuando al fin se quedó sola, Em lanzó un profundo suspiro, cogió una lámpara y se dirigió hacia las escaleras.
A su habitación vacía, con una cama igual de vacía.
Mientras subía las escaleras, intentó convencerse a sí misma de que así era como debía ser. Como sería siempre.
Alguna parte de su ser -la parte Colyton- soltó un gruñido, enfurruñada y contrariada ante tal pensamiento. Entró en sus aposentos, cerró la puerta y, tras subir la intensidad de la luz de la lámpara que Issy había dejado encendida en el tocador para ella, cruzó la salita en dirección al dormitorio. No quería tener que pensar en nada, pero no podía evitar considerar que aquella tensa tarde habría sido mucho menos sombría, mucho menos fatigosa y desapacible, si Jonas hubiera estado allí con ella.
Se habría sentido mucho más segura, más confiada, y no tan vigilante y recelosa.
– ¡Tonterías!
Haciendo una mueca, se sentó delante del tocador, encendió las dos lámparas que flanqueaban el espejo y comenzó a quitarse las horquillas del pelo. Por la mañana había tenido que buscarlas por todas partes; la mayoría estaban desperdigadas por el suelo y la cama.
Acababa de soltarse el pelo y empezaba a deshacerse las trenzas, cuando oyó que chirriaba un escalón de las escaleras.
El corazón le dio un vuelco, pero entonces escuchó unos pasos firmes y recordó que ahora tenían huéspedes en la posada. Uno de ellos debía de haber bajado las escaleras, pero ¿por qué?
Antes de que pudiera comenzar a imaginarse historias truculentas, escuchó un leve golpe en la puerta de la salita.
Frunciendo el ceño, se levantó y se acercó a la puerta que comunicaba el dormitorio con la salita, y se quedó paralizada en el umbral cuando vio que la puerta se abría lentamente.
Entró Jonas.
Él la vio, sonrió y cerró la puerta… con llave. Luego se acercó a ella.
Em parpadeó y se estremeció ante la agitación de sus sentidos. Frunció el ceño cuando él se acercó.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Jonas arqueó las cejas. Se detuvo ante ella y, poniéndole las manos en la cintura, la llevó de vuelta al dormitorio. Em se dio cuenta de sus intenciones e intentó clavar los talones en el suelo, pero para entonces ya había entrado en la habitación, y él con ella.
Jonas cerró la puerta de un puntapié. Con una tierna expresión en la cara, le sostuvo la mirada.
– ¿Dónde iba a estar si no?
Ella lanzó una mirada mordaz al reloj.
– ¿En tu habitación en Grange?
Jonas negó con la cabeza. Curvó los labios y se dio la vuelta mientras se quitaba la chaqueta para depositarla cuidadosamente en el respaldo de una silla.
– Es hora de acostarse.
– ¡Precisamente por eso! -Em se acercó a la silla, recogió la chaqueta y se la tendió para que volviera a ponérsela-. Deberías irte a tu casa, a tu habitación y a tu cama.
Jonas miró la chaqueta, luego levantó la vista a la cara de Em sin dejar de desabrocharse los puños de la camisa.
– Prefiero esta habitación… y tu cama. Tiene una gran ventaja sobre la mía. -Tras soltarse los puños, comenzó a desabrocharse los demás botones de la camisa.
Em frunció el ceño, observando cómo aquellos largos dedos descendían por la larga hilera de bocones. Entonces, se reprendió a sí misma y se obligó a pensar.
– ¿Qué ventaja? -se sintió impulsada a preguntar.
El esbozó una amplia y picara sonrisa.
– Que no estaré solo en la cama, tú estarás conmigo.
La joven entrecerró los ojos y volvió a dejar la chaqueta en el respaldo de la silla, justo en ese momento, Jonas terminó de desabrocharse los botones y se quitó el pañuelo y la camisa. Ella abrió mucho los ojos.
– ¡Jonas!
Dejando caer las dos prendas en la silla, él arqueó las cejas.
– ¿Qué?
Jonas seguía teniendo una expresión tierna, pero sus ojos oscuros brillaban con picardía.
Inspirando profundamente, algo que resultaba difícil dada su reacción ante el patente y fascinante despliegue de masculinidad que se mostraba ante ella, señaló el pecho de Jonas y luego el espacio que le: rodeaba.
– No puedes… No podemos. No deberías estar aquí.
– ¿Por qué no?
– Porque, a pesar de lo que ocurrió anoche, esto no puede ser. No voy a ser tu amante. -Em no había tenido tiempo de pensar en la situación, pero eso era algo de lo que estaba segura.
– Por supuesto que no. -Jonas se sentó en la silla y procedió a quitarse las botas y los calcetines-. Estoy totalmente de acuerdo contigo.
Ella clavó los ojos en él.
– Pero… si no quieres que sea tu amante, ¿qué haces aquí?
El arqueó una ceja.
– Después de lo ocurrido anoche, pensaba que ya sabrías la respuesta a esa pregunta.
Em se sintió completamente perdida, pero no pensaba rendirse sin más a él o a su acuciante yo interior. Cruzó los brazos y le dirigió su mirada más severa.
– Aunque entiendo que anoche pude haberte dado una impresión equivocada, no consentiré en convertirme en tu amante ocasional.
Jonas frunció el ceño y abrió la boca para responder, pero ella le silenció con un gesto de su mano.
– No, quiero que me escuches. Al margen de nuestros deseos, esto, tú y yo…, sencillamente, no puede ser. No podemos ceder a nuestras pasiones así porque sí.
El arqueó las cejas lenta e inquisitivamente.
Ella frunció el ceño y apretó los brazos bajo sus pechos.
– Sabes de sobra por qué. Mi reputación quedaría arruinada y, dado que éste es un pueblo pequeño, tú tampoco escaparías de rositas. Y además, los dos estamos intentando que la posada vuelva a recuperar toda su gloria anterior, y cualquier escándalo relacionado con nosotros ahuyentaría de inmediato a todas las mujeres que hemos conseguido atraer aquí. Así que, a pesar de nuestros sentimientos, nuestra reputación y la posada son demasiado importantes, no sólo para nosotros, sino para los demás, para que lo arriesguemos todo sin pensar.
Jonas había entrecerrado los ojos mientras la miraba fijamente.
– Todo eso es cierto -dijo, asintiendo bruscamente con la cabeza.
Ella le miró frunciendo el ceño para sus adentros.
– ¿Así que estás de acuerdo conmigo? -le preguntó con voz tensa.
– No has dicho nada que no haya pensado yo antes.
Desconcertada, Em frunció el ceño.
– Entonces ¿qué haces aquí?
Jonas apretó los labios. Bajó la mirada al suelo y se levantó de la silla.
– Jamás he pensado en convertirte en mi amante, ni mucho menos en mi amante ocasional. Y, aunque todo lo que has dicho es indiscutiblemente cierto, existe una solución muy sencilla para todo esto, una que nos permitirá disfrutar de nuestra relación y también tener todo lo demás.
Ella intentó pensar en algo, pero no se le ocurrió nada.
– ¿Qué solución?
Él la miró directamente a los ojos. Los de él estaban muy oscuros.
– Lo único que tienes que hacer es casarte conmigo y todo estará bien.
El tono con que lo dijo parecía sensato, pero por debajo se percibían fuertes emociones.
– Casarme contigo. -Antes lo había estado mirando con los ojos muy abiertos, pero ahora se le pusieron como platos-. ¿Casarme contigo? Pero… pero… -Jonas le sostuvo la mirada. Ella vio en sus ojos una fuerza y una determinación poderosas que ya había sentido antes. La cabeza comenzó a darle vueltas, y sus pensamientos se sumieron en un absoluto caos. Dijo las primeras palabras que le vinieron a la mente-: ¿Lo dices en serio?
Jonas entrecerró los ojos y éstos parecieron destellar como fragmentos de cristal.
– Siempre lo hago. -Él le examinó la cara y observó la expresión de profundo asombro de Em. Sabía que era sincera y sintió que su temperamento se inflamaba-. Hablo muy en serio. ¿Qué demonios imaginabas que buscaba en ti?
Em parpadeó sin apartar la vista de él.
– Pasión. Deseo. Necesidades incontrolables. ¿Cómo diablos iba a saber que querías casarte conmigo? -La joven abrió los brazos-. ¡Por el amor de Dios, soy tu empleada!
– Se supone que lo sabías porque te dije que te estaba haciendo la corte. -Tensó la mandíbula-. También te señalé que los caballeros como yo no seducen a sus empleadas. -Le tocó la punta de la nariz con un dedo, haciendo que retrocediera un paso-. ¡Y no te molestes en decirme que eres mi posadera! Todos en el pueblo saben muy bien que eres una dama y que lo más probable es que para librarte de tu tío Harold, algo totalmente comprensible, te hayas visto obligada a aceptar el puesto de posadera. Pero nadie cree que seas posadera de verdad; porque no lo eres.
El clavó la mirada en ella. Em se la sostuvo con los ojos brillantes y llenos de incertidumbre. El ceño fruncido recalcaba su confusión. Resultaba evidente que ella no se había dado cuenta de que todos conocían su verdadero origen y no sabía cómo reaccionar ante eso.
Eso último lo hizo vacilar. No entraba en sus planes que ella se negara a ser su esposa.
Aquella mera idea aplacó su temperamento y permitió que la sabiduría de que sería mejor no asustarla ni presionarla de ninguna manera no fuera a ser que la terquedad o la incertidumbre la hicieran pronunciar la palabra «no», inundara su mente. Una vez que Em se negara a casarse, se sentiría obligada a mantenerse firme en su postura y todo resultaría mucho más difícil. Conseguir que se decidiera as: favor era una cosa, conseguir que cambiara de idea era una tarea a la que él no deseaba tener que enfrentarse.
Jonas se enderezó y bajó la mano, lanzando un profundo y sufrido suspiro.
– Em… -se interrumpió, luego arqueó una ceja-, ¿es tu nombre de verdad?
Ella consideró la pregunta y asintió con la cabeza.
– ¿Beauregard?
Em alzó la barbilla.
– También es mi nombre real.
Pero no era su apellido. Em sintió como si hubiera entrado en una realidad completamente diferente. ¿Matrimonio? Revivió mentalmente sus anteriores encuentros, todo lo que Jonas le había dicho, porque a pesar de lo que Em había pensado tenía que reconocer que sí, que él podía haber tenido el matrimonio en mente durante todo el tiempo, pero…
Más segura de sí misma, Em cruzó los brazos, una postura que le hacía sentirse más segura todavía, y frunció profundamente el ceño.
– Nunca me has hablado de eso. Si hubieras pronunciado esas palabras, o algo parecido, me acordaría.
Jonas pareció un poco resentido ante su tono.
– Sí, bueno… -Le sostuvo la mirada, luego hizo una mueca-. Desde el principio supe que quería casarme contigo, pero no acepté esa conclusión de inmediato. Aunque el matrimonio era lo que tenía en mente desde el primer momento, no quise admitirlo, no con palabras, ni ante ti ni ante mí mismo. Hasta que hace una semana me di cuenta de que no podía seguir luchando contra ello ni fingir que tenía otras intenciones contigo.
Él dio un paso adelante, clavando sus ojos oscuros en la cara de Em.
– Pero quiero casarme contigo y ése ha sido siempre mi objetivo. -Volvió a tensar la mandíbula-. Y…
– Y ha sido un error por mi parte, sabiendo como sé que eres un caballero honorable, imaginar que pretendías otra cosa. -Em asintió con la cabeza, aceptando la reprimenda y la más que justificable cólera de Jonas-. Pero… -La joven volvió a examinar los recuerdos de sus anteriores encuentros, antes de centrar la atención en él-. Aunque admito que te alenté, fuiste tú quien me sedujo.
– Sólo porque quiero casarme contigo. -Jonas alargó el brazo, le cogió una muñeca y luego la otra y le hizo descruzar los brazos-. Pensé que quizá necesitabas un poco de ayuda para tomar la decisión y, como de todas formas vamos a casarnos, no pasa nada porque hayamos hecho el amor antes de pronunciar los votos matrimoniales.
Em entrecerró los ojos cuando él le soltó las muñecas y la cogió por la cintura para acercarla a su cuerpo.
– Pero esto… esto… -Em notó que se le disparaba el pulso ante la cercanía de Jonas y la promesa que leía en sus ojos. ¿Sería posible que estuviera sintiendo su deseo a través del roce de sus manos?-. ¿Es ésta tu manera de persuadirme?
El bajó los labios hacia los suyos.
– Entre otras cosas.
Ella no estaba segura de nada -no con respecto a él, ni mucho menos con respecto a ellos-, salvo del beso que la envolvió. Jonas le separó los labios y su lengua buscó la de ella, tentándola, y Em le buscó a su vez, ansiosa por volver a recorrer el camino del placer de la mano de él.
En ese momento, todo parecía muy sencillo. Allí estaba él y allí estaba ella, y entre ellos ardía una llama que nunca parecía apagarse por completo. Ardía con un simple toque, con una larga y evocadora caricia, con el roce de la mano de Jonas que se deslizaba desde el hueco de su garganta hacia uno de sus pechos, deteniéndose allí para capturarlo, para sopesarlo, para reclamarlo antes de continuar bajando hacia su vientre, apretándoselo suavemente para luego presionar más abajo, en la unión de los muslos, y posar su mano allí de una manera manifiestamente posesiva.
Y Em se perdió, se dejó llevar hacia aquel revuelto y ardiente mar de deseo que creaban los dos. La pasión creció y la envolvió. La joven respiró hondo y el anhelo y la necesidad tomaron posesión de ella, impulsándola a seguir.
Una tras otra las prendas que les cubrían cayeron al suelo, las de ella y las de él; no importó quién desabrochó qué ni quién tiró de que Lo único que importaba era desnudarse y sentir la piel del otro con una urgencia que pareció alcanzar tanto a uno como a otro. De repente estaban desnudos con las manos asidas y los dedos entrelazados con fuerza. Em se apretó todavía más contra él, como si haciendo eso pudiera fundir sus cuerpos y conseguir que la pasión alcanzara nuevas cotas.
Estaban de pie desnudos en medio de la habitación, con la luz de la luna entrando a raudales por la ventana y derramando su fría luz plateada sobre sus cuerpos calientes, Jonas rompió el beso y dio un paso atrás maldiciendo entre dientes; entonces la cogió por las caderas y la alzó.
– Rodéame la cintura con las piernas.
Las palabras no fueron más que un ronco gruñido. Ella apenas entendió lo que decía, pero le obedeció sin vacilar ni un instante.
Entonces, él la colocó sobre su gruesa erección y la bajó hasta empalarla por completo.
Iluminada por la luz plateada, Em cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás con un gemido. El sintió la presión con la que le ceñía, con que le acogía cada vez más profundamente en su interior, y también percibió la satisfacción de la joven cuando se hundió todavía con más avidez, aprisionándolo en su cuerpo, tomándole completamente para sentir la dichosa plenitud, para sentirse completa por un momento.
Deseándole. Necesitándole.
Encantada de sentirle en lo más profundo de su ser.
Em le estrechó con fuerza y un segundo después escuchó «mía, toda mía» resonando en su cabeza, pero esta vez supo que aquel ronroneo era aceptado sin ninguna reserva por su intrépida alma Colyton que también ronroneaba satisfecha.
Pero entonces el fuego irrumpió entre ellos. Ardió con enormes llamas y les envolvió en un rugido atronador. Los atravesó, surcando sus venas, tensándoles todas las terminaciones nerviosas, extendiéndose bajo su piel, y Em ya no tuvo tiempo de preguntarse ni pensar en nada más.
Sólo pudo besarle, envolver los brazos en torno a sus hombros, y aferrarse a él mientras le daba la bienvenida al evocativo y constante saqueo de su lengua, que imitaba y enfatizaba la repetitiva posesión de su cuerpo, el empuje y la retirada indescriptiblemente eróticos de la erección en su resbaladiza funda.
El la llenó de una manera constante e implacable y lo único que ella pudo hacer fue disfrutar. Jonas le sujetaba las caderas con firmeza y ella no podía moverse más que en su dirección. Sólo podía contener el aliento, aferrarse a él y gemir mientras Jonas la movía sobre él para poder penetrar más profundamente, y luego retirarse, provocando un flujo constante en la marea de sus pasiones, ralentizando el inevitable viaje hacia la cumbre hasta el momento en el que sus terminaciones nerviosas y sus sencidos no pudieran soportarlo más.
Jonas se esforzó, batalló, luchó por contenerse, por controlar la bestia de su interior que sólo quería devorarla. Ya le había tomado la medida sensual y, por lo tanto, la había tomado de esa otra manera, sin llevarla a la cama.
A Em le gustaba… la aventura. Las innovaciones, las nuevas posiciones, los estímulos intensos y eróticos, explorar nuevos horizontes, y él estaba perfectamente preparado para darle el gusto. Desde el primer beso, Jonas había sospechado -reconocido de alguna manera-su carácter apasionado, su temeraria intrepidez, su valor incuestionable, la habilidad -incluso la tendencia-de abandonarse sin condiciones, sin reservas, a cada nueva experiencia.
En ese caso, la persuasión más efectiva resultaba ser la más innovadora, tener algo nuevo con lo que seducirla. Mostrarle un nuevo paisaje que Em pudiera explorar con él y sólo con él, y conducirla hasta el final sin que ella se diera cuenta de cuál era la meta.
Jonas no tuvo que pensar para comprender todo eso, lo sabía de manera razonable e instintiva.
Igual que sabía, cuando finalmente permitió que recorrieran los últimos e inevitables pasos hacia la cima, que el camino que había elegido era el correcto. Poseerla física, total y absolutamente era la única forma de hacerla suya.
Su esposa, su amante…, a la que abrazar, poseer, proteger.
Cuando Em alcanzó el clímax en sus brazos, él emitió un rugido ahogado contra la curva de su garganta y se permitió perderse, empujar profundamente en el cálido interior y llenarla con su semilla. Tener a una mujer, poseerla, nunca le había hecho sentir tan bien.
Tan profunda y completamente satisfecho.
Tan profunda y absolutamente completo.