Si Emily Beauregard pensaba que podía besarle así, que podía mirarle con estrellas en los ojos aunque estuviera a plena luz del día y esperar que la dejara en paz, estaba muy, pero que muy equivocada. Estaba…
– ¡Loca! -Andando a zancadas por el sendero del bosque que conducía a la mansión, Jonas dio un puntapié a una rama caída para apartarla de su camino-. Está absoluta e incomprensiblemente loca.
A pesar de todo, conociendo las extrañas ideas que se les metían a las mujeres en la cabeza, estaba seguro de que ella continuaría intentando rechazarle,
¡Pues que lo intentara!
Después de ese beso, el no era capaz de pensar en otra cosa salvo en volver a besarla.
Y mientras tanto, tenía intención de averiguar qué era lo que ¡es había llevado, a ella y a su familia, a Colyton. Estaba resuelto a saber qué estaban buscando. Estaba claro que lo que fuera que ella buscaba, pensaba que podría estar en Ballyclose, aunque Jonas no sabía exactamente dónde. El huerto parecía un lugar extraño para buscar algo. Si ella le decía qué era lo que buscaba, él podría preguntarle a Cedric, y así tendrían alguna idea de dónde podría estar.
Jonas no sabía por qué Emily necesitaba mantener aquella búsqueda y el objetivo de la misma en secreto, pero ya había considerado y descartado la idea de que pudiera ser algo ilegal.
La idea de que la señorita Emily Beauregard pudiera estar involucrada en algún asunto turbio o vil, era sencillamente inaceptable. Totalmente ridícula. No sabía por qué estaba tan seguro de eso, pero lo estaba. Ella era el tipo de persona que de encontrar un chelín en el camino, insistiría en revolver el pueblo entero, por no decir las granjas más remotas, hasta dar con el propietario de la moneda.
No. El motivo por el que Emily mantenía en secreto sus auténticos intereses en Colyton era una cuestión de confianza.
En cuanto confiara en él, se lo contaría todo.
Pero hasta que eso sucediera, Jonas tenía que vigilarla de cerca para asegurarse de que no se metía en serios problemas mientras se dedicaba a aquella búsqueda secreta.
Tampoco sabía por qué se sentía responsable de su seguridad y más teniendo en cuenta aquella declaración de la joven de "ni yo ni mis actividades somos asunto suyo», pero por el momento no pensaba perder el tiempo intentando buscar una explicación lógica. Por más irracional que fuera, se sentía impulsado a velar por ella, y eso era todo.
No había que darle más vueltas al asunto.
La mansión apareció delante de él, con su tejado de pizarra gris, brillando trémulamente entre los árboles. Hacía un rato que había pasado por el camino lateral que conducía a la parte trasera de la posada. Redujo la marcha, preguntándose si debía… No, mejor no. Apretó el paso y continuó adelante. Emily, Em, estaba a salvo por el momento. Y además había otra persona que quería ver.
Necesitaba reclutar a alguien para su causa.
El camino conducía a los establos de Colyton Manor y, desde allí, a la puerta trasera de la mansión. La ruta más corta entre Grange y Manor era el sendero que atravesaba el bosque; los habitantes de ambas casas lo usaban con frecuencia, sobre todo desde que Phyllida había abandonado el hogar familiar en Grange para vivir con Lucifer en el Manor. Por lo que a nadie le sorprendió que Jonas apareciera en la cocina de la mansión. Saludó a la señora Hemmings, el ama de llaves de Phyllida, y a la cocinera que, con las manos metidas en la masa, le devolvió el saludo alegremente mientras él se acercaba a la despensa donde estaba el mayordomo.
Lo encontró allí sacando brillo a la vajilla de plata.
– Buenos días, Bristleford. ¿Sabes por casualidad dónde se encuentra mi hermana?
– Buenos días, señor. Creo que encontrará a la señora en el salón.
Jonas frunció el ceño.
– ¿En el salón? -Phyllida rara vez utilizaba el salón, prefería la comodidad de la salita.
– En efecto, señor, está reunida con la dama de la posada. La señorita Beauregard.
– Ah. -Arqueó las cejas e inclinó la cabeza para agradecer la información, consciente de la manera en la que Bristleford había descrito a Emily. Al igual que Mortimer, Bristleford rara vez se equivocaba con el estatus social de alguien.
Jonas atravesó la casa en dirección a la puerta que comunicaba las dependencias traseras con el vestíbulo, luego se dirigió a paso vivo al salón que se encontraba a la derecha.
Se detuvo en el umbral, encontrándose con los dos pares de ojos que, alertados por el ruido de sus pasos, se volvieron hacia allí.
Unos ojos, del mismo color castaño oscuro que los suyos, mostraban un leve interés. Los otros, de brillante color avellana, estaban abiertos de par en par, aunque la sorpresa fue reemplazada rápidamente por cautela.
Jonas sonrió.
– Buenos días, señoras. -Se acercó a la chaise donde estaban sentadas una junto a otra, se inclinó y besó la mejilla que Phyllida le ofrecía, luego saludó a Emily con un gesto de cabeza-. Señorita Beauregard. -Miró los tres libros que ésta sostenía en el regazo-. ¿Me equivoco al suponer que es usted una ávida lectora?
Phyllida se recostó en el asiento, escudriñando su cara.
– La señorita Beauregard tiene interés en conocer la historia del pueblo. Como es natural, Edgar la envió aquí. -Miró a Emily-. Lucifer ha ido a Axminster, así que estoy ayudando a la señorita Beauregard en lo que puedo. -Phyllida volvió a mirar a su hermano-. Pero no estoy segura de que éstos sean los únicos libros que existen sobre la historia del pueblo. ¿Tú qué crees?
Jonas había estado observando la cara de Emily durante todo el rato, y vio con claridad la desazón que se ocultaba tras su expresión educada. Sonriendo con facilidad, le tendió una mano.
– Déjeme ver qué le ha dejado mi hermana.
Ella le dio los libros. El revisó los lomos, ignorando la especulación que asomaba en los ojos de Phyllida.
Siendo su hermana -su gemela-era muy sensible a sus estados de ánimo, y muy menudo podía leerle el pensamiento, demasiado a menudo para su propio bien. A pesar de que ni él ni Emily habían hecho o dicho nada que indicara a Phyllida por dónde iban los tiros, ella ya había notado las corrientes subyacentes que había entre ellos, y ahora los observaba con gran interés.
– Hay más libros sobre el pueblo. -Le devolvió los volúmenes a Emily, mirándola directamente a los ojos-. ¿Está interesada en algún aspecto en especial?
Em negó con la cabeza.
– No… sólo en la historia general. -Miró a Phyllida-. Como le he mencionado a la señora Cynster, espero que la posada vuelva a ser el centro de la vida del pueblo, y he pensado que me vendría bien conocer algunas antiguas tradiciones locales. -Levantó la cabeza, sonriéndole a Jonas-. Además de que, por supuesto, estoy interesada en el pueblo que ahora es mi hogar.
Jonas sabía que no le estaba diciendo toda la verdad. Emily podía verlo en la expresión cínica de sus ojos. Percibió que él vacilaba, buscando la manera de presionarla un poco más, pero Em se forzó a no revelarle nada.
Oyeron que alguien bajaba ruidosamente la escalera, luego oyeron los mismos pasos estrepitosos en el vestíbulo delantero, y todos levantaron la mirada hacia la puerta abierta.
La señorita Sweet apareció bruscamente agitando las manos como loca.
– Oh, aquí estás, querida Phyllida. -La señorita Sweet parecía algo afligida-. Me temo que se han vuelto a escapar y andan sueltos por ahí.
A Phyllida se le pusieron los ojos como platos. Se levantó justo cuando se oyó un agudo chillido por encima de sus cabezas.
Todos levantaron la mirada al techo. Phyllida suspiró y negó con la cabeza, curvando los labios en una sonrisa.
– Si me disculpa, señorita Beauregard, me temo que tendré que ir a averiguar a qué se debe tanto alboroto. -Miró a Jonas-, Pero sin duda, mi hermano podrá ayudarla en todo lo que necesite.
Em se levantó con los tres libros en las manos.
– Sí, por supuesto. Gracias por su tiempo. -Levantó los volúmenes-, ¿Está segura de que quiere prestármelos?
– Claro que sí. -Phyllida ya se encaminaba a paso vivo a la puerta-. Los libros existen para ser leídos, y en especial los de historia. -Se detuvo en la puerta y miró a Jonas. Él le sonrió.
– Buscaré algunos libros más para la señorita Beauregard y luego subiré a rescatarte.
Phyllida se río, se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó. La señorita Sweet ya revoloteaba delante de ella.
Cuando se desvaneció el sonido de pasos, Em miró a Jonas -al señor Tallent-sólo para descubrir que él la observaba fijamente. Inquisitivamente, en realidad. Era la primera vez que estaban juntos y a solas desde aquel imprudente beso de la tarde anterior. Ella esperaba sentirse torpe e incluso avergonzada -a fin de cuentas había sido ella quien le había besado, invitándole a que siguiera haciéndolo-, pero dado que él tenía intención de averiguar qué era lo que ella estaba buscando, no tenía tiempo para andarse con susceptibilidades. Levantó los tres libros.
– Lo más probable es que sean suficientes, al menos para empezar. -Se dirigió hacia la puerta.
El arqueó las cejas, y la siguió.
– Tenemos más libros aquí… Los que lleva consigo son demasiado generales. -Como ella se limitó a inclinar la cabeza y seguir caminando, Jonas añadió-: Pensé que estaba interesada en cosas más específicas…, como algunas casas. -Ella lo miró, y él le sostuvo la mirada-. Por ejemplo, Ballyclose Manor.
Ella se detuvo bruscamente.
– Cualquiera que venga al pueblo se interesaría por la historia de una mansión como Ballyclose Manor. -Sosteniéndole la mirada, ella continuó-: Como posadera es esencial para mí saber todo lo que pueda sobre las casas de los alrededores, aquellas que disponen de personal y que consideren el pueblo como suyo.
– ¿Quiere decir que su interés por las propiedades circundantes se debe sólo a su deber como posadera?
Ella vaciló antes de asentir con la cabeza de manera enérgica. Convincente.
– Ni más ni menos.
El suspiró. Y dio un paso hacia ella.
Con los ojos llameantes, Emily dio un paso atrás.
El repitió el movimiento tres veces más hasta que la arrinconó en la esquina de una pared entre dos estanterías de libros sin que pudiera escapar. Ella se dio cuenta y se detuvo. Entonces, se puso rígida, alzó la barbilla y le miró enfadada.
– Señor Tallent.
El se acercó un poco más y alzó una mano para retirarle un rizo suelto en la mejilla. La miró a los ojos.
– Jonas -dijo él.
Emily intentó respirar hondo, pero reñía los pulmones comprimidos. Un simple toque, la caricia más suave, y la había distraído. Aquella certeza provocó una oleada de inesperada lujuria en él, distrayéndole de la misma manera eficaz.
Ella había bajado los párpados, pero entre las largas pestañas había clavado los ojos en sus labios.
Él dejó de pensar y actuó.
Levantó lentamente la mano y le cogió la delicada barbilla, alzándole la cara al tiempo que bajaba los labios hacia los de ella.
Se los cubrió con suave lentitud, dándole tiempo de sobra para que opusiera resistencia.
Ella no lo hizo, sólo emitió un suave suspiro cuando le cubrió la boca con la suya.
Él se acercó todavía más y le dio a Em lo que deseaba…, tomando lo que él quería. Otro beso.
Muy diferente del primero.
Fue como si sus labios, sus bocas, se conocieran de siempre y reconocieran el roce, el sabor, la textura. Y desearan mucho más.
Ella sostenía los tres libros contra el pecho, una sólida barrera que mantenía separados sus cuerpos, dejando que ambos se centraran sólo en el beso, en la unión de sus bocas, en la creciente calidez de sus labios y lenguas, en la comunicación táctil.
Él se sintió ávido, hambriento, apremiado.
Em parecía sentir igual o incluso más que él. Se dejaba guiar en vez de tomar el mando, pero cuando el beso se volvió más caliente y profundo, lo acompañó en cada paso del camino.
Se movió contra él y Jonas sintió que perdía el control.
Aquel suceso sin precedentes fue suficiente para que recuperara un poco de cordura.
A ciegas, él apoyó las manos en las estanterías a ambos lados de ella, aprisionándola una vez más. Era mucho más seguro que tomarla entre sus brazos, que era lo que le exigía su yo más primitivo.
Él interrumpió el beso lo justo para preguntarle:
– ¿Qué está buscando?
Em alzó una mano a su mejilla para volver a guiar sus labios a los de ella.
– Nada. -Sus labios se volvieron a encontrar, y ella suspiró-. Nada.
La besó otra vez y Em le devolvió el beso y, por un momento, no importó nada más.
Pero él sabía que no podía seguir besándola sin saber antes la verdad.
Jonas se echó hacia atrás, rompiendo el contacto, aunque sin dejar de aprisionarla entre sus brazos. Esperó a que Emily cogiera aire y lo mirara a los ojos antes de hablar.
– Dígame qué está buscando.
Ella le sostuvo la mirada durante un momento eterno.
– No. Como ya le dije antes, no es asunto suyo.
– Se equivoca. Sí que lo es.
Em alzó la barbilla y apretó los labios.
– Señor Tallent.
– Jonas. -La miró a la boca, instándola a decir su nombre. Pero los tentadores labios siguieron apretados en una línea sombría. Usando los libros como escudo, Emily le empujó el pecho.
– ¿Me permite…?
Él volvió a mirarla a los ojos. Luego, lentamente, apartó las manos de las estanterías, se enderezó y dio un paso atrás.
– Es posible que pueda localizar más libros sobre el pueblo.
Ella le rozó al pasar junto a él.
– Gracias, pero no. -Em se dirigió a paso vivo hacia la puerta-. Con éstos será suficiente por el momento.
El la siguió a través de la puerta y del vestíbulo principal. Em se detuvo ante la puerta principal. Jonas la siguió, agarró el picaporte antes que ella, lo giró y luego se detuvo. La miró a los ojos.
– Por el momento.
Los ojos de Em brillaron de furia y entendimiento, al comprender que él no estaba hablando de los libros.
Jonas abrió la puerta y ella se apresuró a pasar junto a él.
– Buenos días, señor Tallent.
Apoyando el hombro contra el marco de la puerta, Jonas la observó recorrer el camino que conducía al portón. Lo abrió y lo atravesó. Emily no le miró mientras se giraba para volver a poner el pasador, pero supo que él estaba allí, observando.
No la escuchó inhalar por la nariz, pero sospechó que eso fue lo que hizo antes de darse la vuelta y echar a andar por el sendero.
Cada instinto de Jonas le impulsaba a seguirla y continuar el debate que habían comenzado en el salón de su hermana.
Aquella conversación distaba mucho de haber terminado, pero se enderezó, dio un paso atrás y cerró la puerta.
Emily Beauregard iba a la posada, que era de su propiedad. Dejarla escapar, o permitir que pensara que lo estaba haciendo… no era una mala decisión. De esa manera podría sorprenderla más tarde.
Entretanto…, se dio la vuelta y se dirigió a las escaleras. Aún no había cumplido el propósito que le había llevado a Grange. Subió al primer piso y se dispuso a buscar a Phyllida.
Por conseguir el apoyo de su gemela bien valía la pena dejar escapar a Emily Beauregard… durante media hora más o menos.
Em se dirigió a Red Bells presa de una agitación inusitada en ella que, por supuesto, no podía permitir que se notara. Se obligó a ir más despacio y a sonreír a los clientes que seguían el mismo camino, atraídos por los apetitosos olores que flotaban en el aire desde la posada.
Resultaba evidente que los pasteles eran todo un éxito. Una cosa menos por la que preocuparse.
De hecho, poco a poco, elemento a elemento, la posada se transformaba progresivamente bajo su guía. Ahora, Em confiaba por completo en que convertiría Red Bells en el establecimiento que había imaginado, en la institución que pensaba que debería ser.
El propietario era el único inconveniente.
Sentirse atraída por él ya era suficientemente malo y problemático, pero que él se sintiera atraído por ella era incluso peor. Podía controlar lo primero, pero lo último parecía estar fuera de su control.
Se acercó a su despacho, puso los tres libros sobre el escritorio y los observó fijamente, sin ver realmente sus lomos y cubiertas.
Ya no cabía ninguna duda de que su patrón estaba interesado en ella. Que sentía el mismo interés que ella por él. Lo que le preocupaba era adonde creía él que les conduciría aquello. Ella, perteneciera o no a una clase acomodada, era su posadera. Entre ellos sólo podía haber una relación ilícita…, y por lo poco que sabía de los caballeros de su dase, que era la de ella también, lo más probable es que aquella relación se limitara a una breve aventura.
Y ése era el quid de la cuestión. Las damas de su posición, fueran posaderas o no, no podían permitirse tener relaciones, ni mucho menos affaires. Al menos no antes de haberse casado y establecido y de haberle dado un heredero a su marido.
Puede que se estuviera haciendo pasar por posadera, pero no podía evitar ser ella misma.
Como Jonas -el señor Tallent-no podía tener otra cosa en mente más que un affaire, estaba fuera de toda duda que no debía mantener ninguna relación con él. Así que, mientras pudiera, debía evitar al señor Tallent a toda costa, y de no ser posible, hacerle entender de una vez por todas que su presencia no la afectaba.
Que no la hacía anhelar nada en absoluto.
– ¡Eso es! -Apretando los labios, apiló los libros con resolución-. Decisión tomada. -Rodeó el escritorio y dejó caer el bolsito en el cajón inferior, lo cerró, se enderezó y se alisó las faldas.
Tomó aire, levantó la cabeza y, componiendo una sonrisa, se dirigió a la cocina.
Se pasó la media hora siguiente con Hilda, apuntando los ingredientes necesarios para los distintos tipos de pasteles que harían esa semana. Luego llegó Issy con las gemelas a remolque. Al ver a Em, las dos niñas comenzaron a quejarse de inmediato por tener que practicar rodas las mañanas en el viejo piano del salón.
– Y además -indicó Bea-, Issy nos ha obligado a salir y subir e enorme colina.
Issy puso los ojos en blanco.
– Si es sólo la colina de la iglesia.
– ¡Hacía viento! -Gert se sentó a la mesa-. Pero Issy nos dijo que teníamos que subir para insprarnos.
– Inspirarnos -la corrigió Issy pacientemente. Buscó la mirada de Em-. Para dibujar por la tarde.
Em asintió con la cabeza y miró a las gemelas.
– Espero que ambas tengáis un paisaje en mente. Subiré y echaré un vistazo a vuestros dibujos cuando terminéis.
Se habrían quejado, pero Hilda eligió ese momento para poner los pasteles recién sacados del horno ante ellas, y saciar el apetito tenía prioridad sobre codo lo demás.
Em intercambió una cariñosa mirada con Issy.
Hilda le ofreció a Issy un pastel, pero ésta lo rechazó con un gesto de la mano.
– Ya me comeré uno más tarde. Ahora quiero ver cómo se hacen.
Como había sido Issy la que había ayudado a Hilda a diseñar los diversos rellenos, Em accedió. Mientras las contribuciones culinarias de Issy se limitaran a crear recetas, Em estaba contenta.
También ella fue al salón cuando llevaron los pasteles a la barra y los colocaron ante los ansiosos clientes. Em observó las caras y las miradas de la gente que masticaba con evidente placer, preocupándose sólo de devorar los dulces.
Su mirada se cruzó con la de Issy al otro lado de la estancia, y las dos sonrieron. Los pasteles se acabaron en menos de una hora.
Em cruzó la estancia hasta la puerta de la cocina y se detuvo al lado de Issy e Hilda, que habían salido a mirar.
– Creo que mañana tendremos que duplicar la cantidad.
– Eso parece. -Hilda asintió con la cabeza mientras una amplia y radiante sonrisa le iluminaba la cara-. Mañana haré el doble y ya veremos qué pasa.
Em volvió a dar otra vuelta por el salón con la idea de dirigirse luego a su despacho. La vieja señora Smollet, que estaba sentada cerca de la puerta, le hizo señas para que se acercara, felicitándola por el pastel de carne de cordero.
– Gracias… le comunicaré a la cocinera sus amables palabras. -Em se dio la vuelta y se detuvo un momento bajo el rayo de luz que entraba por la puerta abierta de la posada. Luego dio un paso atrás para examinar mejor sus dominios, y se sintió más que satisfecha. La cantidad de gente que había en pleno día, ya superaba la que solía haber por las noches antes de su llegada.
Estaba pensando que su patrón debería sentirse complacido cuando el rayo de luz se desvaneció.
Incluso sin darse la vuelta, supo que él había llegado, como si hubiera sido conjurado por sus pensamientos, bloqueando la luz de la puerta.
Su primer impulso fue echar a correr al santuario de su despacho, pero no creía que allí pudiera estar a salvo de él. De hecho, parecía que el lugar más seguro era donde se encontraba ahora, a la vista de una buena parte del pueblo.
Así que afianzó las piernas, plena y dolorosamente consciente de que él estaba a su espalda, a menos de treinta centímetros de ella.
– Debería felicitarla, señorita Beauregard. El negocio prospera bajo su guía.
Las palabras fueron pronunciadas con tono ronco en su oído, pollo que aquella voz profunda convirtió la frase educada en algo parecido a una caricia.
Sin darse la vuelta, ella asintió con la cabeza rígidamente.
– Gracias. Le comunicaré su satisfacción al personal.
– Hágalo.
Ella oyó la diversión en su voz y supo que Jonas acabaría por provocarla de alguna manera si no se apartaba pronto de él.
Y mientras buscaba algo que decirle, la salvación apareció justo a su lado. Le señaló con la mano los platos que una de las sobrinas de Hilda llevaba a una mesa.
– ¿Ha almorzado? Se han acabado los pasteles de cordero, pero le recomiendo que pruebe el pastel de carne.
Ella esperó una respuesta, percibiendo una pausa a su espalda, pero luego él habló con el mismo tono que antes,
– Ojalá pudiera satisfacer mi apetito con eso.
Ella no pudo evitar darse la vuelta con tas mejillas encendidas.
La imagen de Jonas parado en la puerta, con el hombro apoyado despreocupadamente contra el marco -toda aquella deliciosa masculinidad tan cerca de ella-, no ayudó. Em tuvo que obligarse a levantar los ojos a su cara.
Él le sostuvo la mirada y arqueó una ceja.
Ella lo observó con los ojos entrecerrados.
– Si no podemos tentarle con eso, entonces lamento decirle que no tenemos nada más que ofrecerle.
El curvó los labios.
– Quizá por ahora no, pero ¿quién sabe el delicioso menú que podría ofrecerme algún día?
Ella entendió perfectamente lo que insinuaba, y se le enrojecieron aún más las mejillas, pero estaba resuelta a fingir inocencia.
– Pues precisamente hace una hora discutía con la cocinera si añadir pasteles de pollo y de puerro al menú.
– ¿De veras? -Su mirada oscura sostuvo la de ella-. Aun así, creo que esperaré a algo un poco más satisfactorio.
Hubo un destello en aquellos profundos ojos marrones, pecaminosamente picaros. Los labios de Jonas se curvaron en una sugestiva sonrisa. En ese momento, Emily recordó con claridad el beso que le había dado.
La joven se aclaró la garganta.
– Me cuesta imaginar que exista algo que pueda considerarse más satisfactorio que un pastel de carne.
La sonrisa de Jonas se hizo más profunda. -Lo hay, pero es un secreto. El secreto de Em.
– Dudo que aparezca ningún secreto en el menú.
– Ya veremos. Y luego, por supuesto… -Bajó la mirada a los ojos de Em-, hay algo muy dulce que me apetece probar muchísimo más.
Ella contuvo el aliento, intentando con todas sus fuerzas lanzarle una mirada airada, algo muy difícil cuando uno notaba que la cabeza le daba vueltas.
– Definitivamente, no hay cosas tan dulces en nuestro menú.
– Todavía no, pero ya veremos.
El se movió y, enderezándose, alargó la mano y la tomó del codo, apartándola a un lado, para que los hermanos Thompson pudieran pasar.
Los dos hermanos, tan gigantescos como imponentes, intercambiaron educadas inclinaciones de cabeza con el señor Jonas Tallent, que él respondió con elegante facilidad.
Luego volvió a centrar su atención en ella, pero Em ya había recuperado la capacidad de pensar. Se irguió y se despidió con un gesto de cabeza.
– Si me disculpa, debo ocuparme de la posada.
Él lo consideró por un momento y luego asintió con la cabeza.
– Como usted quiera. Pero regresaré, señorita Beauregard, regresaré todas las veces que haga falta hasta que me quede satisfecho.
Ella no podía soportar dejarle decir la última palabra, en especial cuando lo último que él había dicho estaba tan cargado de insinuaciones.
– Creo que muy pronto descubrirá, señor, que se esforzará en vano.
Em había tenido ¡atención de irse en ese momento, pero los dedos de Jonas se tensaron a modo de advertencia en su codo. En ese momento, él inclinó la cabeza.
Ella se quedó paralizada mientras el pánico la invadía. Sin duda alguna no sería capaz de besarla en el salón ante una docena de clientes interesados, ¿verdad?
La respuesta fue no. Para su inmenso alivio, él sólo se inclinó más cerca para que nadie más pudiera oírlo, salvo ella.
Pero bajó la voz de tal modo que resonó y reverberó a través de Em. Los ojos de Jonas atraparon los suyos; tan cerca, tenían un efecto hipnotizador en ella.
– Hay algo que debe saber, Emily Beauregard -susurró él con calma, pero remarcando cada una de las palabras-. Tengo intención de conocer todos sus secretos, y tengo intención de tenerla, y soy un hombre muy paciente y muy decidido.
Sin poder evitarlo, los ojos de Em buscaron los de él, como si quisiera confirmar que él decía en serio cada una de esas palabras. La cabeza le dio vueltas. La joven intentó coger aliento. ¿Qué podía responder a una declaración tan descarada?
Cuando finalmente logró respirar hondo, Em decidió que la discreción era su mejor arma en ese momento. Liberó el codo de su agarre, se dio la vuelta y se encaminó a su despacho.
Pero cuando había dado unos pasos, se detuvo, irguió la cabeza y se giró hacia él. Buscó la mirada masculina con los ojos llameantes.
– ¡Eso está por ver!
Nadie salvo él podía interpretar la frase.
Con una leve inclinación de cabeza, Em se dio la vuelta y retomó el camino que conducía a la seguridad de la cocina.
Tres días después, mientras permanecía sentada en la iglesia, escuchando el sermón del señor Filing, Em todavía se felicitaba por haber logrado dar esquinazo a Jonas Tallent.
Desde aquella tensa conversación en la puerta de la posada, le había visto sólo a distancia, desde el otro lado de la barra o en la calle. Él no había intentado llamar su atención ni hablar con ella, pero Em había sentido su oscura y firme mirada sobre ella cada vez que estaba cerca de él.
Lo que había ocurrido muy a menudo. Emily había esperado que dada su actitud desdeñosa y desalentadora, Jonas se aburriría y acabaría por perder el interés, pero no había dado muestras de ello. De hecho, parecía que cada vez que Em se daba la vuelta, él estaba allí, con los ojos clavados en ella.
La intensidad de la mirada de Jonas era inquietante, pero si se limitaba a mirarla fijamente, se daría por satisfecha.
Él también estaba en la iglesia, pero la familia Tallent tenía un banco reservado para ella en la parte delantera, así que Em no había tenido que soportar el peso de su mirada durante todo el servicio. Jonas no se había girado ni la había mirado por encima del hombro ni una sola vez, razón por la cual, desde luego, Em estaba muy agradecida.
Cuando concluyó el sermón, todos se levantaron para entonar un himno. Con reconfortante inexorabilidad, fueron transcurriendo todas las acostumbradas etapas del servicio hasta que el señor Filing dio la bendición final y salió de la iglesia. Levantándose del banco que había ocupado, Em y su familia se unieron al éxodo que avanzaba lentamente por la nave central, situándose justo detrás de las familias que ocupaban los primeros bancos, quienes, siguiendo la costumbre, salían en primer lugar.
Al organizar a las gemelas, instándolas a caminar delante de ella y de Issy, Em perdió de vista la oscura cabeza de Tallent. Como no sintió el peso de su mirada a su espalda, supuso que estaba delante de ella. Con suerte, habría salido acompañado de su hermana y su cuñado, y no perdería demasiado tiempo charlando en el cementerio de la iglesia.
Al pasar junto al señor Filing, Em le estrechó la mano y le felicitó por el excelente sermón -lo que significaba que para ella había sido corto y acertado-, y luego siguió avanzando para que Issy y él pudieran hablar.
Em se detuvo en el último escalón y miró a su alrededor, descubriendo que era el objeto de multitud de miradas curiosas. Al principio, se quedó un poco perpleja pues los habitantes de Colyton habían tenido toda la semana para acostumbrarse a ella, pero cuando bajó al camino y llamó á las gemelas, se dio cuenta de que eran ellas, al igual que Henry, que iba detrás de Issy, quienes eran el verdadero centro de atención.
Cuando la señora Weatherspoon, sustentándose en la prerrogativa que da la experiencia, pues tenía más hijos de los que se podían contar, la llamó con señas, Em les dijo a las gemelas que no se movieran de su lado y se portaran bien, y se acercó para que la mujer las conociera.
Por fortuna, las gemelas resultaron adorables. Como tenían un aspecto angelical, la mayoría de la gente no les hacía más que cumplidos cariñosos, lo que hizo que las dos niñas siguieran portándose bien y se mostraran inusualmente dóciles cuando Em las guió entre los numerosos feligreses. La gente se había desplazado desde las granjas más distantes para asistir a les servicios dominicales. Y muchos de ellos la habían detenido para felicitarla por el éxito de la posada.
Al final, su familia y ella estuvieron medía hora charlando animadamente bajo el sol. Cuando Em reparó en que el señor Filing e Issy habían vuelto a entablar una profunda conversación, se retiró bajo la sombra de un árbol en el límite del cementerio con Henry y las gemelas para esperar a su hermana.
– ¿No podemos avisarla y marcharnos? -preguntó Gert-. Han hecho un capón delicioso para el almuerzo y podría estar enfriándose.
– O recociéndose -añadió Bea con los ojos clavados en Issy.
– Vamos a darle unos minutos más. -Em deslizó la mirada por la pareja que charlaba ante los escalones de la iglesia y pensó que parecían encantadores. Issy tenía la cabeza baja y Filing le hablaba quedamente-. Issy ha trabajado mucho durante toda la semana y ha dedicado todo su tiempo a vuestras lecciones, así que si quiere pasar unos minutos charlando con el señor Filing, me parece justo que la esperemos.
Su sugerencia sólo obtuvo el silencio como respuesta. Em se dio cuenta de que las gemelas miraban fijamente a Issy y al señor Filing.
Así que no se sorprendió demasiado cuando Gert preguntó finalmente:
– ¿Issy está enamorada del señor Filing?
– Y lo que es más importante aún -añadió Bea, demostrando una gran perspicacia acerca de los matices de la vida-. ¿Está el señor Filing enamorado de ella?
Durante un breve instante, Em se preguntó qué debería contestar a eso, decidiendo que lo mejor sería responder la verdad.
– Creo que ambas cosas son muy probables, ¿y vosotras?
Las gemelas menearon las cabezas al unísono, indicando que no estaban muy seguras de eso, pero que, de cualquier modo, pensaban esperar a su hermana sin protestar más.
Em, feliz de estar bajo la sombra del árbol, dejó vagar sus pensamientos.
Cuando Jonas Tallent se materializó junto a ella, tardó un memento en darse cuenta de que él realmente estaba allí y que las sensaciones que provocaba en ella no eran producto de una memoria hiperactiva.
Se volvió hacia él.
– Señor Tallent, hace una mañana preciosa, ¿no le parece?
– En efecto, señorita Beauregard. -Buscó sus ojos con una mirada inquisitiva-. Parece absorta en sus pensamientos. ¿Ideando nuevos menús, tal vez?
En respuesta, entrecerró los ojos y le fulminó con la mirada -eso le pasaba por mostrarse cortés, olvidar su resolución de evitarle a toda costa y bajar la guardia-, pero él ya había apartado la vista de ella y ahora prestaba atención a las gemelas.
Al observar a sus hermanas, se dio cuenta de que estaban fascinadas con Jonas. No era de extrañar, considerando que el señor Jonas Tallent era el hombre más guapo de los alrededores. No era sólo el corte de sus ropas londinenses lo que lo distinguía de los demás caballeros, sino esa especie de aura que poseía…, como si estuviera a salvo de todo, aunque no fuera necesariamente cierto.
Supuso que él también las estaba estudiando a ellas cuando le comentó:
– Así que éstas son sus angelitos diabólicos, ¿no?
– En efecto. -Em se apresuró a hacer las presentaciones, sin estar segura del todo de cómo responderían las gemelas a ese comentario.
Pero después de hacer una correcta reverencia, fue Bea quien tomó la palabra.
– Por el momento somos muy buenas.
Gert asintió solemnemente con la cabeza.
– Unos angelitos. -Clavó sus ojos azules en la cara de Jonas-. Usted es quien llevó a Em de paseo en coche a algún sitio… con aquellos caballos preciosos.
– Unos castaños que no dejaban de brincar -añadió Bea. Sin apartar la mirada, se acercó y le tendió una mano mucho más pequeña que la de él-. El carruaje también era precioso.
Sabiendo demasiado bien adonde querían llegar sus adorables hermanas, Em estaba a punto de interrumpirlas cuando se le ocurrió una idea. Muy pocos caballeros podían hacer frente a dos atrevidas niñas de diez años.
Con descaro, arqueó las cejas y se volvió hacia Henry.
– ¿Qué es eso?
Su hermano le lanzó una mirada desconcertada, pero no dijo nada cuando ella se lo llevó consigo, dejando a Jonas Tallent a la tierna merced de sus hermanitas.
Jonas supo muy bien lo que ella tramaba, pero aunque la perspectiva de tratar con las rubias gemelas le hizo estremecerse por dentro, no era de los que se amilanaban con facilidad.
Colocó a Bea al lado de Gert y les lanzó una mirada directa a las dos.
– Sí, tengo unos caballos increíbles y un carruaje precioso, que por cierto se llama cabriolé, y si las dos sois buenas y os comportáis bien mientras estéis conmigo, os llevaré a dar un paseo muy pronto. Quizá dentro de tres semanas.
Por experiencia con sus sobrinos, Jonas sabía que los niños tenían una idea muy relativa del paso del tiempo, y aunque tres semanas parecían poco tiempo, eran más que suficiente para que las gemelas se olvidaran de cualquier cosa que les hubiera prometido. Aunque sus sobrinos eran un poco más pequeños, sabía que las niñas también olvidarían lo que él había dicho.
Las gemelas abrieron mucho sus ojos azules y se miraron entre sí.
Al tener una hermana gemela. Jonas sabía exactamente lo que aquella mirada significaba.
– ¿Tenemos un trato, señoritas?
Bea, la más habladora y que parecía llevar la voz cantante entrecerró los ojos.
– ¿Cómo sabremos si nos estamos portando lo suficientemente bien? No podemos ser buenas todo el tiempo.
El luchó por mantener los labios rectos e inclinó la cabeza como si estuviera meditando la cuestión.
– Muy cierto. Sabréis que estáis portándoos lo suficientemente bien si no os miro con el ceño fruncido.
Ellas se miraron a la cara, comunicándose en silencio. Luego se volvieron hacia él y asintieron con la cabeza.
– Hecho -dijo Gert-. Dentro de tres semanas…, después de la misa.
– Bien. -Jonas echó un vistazo alrededor y vio que Issy se acercaba-. En ese caso os acompañaré de regreso a la posada.
Em, que se reincorporaba al grupo, ovó la proposición y miró a las gemelas con evidente sorpresa.
Antes de que pudiera decir nada, Jonas la tomó del brazo.
– Vamos, posadera… deje que la acompañe a casa.
Issy sólo sonrió y tomó el brazo de Henry. Se pusieron en marcha y siguieron a las gemelas, que se habían adelantado pensando sin duda en el capón.
Con el brazo entrelazado con el de Jonas, a Em no le quedó más opción que dejar que la guiara tras los pasos de su familia. Fueron casi los últimos en abandonar el cementerio; la mayoría de los fieles ya habían bajado el camino de la iglesia.
Desconcertada, Em observó a las gemelas. ¿Qué habría hecho él? Tratándose de las gemelas, no tenía más remedio que tratar de averiguarlo.
– ¿Qué les ha dicho?
Él se rio entre dientes, un sonido cálido y seductor.
– Las he sobornado, por supuesto.
– ¿Con que, por el amor de Dios?
– Con un paseo en mi cabriolé.
Ella consideró la cuestión durante un buen rato antes de decir:
– ¿Se da cuenta de que querrán llevar las riendas?
– Será sobre mi cadáver.
– Pues le sugiero que no les diga esas palabras.