Colyton, Devon Octubre de 1825.
– Siento como si me arrancaran el pelo, y eso no es bueno.
El oscuro pelo en cuestión cayó en elegantes mechones rebeldes sobre la frente del apuesto Jonas Tallent. Sus ojos castaños estaban llenos de irritación e indignación cuando se hundió contra el respaldo del sillón tras el escritorio en la biblioteca de Grange, la casa paterna que heredaría algún día, un hecho que explicaba de muchas maneras su actual frustración y mal humor.
Sentado en una silla al otro lado del escritorio, Lucifer Cynster, el cuñado de Jonas, sonreía con sardónica conmiseración.
– Sin intención de añadir más carga sobre tus hombros, tengo que mencionar que las expectativas no harán más que aumentar con el paso del tiempo.
Jonas gruñó.
– No me sorprende la muerte de Juggs. No es una pérdida para nadie, Red Bells se merece algo mejor. Cuando Edgar encontró a ese viejo borracho muerto sobre un charco de cerveza, estoy seguro de que todo el pueblo suspiró de alivio y se puso a especular de inmediato cómo serían las cosas si la posada Red Bells estuviera dirigida por un posadero competente.
Juggs, el posadero de Red Bells durante casi una década, había sido encontrado muerto por el encargado de la taberna, Edgar Hills, hacía dos meses.
Jonas se acomodó en la silla.
– Tengo que admitir que fui el primero en hacer especulaciones, pero eso fue antes de que tío Martin expirara por el exceso de trabajo y mi padre se hiciera cargo de tía Eliza y su prole, dejando en mis manos la elección del nuevo posadero de Red Bells.
A decir verdad, agradecía la oportunidad de volver de Londres y asumir por completo la administración de la hacienda. Había sido entrenado para aquella tarea durante toda su juventud, y aunque su padre gozaba de buena salud, ya no poseía la misma energía de antaño. Su inesperada y más que probable larga ausencia había sido la oportunidad perfecta para que Jonas regresara y asumiera las riendas.
Sin embargo, no había sido ésa la razón principal para que hubiese accedido de buen grado a sacudirse el polvo de Londres de los talones.
Durante los últimos meses la vida en la ciudad ya no le interesaba del mismo modo que antes. Clubes, teatros, cenas y bailes, veladas y reuniones selectas, los dandis y aristócratas o las arrogantes matronas felices de dar la bienvenida en sus camas a un caballero atractivo, rico y bien educado, ya no captaban su interés.
Cuando había comenzado a salir de juerga, poco después de que Phyllida, su hermana gemela, se hubiera casado con Lucifer, aquel tipo de vida había sido su único objetivo. Con los ancestrales e innatos atributos que poseía y la nueva relación familiar con Lucifer, miembro de la familia Cynster, no le había resultado demasiado difícil conseguir todo aquello que deseaba. Sin embargo, tras lograr su objetivo y codearse con los aristócratas durante varios años, había descubierto que en esa etapa dorada de su vida se sentía extrañamente vacío.
Insatisfecho. Frustrado.
Un hombre sin ningún tipo de compromiso.
Había estado más que dispuesto a regresar a su casa en Devon y asumir el control de Grange y la hacienda mientras su padre partía apresuradamente hacia Norfolk para ayudar a Eliza que pasaba por momentos difíciles.
Se había preguntado si la vida en Devon también le resultaría vacía y carente de objetivos. En el fondo de su mente le rondaba la pregunta de si aquel profundo hastío se debía a su vida social o, más preocupante aún, si era el síntoma de un profundo malestar interior.
A los pocos días de regresar a Grange, había logrado, por lo menos, resolver esa duda en cuestión. De repente, su vida estaba llena de propósitos. No había tenido ni un momento ubre. Siempre había un desafío o cualquier otra cosa reclamando su atención, exigiendo que se pusiera en acción. Desde que regresó a casa y se despidió de su padre, apenas tuvo tiempo para pensar.
La inquietante sensación de desarraigo y vacío se evaporó, dando paso a una nueva inquietud.
Ya no se sentía inútil -evidentemente la vida de un caballero rural, la vida para la que había nacido y sido educado, era su verdadera vocación-, pero aun así seguía faltando algo en su vida.
Sin embargo, en ese momento, la posada Red Bells era su mayor fuente de preocupación. Reemplazar al no llorado Juggs estaba resultando una tarea más difícil de lo esperado.
Sacudió la cabeza con irritada incredulidad.
– ¿Quién iba a imaginar que encontrar un posadero decente resultaría tan condenadamente difícil?
– ¿Dónde has puesto anuncios?
– A lo largo de todo el condado y más allá, incluso en Plymouth, Bristol y Southampton. -Hizo una mueca-Podría recurrir a una agencia de Londres, pero la última vez que lo hicimos, nos enviaron a Juggs. Si fuera posible, me gustaría contratar a alguien de la zona, o al menos de Westcountryman. -La determinación le endureció el rostro y se incorporó-. Pero de no ser así, como mínimo quiero entrevistar a los aspirantes antes de ofrecerles el trabajo. Si hubiéramos hablado con Juggs antes de que le contratara la agencia, jamás le habríamos ofrecido el trabajo.
Lucifer estiró las piernas ante sí. Todavía había mucho en él del hermoso demonio de cabello oscuro que años antes había hecho desmayarse a las damiselas de la sociedad.
– Me parece extraño que no hayas tenido más aspirantes -dijo, frunciendo el ceño.
Jonas suspiró.
– El hecho de que se trate de un pueblo tan pequeño ahuyenta a los solicitantes, a pesar de que añadiendo las haciendas y las casas circundantes, la comunidad adquiere un tamaño más que decente y que no existe ninguna otra posada u hostería que pueda hacer la competencia. Sin embargo, esto no parece ser suficiente frente a la ausencia de tiendas y la escasa población. -Golpeó con el dedo un montón de documentos-. En cuanto conocen Colyton, desaparecen todos los aspirantes decentes.
Hizo una mueca y sostuvo la profunda mirada azul de Lucifer.
– Los candidatos decentes aspiran a algo más y piensan que Colyton no tiene demasiado que ofrecer.
Lucifer le respondió con otra mueca.
– Parece que deberás encontrar a alguien sin demasiadas expectativas. Alguien capaz de dirigir una posada modesta y que quiera vivir en un lugar tan apartado como Colyton.
Jonas le lanzó una mirada especulativa.
– Tú ya vives en este lugar, ¿no te apetecería probar a dirigir una posada?
Lucifer sonrió ampliamente.
– Gracias, pero no. Me basta con dirigir mi hacienda, igual que a ti.
– Por no decir que ni tú ni yo sabemos nada sobre dirigir una posada.
Lucifer asintió con la cabeza.
– En efecto.
– Ándate con cuidado, es probable que Phyllida sepa manejar una posada con los ojos cerrados.
– Pero también está muy ocupada.
– Gracias a ti.
Jonas lanzó una mirada burlona y reprobadora a su cuñado. Lucifer y Phyllida ya tenían dos hijos, Aidan y Evan, dos niños muy activos. Y Phyllida había anunciado hacía poco que esperaban a su tercer vástago. A pesar de contar con ayuda, Phyllida siempre se las arreglaba para estar ocupada.
Lucifer sonrió ampliamente sin pizca de remordimiento.
– Dado lo mucho que te gusta ser tío, deberías dejar de dirigirme esas miradas de fingida reprobación.
Jonas curvó los labios en una sonrisa abatida y bajó la mirada al montonazo de solicitudes que habían llegado en respuesta a los anuncios que había ordenado poner por todo el condado.
– Yo diría que la situación no puede ser peor cuando el mejor aspirante es un ex presidiario de Newgate.
Lucifer soltó una carcajada. Se levantó, se estiró y le brindó una sonrisa a su cuñado.
– Ya verás como al final aparece alguien.
– Eso espero -respondió Jonas-. Pero ¿cuándo? Como bien has señalado, las expectativas no harán más que aumentar. Como propietario de la posada y, por consiguiente, la persona que todos consideran responsable para cumplir con dichas expectativas, el tiempo corre en mi contra.
La sonrisa de Lucifer fue comprensiva pero de poca ayuda.
– Tengo que dejarte. Prometí que volvería a casa a tiempo de jugar a los piratas con mis hijos.
Jonas observó que, como siempre, Lucifer sentía un especial deleite al pronunciar la palabra «hijos», como si estuviera probando y saboreando todo lo que significaba.
Despidiéndose alegremente de él, su cuñado se marchó, dejándolo con los ojos clavados en el montón de tristes solicitudes para el puesto de posadero de Red Bells.
Deseó poder irse también a jugar a los piratas.
Aquel vivido pensamiento le recordó lo que sabía que estaría esperando a Lucifer al final del corto trayecto por el sendero del bosque que unía la parte trasera de Grange con la de Colyton Manor, la casa que Lucifer había heredado y donde vivía con Phyllida, Aidan y Evan y un reducido número de sirvientes. La mansión siempre estaba llena de calidez y vida, una energía casi tangible que provenía de la satisfacción y felicidad compartidas y que llenaba el alma de sus dueños.
Anclándolos allí.
Aunque Jonas se encontraba totalmente a gusto en Grange -le gustaban tanto la casa como el excelente personal que llevaba allí toda su vida-, era consciente, y más después de sus recientes vivencias en el seno de la alta sociedad, de que deseaba una calidez y un halo de satisfacción y felicidad, similares para su propio hogar, algo que pudiera echar raíces en Grange y en él.
Que le colmara el alma y le anclara a ese lugar.
Durante un buen rato se quedó mirando ensimismado el otro lado de la estancia; luego se recriminó mentalmente y volvió a bajar la vista al montón de inservibles solicitudes.
Los habitantes de Colyton se merecían una buena posada.
Soltó un profundo suspiro y, volviendo a colocar las solicitudes encima del papel secante, se obligó a revisarlas minuciosamente una última vez.
Emily Ann Beauregard Colyton se detuvo justo en la última curva del sinuoso camino que conducía a Grange, en el límite sur del pueblo de Colyton, y clavó la mirada en la casa que se asentaba sólida y confortablemente a unos cincuenta metros.
Era de ladrillo rojo envejecido. Tranquila y serena, parecía estar profundamente arraigada en la tierra fértil donde estaba asentada. Poseía cierto encanto sutil. Desde el tejado de pizarra hasta las ventanas del ático que coronaban los dos pisos amplios y pintados de blanco. Había unas escaleras que conducían al porche delantero. Desde donde estaba, Em sólo podía ver la puerta principal, que se erguía en medio de las majestuosas sombras.
Los jardines, pulcramente cuidados, se extendían a ambos lados de la fachada principal. Más allá de la extensión de césped a su izquierda, la joven divisó una cálida y exuberante rosaleda con brillantes salpicaduras de color, que se mecían contra el follaje más oscuro.
Se sintió impulsada a mirar de nuevo el papel que tenía en la mano, una copia del anuncio que había visto en el tablero de una posada de Axminster, donde se ofrecía un puesto de posadero en la posada de Red Bells en Colyton. En cuanto vio aquel anuncio, Emily supo que aquélla era la respuesta a sus plegarias.
Sus hermanos y ella estaban esperando la carreta del comerciante que había aceptado llevarlos hasta Colyton, cuando regresara allí después de finalizar el reparto. Una semana y media antes, Emily cumplió veinticinco años y por fin pudo asumir la tutela de su hermano y sus tres hermanas, algo que según estaba estipulado en la última voluntad de su padre, sucedería en cuanto ella cumpliera esa edad. Entonces, sus hermanos y ella se trasladaron desde la casa de su tío en Leicestershire, cerca de Londres, a Axminster, desde donde llegaron, en la carreta del comerciante, a Colyton.
El coste del viaje fue mayor de lo que ella había esperado, haciendo menguar sus escasos ahorros y casi todos los fondos -la parte que le correspondía de la hacienda de su padre-que el abogado de la familia, el señor Cunningham, había dispuesto que recibiera. Sólo él sabía que sus hermanos y ella habían recogido sus pertenencias y se habían dirigido al pequeño pueblo de Colyton, en lo más profundo del Devon rural.
Su tío, y todos los que podrían ser persuadidos a su favor -gente que deberían meter las narices en sus propios asuntos-, no fueron informados de su destino.
Lo que quería decir que una vez más ellos debían valerse por sí mismos. O, para ser más exactos, que el bienestar de Isobel, Henry y las gemelas, Gertrude y Beatrice, recaía sobre los firmes hombros de Em.
No es que a ella le importara en lo más mínimo. Había asumido la tutela de sus hermanos de manera voluntaria. Continuar siquiera un día más de los absolutamente necesarios en casa de su tío era algo impensable. Sólo la promesa de que al final podrían marcharse de allí había hecho que los cinco Colyton aguantaran vivir bajo el yugo de Harold Potheridge tanto tiempo. Pero hasta que ella cumplió veinticinco años, la custodia de los Colyton había recaído conjuntamente en su tío, el hermano menor de su madre y el señor Cunningham.
El día que Em cumplió veinticinco años, había reemplazado legalmente a su tío. Ese día, sus hermanos y ella tomaron sus escasas pertenencias, que habían recogido días antes, y abandonaron la casa solariega de su tío. Em estaba preparada para enfrentarse a su tío y explicarle su decisión, pero por azares del destino, Harold se marchó ese mismo día a una carrera de caballos y no estuvo allí para presenciar la partida de sus sobrinos.
Todo salió bien, pero Emily sabía que su tío iría a por ellos y que no se rendiría hasta encontrarlos. Eran muy valiosos para él, pues los hacía trabajar como criados sin pagarles ni un solo penique. Cruzar Londres con rapidez era vital, y para ello necesitaban un carruaje con cochero y cuatro caballos, lo que resultaba muy caro, como Em no tardó en descubrir.
Así que atravesaron Londres en un vehículo de alquiler y permanecieron un par de noches en una posada decente, una que les había parecido lo suficientemente segura para dormir en ella. Aunque luego Emily ahorró todo lo posible y viajaron en un coche correo, si bien cinco días de viaje junto con las comidas y las noches en varias posadas hicieron que sus exiguos fondos menguaran de manera alarmante.
Para cuando llegaron a Axminster, Emily ya se había dado cuenta de que ella, y quizá su hermana Issy, de veintitrés años, tendrían que buscar trabajo. Aunque no sabía qué tipo de trabajo podían encontrar unas jóvenes de clase acomodada como ellas.
Hasta que vio el anuncio en el tablero.
Volvió a mirar el papel otra vez mientras practicaba, como había hecho durante horas, las frases correctas para convencer al dueño de la posada de que ella, Emily Beauregard -por ahora no era necesario que nadie supiera que su apellido era Colyton-, era la persona indicada para encargarse de la posada Red Bells.
Cuando les enseñó el anuncio a sus hermanos y les informó sobre su intención de solicitar el empleo, ellos le habían dado su bendición como siempre, mostrándose entusiasmados con el plan. Ahora llevaba en el bolsito tres inmejorables referencias sobre Emily Beauregard, escritas por falsos propietarios de otras tantas posadas, las mismas en las que se habían hospedado durante el viaje. Ella había escrito una, Issy otra y Henry, de quince años y dolorosamente dispuesto a ayudar, escribió la tercera. Todo ello mientras esperaban al comerciante y su carreta.
El comerciante les dejó justo delante de la posada Red Bells. Para gran alivio de Emily, había un letrero en la pared, al lado de la puerta, donde ponía «Se busca posadero» en letras negras. El puesto aún seguía vacante. Había llevado a sus hermanos a una esquina del salón y les había dado suficientes monedas para que se tomaran una limonada. Durante todo el rato, ella se dedicó a estudiar la posada, evaluando todo lo que estaba a la vista, fijándose en que las contraventanas necesitaban una mano de pintura, y que el interior parecía tristemente polvoriento y mugriento, pero nada que no se pudiera resolver con un poco de determinación y una buena limpieza.
Había visto a un hombre con una expresión algo severa detrás del mostrador del bar. Aunque servía cerveza de barril, su conducta sugería que se dedicaba a otras cosas que le entusiasmaban mucho menos. En el anuncio había una dirección para enviar las solicitudes, no la de la posada sino la de Grange, Colyton. Sin duda alguna esperaban recibir las solicitudes del trabajo por correo. Armándose de valor y con las tres «referencias» a buen recaudo en el bolsito, Emily había dado el primer paso, acercándose al bar y pidiéndole al hombre que atendía la barra la dirección de Grange.
Y eso era lo que le había ocurrido hasta llegar a donde se encontraba en ese momento, vacilando en medio del camino. Se dijo a sí misma que sólo estaba siendo precavida al intentar adivinar qué tipo de hombre era el dueño de la posada examinando su casa.
Mayor, pensó, y asentado. Había algo en aquella casa que sugería comodidad. Quizá fuera un hombre que llevaba muchos años casado, tal vez un viudo, o al menos alguien con una esposa tan mayor y asentada como él. Por supuesto, pertenecería a la clase acomodada, probablemente de los que se consideraba un pilar del condado. Alguien paternalista -estaba absolutamente segura de ello-, lo que sin duda le resultaría muy útil. Tenía que acordarse de recurrir a esa emoción si necesitaba presionarle para que le diera el trabajo.
Deseó haber sido capaz de preguntarle al encargado de la taberna sobre el dueño de la posada, pero dado que tenía intención de solicitar el puesto de posadera y que el patrón del tabernero podía acabar siendo también el suyo aquello podría resultar incómodo, y de ninguna manera quería llamar la atención sobre sí misma.
Lo cierto era que necesitaba el empleo. Lo necesitaba desesperadamente. No sólo por el dinero, sino porque sus hermanos y ella necesitaban quedarse en algún lugar. Había dado por hecho que habría varios tipos de alojamientos disponibles en el pueblo para descubrir que el único lugar de Colyton capaz de albergarlos a los cinco era la posada. Y ya no podían permitirse el lujo de hospedarse en un lugar como ése más de una noche.
Lo malo era que, por falta de posadero, en la posada no se admitían clientes. Sólo estaba abierta la taberna. Ni siquiera había servicio de comidas. Así que mientras no contrataran a un posadero, el Red Bells no podía considerarse una posada.
Su gran plan, el objetivo que la había impulsado a seguir adelante durante los últimos ocho años, era regresar a Colyton, al hogar de sus antepasados, para encontrar el tesoro de la familia. Las leyendas familiares sostenían que el tesoro, oculto para paliar las necesidades de las generaciones futuras, estaba escondido allí, en el lugar que indicaba una enigmática rima que se transmitía de padres a hijos.
Su abuela había creído en la leyenda a pies juntillas, y les había enseñado a Em y a Issy la rima en cuestión.
Su padre y su abuelo se habían reído de ella, pues ninguno de los dos creía nada de aquello.
Pero la abuela siempre sostuvo contra viento y marea que aquella leyenda era cierta. A ella y a Issy, y luego también a Henry y las gemelas, la promesa del tesoro les mantuvo unidos y con la moral alta durante los últimos ocho años.
El tesoro estaba allí. Emily no podía ni quería creer otra cosa.
Ella jamás había dirigido una posada en su vida, pero habiéndose encargado de la casa de su tío desde el sótano al ático durante ocho años, incluidas las numerosas semanas que los amigos solteros de su tío se alojaron allí para las cacerías, se sentía lo bastante segura de sí misma como para encargarse de una pequeña posada en un pueblecito tranquilo como Colyton.
No podría ser tan difícil, ¿verdad?
Se encontraría, sin lugar a dudas, con muchos desafíos pero, con la ayuda de Issy y Henry, podría superarlos. Incluso las gemelas, de sólo diez años y muy traviesas, podrían echar una mano.
Ya había perdido demasiado tiempo. Tenía que moverse, acercarse resueltamente a la puerta principal, llamar y convencer al viejo caballero que residía en Grange de que debía contratarla como la nueva posadera de Red Bells.
Em y sus hermanos, la última generación de Colyton, habían logrado llegar al pueblo. Ahora tenía que ganar tiempo y conseguir los medios necesarios para buscar y encontrar el tesoro.
Para poder afrontar el futuro con seguridad.
Respiró hondo y contuvo el aliento y, poniendo resueltamente un pie delante del otro, recorrió el resto del camino.
Subió los escalones de entrada y sin concederse ni un solo segundo para pensárselo mejor, levantó la mano y dio varios golpecitos a la puerta principal pintada de blanco.
Al bajar la mano, vio la cadena de una campanilla. Por un momento se preguntó si debía utilizarla o no, pero luego escuchó el sonido de pasos acercándose a la puerta y esperó.
La abrió un mayordomo, uno de los más imponentes que Emily había visto en su vida. Habiéndose movido entre la alta sociedad de York antes de morir su padre, reconoció la especie. Tenía la espalda tan rígida como un palo. Al principio, el hombre miró por encima de su cabeza, pero luego bajó la vista.
La consideró con una mirada tranquila.
– ¿Sí, señorita?
Em se armó de valor ante el semblante afable del hombre.
– Quisiera hablar con el propietario de la posada Red Bells. Estoy aquí para solicitar el empleo de posadera.
La sorpresa atravesó los rasgos del mayordomo, que frunció el ceño ligeramente. Vaciló, mirándola, antes de preguntar:
– ¿Es una broma, señorita?
Ella apretó los labios y entrecerró los ojos.
– No. No es ninguna broma. -Apretó los dientes y se dispuso a coger el coro por los cuernos-. Sí, sé que puede parecerlo. -El suave pelo castaño y rizado de Emily y un rostro que todos consideraban muy dulce, combinados con su figura delgada y su pequeña estatura no hacían justicia a su enérgico carácter, ese que se necesitaba para regentar una posada-. Pero tengo bastante experiencia en este tipo de trabajo y por lo que sé el puesto aún sigue vacante.
El mayordomo pareció sorprendido por su enérgica respuesta. La estudió durante un buen rato, fijándose en el vestido de color aceituna con el cuello alto, que se había puesto en Axminster, antes de preguntarle:
– ¿Está segura?
Ella frunció el ceño.
– Bueno, por supuesto que estoy segura. Estoy aquí, ¿verdad?
Él lo reconoció con una leve inclinación de cabeza, pero siguió titubeando.
Ella levantó la barbilla.
– Tengo referencias, tres referencias para ser más exactos. -Golpeó ligeramente el bolsito. Mientras lo hacía, recordó la posada, y los bordes gastados de los anuncios. Clavó la mirada en la cara del mayordomo y se arriesgó a hacer una deducción-. Está claro que su patrón tiene dificultades para cubrir el puesto. Estoy segura de que quiere que la posada vuelva a estar a pleno rendimiento. Y aquí estoy yo, una aspirante perfectamente digna. ¿Está seguro de que quiere que me dé la vuelta y me marche en vez de informarle a su amo de que estoy aquí y deseo hablar con él?
El mayordomo la evaluó con ojo crítico; ella se preguntó si el destello que logró ver en sus ojos había sido de respeto.
Al final, él asintió con la cabeza.
– informaré al señor Tallent de que está aquí, señorita. ¿A quién debo anunciar?
– A la señorita Emily Beauregard.
– ¿Cómo dices? -Levantando la mirada del deprimente montón de solicitudes, Jonas clavó los ojos en Mortimer-. ¿Una joven?
– Bueno… es una mujer joven, señor. -Resultaba evidente que Mortimer no sabía cómo catalogar a la señorita Emily Beauregard, lo que de por sí era sorpréndeme. Llevaba décadas ocupando el puesto de mayordomo y sabía muy bien a qué estrato social pertenecía cada una de las personas que se presentaban en la puerta del magistrado local-. Parecía… muy segura de querer ocupar el puesto y he pensado que tal vez sería mejor que la recibiera.
Jonas se recostó en la silla y estudió a Mortimer, preguntándose qué habría visto el mayordomo en la joven. Resultaba evidente que la señorita Emily Beauregard lo había dejado impresionado, lo suficiente para que Mortimer se hubiera adherido a su causa. Pero la idea de que fuera una mujer la que se encargara de la posada Red Bells… Aunque por otra parte, no hacía ni media hora que él mismo había reconocido que Phyllida podría dirigir la posada casi con los ojos cerrados.
El trabajo era, después de todo, para un gerente-posadero, y había muchas mujeres con la suficiente habilidad para realizarlo satisfactoriamente.
Se enderezó en la silla.
– De acuerdo. Hazla pasar. -No podía ser peor que el aspirante que había estado preso en Newgate.
– Ahora mismo, señor. -Mortimer se volvió hacia la puerta-. La mujer me ha dicho que trae referencias, tres para ser exactos.
Jonas arqueó las cejas. Al parecer la señorita Beauregard había llegado bien preparada.
Volvió a mirar el montón de solicitudes sobre el escritorio y lo apartó a un lado. No es que tuviera muchas esperanzas de que la señorita Beauregard fuera la respuesta a sus plegarias, pero ya estaba harto de esperar que llegara el aspirante perfecto, y más teniendo en cuenta el deprimente resultado de sus recientes esfuerzos.
El sonido de pasos en el umbral de la puerta le hizo levantar la mirada.
Vio que una señorita entraba en la habitación, seguida de Mortimer.
La arraigada educación de Jonas, le hizo ponerse en pie.
Lo primero que Em pensó al clavar los ojos en el caballero que estaba detrás del escritorio en la bien surtida biblioteca fue que era demasiado joven.
Demasiado joven para adoptar una actitud paternalista hacia ella.
O para mostrarse paternalista con cualquiera.
Un inesperado pánico sin precedentes la embargó. Aquel hombre -de unos treinta años y tan guapo como el pecado-no era, ni mucho menos, el tipo de hombre con el que había esperado tener que tratar.
Pero no había nadie más en la biblioteca, y había visto al mayordomo salir de aquella estancia cuando la había ido a buscar. Así que estaba claro que era con él con quien debía entrevistarse.
El caballero, ahora de pie, tenía los ojos clavados en ella. Em respiró hondo para tranquilizarse mientras pensaba que aquélla era la oportunidad perfecta para estudiarle.
Era alto y delgado. Medía más de uno ochenta y cinco y tenía largas piernas. La chaqueta entallada cubría unos hombros anchos. El pelo, castaño oscuro, caía elegantemente en despeinados mechones sobre una cabeza bien formada. Poseía los rasgos aguileños tan comunes entre la aristocracia, lo que reforzaba la creciente certeza de Emily de que el dueño de Grange pertenecía a una clase social más elevada que la de mero terrateniente rural.
Tenía un rostro fascinante. Ojos de color castaño oscuro, más vivaces que conmovedores, bajo unas cejas oscuras que acapararon su atención de inmediato a pesar de que él no la estaba mirando a los ojos. De hecho, la estaba recorriendo con la mirada de los pies a la cabeza. Cuando Emily se dio cuenta de que el hombre estaba observando su cuerpo, tuvo que contener un inesperado temblor.
Respiró hondo y contuvo el aliento absorta en lo que implicaba aquella frente ancha, la nariz firme y la mandíbula, todavía más fuerte y cuadrada. Todo aquello sugería un carácter fuerte, firme y resuelto.
Los labios eran completamente tentadores. Delgados pero firmes, sus líneas sugerían una expresividad que debería suavizar los ángulos casi severos de la cara.
Em apartó la mirada de la cara y se fijó en su elegante indumentaria. Vestía ropa hecha a medida. Ya había visto antes a algunos petimetres londinenses y, aunque él no iba demasiado arreglado, las prendas eran de una calidad excelente y la corbata estaba hábilmente anudada con un nudo engañosamente sencillo.
Debajo de la fina tela de la camisa blanca, se percibía un pecho musculoso, pero de líneas puras y enjutas. Cuando él se movió y rodeó el escritorio lentamente, le recordó a un depredador salvaje, uno que poseía una gracia peligrosa y atlética.
Em parpadeó.
– ¿Es usted el dueño de la posada Red Bells? -No pudo evitar preguntar.
Él se detuvo ante la esquina delantera del escritorio y finalmente la miró a los ojos.
Em sintió como si la hubiera atravesado una llama ardiente, dejándola casi sin aliento.
– Soy el señor Tallent, el señor Jonas Tallent. -Tenía una voz profunda pero clara, con el acento refinado de la clase alta-. Sir Jasper Tallent, mi padre, es el dueño de la posada. En este momento se encuentra ausente y soy yo quien se encarga de dirigir sus propiedades durante su ausencia. Tome asiento, por favor.
Jonas señaló la silla frente al escritorio. Tuvo que contener el deseo de acercarse y sujetársela mientras ella se sentaba.
Si aquella joven hubiera sido un hombre, él no lo habría invitado a sentarse. Pero no lo era; era, definitivamente, una mujer. La idea de que se quedara de pie ante él mientras Jonas se sentaba, leía las referencias que ella había traído y la interrogaba sobre su experiencia laboral era, sencillamente, inaceptable.
Ella se recogió las faldas color verde aceituna con una mano y tomó asiento. Por encima de la cabeza de la joven, Jonas miró a Mortimer. Ahora comprendía la renuencia del mayordomo al calificar a la señorita Beauregard como «una joven». Fuera como fuese, no cabía ninguna duda de que la señorita Emily Beauregard era una dama.
Las pruebas estaban allí mismo, en cada línea de su menudo cuerpo, en cada elegante movimiento que realizaba de manera inconsciente. Tenía huesos pequeños y casi delicados, y su rostro en forma de corazón poseía un cutis de porcelana con un leve rubor en las mejillas. Sus rasgos podrían describirse -si él tuviera alma de poeta-como esculpidos por un maestro.
Los labios eran exuberantes y de un pálido color rosado. Estaban perfectamente moldeados, aunque en ese momento formaban una línea inflexible, una que él se sentía impulsado a suavizar hasta conseguir que se curvara en una sonrisa. La nariz era pequeña y recta, las pestañas largas y espesas, y rodeaban unos enormes ojos de color avellana, los más vivaces que c! hubiera visto nunca. Sobre aquellos ojos tan llamativos se perfilaban unas discretas cejas castañas ligeramente arqueadas. Y sobre la frente caían unos suaves rizos castaño claro. Resultaba evidente que ella había intentado recogerse el pelo en la nuca, pero los brillantes rizos tenían ideas propias y se habían escapado de su confinamiento para enmarcarle deliciosamente la cara.
La barbilla, suavemente redondeada, era el único elemento de aquel rostro que parecía mostrar indicios de tensión.
Mientras regresaba a su asiento, en la mente de Jonas sólo había un pensamiento: «¿Por qué demonios una dama como ésa solicitaba el puesto de gerente en una posada?»
Despidió a Mortimer con un gesto de cabeza y se sentó. Cuando la puerta se cerró suavemente, clavó la mirada en la mujer que tenía delante.
– Señorita Beauregard…
– Tengo tres cartas de referencia que, estoy segura, querrá leer. -La joven rebuscó en el bolsito y sacó tres hojas dobladas. Se inclinó hacia delante y se las tendió.
El no tuvo más remedio que cogerlas.
– Señorita Beauregard…
– Si las leyera… -Cruzó las manos sobre el bolsito en el regazo y le señaló las referencias con un gesto de cabeza-, se daría cuenta de que tengo sobrada experiencia en este tipo de trabajo y que estoy más que cualificada para cubrir el puesto de posadera en Red Bells. -La joven no le dio tiempo a responder, sino que clavó sus vividos ojos en él y declaró con calma-: Creo que el puesto lleva vacante algún tiempo.
Bajo aquella perspicaz y directa mirada color avellana, él se dio cuenta de que sus suposiciones sobre la señorita Emily Beauregard variaban sutilmente.
– En efecto.
Ella le sostuvo la mirada con serenidad. Resultaba evidente que no era una mujer dócil.
La joven esperó un tenso momento mientras bajaba la vista a las referencias en las manos de Jonas para luego volver a mirarle a la cara.
– ¿Le importaría leerlas?
El se reprendió mentalmente. Apretando los labios, bajó la vista y obedientemente desdobló la primera hoja.
Mientras leía las tres referencias pulcramente escritas e idénticamente dobladas, ella se dedicó a llenarle los oídos con una letanía de sus virtudes y experiencia como gerente en distintas posadas. Pensó en lo agradable y tranquilizadora que era la voz de la joven. Levantó la mirada de vez en cuando, sorprendido por un leve cambio en la cadencia de su tono. Mientras terminaba de leer la tercera referencia, Jonas se dio cuenta de que los cambios de voz ocurrían cuando ella intentaba recordar algún acontecimiento en concreto.
De todo lo que estaba oyendo, sólo una cosa era cierta: que la joven tenía experiencia en llevar la dirección de una casa y organizar fiestas.
En cuanto a su experiencia en regentar posadas…
– En lo que respecta a Three Feathers en Hampstead, yo…
Él bajó la mirada y volvió a leer las referencias sobre el tiempo que había trabajado en Three Fearhers. Ella sólo se limitó a reflejar lo que estaba allí escrito, sin añadir nada más.
Volvió a mirarla, observando aquel rostro casi angelical, mientras barajaba la idea de decirle que sabía que las referencias eran falsas. Aunque estaban escritas por tres manos diferentes, él juraría que dos eran femeninas -por lo que era más que improbable que fueran, como ella le había indicado, de los dueños de las posadas-y la tercera estaba escrita por un varón, aunque, a juzgar por la letra, era un hombre joven cuya caligrafía todavía no estaba bien definida.
Sin embargo, lo más significativo de todo era que las tres referencias -supuestamente de tres posadas distantes geográficamente y con un lapso de cinco años entre sí-, estaban escritas con las mismas palabras, con la misma tinta y la misma pluma, una que tenía una mella en la punta.
Por no mencionar que, a pesar del tiempo transcurrido entre una referencia y otra, el papel era nuevo, y la tinta, fresca.
Volvió a mirar a la señorita Emily Beauregard por encima del escritorio mientras se preguntaba a sí mismo por qué no se limitaba a llamar a Mortimer para que acompañara a la joven a la puerta. Sabía que debería hacerlo, pero no lo hizo.
No podía dejarla marchar sin antes conocer la respuesta a la pregunta inicial: «¿Por qué demonios una dama como ésa solicitaba el puesto de gerente en una posada?»
Por fin, ella terminó de recitar sus méritos y lo miró, arqueando las cejas inquisitivamente con un aire un tanto arrógame.
Jonas lanzó las tres referencias sobre el papel secante y miró a la señorita Beauregard directamente a los ojos.
– Para serle sincero, señorita Beauregard, no había considerado ofrecerle el puesto a una mujer, y mucho menos a una tan joven como usted.
Por un momento, ella simplemente se lo quedó mirando, luego respiró hondo y alzó la cabeza un poco más. Con la barbilla en alto, le sostuvo la mirada con firmeza.
– Pues para serle sincera, señor Tallent, le eché un vistazo a la posada de camino hacia aquí y observé que las contraventanas necesitan una mano de pintura, y el interior parece no haber sido limpiado adecuadamente al menos en los últimos cinco años. Ninguna mujer que se precie se sentaría en ese salón, pero es la única área pública que hay. No hay servicio de cocina y no se ofrece alojamiento. En resumen, en estos momentos, la posada no es más que una taberna. Si de verdad se encarga de la hacienda de su padre, tendrá que reconocer que, como inversión, Red Bells no produce en la actualidad los beneficios que debería.
Lo dijo con voz agradable y en un tono perfectamente modulado. Pero, al igual que su rostro, las palabras ocultaban una fuerza subyacente, un filo coreante.
Ella ladeó la cabeza sin apartar la mirada de la de él.
– ¿Me equivoco al suponer que la posada lleva sin gerente algunos meses?
El apretó los labios y le dio la razón.
– En realidad, varios meses. Muchos meses.
– Supongo que le gustaría que todo volviera a funcionar perfectamente tan pronto como sea posible. En especial cuando no hay otra taberna ni lugar de reunión en el pueblo. Los lugareños también deben de estar deseosos de que la posada vuelva a funcionar a pleno rendimiento.
¿Por qué Jonas se sentía como si fuera una oveja directa al matadero?
Había llegado el momento de recuperar el control de la entrevista y averiguar lo que quería saber.
– ¿Podría decirme, señorita Beauregard, qué es lo que la ha traído a Colyton?
– Vi una copia de su anuncio en la posada de Axminster.
– ¿Y qué la llevó a Axminster?
Ella se encogió de hombros ligeramente.
– Fui a… -Hizo una pausa como si estuviera considerando la respuesta, luego se corrigió-. Nosotros, mis hermanos y yo, sólo estábamos de paso. -Su mirada vaciló y bajó la vista a las manos con las que apretaba suavemente el bolsito-. Hemos estado viajando durante el verano, pero ya es hora de que nos establezcamos.
Jonas juraría, sin temor a equivocarse, que aquello era mentira. No habían estado viajando durante el verano pero, si la juzgaba bien, sí era cierto que tenía a varios hermanos a su cargo. Ella sabía que él descubriría la existencia de su familia si obtenía el trabajo, así que había sido sincera en ese punto.
La razón por la que ella quería el trabajo de posadera irrumpió en la mente de Jonas, confirmando sus sospechas a medida que evaluaba con rapidez el vestido -sencillo, pero de buena calidad-usado.
– ¿Hermanos menores?
Ella levantó la cabeza, mirándole con atención.
– En efecto -repuso; luego vaciló antes de preguntar-: ¿Es un problema? Nunca lo fue. No son bebés. Las más jóvenes tienen… doce años.
El último titubeo fue tan leve que él sólo lo percibió porque la estaba escuchando con atención mientras la observaba. No tenían doce, sino algo menos, tal vez diez.
– ¿Y sus padres?
– Hace muchos años que murieron.
Aquello también era verdad. Cada vez tenía más claro por qué Emily Beauregard quería el puesto de posadera. Pero…
Jonas suspiró y se inclinó hacia delante. Apoyó ambos antebrazos en el escritorio y entrelazó las manos.
– Señorita Beauregard…
– Señor Tallent.
Sorprendido por el tono tajante, él se interrumpió y alzó la vista a la brillante mirada color avellana.
Una vez que captó toda su atención, ella continuó:
– Creo que estamos perdiendo demasiado tiempo andándonos con rodeos. Lo cierto es que usted necesita un posadero con urgencia, y aquí estoy yo, más que dispuesta a aceptar el trabajo. ¿De verdad me va a rechazar porque soy una mujer y tengo hermanos pequeños a mi cargo? Mi hermana tiene veintitrés años, y me ayudará en todo lo que pueda. Lo mismo hará mi hermano de quince años, quien al margen del tiempo que dedicará a los estudios, también nos echará una mano. Mis hermanas pequeñas son gemelas y, aunque son las menores, también nos ayudarán. Si me contrata a mí, también los contrata a ellos.
– ¿Insinúa que usted y su familia son una ganga?
– No lo dude, trabajaremos duro. Y a cambio de un salario igual a una sexta parte de la recaudación o a una décima parte de las ganancias mensuales, además de comida y alojamiento en la posada. -Ella continuó hablando sin apenas detenerse a tomar aliento-. Supongo que quiere que el posadero viva allí. Si no me equivoco las habitaciones del ático están desocupadas, y creo que nos servirán perfectamente a mí y a mis hermanos. Como ya estoy aquí, podría ocupar el puesto de inmediato y…
– Señorita Beauregard. -En esta ocasión, Jonas infundió un tono acerado a su voz con la finalidad de que ella se interrumpiera y le dejara hablar. Él le sostuvo la mirada-. Aún no he aceptado darle el trabajo.
La mirada de la joven no vaciló. Puede que hubiera un escritorio entre ellos, pero parecía como si estuvieran nariz contra nariz. Cuando por fin abrió la boca para hablar, la voz de Em fue tensa y apremiante.
– Usted está desesperado por tener a alguien que se encargue de la posada. Yo quiero el trabajo. ¿De verdad va a rechazarme?
La pregunta flotó entre ellos, casi escrita en el aire. El apretó los labios y le sostuvo la mirada con igual firmeza. Era verdad que estaba desesperado y que necesitaba contratar a un posadero capaz -algo que afirmaba ser la señorita Beauregard-, y además la joven estaba allí, ofreciéndose para el puesto.
Y si la rechazaba, ¿qué haría ella? Ella y su familia, a quien mantenía y protegía.
No había que ser muy listo para saber que ella no llevaba enaguas, lo que quería decir que su hermana tampoco las llevaría. ¿Qué ocurriría si él la rechazaba y ella -ellas-se veían obligadas en algún momento a…?
¡No! Ese tipo de riesgos estaba fuera de toda consideración. Jonas no podría vivir con tal posibilidad sobre su conciencia. Incluso aunque nunca lo supiera con certeza, sólo pensar en esa posibilidad, le volvería loco.
La miró con los ojos entrecerrados. No le gustaba que le presionaran para contratarla, y ella lo había hecho con suma eficacia. A pesar de todo…
Interrumpiendo el contacto visual, Jonas cogió una hoja en blanco y la puso sobre el escritorio. Ni siquiera la miró mientras cogía una pluma, revisaba la punta y abría el tintero, sumergiéndola en la tinta y poniéndose a garabatear con rapidez.
No importaba que las referencias fueran falsas. No había nadie mejor que ella y además quería el trabajo. Bien sabía Dios que era una mujer con el suficiente arrojo para conseguirlo. Él se limitaría a no apartar la mirada de ella para asegurarse de que le entregaba la recaudación correcta y de que no hacía nada indebido. Dudaba que se bebiera todo el vino de la bodega como había hecho Juggs.
Terminó de escribir la concisa nota, secó la tinta y dobló el papel. Sólo entonces miró a la joven que tenía los ojos abiertos como platos por la curiosidad.
– Esto -le dijo, tendiéndole el papel doblado-es una nota para Edgar Hills, el encargado de la taberna, donde indico que usted es la nueva posadera. John Ostler y él son, por el momento, el único personal.
Ella cerró los dedos en torno a la nota y suavizó la expresión. No sólo el gesto de los labios, pues se iluminó toda su cara, Jonas recordó que eso era lo que él había querido que ocurriera, que se había preguntado cómo se curvarían sus labios -que ahora lo atraían irresistiblemente-y a qué sabrían.
Ella tiró de la nota con suavidad, pero él la retuvo.
– Le haré un contrato de tres meses a prueba. -Tuvo que aclararse la garganta antes de continuar-: Después, si el resultado es satisfactorio, firmaremos un contrato permanente.
Jonas soltó la nota. Ella la guardó en el bolsito, luego levantó la cabeza, le miró y… sonrió.
Y así, sin más, ella le nubló el sentido.
Eso fue lo que él sintió mientras ella sonreía y se ponía en pie. Él también se levantó, aunque sólo lo hizo por instinto, dado que ninguna de sus facultades funcionaba en ese momento.
– Gracias -repuso ella con sinceridad. Sus ojos, de un profundo y brillante color avellana, no se apartaron de ¡os de él-. Le prometo que no se arrepentirá. Transformaré Red Bells en la posada que Colyton se merece.
Con una educada inclinación de cabeza, ella se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.
Aunque Jonas no recordó haberlo hecho, debió de tirar del cordón de la campanilla porque Mortimer se presentó para acompañarla hasta la puerta.
Ella salió con la cabeza bien alta y apretando el paso, pero no miró atrás.
Durante un buen rato, después de que ella hubiera desaparecido, Jonas permaneció de pie con los ojos clavados en el umbral vacío mientras volvía a recuperar el sentido poco a poco.
El primer pensamiento coherente que le vino a la mente fue un vehemente agradecimiento porque ella no le hubiera sonreído cuando entró.