Capítulo Diez

– No te vayas, papá!

Heather acababa de dar el pecho al niño y lo había acostado en la preciosa cuna de madera que Raúl había mandado hacer. No había parado de hacerle regalos. Aquello tenía que cesar.

– Llevo fuera tres semanas, cariño. No puedo dejar a Lyle con todo más tiempo. Tendría que haber vuelto la semana pasada.

– ¿No puedes encontrar a alguien que te sustituya una semana más?

– No, me iré en la avioneta del correo. Volveré dentro de dos meses con Evan y Phyllis. Ahora, tu marido y tú necesitáis estar solos.

– No es así. Dentro de una semana, podré volar.

Quédate y, así, nos vamos juntos a Estados Unidos.

Se produjo un gran silencio.

– ¿De vacaciones?

– No, para siempre.

– No me lo puedo creer -dijo John-. Raúl me había comentado que temía que lo fueras a dejar, pero creí que serían imaginaciones suyas por la tensión del momento.

Heather tragó saliva.

– Tiene razón. Nuestro matrimonio estaba roto antes de salir de Buenos Aires.

– Pero si estáis el uno loco por el otro. ¿Por qué?

– Te equivocas. Raúl solo me quiso para una noche, no para toda la vida.

Su padre se puso en pie.

– Raúl no es de esos hombres que se embarcan en un matrimonio sin amor.

– No, papá. Antes de saber que estaba embarazada, se quiso deshacer de mí en cuanto me vio aquí.

– Bien hecho -dijo su padre sorprendiéndola-Sabía el riesgo que corría confinándote a vivir aquí. Tenía que estar seguro de que lo soportarías. Esto no lo aguanta cualquiera.

Heather no entendía por qué su padre estaba del lado de Raúl.

– Pero si nunca ha tenido intención alguna de dejarme vivir aquí.

– ¿Cómo que no?

– Después de la boda, me llevó al ático que tiene en Buenos Aires -dijo con lágrimas en los ojos al recordar la pelea que tuvo lugar allí. Su padre la abrazó y ella le contó todo-. No me quiere, papá, pero Raúl es un hombre de honor y lo será hasta el final. Me tengo que ir para devolverle su libertad.

– Dios mío. Todo ha sido culpa mía.

– ¿Qué dices? -dijo Heather confusa.

– Siéntate, cariño, esto va a ser largo.

Heather obedeció y él se quedó de pie con las manos en los bolsillos.

– Me temo que la culpa de que tu matrimonio se haya torcido he sido yo sin saberlo.

– ¡Pero si nos diste tu bendición!

– Sí, pero también aterroricé a tu marido.

– ¿Cómo?

– Cuando fuimos a recoger a Raúl al aeropuerto, me quedé a solas con él en el restaurante donde estábamos comiendo, porque Evan y Phyllis se fueron. Aproveché para decirle que estaba encantado de tenerlo como yerno, pero que esperaba que te animara a seguir tocando. Él me dijo que tú le habías comentado que lo querías dejar. Yo le dije que no, que eso lo decías porque estabas cegada por el amor, pero que acabarías echándolo de menos. Entonces, le conté lo que nunca le había contado a nadie, ni siquiera a ti.

– ¿Qué?

– Cuando conocí a tu madre, estaba a punto de ser concertista de piano. Egoístamente, le pedí que se casara conmigo y ella aceptó. Siempre he tenido la impresión de que sacrificó su profesión por mí. Cuando vi que tú tenías el mismo don que ella, me prometí a mí mismo que tú tendrías la oportunidad que yo le había arrebatado a tu madre.

– ¡Papá! -dijo Heather levantándose.

– Te presioné sin parar para que no dejaras el piano, recé para que no conocieras a ningún hombre hasta que estuvieras establecida como concertista, pero subestimé el poder del amor. Cuando vi a Raúl en casa de Evan aquella noche, me di cuenta de que había algo entre vosotros. Os mirabais como si no hubiera nadie más en el mundo.

Heather no olvidaría aquella noche mientras viviera.

– A propósito, hice que nos fuéramos pronto, pero ya era demasiado tarde. Sabía que Raúl estaba loco por ti y eso me enfadó.

– ¡Oh, papá! -exclamó ella entre la risa y el llanto antes de correr hacia él y abrazarlo.

– Hay más. Le hice prometer que haría todo lo que pudiera para que siguieras tocando. Le hice prometerme otra cosa… -dijo su padre con lágrimas en los ojos.

– ¿Qué?

– Tu madre y yo decidimos no contarte nunca los problemas que tenía durante el embarazo para que no te preocuparas cuando te llegara el momento. Tuvo ocho abortos. Tú fuiste su noveno embarazo. Le tuvieron que coser el útero para que no te perdiera también.

– No me lo puedo creer…

– Eso significó que tu madre y yo no pudimos tener relaciones sexuales durante el embarazo, pero no nos importó porque queríamos ser padres a toda costa. Hubo otra complicación. Tu madre tuvo que guardar cama desde el cuarto mes porque tenía una toxemia galopante.

– ¿Cómo?

Su padre asintió muy serio.

– Le canté todo esto a tu marido, de médico a médico. Pensé que debía saberlo porque aquí las condiciones son más difíciles que en una gran ciudad. Así estaría preparado si tú presentabas las mismas complicaciones que tu madre. Cariño… no habéis tenido relaciones porque Raúl no ha querido hacer nada que pudiera dañarte.

Heather sintió que el mundo se paraba.

A la luz de la explicación de su padre, lo que Raúl había dicho y hecho desde que habían salido del cháteau de sus tíos tenía lógica. Por si estaba soñando, se controló y no se puso a dar gritos de alegría.

– Papá… -dijo con el corazón a mil horas.

Su padre sonrió aliviado.

– Perdóname…

– No tengo nada que perdonarte.

– Sí. Franz me enseñó la carta que le mandaste. Me dolió darme cuenta de lo infranqueable que he sido para ti durante tanto tiempo, que no me pudieras contar la verdad. Lo siento mucho, Heather, pero te prometo que nunca volveré a fallarte.

– ¡Nunca me has fallado! -le aseguró abrazándolo-. Si no hubiera sido por ti, nunca habría ganado el Bacchauer y no hubiera podido tocar con la orquesta. Nunca habría conocido al hombre de mi vida. Ha sido el destino, ¿no lo ves?

Ambos sonrieron con gran complicidad y, en ese momento, se abrió la puerta de la cabaña.

Estaba furioso, como Heather no lo había visto nunca.

– John, si no te importa, me gustaría hablar con mi esposa a solas -tronó.

– Claro, yo ya me iba. Me llevaré a Jaime -dijo besando a su hija y tomando a su nieto en brazos.

Raúl dejó que su suegro se llevara al niño un rato porque, ni por asomo, iba a dejar que Heather y él se fueran con él en el avión de la tarde. De ninguna manera.

– ¿Qué pasa, Raúl?

– No sé qué habréis planeado tu padre y tú, pero no te vas a ningún sitio.

– No tenía pensado hacerlo.

– Eres mi mujer y debes estar conmigo.

– Lo sé -dijo acercándose.

– Heather…

Había algo diferente. Ella estaba diferente.

– Raúl… no podría dejarte aunque quisiera. Solo de pensar en ti, me invade el deseo. Ven aquí -le dijo con una sonrisa de lo más seductora.

Debía estar alucinando. Sintió que se le salía el corazón del pecho.

– No temas, Raúl. Mi padre me lo ha contado todo. Ahora sé por qué querías que me quedara en Buenos Aires y por qué no has querido hacerme el amor. Es la prueba de amor más bonita del mundo. Ya no tenemos nada que temer, querido esposo. Nunca más -añadió con voz ronca-No ha sido un camino de rosas, pero ahora todo está aclarado. Hemos llegado a ese paraíso del que me hablaste en el estudio de Evan, donde podremos hacer el amor, no solo durante semanas, sino para toda la vida. ¿Qué te parece?

Raúl se había quedado sin palabras.

Gimió y se metió en la cama con ella. Ambos gritaron sus nombres mientras se besaban con tal pasión que Raúl se dio cuenta de que Heather debía de haber olvidado que debía reponerse. El también estaba a punto de olvidarlo.

Su boca, de la que no se hartaba. Su piel de terciopelo, su cuerpo…

Cuando ella comenzó a desabrocharle la camisa, él la paró.

Ella lo miró con dolor.

– ¿Qué pasa, cariño? Tal vez, he entendido mal-dijo con miedo. Raúl se sintió morir.

– Te quiero tanto que el dolor de no podértelo demostrar ha estado a punto de acabar conmigo, mi amor, pero tu cuerpo no está preparado todavía. Vamos a tener que esperar unas semanas.

– Pero…

– Nada de peros, Heather. Cuando estés completamente restablecida, le dejaremos el niño a mis tíos, en Buenos Aires, y tú y yo nos iremos de luna de miel. Entonces, te enseñaré el amor que lleva dentro un marido que lleva más de seis meses esperando para poder amarte.

– Cariño… me enamoré de ti en cuanto te vi. Ya me gustabas por las cartas que les escribías a los Dorney. ¿Cómo vaya aguantar veintiún días más?

– Así -contestó él abrazándola de nuevo.

El mundo desapareció mientras se besaban.

Pasó un buen rato, pero ellos no se dieron cuenta porque estaban embebidos el uno en el otro.

Hasta que Tekoa no llegó diciendo que John había mandado llamar a Heather porque el niño la necesitaba.

– No te muevas de aquí, ya te lo traigo yo-le indicó Raúl mirándola. La quería tanto que le daba miedo.

«Nunca», pensó ella.

– Heather, vamos a mi consulta. Trae a Jaime.

Te toca la revisión de las seis semanas.

– Pero creía que me tocaba pasado mañana.

– Eso es lo que cree también tu marido. Ya sabes…

– ¡Elana! -exclamó Heather emocionada. Tomó al niño y salieron rápidamente del comedor.

– Estás estupenda. Puedes hacer vida normal. ¡Enhorabuena! -le dijo Elana poco después.

– ¡Las mejores noticias que me podías dar!-dijo ella saltando de la mesa y abrazando a su amiga-Raúl está en la ciudad arreglándolo todo para la construcción de la nueva cabaña. Cuando vuelva…

– Marcos y yo estaremos al tanto por si le da un infarto.

Heather se rió.

– Déjame al niño y ve a prepararte para el gran momento.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro. Marcos y yo lo teníamos todo planeado.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace unos seis meses.

– ¿Cómo?

– Después de volver de Estados Unidos, no ha sido fácil trabajar con tu precioso marido. El que mejor lo resumía era Tekoa. So1ía decir «El jefe necesita a su mujer ya».

– No será cierto… -dijo Heather poniéndose de todos los colores.

– Lo es.

– Gracias por quedarte con el niño.

– De nada. No hay pacientes graves. Además, Marcos todavía tiene que seguir haciendo méritos. Probablemente, esta vaya a ser la prueba más importante.

– ¿Y luego? -preguntó Heather encantada. Dos de sus amigos estaban enamorados.

– Ya veremos.

– ¿Has oído, hijo? Pórtate bien para que Marcos quede bien como padre ante Elana.

El niño bostezó y ambas se rieron. Heather lo besó en la cabeza.

– Vas a estar en buenas manos. Marcos y Elana te quieren tanto como papá y mamá. Lo voy a echar de menos, Elana.

– No lo dudo, pero, en cuanto veas a tu marido, vas a tener otras cosas en las que pensar. Vamos, Jaime, vamos a buscar al tío Marcos.

Heather observó cómo se alejaban.

– Elana…

– ¿Qué pasa?-dijo la mujer volviéndose-No me digas que estás asustada…

– ¿Cómo lo sabes?

– Eres transparente en lo que a Raúl se refiere.

Cuando llegaste aquí, Marcos me dijo literalmente: «Hay una mujer que quiere ver a Raúl. Ojala algún día alguien me quiera como ella lo quiere a él».

– ¿Dijo eso?

– Y mucho más. Por lo visto, cuando Raúl entró y os vio juntos, se enfadó tanto que Marcos temió que le fuera a pegar.

– No sabía que Raúl pudiera ponerse así.

– Nosotros, tampoco. Fue entonces cuando Marcos se dio cuenta de que él también estaba enamorado de ti. Por eso, no debes preocuparte por nada. El amor encontrará el camino.

– Gracias, Elana. Eres maravillosa. Te debo un favor.

– Te tomo la palabra.

Aunque sintió una punzada de dolor al separarse de su hijo, pronto se puso manos a la obra con la ayuda de Tekoa y Pango y todo estaba preparado cuando oyó el motor de la avioneta.

Nunca el vuelo desde Formosa se le había hecho tan largo. En cuanto aterrizaron, Raúl salió corriendo del aparato para enseñarle a su mujer los planos de su nuevo hogar. También le llevaba una carta en la que le informaban de que una de las plantas que había mandado a la universidad porque no podía identificarla había resultado ser una especie que no estaba catalogada. Querían hablar con ella cuanto antes para que Heather decidiera el nombre que le quería dar a su hallazgo.

Estaba tan orgulloso de ella que se moría de ganas por ver su cara cuando le diera la carta. Sin embargo, se olvidó de todo al entrar en la cabaña.

Vio a su mujer en el centro de la habitación con el mismo vestido que llevaba el día que la vio tocando por primera vez.

La luz de las velas alumbraba la estancia y arrancaba reflejos de su precioso pelo rubio mientras ella lo miraba con sus maravillosos ojos azules.

Dios. Qué maravilla.

Heather le sondó haciendo que se estremeciera.

– Buenas noches, doctor Cárdenas. Soy Heather Sanders. Aunque no habíamos coincidido nunca, los Dorney me han hablado tanto de usted que es como si lo conociera de toda la vida. Pase y póngase cómodo -le dijo indicándole una silla. Cuando lo tocó, Raúl sintió una descarga eléctrica y se tuvo que sentar porque las piernas no lo tenían en pie-. Me han dicho que la vida en la selva es muy dura, así que espero que le guste la cena. Primero, tome un poco de vino.

Raúl no necesitaba beber. Ya estaba flotando solo de verla. El aroma a flores que emanaba su cuerpo era como una droga.

– He dejado el piano de forma profesional, pero sigo tocando de vez en cuando. Me han dicho que a usted le encanta la música, sobre todo Rachmaninoff. Qué coincidencia porque esta noche me apetece interpretar algo suyo. Voy a ejecutar dos piezas para usted que sé que le van a encantar y luego tendrá que perdonarme porque tengo que ir a reunirme con mi esposo. Verá, es la primera noche de nuestra luna de miel y no quiero perdérmela por nada del mundo. Supongo que lo entenderá.

A Raúl se le cayó la copa de vino.

A los pocos segundos, estaba oyendo la misma maravillosa música que le había hecho presentir que la mujer que la estaba interpretando era la mujer de su vida.

Movido por un deseo incontrolable, se colocó detrás de ella, pero no la tocó hasta que terminó.

– Me siento como cuando te estaba oyendo interpretar a Brahms en la puerta de tu cubículo de ensayo en Nueva York. Se me sale el corazón del pecho y me tiembla todo el cuerpo. Te deseo por encima de todo.

Ella se levantó y le pasó los brazos por el cuello.

– Mientras viva, nunca me olvidaré de lo que pasó en Nueva York, pero entonces no era tu mujer y no teníamos un hijo. Te quiero como no te puedes ni imaginar, Raúl. Quiero demostrártelo, enseñarte lo que hay en mi corazón.

– Lo acabas de hacer con la música -susurró él-Ahora me toca a mí. ¿Dónde podemos estar solos y tranquilos?

– Aquí.

– ¿Sabes lo que quiero hacer?

– Sí. Yo también lo deseo.

– Entonces, ven aquí, muchacha.

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