Capítulo Siete

Había pasado solo una semana desde que Heather le había suplicado que la llevara a pasar la noche a su cabaña?

Qué ironía que cinco días después hubiera vistos cumplidos sus deseos, pero que ya fuera el último lugar donde quisiera estar.

Si hubiera podido alojarse en la de invitados lo habría hecho, pero era la mujer de Raúl y no lo iba a poner en evidencia ante los demás.

Sin embargo, le pidió a Raúl que llevaran las cajas a la cabaña de invitados.

– ¿ Y por qué no a la nuestra? -preguntó él sombrío.

– ¿ Te importa? -le espetó ella irritada.

Raúl la miró unos instantes y dio las órdenes oportunas a Pango y a Tekoa en guaraní. Le pasó el brazo por los hombros y juntos fueron hacia su cabaña, corno una pareja perfecta de recién casados.

La acompañó hasta la puerta y fue a poner en marcha el generador. Heather sintió el fresquito y se preguntó cómo sería vivir allí sin aire acondicionado. El calor era tan fuerte que prefirió no pensarlo.

Miró a su alrededor y comprobó que la única diferencia con la cabaña de invitados era que la cama era mucho más grande.

No tendría que haberla sorprendido, puesto que un hombre alto y fuerte como su marido necesitaba espacio, pero también quería decir que podría acercarse a ella en cualquier momento de la noche.

Apretó los dientes. No quería ni imaginárselo. Sintió sed y fue al baño en busca de una botella de agua. Al volver a la habitación, Raúl estaba metiendo sus maletas seguido por otros dos hombres que llevaban unas cajas.

Esperó a quedarse a solas con su marido para preguntarle qué era la cesta que les habían entregado nada más bajar del avión.

– Yuca, el alimento principal de su dieta. Es su regalo para nosotros.

– Creía que se llamaba mandioca -dijo Heather, que había leído sobre el tema.

– Es lo mismo. Esta es dulce. Los niños chupan las raíces como si fueran caramelo. Por desgracia, suelen tener parásitos que pueden ser mortales si se los tragan.

– ¿ Tienes muchos niños así?

– Demasiados porque, cuando sus padres deciden traerlos al hospital, suele ser demasiado tarde -contestó él dejando las maletas sobre la cama. La población indígena está desapareciendo por muchos motivos.

– ¿Cómo cuáles?

– Mejor que no lo sepas.

Heather sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Lo que haces por ellos es maravilloso.

– No, Heather, es puro egoísmo. Es una manera de intentar no sentirme culpable. Así de simple.

Heather se puso a meter su ropa en los cajones por miedo a que el amor que sentía por él le nublara la razón y creyera que él también la quería.

Aquel hombre con el que se había casado era un ser excepcional.

– Cariño -murmuró él poniéndole las manos en los hombros-. Estás muy callada. ¿Te encuentras mal?

Al sentir su contacto por detrás, Heather sintió un tremendo deseo, pero no fue capaz de darle rienda suelta al recordar que estaba allí única y exclusivamente porque estaba embarazada.

– No, en realidad, me siento como una idiota.

Te he echado en cara que habías estado diez años sin ir a ver a Evan sin saber que estabas aquí haciendo cosas maravillosas -contestó con voz temblorosa. Al no poder aguantar más su cercanía, se apartó y cerró la maleta-Quiero ayudar.

– Todo a su tiempo. Ahora tienes que descansar.

– No soy una inválida -dijo Heather enfadada.

– No -contestó él con una calma exasperante-, pero estás embarazada de mi hijo y eso quiere decir que te tienes que cuidar. Aquí, hay que dormir la siesta, futura mamá -añadió besándola con pasión-. Mis compañeros han preparado una cena de bienvenida. Vendré a buscarte en un par de horas. Dios… ya te echo de menos -concluyó saliendo por la puerta.

«Por favor, no me digas esas cosas», pensó ella viéndolo marchar.

Sus gestos y su amor eran completamente falsos. Raúl era noble e iba a desempeñar su papel hasta el final porque le iba a dar un hijo, pero no podía quitarse de la cabeza que no había hecho nada para impedir que se fuera de Zocheetl. Si la avioneta no se hubiera estrellado, estaría en Salt Lake sin saber siquiera que estaba embarazada.

Cuando hubiera nacido el bebé, le habría escrito para decirle que tenía un hijo y él habría ido a visitarlo inmediatamente. Para entonces, ella tendría su vida y habrían podido acordar algún régimen de visitas.

¿Por qué se habría estrellado la avioneta?

Se secó las lágrimas con la colcha y sacó de su bolso un cuaderno. Había llegado el momento de escribir a Franz.

Su mentor merecía conocer la verdad. Nunca había querido ser concertista de piano. Si hubiera seguido adelante para satisfacer a Franz y a su padre, habría terminado con los nervios destrozados.

Antes de que aquello ocurriera, Raúl había aparecido en su vida y el embarazo había decidido su futuro.

Querido Franz:

Supongo que tu doncella te diría que me he tomado unas pequeñas vacaciones. Así ha sido. No estaba previsto, pero esas vacaciones han terminado en matrimonio.

Me he casado con el doctor Raúl Cárdenas, en Buenos Aires, pero vivimos en el Chaco de Argentina, en un pequeño poblado indígena llamado Zocheetl. Estoy embarazada y daré a luz dentro de cinco meses y tres semanas.

Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que no quería ser concertista de piano, pero cuando conocí a Raúl en junio me di cuenta de que lo necesito como la tierra al sol. No puedo decir de él más que es lo mejor del mundo.

La música siempre estará presente en mi vida, pero el matrimonio y la maternidad es a lo que de verdad quiero dedicarme.

Espero tener noticias tuyas. Prometo escribirte.

Recibe todo mi cariño,

Heather

También escribió a su padre, a los Dorney, a los tíos de Raúl y a su agente. Par cuando terminó todas, se le había hecho la hora de ducharse y arreglarse para la cena.

Lo mejor en la selva era llevar pantalones largos, pero, como era una ocasión especial para Raúl y el hospital estaba cerca, decidió ponerse un vestido que se había comprado en Buenos Aires.

Era un vestido sencillo, de verano, blanco y que llegaba a la altura de la rodilla, que iba estupendamente con sus sandalias de piel italianas, también en blanco.

Aunque con la escayola le fue difícil, consiguió hacerse una coleta y ponerse perfume. Solo se puso un poco de pintalabios porque con aquel calor no necesitaba colorete y sus pestañas estaban bien por sí solas.

Tenía que dar la impresión de que su matrimonio iba de maravilla. Como Raúl no había llegado a recogerla, decidió ir ella al hospital para ahorrarle un viaje.

Al entrar, se encontró con dos hombres de aspecto europeo que debían de andar por los cuarenta y que iban vestidos con camisas de manga corta y sombreros de paja. La miraron como si nunca hubieran visto una mujer. Uno, en especial, la miraba con ojos lujuriosos. Heather se estremeció y se dirigió hacia la puerta que daba al vestíbulo.

– ¿Señorita? -dijo el de la mirada ofensiva poniéndose en pie.

– Señora. Soy la señora de Cárdenas -contestó ella asqueada.

– ¿Es usted la mujer del doctor? -preguntó el tipo sorprendido.

– Exacto. ¿Necesitan algo?

– Están operando a uno de mis ayudantes.

– Voy a ver qué tal está. Le diré a una de las enfermeras que salga a hablar con ustedes.

Heather se perdió por el pasillo rápidamente y se encontró con Raúl, que acababa de salir del quirófano.

Nunca lo había visto con mascarilla y gorro.

Por primera vez, se dio cuenta de lo que significaba que su marido estuviera entregado a salvar vidas.

– ¿Qué te pasa? -Le preguntó él-Estás pálida.

– Ya estoy bien -contestó ella mojándose los labios con nerviosismo.

– No me mientas -dijo Raúl quitándose la mascarilla.

– Bueno, hay un hombre ahí fuera que…

– Ernst Richter -ladró Raúl-. ¿Qué te ha dicho?

No se habrá atrevido a tocarte… -añadió con ira.

Heather se dio cuenta de que debía haber alguna historia desagradable entre ellos.

Tenía que conseguir que aquello no fuera a mayores. No quería causar problemas nada más llegar.

– No… no ha hecho nada.

– ¡Pero quería y lo sabes! -gritó.

– Raúl… -imploró-. No pasa nada. Le dije que mandaría a una enfermera para que le dijera qué tal está su hombre.

– Espérame aquí -le indicó Raúl llevándola a su consulta. La besó y cerró la puerta al salir.

Heather se quedó allí, paralizada. Estaba temblando, pero había sido por el beso que le había dado en la mejilla, no por el repugnante hombre del vestíbulo.

No tardó en escuchar un motor y, al mirar por la ventana, vio a los dos hombres que se alejaban en un jeep.

– No te volverá a molestar -le indicó Raúl entrando y tirando a la basura la mascarilla y el gorro de quirófano.

– ¿Qué le pasa a su ayudante?

– Richter tala árboles para una maderera que hay a unos veinte kilómetros de aquí. Ha talado árboles que estaban en tierra de los indios y que no tenía permiso para tocar, así que ellos se han defendido como han podido. Su ayudante ha recibido un dardo envenenado en el pecho.

– ¿ Y es mortal?

– Sí. Le he quitado el dardo, pero está paralizado y no respira bien. Supongo que está noche entrará en coma y morirá -contestó mirándola-Estás guapísima. No me extraña que Richter perdiera los papeles.

Si Raúl hubiera estado enamorado de ella, aquel cumplido habría significado mucho para Heather.

– Gracias -contestó evitando mirarlo-Como había una pequeña celebración en tu honor, decidí arreglarme un poco. Por cierto, ¿dónde puedo echar estas cartas?

– Déjalas en mi mesa. Nos están esperando -le dijo abriéndole la puerta.

Heather tomó aire y salió al pasillo. Él le puso la mano en la cintura. Así parecería que estaban en una verdadera luna de miel, pero Heather sabía que aquellas muestras de afecto formaban parte de su papel.

En cuanto entraron en el comedor, los que los estaban esperando comenzaron a aplaudir. Estaban Marcos, Elana y otras cuatro personas a las que Heather no conocía. Habían dispuesto una mesa con comida, champán y una tarta.

– Enhorabuena -los saludó Marcos con una gran sonrisa. Bienvenida a nuestra familia. No sabéis lo contentos que estamos por vosotros y por el pequeño que está en camino, Heather. Todo el poblado está deseando que nazca.

– Sí porque aquí nacen muchos niños, pero este es el primero del doctor -sonrió Elana-. Eso lo convierte en una ocasión especial. Prepárate para ser el centro de atención del poblado.

A Heather, aquel momento se le hizo un tanto agridulce porque había mal interpretado la relación que había entre Raúl y Elana y, para colmo, su matrimonio no pasaba por un buen momento.

– Gracias por tomaros todas estas molestias -Dijo. Sois muy amables.

Raúl también les dio las gracias y le presentó al resto del personal. Cuando se sentaron, le sirvió zumo de fruta.

– Lo siento, querida, pero tú no podrás tomar champán hasta pasados unos meses tras el parto.

Todos rieron.

– ¿ Vas a atenderla tú en el parto? -preguntó E1ana.

– Por supuesto -contestó él dando un beso a Heather en la mejilla-Todavía queda mucho. No te preocupes.

– No estoy preocupada -contestó Heather preguntándose por qué se veía obligado a decir nada.

Si supiera que la quería, tal vez aquel comportamiento proteccionista no la agobiara, pero no puedo evitar pensar que no era una niña sino una futura madre y que no le apetecía hablar de su embarazo con todo Zocheet1, ni siquiera con ellos, que eran médicos.

– La cena está deliciosa, Eduardo -le dijo al cocinero-. ¿Has marinado los filetes?

– Sí, es una receta secreta. Quería preparar algo especial para usted.

– Pues has triunfado. Ojala algún día me des esa receta secreta.

– ¿Le gusta cocinar? -preguntó el hombre encantado.

– Me encanta. Incluso llegué a plantearme estudiar en una escuela de cocina francesa para ser chef.

Raúl le agarró la mano.

– Por suerte para el mundo, acabó siendo pianista. No sabéis como toca. Algún día, os dará un concierto y, entonces, sabréis de lo que os estoy hablando.

«Solo le interesa mi profesión». Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retirar la mano.

– Ahora voy a ser madre -dijo intentando no hablar de música. Sin embargo, Raúl se pasó buena parte de la cena hablando del tema, contándoles lo del premio Bacchauer y su gira por Europa.

Sintió gran alivio cuando un enfermero entró corriendo para avisar que había una urgencia.

Raúl y Marcos se disculparon y se levantaron de la mesa. Todos hicieron lo propio, excepto Elana.

– Elana, ¿la cabaña de invitados se suele utilizar? -le preguntó Heather aprovechando que se habían quedado a solas.

– No, suele estar vacía. ¿Por qué?

– Porque me gustaría darle una sorpresa a Raúl-contestó. Sí, iba a ser una gran sorpresa aunque no sabía si le iba a gustar-¿La podría utilizar? -Claro.

– Cuánto me alegro. Voy a necesitar aproximadamente una semana. ¿Me ayudarás a que nadie, ni Raúl, se acerquen por allí?

Elana sonrió.

– Cuenta conmigo.

– Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí, sobre todo después del accidente.

– La verdad es que creía que no me ibas a caer bien, pero me he dado cuenta de que no hay motivos para que sea así.

– Para ser sincera, me alegro de que estés aquí. Siempre se agradece poder hablar con otra mujer. -Mientras Raúl se ocupa de la urgencia, vamos a su consulta a buscar la llave de la cabaña de invitados -dijo Elana levantándose.

Encantada de la cooperación de Elana, Heather la siguió y en pocos minutos tenía la llave en sus manos.

– Si no necesitas nada más, me voy a ir a dormir.

– Me voy contigo -dijo Heather.

– No sé si tu marido creerá que lo estás esperando en el comedor.

– Mi padre es tocólogo, como tú.

– ¿De verdad?

– Sí, y hace tiempo que aprendí a no esperarlo.

– Muy inteligente por tu parte.

«No te creas. Si fuera inteligente, no me habría liado nunca con Raúl».

– Buenas noches, Elana. Gracias por todo.

– De nada. Una cosa. Te hablo como tu ginecóloga. Procura beber mucha agua y no dudes en preguntarme cualquier cosa.

– De acuerdo. Buenas noches.

Se separaron y Heather llegó a su cabaña sin necesidad de linterna al estar las luces del hospital encendidas.

Una vez dentro, se puso el camisón, se lavó los dientes, apagó las luces y se metió en la cama.

No sabía lo que iba a tardar Raúl en llegar. Era inútil rezar para estar dormida cuando llegara el momento. Era la primera noche que pasaban como marido y mujer en Zochteel y estaba demasiado nerviosa para relajarse.

Pasó cerca de una hora hasta que oyó ruidos en la puerta.

– ¿Heather? -dijo él en voz baja.

– ¿Sí? -contestó ella intentando sonar somnolienta.

– Siento haber tardado tanto -dijo él poniéndose el pijama.

– No pasa nada. Estoy acostumbrada a vivir según los horarios de mi padre.

– Habría terminado antes, pero el hombre del dardo envenenado ha muerto.

– Por mucho que tú quisieras salvarlo, hay cosas, como dice mi padre, que solo están en manos de Dios.

– Tienes razón -dijo Raúl tras un largo silencio-, pero hay algo que puedo hacer para que esto no se repita. Mañana me vaya Formosa. El cadáver de este hombre es lo que necesito para demostrar que Richter está talando árboles en tierras en las que no puede entrar. Puede que esté varios días fuera hasta que logre hablar con las autoridades.

Aquello fue un gran alivio para Heather. Podría trabajar tranquilamente en la cabaña de invitados.

– Me alegro de que luches por la tribu -le dijo con voz temblorosa.

– Tú no te preocupes. Ya he hablado con Marcos y con Elana.

– No me va a pasar nada -contestó ella agobiada.

– ¿Qué vas a hacer mientras yo esté fuera?

– Voy a preparar tu regalo de bodas.

– Heather…

– No te preocupes -lo interrumpió intentando no sonar demasiado irritada- No vaya hacer nada que ponga en peligro al bebé. Que no se te olvide echar mis cartas al correo, ¿de acuerdo?

– Ya lo he hecho -contestó Raúl-. ¿Quieres que te traiga algo de la ciudad?

– No, gracias. Tengo todo lo que necesito -contestó ella. «Menos tu amor».

En ese momento, Raúl se acercó a ella y le puso la mano en la tripa.

– Ya se te nota un poco -murmuró,

– Dentro de poco, pareceré un bulbo de yuca.

Lo siento, pero estoy muy cansada. La tensión se apoderó del ambiente. Heather sintió que la mano de Raúl se tensaba sobre su tripa y acabó retirándola para darse la vuelta.

Bien. Lo había pillado a la primera.

Sin embargo, media hora después, tras escuchar atentamente su respiración y darse cuenta de que estaba dormido, experimentó una gran angustia.

Era su noche de bodas.

Si estuviera realmente enamorado de ella, habría encontrado la forma de convencerla.

Y ella que creía que sabía lo que era sufrir…

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