Capítulo Cuatro

Heather contó cinco cabañas incluyendo la de Marcos. Habían sido construidas bajo los árboles, en busca de algo de sombra, y rodeaban el hospital, que era un cuadrado perfecto situado en un claro.

Siguió a Raúl hasta una cabaña situada detrás del hospital. De repente, se dio cuenta de que algo no iba bien. Al entrar en la cabaña, se dio cuenta de que no había nada de Raúl dentro; no era su cabaña sino la de invitados.

Raúl dejó sus cosas en una de las dos camas gemelas.

– Evan durmió aquí la última vez que nos visitó y le pareció que se adecuaba a sus necesidades.

El desinterés que había mostrado por su presencia la estaba desgarrando.

– Tienes armario y el baño es esa puerta -añadió como si fuera el botones de un hotel en lugar del hombre cuya pasión la había catapultado a otros mundos hacía tres meses. Aquel hombre no existía.

– Cuando te duches, no bebas agua. Es de un arroyo cercano, así que no te laves con ella tampoco. Tienes agua embotellada en el armario. Utilízala. No se te ocurra ponerte perfume porque los insectos irían directos por ti. Seguro que les encantaría morder esa deliciosa piel que tienes.

Aunque estaba intentando asustarla, Heather se dio cuenta de que no era tan inmune a su presencia como quería hacerla creer. Dadas las circunstancias, eran buenas noticias.

– Cuando te hayas instalado, ven al hospital.

Tenemos comedor y cocina y podrás comer allí.

– ¿Adónde vas? -gritó al ver que se iba.

– Soy médico, ¿recuerdas? -contestó él parándose-. Elana lleva trabajando desde las seis de la mañana. La tendría que haber relevado hace una hora.

– ¿Elana? -preguntó Heather. Por los Dorney sabía que había más médicos allí, pero no sabía que ninguno fuera una mujer.

– Sí, la ginecóloga.

¿Cuántos años tendría?

– ¿Es la mujer de Marcos?

Raúl torció los labios como si siguiera enfadado con el doctor Ruiz.

– No. En realidad, ambos están divorciados.

Voy a poner en marcha el generador para que estés más fresca -dijo.

Y se fue.

A los pocos segundos, Heather oyó un ruido y comprobó que el aire acondicionado estaba encendido. Corrió a la ventana y lo vio alejarse en dirección al hospital llevándose su corazón con él.

No se podía creer que no la hubiera recibido estrechándola entre sus brazos. ¿Cómo podía irse como si tal cosa cuando ella, con solo recordar su noche de pasión, se derretía?

Cuando, por fin, se habían quedado a solas, el encantamiento había sido total. Habían llevado comida, pero casi todo el tiempo no habían tenido ojos más que el uno para el otro.

Cuando el sol se estaba poniendo, pusieron música y bailaron alrededor de la piscina, en la que también se bañaron, hasta bien entrada la noche. Entonces, comenzaron a hacer el amor y no pararon durante horas.

Hablaron de lo que hablan las parejas. Heather perdió la noción de la realidad. Solo importaba amar y ser amada.

Cuando, a la mañana siguiente, una doncella llamó a su puerta para decirles que habían excedido el tiempo de permanencia en la habitación, Heather se dio cuenta de que él tenía tan pocas ganas de que aquello terminara como ella. De regreso a la ciudad, creyó morir al pensar que no lo iba a volver a ver.

Aquel dolor la había llevado a Argentina. Tenía tanto amor que darle. Si le permitiera quedarse el tiempo necesario para demostrarle lo que significaba para ella, seguro que no la dejaría marchar.

Rota por el dolor, fue hacia la cama para sacar los artículos de baño de la maleta. Decidió ducharse y dar una vuelta. Estaba dispuesta a aprender todo lo que pudiera de su mundo.

Se puso Unos vaqueros limpios y una camisa de algodón de manga corta y se hizo una coleta con el pelo mojado.

Como no sabía qué tipo de animales habría por allí y había visto que Raúl llevaba botas, decidió ponerse calcetines y zapatillas de deporte.

Se dio cuenta de que tenía hambre. Tal vez, comer algo la ayudara a quitarse de encima el letargo. Se dirigió al hospital y decidió dejar para más tarde lo de dar una vuelta por el poblado.

Al abrir la puerta, se encontró en una pequeña sala de espera.

– Buenas tardes, señorita Sanders. Soy Juan, el enfermero de guardia -la saludó un hombre detrás de un mostrador-El doctor Cárdenas me ha pedido que le dijera dónde ir. Acompáñeme, por favor.

Heather lo siguió por una puerta que había a sus espaldas y por un pasillo a cuyos lados también había puertas. Consultas, un quirófano, una sala de recuperación para pacientes convalecientes, lavandería, servicios, cocina y comedor.

Heather se sorprendió de lo bien equipados que estaban. Seguro que era cosa de Raúl.

Ella solo quería que le concedieran el honor de vivir con aquel hombre tan excepcional, que la dejara envejecer con él. Lo supo la noche que lo conoció y el tiempo transcurrido desde entonces no había hecho sino reafirmarla en su decisión.

Raúl no estaba allí, pero había una mujer también con bata blanca.

– Doctora Avilar, le presento a la señorita Sanders, una amiga del doctor Cárdenas -las presentó Juan yéndose a continuación.

Con solo mirar a aquella belleza morena, Heather sintió que se le caía el alma a los pies.

«¿Serán pareja?».

No se lo podía preguntar a él, pero la curiosidad la estaba devorando.

La doctora se levantó.

– ¿Qué tal, señorita Sanders?

– Hola -murmuró Heather dándose cuenta de lo bien que hablaban todos inglés-Ra… el doctor Cárdenas me ha dicho que es usted ginecóloga. Encantada de conocerla -añadió estrechándole la mano.

– Siéntese. Le diré a Chico que nos traiga otro plato para usted. Aquí comemos lo que haya preparado el cocinero, no hay opción, pero puede elegir café, té, zumo o agua mineral para beber.

– Zumo de fruta.

– Ahora vuelvo -dijo desapareciendo tras una puerta de dos alas. Heather se preguntó si no habría sido un gran error ir a Zocheetl.

El hecho de que Elana y Raúl fueran pareja explicaría el enfado de él al verla allí sin esperárselo.

¿ Y sin quererlo?

Raúl le había dicho que no se volverían a ver.

Se lo había dejado muy claro cuando la había dejado en la residencia. ¿Habría sido por Elana? ¿Sería por la encantadora doctora por lo que Raúl no había corrido a sus brazos en cuanto se habían quedado a solas en la cabaña de Marcos?

Elana volvió con un plato de comida y un zumo de fruta. Heather le dio las gracias y agarró un tenedor y una servilleta del centro de la mesa.

La cena, que consistía en arroz con tiras de pollo y frijoles, estaba buenísima, pero no se pudo terminar el plato.

Para empeorar las cosas, se había hecho el más absoluto silencio. Heather no creía que la doctora estuviera siendo maleducada con ella, sino que ella se sentía como una intrusa. Si Raúl había decidido quitarle todo tipo de ilusión dejándola a solas con Elana, lo había conseguido.

Incómoda, paseó la vista por la habitación. Elana ya había terminado de comer.

– ¿No le gusta?

– Sí, sí me gusta. Está muy bueno, pero las pastillas para la malaria que he estado tomando me han quitado el apetito. El médico de Viena me dijo que era normal tener náuseas.

– Si no se le pasan, coménteselo a Raúl.

– No es grave. Prefiero no decirle nada.

La doctora Avilar la miró antes de levantarse de la mesa con el plato y la taza vacíos en la mano.

– Si me perdona, la cama me está esperando.

Supongo que nos veremos mañana. Deje ahí el plato. Chico se encargará. Buenas noches, señorita Sanders.

– Buenas noches.

La doctora se había portado correctamente con ella, pero Heather no se había sentido más fuera de lugar en su vida. Se alegró de que la otra mujer se hubiera ido.

Estaba segura de que la doctora Avilar era la compañera de lecho de Raúl.

¿Por eso el doctor Ruiz la había metido en su cabaña? ¿Para evitar situaciones embarazosas? Aquello tenía sentido. También lo tenía que Elana se hubiera ido en cuanto había podido. Seguramente, estaría hablando en aquellos momentos con Raúl sobre aquella situación tan desagradable para todos.

Heather se odió a sí misma por aparecer allí sin avisar y arruinar la vida de Raúl y la de sus seres queridos.

Ahora se explicaba que la hubiera llevado a la cabaña de invitados.

En Salt Lake había sentido un deseo por ella que se había visto satisfecho en una noche de pasión, pero, al volver, Elana lo estaba esperando.

Heather dejó caer la cabeza entre las manos y se dio cuenta de que no debería haber ido allí. Era obvio que aquella noche no había significado lo mismo para Raúl que para ella.

Dios. Solo una chiquilla enamorada lo hubiera seguido hasta allí sin que él le hubiera dado la más mínima señal de que quería que lo hiciera.

Eso era lo que era. Una idiota inmadura y mimada que le había rogado que le hiciera el amor sin pensar en las consecuencias y que se había negado a asimilar el significado de la palabra «no».

Salió del comedor hacia su cabaña, donde podría dar rienda suelta a sus emociones. Por suerte, no se encontró con nadie en el camino y, al llegar, cerró con llave.

Se alegró de no haber deshecho el equipaje.

Así podría irse a primera hora. Se metió en la cama y se quedó mirando el techo. Oía a los pájaros y a los insectos. Algunos se estrellaban contra las ventanas y sanaba. Se estremeció.

Oyó otro ruido. Supuso que era otro insecto, pero se dio cuenta de que estaban llamando a la puerta.

– ¿Heather?

Al oír la voz de Raúl, se incorporó.

– ¿Sí?

– Tenernos que hablar.

Eso era lo que había anhelado oír antes, pero había cambiado de opinión. No quería humillarse más ante él.

– Lo siento, pero estoy muy cansada. Avísame por la mañana cuando esté aquí la avioneta.

– Abre la puerta -Ordenó enfadado.

– No, Raúl. He venido a ver el lugar en el que vivías, pero me iré mañana y podrás olvidarte de que he estado aquí. Nunca volveré, puedes creerme.

Cuando se disponía a recostarse de nuevo, oyó un clic y la puerta se abrió.

– ¿Para qué tenéis cerraduras si no las respetáis?

– ¿Por qué no te has terminado la cena?

– De verdad te crees que soy una niña pequeña, ¿verdad?

– Te diría lo mismo si tuvieras noventa y nueve años. La selva altera a todo el mundo al llegar. Es obvio que estás deshidratada. Te he traído zumo y quiero que te lo bebas. De lo contrario, pasarás a engrosar la lista de mis pacientes.

Encendió la luz y apartó la mosquitera.

Menos mal que llevaba un camisón y que no estaba en ropa interior.

Temerosa de mirarlo, se tapó con la colcha y agarró el vaso.

– Siento que te preocuparas por mí. Te prometo que me lo beberé.

Raúl no se movió del sitio.

Como quería que se fuera cuanto antes, se lo bebió de un trago.

– Ya está -dijo devolviéndole el vaso y mirándolo.

Él también la estaba mirando, pero no sabía con qué intención. Estaba tan viril y guapo.

Se había duchado y afeitado. Sin poder evitarlo, se vio transportada a aquella noche que habían compartido.

– Gracias -dijo apartando la mirada-. Estoy bien. Por favor, apaga la luz y vete -añadió con voz incierta.

Raúl siguió sin moverse.

– Como ya habrás visto, el clima aquí es insoportable y no se puede hacer nada. No es fácil vivir aquí.

No tenía sentido decirle que, estando con él, no le importaba.

Él estaba con Elana y la quería a ella lejos. Así sería.

– Es un sitio horrible, tienes razón. Si no te importa, estoy cansada -contestó echándose de espaldas a él y rezando para que se fuera.

Apagó la luz y respiró con dificultad.

– Marcos me está cubriendo, así que me quedaré contigo hasta que te duermas. Las noches aquí son un poco malas al principio.

– Haz lo que te dé la gana, Raúl. Buenas noches-dijo ella con lágrimas en los ojos.

Al poco rato, lo oyó abrir y cerrar la puerta con llave.

«Eso. Enciérrame en una torre de marfil donde nadie me vea».

Agarró la almohada y la abrazó.

Decidió que no iba a volver a Europa. Iba a ir a Salt Lake a hablar con su padre.

Apenas pegó ojo aquella noche y, en cuanto amaneció, se levantó y se duchó.

Se vistió, hizo la cama y salió con su equipaje.

Una vez fuera, vio a unos chiquillos corriendo y hablando en una lengua que ella no conocía. Supuso que sería guaraní, por lo que había leído sobre la región. Había albergado la esperanza de aprender más cosas con Raúl.

Oyó un ruido y vio la avioneta que la iba a devolver a su mundo, un mundo en el que no estaba Raúl.

Miró a su alrededor de nuevo, fijándose en la extraña belleza de aquel lugar, y le pareció que se le encogía el alma.

Agarró la maleta y fue hacia el aparato sin pasar por el hospital. Al acercarse a la avioneta, vio a dos hombres descargando material. Cuando vio a Raúl saliendo de la cabaña situada junto a la de Marcos temió que se le parara el corazón. Iba hacia ella.

Siempre lo recordaría yendo a buen paso hacia ella con el sol del amanecer en su pelo negro.

Le sonrió y vio que parecía que él tampoco había dormido. Claro que Elana y él habrían estado reconciliándose.

– Lista para irme.

– Ya veo.

– Me he tomado una botella de agua con las pastillas de la malaria. Ya tomaré algo en Formosa -dijo pasando a su lado hacia la avioneta.

Raúl la agarró del brazo que le hizo sentir una descarga eléctrica en todo el cuerpo.

– Tienes que comer algo, Heather.

Se soltó con furia y lo miró con cara de pocos amigos.

– ¿ Quién te obliga a ti a comer cuando no tienes hambre?

La palabrota que dijo la llenó de satisfacción y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– No te preocupes, Raúl, en breve la apestosa estadounidense que se había enamorado de ti será historia.

Salió corriendo y se subió al aparato ante la mirada atónita del piloto. Se sentó y se abrochó el cinturón. Oyó pisadas y el piloto pasó a su lado seguido por Raúl, que se paró a su lado.

– He metido tu maleta a bordo.

– Gracias.

– Le he dado instrucciones a Pablo para que te lleve al aeropuerto y cuide de ti. -Muy amable por tu parte.

– ¡Heather, mírame! -gimió.

Ella levantó la cabeza intentando controlarse.

– Te estoy mirando.

– ¿Vuelves a Viena?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Ayer, cuando busqué en tu bolso, vi que tu billete a Argentina era solo de ida.

Ya sabía su secreto. Otra humillación que jamás superaría.

– Lo que yo haga o donde vaya a partir de ahora no es asunto tuyo. ¿Contesta eso a tu pregunta?

– Heather… -dijo angustiado.

Incapaz de seguir mirando aquellos ojos negros, Heather giró la cabeza y miró por la ventana.

– Tus pacientes te estarán esperando.

Raúl no se movió. Sentía su calor. Quería gritarle que se fuera.

– Algún día, grabarás discos y yo seré el primero en comprarlos. Cuídate -susurró yéndose.

Oyó que cerraban la puerta del aparato. El piloto encendió el motor y maniobró.

Raúl estaba en la hierba, sin expresión, y no le dijo adiós con la mano. La avioneta tomó velocidad y despegó. En ese momento, Heather dejó correr las lágrimas que había estado aguantando. Mientras la avioneta ganaba altura, creyó que se le iba a romper el corazón.

De repente, el motor se paró. Alarmada, clavó las uñas en los brazos de la butaca con la esperanza de que remontara el vuelo.

Solo oía el silencio, roto por el grito del piloto.

Sintió el estómago en la boca y vio el suelo cada vez más cerca.

Comenzó a temblar y cerró los ojos con fuerza comprendiendo que ella y el piloto se iban a matar.

Vio la cara de Raúl y gritó su nombre. Lo último que oyó fue el estruendo del metal y de los cristales antes de que todo se volviera negro.

– ¿Señorita Sanders? ¿Me oye?

Llevaba tiempo oyendo voces. Aquella la reconoció.

– ¿Elana? Ha habido un accidente…

– ¿Me reconoce? Eso es bueno.

«No, no lo es».

Heather gimió. No quería ver a la mujer que compartía la vida con Raúl. No quería ver en su vida Zocheetl de nuevo y resultaba que estaba en su hospital.

– ¿ Y el piloto? -preguntó con lágrimas en los ojos.

– Está en el quirófano. Le están quitando un trozo de metal de la frente. Juan me ha dicho que está bien, así que no se preocupe.

Heather sintió alivio al oírlo. Al intentar sentarse, descubrió que tenía el brazo izquierdo escayolado desde la muñeca al codo.

– ¿Es grave?

– No, pero el doctor Cárdenas insistió en escayolarla. No quería correr riesgos. No sabía que fuera usted pianista.

– No tiene importancia.

Elana frunció el ceño.

– Ha tenido usted suerte de sobrevivir con una fractura leve.

– El mérito ha sido del piloto -afirmó Heather-. Menos mal que está bien.

– Menos mal que los dos están bien. ¿Le duele el brazo?

– No mucho. ¿Me ayuda a sentarme, por favor? Elana le puso la mano en la frente.

– Quiero que descanse. Antes del accidente se desmayó. Tiene que dar tiempo a su cuerpo para que se reponga. No tardará mucho en poder levantarse.

En ese momento, apareció Juan.

– Señorita Sanders… el doctor Cárdenas está a punto de terminar de operar. Se va a alegrar mucho al saber que ha recobrado usted el conocimiento.

– Juan, yo informaré al doctor Cárdenas. Quédate con la paciente y asegúrate de que se tome el caldo.

– Muy bien.

– Ahora vuelvo.

Juan le pasó un cuenco con una pajita.

– Por favor, señorita, bébaselo. No quiero volver a ver al doctor Cárdenas como cuando la sacó inconsciente del amasijo de hierros.

Claro, si le hubiera pasado algo grave, tendría que haber llamado a su padre y haberle explicado qué hacía en Zocheetl.

Aquello sería peor que decirle que abandonaba la carrera de pianista.

Bajo la atenta mirada de Juan, Heather se tomó el caldo.

– Bueno, me encuentro estupendamente, así que me vuelvo a la cabaña de invitados -dijo poniendo los pies en el suelo.

Juan la miró preocupado.

– No creo que al doctor Cárdenas le parezca una buena idea.

– Juan, estoy bien, así que ayúdame.

No le dejó otra opción. Salieron del hospital sin que nadie los viera y Juan la dejó en la cabaña después de hacerle prometer que descansaría.

Se dio una ducha no sin dificultades por culpa de la escayola y, como sabia que Raúl aparecería por allí tarde o temprano, dejó la puerta abierta.

Estaba en camisón cepillándose el pelo cuando llegó. Entró sin llamar y la asustó. Se apoyó en la puerta.

– Podemos darle gracias a Dios de que estés viva-dijo.

– Yo ya lo he hecho -contestó ella-Juan me ha dicho que me rescataste. Gracias.

– Es obvio que tus encantos funcionan con mi enfermero como con todos los hombres que te rodean. Sabía que no debía haberte dejado salir del hospital sin que yo te viera.

Todo lo que hacía lo enfadaba. Pobre Juan.

– No te enfades con él. Me hizo comer y beber y fui yo la que lo obligué a acompañarme aquí. ¿Qué tal está el piloto?

– Bien. ¿Qué haces que no estás en la cama? Te podías haber matado o no haber podido volver a tocar. Métete en la cama hasta que te diga que te puedes levantar.

Heather estaba sudando ante su mirada. La estaba mirando con más insistencia que cuando habían hecho el amor.

Se metió en la cama y, cuando fue a taparse, él se lo impidió.

– Tengo que examinarte.

– Pero sí la doctora Avilar ya lo ha hecho.

– Sí, pero hay una prueba que ha dado positivo.

– ¿Cuál? -preguntó asustada. Hada tres meses que se había hecho el último chequeo, en Viena, y el médico le había dicho que todo estaba bien.

– ¿Cuándo has tenido el período por última vez?

Heather parpadeó.

– No lo sé. Hace unos meses. Siempre que viajo, dejo de tenerlo durante un tiempo. Mi padre siempre me ha dicho que les pasa a algunas mujeres por el cambio de clima, así que nunca le he dado importancia.

Raúl se sentó en el borde de la cama y le puso la mano en la tripa. No era la caricia de un amante sino de un médico. Le apretó y no le dolió, pero estaba duro.

– ¿Qué pasa? Estás muy serio. Raúl le tomó el pulso.

– ¿Cómo se te ha ocurrido volar hasta Argentina sabiendo que estabas embarazada?

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