Capítulo Uno

Cariño, no sabes lo orgulloso que me siento de tus logros… Pensar que tengo una hija que es concertista de plano. Era el sueño de tu madre…

Sin querer, Heather Sanders suspiró y ladeó la cabeza.

– ¿Quieres otra taza de café?

– No, gracias. Te he hecho esperar un buen rato esta mañana y has estado pendiente de mí en todo momento, aunque tendría que haber sido al revés.

– Preferiría quedarme en casa contigo.

– Eso lo dices para hacerme sentir bien.

– No, papá. Es cierto. Por favor, no te vayas todavía.

«Necesito hablar contigo. Tengo que hablar contigo».

– Lo siento, cielo, pero cuanto antes vaya al hospital antes saldré y tendré tiempo para estar contigo. Seguro que tu madre te estará escuchando tocar esta noche -susurró.

– Seguro. Intentaré hacerle justicia a Tchaikovsky.

Su padre le apretó la mano antes de soltársela.

– Lo harás estupendamente, como siempre. Te pareces tanto a ella, preciosa.

– Gracias, papá -contestó Heather terminándose el zumo de naranja.

– Ya tengo los billetes para ir a todos los conciertos de tu gira. Solo podré quedarme un par de días cada vez, pero merecerá la pena. Lyle Curtis se ha ofrecido para pasar mi consulta esos días.

– ¡Cuánto me alegro! -Gritó ella levantándose y lanzándole los brazos al cuello-. Te quiero mucho.

El doctor John Sanders era el tocólogo preferido de todo el mundo. Trabaja mucho y se había enterrado literalmente en su consulta desde que su mujer había muerto. El hecho de que dejara tanto tiempo a sus pacientes para estar con ella era como un milagro.

Aunque le hada mucha ilusión que su padre estuviera con ella, ser concertista de piano nunca le había convencido del todo. Le encantaba tocar el piano, pero pensar que debía dedicarse en cuerpo y alma a ello no le resultaba convincente. Cuanto antes se lo dijera a su padre, mejor.

– ¿Qué vas a hacer hoy, además de ensayar? -le preguntó su padre tras darle un abrazo.

– Tengo que hacer las maletas si mañana me quiero ir a Nueva York. Phyllis me ha dicho que ella me llevará al auditorio antes del concierto para que pueda practicar un poco.

– ¡Estupendo! Cuando termine de pasar consulta, me iré a casa a cambiarme y te veré entre bastidores antes del concierto.

– Me parece fenomenal -sonrió Heather-, pero no pasa nada si tienes trabajo y sales tarde. Recuerda que no toco hasta después del intermedio?

– ¿Crees que me perdería la entrada de mi hija en el mundo de Rubenstein y Ashkenazy? -le dijo con voz solemne poniéndole una mano en el hombro.

– Papá… -sacudió la cabeza-. Ellos son maestros. Muy pocos pueden seguir sus pasos.

– Tú lo conseguirás, hija. Tu madre y yo Siempre soñamos con esto.

La besó en la frente antes de salir del comedor. Heather se quedó un buen rato sin poderse mover de la silla, agarrotada por el conflicto interno, oyendo el coche de su padre que se alejaba hacia el hospital.

El doctor Raúl Cárdenas miró por la ventanilla del avión mientras descendían al aeropuerto internacional de Salt Lake. Aunque estaban a mediados de junio, todavía había nieve en las cimas de las Montañas Rocosas. Aquello le recordó a los Andes, lo que debería haberlo emocionado.

Sin embargo, desgraciadamente nada conseguía últimamente sacarlo de su tristeza. Ni siquiera volver a ver a Evan y Phyllis.

Tenía asuntos importantes entre manos y era imprescindible que hablara con Evan. El doctor Dorney, reputado cirujano cardiovascular, había sido su maestro en su último año de residencia en el hospital universitario de Salt Lake.

Se habían hecho buenos amigos. Raúl sabía que Evan hubiera querido que se quedara en Salt Lake como socio de su clínica.

Aunque la propuesta lo había emocionado Raúl sintió la llamada de sus raíces. No podía darle la espalda a su país, donde se necesitaban desesperadamente médicos. Tampoco podía olvidarse de sus tíos, ya mayores, que lo habían criado desde los nueve años. Ellos habían querido que siguiera el camino de su tío y fuera abogado.

Al final, Raúl decidió ser médico y ejercer en el Gran Chaco de Argentina porque creía que era allí donde sería realmente útil. Dio al traste con los sueños de su tío y con las esperanzas de Evan.

Nunca se había arrepentido de su decisión aunque echaba mucho de menos a su mentor y a su excepcional mujer, Phyllis. De hecho, habían mantenido la amistad a través del teléfono y del correo.

En aquellos años, los Dorney habían ido cuatro veces a Buenos Aires. Habían estado los tres de vacaciones en los Andes y en la Patagonia. Ahora era él quien, por fin, iba a visitarlos.

Lo alarmó el hecho de que el inminente encuentro no lo alegrara tanto como debiera. Sintió cierto alivio cuando el avión aterrizó y lo liberó por un rato de su angustia interna.

Se desabrochó el cinturón y se puso la chaqueta antes de salir al pasillo. La zona de primera clase se vació pronto. Se paró en la puerta de la sala de espera y miro a los allí congregados. Entonces, vio aquellos inteligentes ojos color ámbar.

Aunque tenía el pelo más canoso, Evan no había cambiado. Seguía siendo un hombre apuesto y de sonrisa sincera. Se abrazaron.

– Evan -murmuró Raúl sintiendo una repentina oleada de emoción cuando lo embargaron los recuerdos. Aquel hombre tenía todo el calor que a su tío le faltaba, a pesar de que el hombre había intentado hacerlo lo mejor posible desde que se había ocupado de él tras la muerte de sus padres.

– No te puedes imaginar la alegría que me dio cuando me dijiste que venías -Dijo su maestro con sinceridad.

– ¿Aunque haya venido para pedirte un gran favor?

– No me importan las razones. ¡Lo importante es que estás aquí! -gritó-. Es lo único que importa.

– Exacto -confirmó su mujer extendiendo los brazos para abrazarlo. -Phyllis, qué guapa estás.

La pelirroja se enjugó las lágrimas.

– Estoy más vieja, soy consciente de ello, pero tú… ¡estás guapísimo! No me puedo creer que no te hayas casado.

– No me he casado porque no he encontrado a nadie como tú.

– ¿Con todas esas bellezas suramericanas?

Raúl había salido con muchas mujeres, pero nunca había sentido algo tan fuerte como para pedir a ninguna de ellas en matrimonio, para desconsuelo de sus tíos. Vivir en una ciudad como Buenos Aires era una cosa y sobrevivir en un minúsculo poblado como Zocheetl era otra…

– Bueno, ya sabes que para que eso ocurra tengo que sentir como si la Tierra se estuviera estremeciendo, y todavía no ha sucedido.

Aunque estaba más ocupado que nunca había un vacío en su alma que nada podía llenar. Tenía la esperanza de que un tiempo con los Dorney lo ayudara a curarse.

– Porque vives muy solo. Si te quedaras aquí, en Salt Lake…

– Phyllis-advirtió su marido-. Déjalo en paz. Acaba de llegar después de un viaje agotador. Vamos a por las maletas y a casa.

– Cuánto me apetece estar allí.

En menos de una hora llegaron a la elegante y tradicional casa de dos plantas que había sido su hogar lejos de su país natal. Le habían preparado su habitación de entonces.

Se refrescó un poco en el baño y bajó al salón con ellos. Para su sorpresa, Phyllis se había puesto un vestido de noche azul.

– Estás guapísima. ¿Adónde vas tan arreglada?

– Al auditorio. Sabes quiénes son los Sanders, ¿verdad?

– Claro, vuestros mejores amigos. Ella murió de cáncer hace un par de años, ¿no? Tienen una hija.

– Exacto. La semana pasada, Heather ganó un premio internacional de piano llamado Gina Bacchauer. Esta noche va a interpretar la sinfonía con la que ganó acompañada por la orquesta de Utah.

Le prometí que la llevaría al auditorio y me quedaría con ella hasta que empiece el concierto. No me iría contigo recién llegado si no fuera porque Heather es mi ahijada y me necesita. Además, sé que Evan se muere por hablar contigo a solas.

– Conozco el premio Bacchauer -contestó Raúl-. Si es tan buena, me gustaría ir al concierto.

Evan sonrió.

– Muy noble por tu parte, pero, si te vas a quedar solo tres días, no quiero que te sientas obligado a nada.

Raúl sabía que aquel acontecimiento tema que ser muy importante para los dos.

– Lo digo en serio. Me encantaría ir al concierto. Sabéis que para mí la música es tan importante como respirar -afirmó dando las gracias mentalmente a sus tíos por haberlo educado rodeado de música y libros-. De hecho, es el mejor plan que se me ocurre para pasar una tarde.

Lo dijo con tanta sinceridad que su voz sonó de lo más convincente. Vio felicidad reflejada en los rostros de la pareja.

Una vez tomada la decisión, todos se pusieron manos a la obra. Phyllis les dejó pollo frito y ensalada de patatas en la mesa y se fue a casa de los Sanders.

Durante la cena, Evan lo instó a que le contara qué era aquello tan importante que lo había hecho salir de su amado poblado.

– Hay un niño indio de siete años que tiene una dolencia cardiaca muy extraña. Está demasiado grave como para moverlo, así que me he traído las radiografías. He llevado a cabo unas cuantas intervenciones de corazón porque no había nadie más, pero no me atrevo con algo tan complejo. Lo entenderás cuando veas las placas. Sus padres no tienen dinero y he pensado que…

– No hace falta que digas más -sonrió Evan-. Yo lo operaré. Dame tres semanas para dejar todo arreglado aquí.

Raúl lo miró con los ojos muy abiertos.

– No sabes cuánto te lo agradezco. Yo te pagaré la operación.

– ¡No digas tonterías! ¿Qué sería de nosotros si no fuéramos capaces de ayudar a los que no tienen medios? Lo haré y tú me ayudarás. Seguro que Phyllis querrá venir también. Queríamos ver dónde vivías, así que será la oportunidad perfecta.

– Haré que os preparen una cabaña. Tendréis que vacunaros.

Evan asintió.

– Será como en los viejos tiempos, volver a operar contigo. Quiero que sepas que nunca he tenido a un residente tan brillante como tú.

Raúl carraspeó y se levantó de la mesa.

– Será mejor que me vaya a duchar, si queremos llegar al concierto.

– Ve. Yo voy a recoger esto y luego me cambio. Bájame las radiografías. Después del concierto, podemos parar un momento en la consulta y mirarlas.

Raúl le dio una palmada en la espalda.

– Que Dios te bendiga, Evan.

Media hora después estaban vestidos de gala yendo hacia el auditorio en el coche de Evan. Una vez allí, un ujier les dio el programa y los acomodó en sus butacas.

– ¿ Y Phyllis?

– Supongo que se quedará entre bastidores con Heather hasta que llegue John.

Raúl abrió el programa y vio que los pianistas que habían obtenido el segundo y tercer premio iban a tocar en primer lugar, antes del intermedio.

Pronto las luces se apagaron y Raúl se sentó cómodamente dispuesto a disfrutar de la ejecución del intérprete israelí. Tocó maravillosamente a Beethoven y deleitó al público con una selección de George Gershwin. A continuación, le llegó el turno a la concertista rusa, que interpretó maravillosamente el Nocturno en Mi mayor de Chopin.

– Ya verás cómo toca Heather-murmuró Evan.

Raúl sonrió al ver la pasión con la que hablaba su amigo. En el intermedio, Phyllis se reunió con ellos. Mientras el matrimonio hablaba en privado, Raúl terminó de leer la biografía de cada intérprete. Justo antes de que se volvieran a apagar las luces, llegó a la última página.

Allí se encontró con la preciosa cara de Heather Sanders…

El silencio se hizo en la sala y Raúl cerró el programa. Todo el mundo estaba pendiente de la ganadora del Bacchauer… una joven vestida de negro cuya femineidad había dejado boquiabiertos a todos los presentes.

Caminó por el escenario con una gracia tal que era imposible no mirarla. Raúl miró la foto del programa, que no le hacía justicia a su aspecto nórdico. Heather se sentó al piano y comenzó su actuación con una obra poco conocida de Rachmaninoff, una de las piezas favoritas de Raúl.

Aquella composición era técnicamente difícil de ejecutar y extremadamente bonita. Raúl se alegró de que Heather hubiera elegido aquella pieza. Conocía aquella música muy bien y disfrutó enormemente.

La interpretación fue fantástica. Sintió la pasión de Heather. Lo estaba haciendo todo bien. Raúl sintió un escalofrío en la espalda. Volvió a consultar el programa.

«Madre de Dios». ¡Tenía veinticinco años y tocaba como los ángeles!

«Cuando yo terminé la residencia, ella debía de tener quince».

Evan le pasó los anteojos que Phyllis y él compartían y Raúl miró. Desde el momento en el que la había visto aparecer en escena, había sentido curiosidad por saber si era tan perfecta como él creía.

Quizá fueran las luces o el vestido largo y negro que llevaba, pero el pelo, que le caía en cascada sobre los hombros, parecía de gasa, como si brillara.

Tenía la cara hacia el teclado, así que solo la veía en parte. Tenía pómulos altos, una boca generosa y la barbilla redonda.

Siguió mirando y vio que no tenía las manos grandes porque no era una mujer alta. Sin embargo, tenía dedos fuertes y tocaba de maravilla. Cuando Phyllis le pidió los anteojos, le costó devolvérselos.

A continuación, interpretó el segundo concierto para piano de Tchaikovsky, menos conocido que el primero. Muchos pianistas lo interpretaban mal, pero ella lo hizo con tanta emoción y energía que Raúl se encontró aguantando la respiración al final de la pieza.

Tras la última nota, se hizo un silencio reverencial y el público estalló en aplausos. Raúl se puso en pie, así como Phyllis y Evan. La gente seguía aplaudiendo y comenzaron los «bravos». La ovación duró varios minutos. Aun sin tener los anteojos, percibió su sonrisa radiante.

– Dame las llaves de tu coche -le dijo Raúl a Evan en un susurro. El hombre estaba rígido de emoción-. Mientras vosotros vais a felicitarla, yo traeré el coche.

– Ven con nosotros.

– No, en otra ocasión. Tomaos vuestro tiempo.

Evan le dio las llaves.

– Gracias -le dijo con la voz tomada y siguiendo a su mujer por el pasillo.

Raúl no quería interrumpir un momento tan íntimo. Además, no quería conocer a Heather Sanders porque era todo lo que él quería en una mujer, tanto física como emocionalmente.

No necesitaba una complicación así en su vida.

Había ido a Salt Lake por necesidad, pero el lunes volvería a Suramérica. Cuanto antes, mejor.

Sin embargo, no podía negarse a sí mismo, en lo más hondo de su corazón, que algo le había sucedido durante el concierto. Aunque solo la había visto una vez, estaba sintiendo algo que debía reprimir a toda costa.

Heather oyó el busca de su padre mientras volvían a casa en el coche. Mientras hablaba desde el móvil, supo que era algún paciente en apuros. Luego, oyó a su padre indicarle a la mujer que fuera al hospital.

Ahí se iban las esperanzas de pasar con él la última noche antes de estar fuera un mes. Estaba acostumbrada a que tuviera que irse al hospital en cualquier momento, pero aquella noche lo necesitaba.

A pesar de que sabía que su interpretación había sido la mejor que había hecho nunca, se sentía mal. Quería hablar con él de su vida y de sus inquietudes, pero, al mismo tiempo, estaba nerviosa porque no sabía cómo iba a reaccionar. Lo último que quería era hacerlo sufrir.

– Cariño.

Su voz la sacó de sus pensamientos.

– Lo sé. Tienes que ver a un paciente.

– Lo siento. Espero no tardar mucho. Ya has oído a Phyllis. Dijo que pasáramos por su casa, así que te voy a dejar allí y luego te paso a buscar. No quiero que estés sola después de la maravillosa interpretación de esta noche.

Heather no sabía lo que quería.

– Menos mal que me he quedado en un lateral del escenario -continuó sin darse cuenta de su angustia-. Así he podido llorar a gusto. Soy el padre más orgulloso del planeta. Había mucha gente importante en el auditorio. Todos hablaban bien de ti. Les podría haber dicho que eres tan buena hija como pianista.

– El sentimiento es mutuo, papá. No sabes la suerte que he tenido de ser hija tuya y de mamá. Me habéis dado una vida maravillosa -dijo con voz temblorosa.

John le acarició la mano.

– Cariño… lo dices como si todo se hubiera acabado cuando no ha hecho más que comenzar. Supongo que será el cansancio lo que te hace hablar así.

Tal vez.

«Tal vez sea eso».

Necesitaba dormir y descansar.

La tensión de tocar en su ciudad natal había pasado. Probablemente, se le pasaría la ansiedad.

– ¿Heather?

– Sí, papá, tienes razón. Estoy cansada.

– Dile a Phyllis que quieres echarte un rato y poner los pies en alto.

– Eso suena divino.

Unos minutos después, entraban en casa de los Dorney. Heather se inclinó para besar a su padre.

– Date prisa.

– Cuenta con ello.

Heather salió del coche y Phyllis ya la estaba esperando con la puerta abierta.

– Vaya! -exclamó al ver que John se iba.

– Ha dicho que no tardará.

– ¿Cuántas veces habremos oído lo mismo?

Ambas mujeres se sonrieron comprendiéndose perfectamente y Phyllis cerró la puerta.

– ¿Qué quiere hacer la mejor concertista del mundo?

– ¿Te importaría mucho que me tumbara un rato? Phyllis la miró preocupada.

– No tienes ni que preguntarlo. ¿Quieres que te lleve algo?

– No, nada, pero gracias. ¿Y Evan?

– En la consulta. Tenía que mirar unas radiografías, pero volverá pronto. Ve al estudio y ponte cómoda en el sofá.

– Gracias, Phyllis, eres maravillosa conmigo.

– Eres como la hija que nunca he tenido. Soy yo la que te da las gracias.

Heather la abrazó intentando no llorar y se dirigió al estudio. Se sentía tan cómoda en casa de los Dorney como en su propia casa. Entró en la estancia llena de libros donde tantas veces había ensayado y se quitó las sandalias de tacón alto. Colocó un cojín en un extremo del sofá, se tumbó y cerró los ojos.

Siempre estaba cansada tras un concierto, pero era la confusión mental y emocional lo que la hacía sentir como si el cuerpo le pesara mil kilos.

Raúl abrió las puertas del estudio en busca del periódico y se encontró con Heather Sanders tumbada en el sofá de terciopelo verde todavía vestida con el vestido negro. El vivo retrato de la Bella Durmiente…

Se despertó y se quedó mirándolo sin decir nada. Debía de estar profundamente dormida.

Estaba a cierta distancia de ella, pero quedó fascinado por aquellos electrizantes ojos azules que 10 miraban entre unas pestañas largas y negras.

Los lagos de los Andes eran de ese azul. Raúl había acampado muchas veces a sus orillas, anonadado por la tonalidad de sus profundidades. El color de esos ojos, combinado con su aspecto rubio del norte de Europa, dejó a Raúl sin aliento.

– ¿Señorita Sanders? No sabía que estuviera aquí. Si lo llego a saber, no la habría molestado.

La vio ruborizarse mientras se sentaba y se levantaba. Tenía la marca de la mano sobre la que había recostado la cara en una de las mejillas, como una niña pequeña.

Sin embargo, las curvas que se adivinaban bajo el precioso vestido eran las de toda una mujer.

– No sabía que estaba usted aquí -dijo ella.

Phy1lis no le había dicho que el doctor Cárdenas estaba en Salt Lake. ¿Por qué?-. Mi padre me dejó aquí antes de irse al hospital y decidí tumbarme un ratito -continuó mirando el reloj-. No me puedo creer que sea casi la una.

– No me extraña que esté usted cansada después de lo de esta noche -dijo él fijándose de nuevo en la blancura dorada de su pelo. En el auditorio no había podido verla en todo su esplendor.

Se dio cuenta con cierto disgusto de que estaba merodeando en busca de algo que leer porque no había dejado de pensar en ella desde que la había visto subir al escenario.

No podía dejar de mirarla. No pensó que la estaba incomodando. Sintió un loco deseo de besarle el cuello.

Heather estaba en desventaja, pues descalza, no podía ocultar la desazón ante su escrutinio. Aquella reacción le gustó.

Durante el concierto, se veía que controlaba la situación. Raúl se alegró de haberla pillado con la guardia baja. Sonrió y le acercó sus zapatos.

– Sus zapatos, señorita Sanders. Póngaselos si así se siente menos vulnerable. Sin embargo, si quiere mi opinión, le diré que me gusta tal y como está.

Se puso roja como un tomate.

– Gracias, doctor Cárdenas -contestó agarrando las sandalias. Con mucha dignidad, se las puso.

– De nada.

Raúl volvió a sonreír al percibir que Heather se moría por atusarse el pelo y ponerse bien el vestido, esas pequeñas cosas que las mujeres hacían para sentirse mejor.

Sin embargo, no lo hizo. No le iba a dar la satisfacción. Aquella chispa de desafío lo intrigó.

– Como parece que nos conocernos aunque no nos han presentado oficialmente, ¿qué te parece si nos tuteamos, Heather? -preguntó Raúl con voz sedosa.

Ella levantó el mentón.

– Dado que llevas más de diez años sin aparecer por Salt Lake y que, probablemente, no volverás no veo por qué no.

La conversación había tomado una dirección extraña.

– ¿Son imaginaciones mías o lo ha dicho por algo personal?

Heather se sonrojó y bajó la mirada.

– Lo siento. He sido una grosera -contestó tomando aire-. Es que supongo que Evan está tan feliz de tu visita que va a sufrir mucho cuando te vayas. Cuando volvía de pasar las vacaciones contigo, lo pasaba muy mal.

Su sinceridad lo emocionó.

– Siento haber tardado tanto en venir. Supongo que mi aparente indiferencia hacia los Dorney me ha condenado. Sin embargo, te aseguro que, si no fuera porque tengo un paciente muy grave, no me iría de aquí ahora por nada del mundo.

De nuevo, no pudo evitar mirarla descaradamente.

Heather negó con la cabeza.

– No es asunto mío. Lo importante es que has venido y Evan se sentirá un hombre nuevo.

– No te entiendo -comentó él con el ceño fruncido.

– Yo tampoco sé si lo entiendo muy bien -sonrió con tristeza-, pero por razones que solo él sabe, Evan siempre ha querido que vivieras en Salt Lake, que trabajaras con él -dijo mordiéndose el labio. Aquello hizo que Raúl se fijara en aquella boca que ansiaba tanto besar-. Quería ser como un padre para ti y lo desgarró el hecho de que eligieras volver a Suramérica.

Raúl se quedó estupefacto ante su sinceridad y se frotó la nuca.

– Gracias por hacerme ver lo que me quiere. Te aseguro que yo siento lo mismo por él, pero no podía dar la espalda a mis tíos, que me han criado desde que mis padres murieron en un terremoto.

– Qué horror.

– Sí, La verdad es que lo fue. Sin embargo, me sirvió para darme cuenta de que mi país necesitaba médicos. No había suficientes para hacerse cargo de todos los heridos. Entonces, decidí ser médico para ayudar. Por eso no pude aceptar la oferta de Evan, aunque era lo que más deseaba.

Heather lo miró con una intensidad que lo sorprendió.

– No eres como yo me esperaba -le espetó sin poder evitarlo.

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