Tú sí que me has pillado por sorpresa -le contestó Raúl. Su aparición en su vida, perfectamente planeada, lo había dejado conmocionado-. Te merecías ganar el Bacchauer. Yo te habría votado ya solo por la fuerza con la que interpretas a Rachmaninoff.
– Gracias -sonrió ella.
«Dios». Su encanto lo envolvió como un manto invisible con tanta fuerza que no se lo podía quitar.
– Es una obra difícil. Mi madre fue la primera profesora que tuve. Me dijo que, cuando fuera capaz de ejecutarla bien, estaría preparada para ganarme la vida como concertista de piano.
Raúl asintió.
– Tenía razón. Un aficionado no debería tocarla. Te diré que es una de mis piezas favoritas. No sé si te ofenderá saberlo, pero cuando te vi salir al escenario no creí que fuera a oír el un genio.
– No soy un genio, pero me alegro de que te gustara el concierto. Veo que te gusta la música. ¿Tocas?
– Solo aprendí lo básico hace tiempo. Prefiero sentarme y escuchar a los expertos. Tu actuación de hoy ha sido impresionante. Podría pasarme horas oyéndote.
«Podría pasarme horas haciendo otras cosas contigo».
– Eres muy amable -le dijo con un brillo extraño en los ojos-. Yo también tengo algo que confesarte. Cuando me dijiste que estabas entre el público esta noche, supuse que fue por quedar bien con Evan y Phyllis.
– Menos mal que no lo sabes todo sobre mí todavía. Una vez me dijeron que no tenía corazón y quizá sea cierto, pero, sea lo que sea que late ahí dentro, ha reaccionado ante tu música. Dicen que la música amansa a las fieras.
– Yo no te he llamado fiera.
– Si te dijera las cosas que he pensado sobre ti desde que te visto, me lo llamarías.
– No te entiendo -dijo ella confusa.
– Es mi forma de decirte que me siento atraído por ti. Para ser sinceros, atraído es decir poco. Más bien, es mi manera de decirte que podría llevarte a un paraíso solitario y hacerte el amor durante semanas.
No se ruborizó. Más bien, al contrario. Se giró sin decir nada. Al sentir que se iba a ir, asustada ante el depredador, Raúl fue tras ella y le puso las manos sobre los hombros.
Estaba temblando.
– Te he asustado, Heather. Lo siento.
– No, no lo sientes -murmuró tras un largo silencio.
Ante su candor, Raúl tomó aire.
– Tienes razón. No lo siento -dijo. En lugar de agarrarla de la cintura y atraerla hacia sí, le quitó las manos de encima-. Aunque no me creas, nunca le había dicho esto a nadie. Ni en la primera cita ni en cualquier otro momento -añadió pasándose la mano por el pelo-. Parece que esta noche estamos siendo los dos de lo más sinceros.
Aquel comentario hizo que Heather se diera la vuelta. La expresión de sorpresa que vio en su rostro le confirmó que ella se había dado cuenta, como él, de la fuerte química que había entre ellos.
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
– Dos días. ¿Cuándo te vuelves a Nueva York?
Heather se quitó un mechón de pelo de la mejilla.
– Mañana al mediodía.
– No lo podríamos tener peor.
Se miraron a los ojos. Heather no hizo amago de hacer como que no lo había entendido.
– ¿ Vuelves a Argentina?
– Sí.
– ¿A la selva?
– Vivo allí y tengo un pequeño hospital a mi cargo.
– ¿Naciste allí?
– No, en Buenos Aires.
– ¿Cómo es?
– Es horriblemente sucio, hace mucho calor y mucha humedad.
– Pero te encanta -murmuró ella.
Él asintió.
– Como a ti te encanta el piano.
– No es lo mismo -contestó ella apretando un poco los dientes.
– Sí. La música es tu vida y la selva, la mía. Raúl se quedó sin saber su respuesta porque apareció Evan.
– Parece que ya os conocéis -dijo mirando primero a Raúl y luego a Heather-. Tu padre acaba de llegar y Phyllis me ha dicho que te diga que tienes algo para comer esperándote en el comedor.
– Me alegro de que haya vuelto. Vaya ayudar a Phyllis -dijo Heather saliendo a toda prisa. Raúl siguió a Evan fuera del estudio, pero sus ojos siguieron la figura de Heather.
En el vestíbulo, Evan le presentó al padre de Heather. Nada más verlo, Raúl se dio cuenta de que John Sanders le había transmitido a su hija su belleza y sus rasgos. Lo del talento musical parecía que había sido cosa de su madre.
Los tres hombres pasaron a la cocina. Phyllis había preparado un festín de ensaladas, fiambres y pan francés. Evan les indicó a todos que se sentaran. Al poco rato, se estaban sirviendo la exquisita comida.
– ¿Qué planes tienes cuando vuelvas a Nueva York? -preguntó Raúl a Heather mirándola mientras se bebía el café.
– Tiene una gira -contestó John.
– Phyllis miró a Raúl.
– Es una pena que no pueda quedarse un poco más para disfrutar del estupendo piano de cola que le han dado como premio.
– Qué regalo tan bueno.
– Me temo que no voy a poder tocarlo en un tiempo -contestó Heather dejando el tenedor en la mesa.
Su padre frunció el ceño.
– ¿Por qué? He pensado hacer que te lo lleven a Nueva York.
– Prefiero dejarlo en casa.
– Tonterías.
– Papá, ya te he dicho que te lo regalo por todo lo que mamá y tú habéis hecho por mí. El Knabe que tengo en Nueva York me sirve. ¿No te acuerdas de que me voy a quedar en la casa de verano de Franz para ensayar antes de la gira?
– ¿ Quién es Franz? -preguntó Raúl llevado por un irracional asco hacia todo hombre que pudiera tener una relación con ella.
– Mi profesor.
– ¿Dónde vive?
– En Viena. Me voy la próxima semana.
Ante la necesidad de hacer algo para calmarse, Raúl tomó otro trozo de pan.
– Franz se ha encargado de organizar su gira -dijo John con orgullo-. Hasta ahora, tiene contratado Londres, Bruselas, París, Roma…
– Bueno, Roma todavía no está confirmado -intervino Heather levantándose de la mesa-. Ahora vuelvo -añadió yendo a la cocina. En cuanto se fue, John miró a Phyllis extrañado.
– ¿Qué le pasa?
– Después de la actuación, estaba tan cansada que se quedó dormida en el sofá, pero, desde luego, no se está comportando como suele hacer.
– Yo también me he dado cuenta -dijo Evan limpiándose la comisura de los labios con la servilleta-. Supongo que no podemos entender la presión a la que ha estado sometida -añadió mirando a Raúl-. Me recuerda a alguien que haya sufrido una conmoción.
Estaba claro que Evan había percibido la tensión en el estudio. Seguro que se estaba preguntando qué había sucedido entre Heather y su invitado.
Raúl tenía la respuesta. Él sabía el estado mental de Heather porque, tras su encuentro, él estaba igual, pero no podía hacer nada. Heather se iba a la costa Este en menos de diez horas y la semana siguiente a Austria. «Dios».
– ¿Phyllis? No sabes cómo te agradezco que te hayas ocupado de ella y que nos hayas preparado esta maravillosa cena, pero es tarde y debo asegurarme de que mi hija duerma para que mañana no pierda el vuelo.
Si Raúl hubiera sido más listo, tendría que haber ignorado la tentación, haberse despedido del doctor Sanders alegando cansancio y haber desaparecido escaleras arriba, pero nunca había tenido menos sueño.
La verdad era que nunca se había sentido tan fuera de sí. Era una sensación muy rara.
Recogió los platos y entró en la cocina, donde se encontró con Heather, que estaba tomándose un par de aspirinas.
El dejó los platos sobre la encimera y se quedaron mirándose.
– Tu padre se quiere ir.
– Debe de estar muerto de cansancio. Tendría que haberse ido a dormir hace tiempo; Supongo que después del vuelo, tú también estarás rendido. Me alegro de que hayas venido, por los Dorney -dijo con voz temblorosa.
– Pero no por ti.
Ella desvió la mirada.
– No… no he querido decir eso.
– ¿ Qué has querido decir?
– Nada -murmuró-. Supongo que ha llegado el momento de decirnos adiós. Buena suerte, doctor Cárdenas. Espero que encuentre todo bien cuando vuelva a su país.
Si lo hubiera hecho a posta, no podría haberle dicho nada que lo turbara más porque Raúl no tenía ninguna esperanza de encontrar, alivio al llegar a su país. No cuando sabía que habla una mujer de intensos ojos azules y pelo sedoso en alguna parte del planeta…
– Yo no hace falta que te desee buena suerte porque eres una mujer de talento, Heather. Si tocas en todos tus conciertos como lo has hecho hoy, llegarás a ser mundialmente conocida.
– Gracias -contestó sin expresividad.
En ese momento, su padre abrió la puerta de la cocina. Algo le dijo a Raúl que no era santo de devoción del doctor Sanders.
– ¿Lista, cariño?
– Voy.
– Doctor Cárdenas… -le dijo despidiéndose con la cabeza mientras le pasaba a su hija el brazo por los hombros-. Encantado de conocerlo.
– Lo mismo digo, doctor Sanders.
– Espero que disfrute de la estancia con Evan y con Phyllis.
«Pero ni se le ocurra acercarse a mi hija», pensó Raúl como leyéndole el pensamiento.
– Ya lo estoy haciendo. Adiós.
Volvió a mirar la cara de Heather por última vez antes de que saliera de la cocina y de su vida.
Cuando se fueron, sintió un tremendo vacío.
En las últimas horas había sentido más cosas que en todos aquellos años, desde que tenía nueve, pero el dolor de perder a sus padres había sido muy diferente al que sentía en aquellos momentos.
Lo que sentía era una agonía tan grande que no podía describirla. La intensidad de la pérdida lo desgarraba.
«Dios».
Después de treinta y siete años, por fin, le estaba ocurriendo.
– ¿Heather? ¡Espera!
«No. Todd, no».
No quería hablar con nadie. Podía hacer como que no lo había oído.
– Eh… -dijo el rubio pianista de Michigan llegando a su lado-. He estado esperándote para darte la enhorabuena por el Bacchauer. Todo el mundo habla de ti. ¡Eres famosa!
– No creo que sea para tanto, Todd, pero muy amable por tu parte -contestó yendo hacia el cubículo donde ensayaba. Todd no se separó de ella.
– Me gustaría invitarte a cenar espagueti esta noche. ¿Tienes planes?
Heather sacó las llaves del bolso, abrió la puerta y lo miró.
– Me temo que sí. Son casi las tres y quiero ensayar, como mínimo, seis horas, así que me van a dar las nueve, pero muchas gracias.
Todd se metió las manos en los bolsillos e hizo equilibrios sobre los talones.
– ¿Y mañana? -preguntó esperanzado. Heather se sintió culpable.
Heather nunca había salido con él si no había sido en grupo. No le interesaba ni él ni ningún otro hombre. El viaje a Salt Lake le había hecho entender por qué.
Aquello había sido como un terremoto. No había podido contárselo a nadie.
– No puedo, Todd. Lo siento. Pasado mañana me voy a Viena y tengo que ensayar todo lo que pueda. Gracias de todas formas -contestó entrando y cerrando la puerta con llave para que nadie la molestara.
Era el único sitio donde podía estar sola. En la residencia, compartía habitación con otra chica, pero allí no había paz desde que se habían enterado de que había ganado el premio.
Todos se habían portado de maravilla con ella y les agradecía su interés, pero aquello de que le dijeran continuamente el gran futuro que tenía por delante como concertista la desconcertaba.
Allí, donde nadie la veía y podía dar rienda suelta a sus sentimientos, se sentó al piano y ocultó el rostro entre las manos. Era lunes. «Estará volando hacia Argentina». No podía soportarlo.
Desde que lo había visto aparecer en el estudio de los Dorney, se había sentido atraída por él y por el contacto de sus manos en los hombros. No había podido olvidar lo que le había dicho porque ella sentía lo mismo por él.
«Me siento atraído por ti. Para ser sinceros, atraído es decir poco. Más bien, podría llevarte a un paraíso solitario y hacerte el amor durante semanas».
– Tengo que olvidarme de ti, Raúl -susurró con angustia-. Tengo que hacerlo porque, de lo contrario, no sé qué vaya hacer para seguir viviendo.
Se secó las lágrimas con el reverso de la mano y se lanzó a practicar escalas con ferocidad intentando quitarse a un tal doctor Cárdenas de la cabeza.
Los cubículos de la escuela Juilliard estaban llenos de estudiantes. En cuanto entró en el edificio, la música lo acompañó. Miró los nombres que figuran en las placas de las puertas, pero hasta el momento, no había podido encontrar el que estaba buscando.
Si él no podía encontrar a Heather, nadie podría tampoco. Era fruta prohibida. Su padre no permitiría que tuviera una relación con ella. Le había quedado claro por la conducta del doctor Sanders en la cocina de casa de Evan.
En cuanto a Heather, no sabía cómo iba a reaccionar cuando lo viera después de lo que le había dicho. Aquellas palabras le habían salido de dentro sin querer y lo habían dejado tan sorprendido como a ella.
Al no ver su nombre por ninguna parte, pensó que había sido un error ir allí. Vivía en el campus en el Lincoln Center, en el centro de Nueva York. Podía estar en mil sitios. Haría mejor en irse al aeropuerto hasta que saliera su vuelo a Buenos Aires.
Cuando se disponía a irse, vio a un hombre rubio con camisa de manga corta y pantalones cortos que estaba bebiendo agua en una fuente. Obviamente, era un estudiante. Raúl se acercó a él.
– Perdón, estoy buscando a una pianista que se llama Heather Sanders. Es rubia y de ojos azules. ¿La conoces?
El chico levantó la cabeza y lo miró con hostilidad.
– ¿Y tú quién eres?
Aquel pobre diablo había dejado tan claro lo que sentía por Heather que Raúl tuvo que contenerse para no contestarle de manera cortante. Por otra parte, se alegró de que aquel joven se interesara por ella. Así nadie con malas intenciones se acercaría a ella. Cualquier desconocido podía entrar a buscarla. Tal vez, por eso ella no había colocado su nombre en la puerta.
– Soy el doctor Cárdenas, un amigo suyo de Salt Lake. ¿Sabes si está en el edificio?
Las palabras «Salt Lake» le debieron decir algo porque le contestó.
– Esa es su sala de ensayo -dijo el chico indicándole la puerta que tenían enfrente-, pero yo no la molestaría si fuera tú.
Raúl sintió que se le aceleraba el pulso. Heather estaba allí. Cerró los ojos un momento.
– Se va de gira -añadió el chico corno si fuera su representante y guardaespaldas todo en uno-. Déjeme a mí el recado y yo se lo haré llegar.
«Claro, seguro».
– Te lo agradezco, pero mi avión despega en breve y no puedo esperar. Gracias por la información.
Ignoró el ceño del joven y se dirigió a la puerta. La oyó tocar el concierto para. Piano número uno de Brahms, otro de sus favoritos. Sintió que se derretía. Llamó a la puerta.
Heather había creído que podría quitarse de la cabeza a Raúl Cárdenas con una buena sesión, pero se había equivocado completamente. Para su consternación, la soledad del cubículo la llevó a pensar única y exclusivamente en él.
Al oír que llamaban a la puerta, no hizo ni caso. Rezo para que la persona que estuviera llamando se fuera y la dejara en paz. No creía que fuera Todd.
Volvieron a llamar.
Con violencia, terminó de tocar, se levantó y abrió la puerta con cara de pocos amigos.
Se quedó de piedra al ver aquella cara bronceada y aquellos ojos del color de la medianoche que la habían encendido hacía tres noches.
No llevaba tacones, así que parecía más alto de lo que era, un metro ochenta y ocho y tenía el pelo más rizado por la humedad. Era' el hombre más guapo que había visto en su vida.
Heather se agarró a la puerta para no caerse al suelo. Quería hacerle tantas preguntas que no le salía ninguna. Temió que hubiera ido a buscarla Porque hubiera pasado algo en su casa, así que no dijo nada.
Raúl intentaba recuperar el aliento. La recordaba con aquel vestido largo negro que lucía en el concierto. No estaba preparado para verla con cola de caballo y pantalones cortos. No iba maquillada y estaba para comérsela.
– El guardaespaldas que tienes en el vestíbulo me ha dicho que no querías que te molestaran. ¿Es cierto? -preguntó con voz aterciopelada.
¿Guardaespaldas? Heather frunció el ceño.
– Ah… Supongo que te refieres a Todd -contestó cuando, por fin, logró hablar. Vio al joven que los miraba-. No es guardaespaldas, es otro alumno del centro.
Raúl no dejó de mirarla.
– Él no parece pensar lo mismo.
Heather no se podía creer que, en lugar de estar de camino a Suramérica, Raúl estuviera delante de ella.
– ¿Le ha ocurrido algo a mi padre o a los Dorney? ¿Por eso has venido? -le preguntó angustiada.
Raúl apoyó una mano en la jamba de la puerta.
– Me temo que el problema está más cerca. Me ha pasado algo a mí.
– No te entiendo.
– ¿Qué dirías si te dijera que cambié el vuelo solo porque quería volver a verte?
Heather sintió que se ruborizó de pies a cabeza.
– Yo… creía que estabas de camino a Argentina.
– Así es. Dentro de veinte minutos, me tengo que ir al aeropuerto.
«¡No!».
– Entonces, ¿para qué te has molestado en venir? -gritó.
Heather lo oyó tomar aire.
– Tal vez para asegurarme de que no eres producto de mi imaginación.
– No deberías haber venido -dijo ella sin saber dónde mirar.
– Tienes razón, pero, por primera vez en mi vida, he hecho algo contrario a lo que me dictaba la razón.
Heather se mojó los labios nerviosa.
– Esto… esto es demasiado pronto después de lo de Salt Lake.
Su sinceridad era tan arrebatadora como la noche en que se conocieron. Raúl masculló un epíteto y se paso la mano por el pelo. Se irguió por completo.
– ¿Quieres que te deje seguir ensayando?
– No… -contestó desolada ante la idea de que se fuera y la dejara más triste que nunca.
La miró a la boca.
– Heather, ¿adónde podemos ir para estar solos?
Aunque no se estaban tocando, percibió que Heather estaba temblando.
– Aquí.
Por fin había dicho las palabras que él se moría por oír. Raúl sabía que, si entraba, su vida cambiaría. Tenía la corazonada de que ella también lo sabía. Era como si pudieran leerse el pensamiento.
Dudo, como dándole una última oportunidad. De que, no lo sabía exactamente. Ella se quedó allí, de pie, esperando…
Sin poder resistirse, entró. Dio el paso definitivo. Al cerrar la puerta, vio la cara de sorpresa del joven.
Raúl cerró con llave y se giró hacia ella.
– Sabes lo que quiero hacer.
– Sí -contestó ella-No he podido quitármelo de la cabeza.
– Entonces, ven aquí, muchacha -le rogó Raúl.
Heather fue hacia sus brazos lentamente y levantó la cabeza para besarlo. Él la levantó del suelo. No se podía ni imaginar lo que iba a sentir al acariciar y besar a Heather Sanders.
Su respuesta fue tan cálida que rompió todas las barreras e hizo que fuera Raúl quien temblara. Había oído la pasión que ponía al tocar y se había pasado las noches en vela imaginándose cómo sería sentirla entre los brazos, pero la realidad iba más allá de cualquier fantasía.
Comenzaron a moverse y a respirar a la vez. Quería saberlo todo sobre ella y no podía parar lo que estaba sucediendo, como tampoco podía pararlo ella.
Heather nunca había sentido aquella gloria.
Los besitos que se había dado con los chicos con los que había salido no tenían nada que ver con aquel rapto de lujuria. Raúl había despertado en ella un apetito insaciable. No quería que aquello terminara nunca.
– Madre de Dios. Te deseo, Heather. Te deseo tanto que podría comerte viva -dijo apretándola contra sí-. ¿Cómo lo vaya hacer para separarme de ti, mi amor?
Anonadada por la euforia sensual, al principio, Heather no se paró a pensar en aquella frase, pero, cuando lo hizo, sintió una punzada de dolor y se apartó.
– ¿Cómo puedes decirme que me deseas y hacerme esa pregunta como si nada? -le gritó temblando como una hoja.
– ¿Cómo no te lo iba a decir? Está claro que no tenemos futuro. No tengo derecho a tocarte. Si tu padre se enterara de que he venido…
Heather se apoyó en el piano.
– Será mejor que te vayas -se forzó a decir-. Vas a perder el avión.
Raúl se sintió como si hubiera corrido durante kilómetros y le faltara el aire.
– Me parece que he cometido un grave error viniendo.
Ella levantó el mentón orgullosa.
– Si lo dices por mí, no tienes por qué preocuparte. Hemos satisfecho un capricho. Solo era eso.
Raúl negó con la cabeza.
– Es la primera mentira que me dices desde que te conozco -le dijo con expresión dura-. Ojala fuera cierto.
Heather no dio su brazo a torcer.
– El tiempo lo cura todo. Vivir en continentes diferentes nos ayudará a superarlo.
– No te lo crees ni tú.
– No pienso tener una aventura contigo.
Hubo una larga pausa.
– Tienes mucho que aprender sobre mí, Heather. Solo te tomaría una vez bendecidos por el lazo del matrimonio, pero eso está fuera de cuestión.
Otra puñalada.
Un médico de treinta y siete años que vivía en un poblado sin mujer no estaría dispuesto a casarse con la primera que se le cruzara en el camino. Heather no quería oír más.
– Por favor, Raúl, vete.
– No quieres que me vaya.
– ¿Qué quieres? -le gritó exasperada.
Raúl apretó las manos.
– Ayúdame, no lo sé. No tengo una vida convencional. Tú acabas de empezar con tu carrera de concertista. Tienes un futuro maravilloso por delante. Un noviazgo normal está fuera de cuestión por razones obvias que no hacer falta ni mencionar.
– Una relación en la que nos viéramos un fin de semana de vez en cuando no creo que nos satisficiera a ninguno de los dos. La única solución es casarnos o no volvernos a ver.
– Tendrías que dejar tu carrera, y no mirar atrás.
Por lo que me ha contado Evan, tu padre se moriría. Quiero que sepas que soy un hombre posesivo. Te quiero conmigo todas las noches.
Heather tuvo que sentarse.
– Mi vida está en la selva. Tendrías que venir a mi mundo. No te podría prometer nada. En otras palabras, Heather, acabarías odiándome. Es un entorno tan duro que casi nadie quiere a trabajar allí. No lo resistirías.
– ¡Eso no lo sabes! -gritó ella levantándose.
– ¡Claro que lo sé! Por mucho que quiera que seas mi esposa, no puedo pedirte que renuncies a tu vida. Tienes un don y no pienso pedirte que hagas semejante sacrificio.
A Heather no le dio tiempo de contestar. Raúl giró el pomo y abrió la puerta.
– Perdona por la intromisión. No volverá a suceder.
Lo decía en serio. Se iba a ir y no volvería a verlo.
– ¡Raúl, no te vayas!
El se giró sonriente.
– Quédate hasta mañana -le suplicó-Si es lo único que tenernos, al menos, pasemos la noche juntos.
– Si me estás proponiendo lo que yo creo, no tienes ni idea de en lo que te estás metiendo -le dijo-. Algo me dice que nunca te has acostado con un hombre.
– ¿Me vas a echar en cara que sea virgen? -le gritó-. Hace un momento, me has dicho que me deseabas.
– Más de lo que te puedas imaginar.
– Yo también te deseo -le confesó-. Por favor,
Raúl. Hazme el amor esta noche. Me muero de ganas.
– Mañana, te arrepentirás -le dijo pálido.
– Si esta noche no la paso contigo, el resto de los días de mi vida no tendrán sentido.
– No digas eso.
– ¿Por qué? -le espetó-. ¿Porque sabes que es verdad?
Heather se dio cuenta de la lucha que Raúl estaba librando en su interior.
– Heather, eres demasiado inocente.
– Concédeme el beneficio de la duda. El mes que viene, cumpliré veintiséis años. Casi todas mis amigas están casadas y algunas tienen hijos. Visto que el matrimonio no entra en nuestros planes, te has creído que eso quiere decir que no puedo tener vida personal. Vete al… -se dio la vuelta para que no la viera llorar.
Milagrosamente, sintió sus manos en las caderas y se derritió.
– Yo quiero pasar la noche contigo tanto como tú, mi amor -le susurró en el cuello-. Vamos a dejar de perder el tiempo. Conozco un sitio a una hora de aquí donde podré amarte cómodamente.
«Raúl».
Sintió que el corazón le daba brincos de alegría y se giró en busca de su boca.