Mientras el doctor Sanders y Franz conversaban sentados en la habitación del hotel, Heather se puso a mirar por la ventana. Hacía tres días que no paraba de llover en Bruselas.
Le habían dicho que era típico a mediados de septiembre, pero odiaba el cielo gris. El mal tiempo no hacía sino agrandar la depresión que la había acompañado durante la gira por Europa. Franz no le había dicho nada, pero ella era mejor juez que nadie y no estaba convencida de cómo había tocado.
Desde la inolvidable noche que había pasado en brazos de Raúl había esperado una llamada o una carta pidiéndole que se vieran en algún sitio. Algo que le indicara que no podía vivir sin ella y quería que se fuera a la selva con él en secreto, se había estado preparando para esa posibilidad.
Después de tres meses sin saber nada de él, se había convencido de que, a pesar del placer que se habían dado mutuamente, él había decidido no volverla a ver.
El silencio la estaba matando. No se podía imaginar el futuro sin él había terminado la temporada de conciertos y nada de lo que le proponían le apetecía. Si no podía estar con Raúl, no quería nada.
Ya no estaba en la escuela Juilliard, así que, si decidía establecerse en Nueva York entre los conciertos que su agente le consiguiera, tendría que alquilar una casa. Su padre estaba dispuesto a ayudarla, pero ella nunca se había sentido en Nueva York como en casa y nunca sería así.
Franz y su mujer, que vivían en Linz, le habían vuelto a ofrecer su residencia de verano en Viena para los dos próximos años.
Ninguna de las dos opciones le llamaba la atención. Prefería volver a Salt Lake y vivir con su padre. Lo que realmente quería era dejar de dedicarse profesionalmente al piano y pasar a dar clases para tener tiempo de ocuparse de él. Sin embargo, le daba miedo decírselo porque estaba segura de que su padre jamás lo entendería.
– Cariño, ven a terminar de desayunar con nosotros y dime qué has decidido hacer. La limusina vendrá a recogerme en breve para llevarme al aeropuerto.
Heather se sentó y se sirvió una taza de té, lo único que no la hacía vomitar. Hacía diez semanas que el médico la había empezado a vacunar de fiebre amarilla y malaria. En aquel tiempo había tenido náuseas y había perdido el apetito.
– Si a ti te parece bien, Franz, preferiría quedarme en Viena de momento.
– ¡Excelente! Tengo miles de invitaciones para que toques en Salzburgo y en Innsbruck. Tu carrera irá mucho más deprisa si te quedas en Europa. Hablaremos de ello esta semana cuando vuelva a Viena. Perdonadme, pero me tengo que ir. John, que tengas un buen vuelo -contestó Franz estrechándole la mano a su padre-. Tú ya tienes llaves de la casa. La doncella te estará esperando y tendrá lista tu habitación.
– Gracias, Franz -le dijo abrazándolo antes de que se fuera.
– Me alegro de tu decisión -dijo su padre-. Estoy más tranquilo si sé que Franz y su mujer estarán pendientes de ti -añadió yendo a la habitación por las maletas.
– Papá -dijo ella siguiéndolo.
– Dime, cariño.
– Tú estuviste con mamá hasta el final. ¿Qué dijo exactamente sobre mi… mi futuro?
– Dijo que no le gustaba nada la idea de dejarte en un momento tan delicado. Yo le prometí que me ocuparía de que sus sueños se hicieran realidad. Desde el cielo, sé que estará contenta de ver que su hija deleita a miles de personas con su don. La interpretación de ayer de Beethoven fue magnífica -contestó poniéndose el sombrero-. Bueno, ya estoy. Acompáñame abajo -concluyó agarrándola del brazo.
– No me has dicho por qué Evan y Phyllis no han venido a este último concierto contigo. Creía que iban a venir.
– Esa era su intención, pero el niño que Evan operó en el hospital del poblado argentino hace unos meses ha tenido complicaciones y tuvieron que volver a ir para operarlo de nuevo, así que ya no podía tomarse más días libres.
«¿Evan ha vuelto a ver a Raúl?» ¿Y su padre no le había dicho ni una palabra?
– ¿Qué tal está el doctor Cárdenas? -preguntó con el corazón a cien por hora.
– No tengo ni idea. ¿Por qué?
– Evan lo quiere mucho -contestó ruborizándose.
– Phyllis y Evan deberían haber adoptado un hijo en cuanto se casaron. Habrían sido unos padres maravillosos. La edad es lo de menos. Mira qué bien se portan contigo.
«Evita hablar de Raúl».
– Desde luego. Son maravillosos.
– Gracias a Dios que tu madre y yo te tuvimos a ti. Te voy a echar de menos, cariño. Llámame. ¿Vendrás para el día de acción de gracias?
– Claro -contestó sintiendo una inmensa ternura hacia su padre-. Papá, cuídate. No trabajes mucho. Te quiero.
– No te preocupes por mí. Lo que es importante es el piano.
Heather sintió que las lágrimas le resbalaban por las mejillas porque era imposible hablar con él.
Se volvieron a abrazar antes de que el doctor Sanders se metiera en la limusina. Heather le dijo adiós con la mano y subió a su habitación dándose cuenta de que no podía seguir así.
La última vez que había visto a Raúl había sido porque él había ido a visitarla por sorpresa. Ella había tomado todas las precauciones sanitarias y tenía el visado. Podía ir a verlo.
La selva no podía ser tan inhabitable como él se lo había puesto. Raúl tenía que saber que lo seguiría al final del mundo. Necesitaba volver a verlo.
Agarró el teléfono, marcó el número de la agencia de viajes y reservó un billete a Nueva York, de allí a Buenos Aires y otro a Formosa, situado al noreste de Argentina. Desde allí, iría en avioneta hasta Zocheetl.
Tenía unas ocho horas para prepararse. Lo primero era avisar a la doncella de Franz para decirle que había decidido tomarse unas vacaciones antes de ir a Viena.
Era más de medianoche. Desde aquel encuentro con Heather hacía tres meses, tenía insomnio. No se metía en la cama a no ser que estuviera exhausto y supiera que iba a caer como un tronco.
Se dio cuenta de que aquella noche no le iba a ocurrir. La opción era quedarse en la consulta lidiando con la enorme pila de documentos y correspondencia.
La última carta que abrió lo llenó de furia. Le informaban de la muerte de otro indígena por vertidos en el río Pilcomayo.
Llamó a Elana, una de las doctoras con las que trabajaba.
– ¿Qué te tiene tan enfadado? -preguntó la mujer entrando en su despacho y encendiéndose un cigarrillo.
– ¡Mira! -le contestó tendiéndole la carta. Ella la leyó.
– Es la tercera víctima en menos de seis meses por la misma causa.
– Exacto. Mañana por la mañana, me voy a Formosa.
– Raúl… Ya has hablado con todas las autoridades y no has conseguido nada.
– Esta vez voy a ir hasta lo más alto. Tenernos documentación de sobra. Si tú me cubres el tumo de mañana por la tarde…
– No hay problema -contestó ella-. Como médico, me gustaría que supieras que estás exhausto. Te lo digo en serio. Has debido de perder unos cinco kilos desde que ha vuelto de Estados Unidos.
«No empieces, Elana». -No lo sé.
– No me malinterpretes. Estás estupendo, pero no puedes seguir durmiendo dos o tres horas. No eres inmortal.
«Cuéntame algo que no sepa ya».
– Como mujer, te diré que tengo el remedio para la tensión que te tiene así. Sea lo que sea, tienes que olvidarlo -añadió haciendo una pausa significativa-. Pasa la noche en mi cabaña.
La invitación de Elana no lo pilló por sorpresa.
No era la primera vez que se preguntaba por qué no se sentía atraído por ella. Dios. Cuando pensaba en Heather, en la atracción inmediata que había sentido por ella…
Aquella brasileña de pelo color azabache y tez pálida era muy guapa. Estudió sus ojos oscuros y sus labios carnosos, intentando saber por qué la química no funcionaba con ella.
– Me miras como si fuera un bicho raro-murmuró ella-. No creo que te sorprenda saber lo que siento por ti.
– Elana, no sabes lo que sientes por mí. Te acabas de divorciar.
– Quizá, si nos acostáramos, ambos empezaríamos a sentirnos más humanos de nuevo.
– Eso no solucionaría nuestros problemas -contestó él. «Te lo digo por experiencia».
Tener que dejar a Heather después de una noche de pasión lo estaba destrozando. Lo único que lo mantenía ilusionado eran las noticias que Evan y Phyllis le habían dado sobre la gira europea, pero había tenido que tener cuidado para no mostrar excesivo interés.
– Nunca has querido acostarte conmigo, ¿verdad?-preguntó Elana-. Sin embargo, tampoco has traído a ninguna otra mujer aquí.
– Pocas mujeres pueden aguantar vivir en el Chaco-contestó él pensando que Heather habría soportado un par de horas-Tú eres una excepción.
– Pero no te sientes atraído por mí -dijo apagando el cigarrillo-. Has cambiado. Me he dado cuenta desde que volviste de Estados Unidos. Seguro que la mujer que conociste allí es una diosa. Rubia y de ojos azules, supongo.
«Eso y mucho más, Elana. No te lo puedes ni imaginar. Me parece que no voy a tener más remedio que ir a Viena».
– Ya que estamos hablando de cosas personales, te voy a decir algo y espero que no te lo tomes a mal -dijo Raúl echándose hacia delante en la silla-. Marcos no va a seguir insistiendo toda la vida en que salgas con él si tú no paras de meterlo en el mismo saco que a tu ex marido.
– Pensaré en ello -murmuró levantándose-Debería odiarte, pero no puedo. Te veo mañana por la tarde. Buena suerte.
– Gracias, Elana.
– ¿Actriz famosa americana? -preguntó el más alto al llegar junto a ella y agarrando su maleta.
Los dos le miraban el pelo fascinados. -No, soy amiga del doctor Cárdenas.
– Viene al hospital -sonrieron.
Tuvo que acelerar el paso para ir a su ritmo.
Oyó que la avioneta despegaba. Vio a un hombre en un laboratorio.
– ¿Raúl? -dijo corriendo hacia él.
No, era más bajo y tenía rasgos más latinos.
Sintió ganas de llorar.
– No soy Raúl, pero me gustaría serlo -contestó él mirándola con unos ojos negros como el carbón-. Soy el doctor Marcos Ruiz.
– Me llamo Heather Sanders -dijo ella tomando aire-Vengo desde Bélgica para ver al doctor Cárdenas, pero él no lo sabe.
– No está -contestó el hombre atusándose el bigote y mirándola preocupado-. Está usted como si se fuera a desmayar. Venga conmigo.
Si no la hubiera agarrado de la cintura, se habría caído al suelo. Lo veía todo nublado mientras entraba en la cabaña. Los dos indígenas entraron con la maleta.
El interior, equipado con un pequeño aparato de aire acondicionado, estaba más fresco de lo que ella esperaba. El médico la tumbó en el sofá y le puso los pies en alto.
– Bébase esto, señorita Sanders. Todo el mundo se deshidrata al llegar aquí. El azúcar le hará bien. Todavía le llevará unos días aclimatarse -le indicó llevándole una botella de zumo.
La avioneta acababa de bajar el morro para tomar tierra. Heather cerró los ojos creyendo que se iban a estrellar.
«Raúl», gritó su corazón.
Al sentir el tren de aterrizaje en el suelo, los abrió y vio que todo había salido bien y que el aparato estaba intacto. Habían aterrizado en una pista de hierba y se dirigían a un poblado de madera.
La avioneta se paró y ella se desabrochó el cinturón para dirigirse fuera.
– ¿ Ve? Ha llegado sana y salva a Zocheetl -le dijo la piloto acompañándola-. El hospital es el edificio grande y encontrará al doctor Cárdenas allí.
Heather le dio las gracias y vio a dos indígenas que corrían hacia ella vestidos con ropas modernas. Se encontraba algo mareada bajo aquel sol de justicia y se maravilló de la energía que parecían tener ellos.
No tuvo que insistir mucho. Al cabo de unos minutos, Heather se había bebido la botella entera.
– Gracias, doctor Ruiz. Me siento muy débil.
– No se preocupe. Volverá a recobrar las fuerzas, pero si viene de Europa debe de estar exhausta. Quédese ahí tumbada y duerma. Voy al hospital a ver dónde está Raúl.
– Gracias, ha sido usted muy amable conmigo.
– De nada -dijo él desapareciendo seguido por los dos indígenas.
Cuando volvió a abrir los ojos, Heather se dio cuenta de que había estado durmiendo más de dos horas.
– Vaya, se ha despertado! -la saludó el doctor Ruiz desde la silla donde estaba leyendo.
Heather se sentó y puso las piernas en el suelo.
Se sentía mejor.
– Parece que se ha recuperado un poco.
– Gracias a usted.
– Le he pelado una naranja -le dijo pasándole un plato-. Le hará bien.
– Gracias -contestó comiendo unos gajos-Está deliciosa.
– Me alegro de que le apetezca comer. Le diré a la cocinera del hospital que le prepare un emparedado.
– Estupendo. Le pagaré todo esto. Marcos se rió.
– No hace falta. Soy médico y es mi trabajo.
– Mi padre siempre dice eso.
– ¿Es médico?
– Sí, tocólogo -contestó terminándose la naranja-. ¿Ha localizado a Raúl?
– No. Juan me ha dicho que se fue esta mañana temprano a Formosa, pero volverá esta tarde a última hora, así que su avión llegará en cualquier momento.
– Perdone por ocasionarles molestias. Quería darle una sorpresa, pero no sé si ha sido una buena idea.
El doctor sonrió.
– A los que sí que ha dejado sorprendidos ha sido a Tekoa y a Ponga. Nunca habían visto un pelo como el suyo, que brilla como el oro al sol. Para un hombre que nunca ha visto a una mujer con rasgos escandinavos, es usted una auténtica belleza.
– A mí, me encantan sus rasgos.
– Si lo dice por Raúl, todas las mujeres argentinas están de acuerdo con usted. ¿Quiere comer algo más?
– Todavía no, gracias.
– Bueno, entonces le vaya traer algo de beber.
Es una bebida con alcohol, pero suave. ¿Confía en mí?
– Sinceramente, no.
– Una mujer inteligente -murmuró-. Por favor, solo por esta vez. Es solo zumo de fruta con un toque de algo más. Le hará bien y la calmará.
¿Le diría alguien que no? Era casi tan persuasivo como Raúl.
– Muy bien, doctor Ruiz, pero solo por esta vez. Él se levantó y le retiró el plato vacío.
– Llámeme Marcos. Quiero que seamos amigos, ¿de acuerdo?
El colega de Raúl había conseguido, sin preguntarle nada, que se sintiera cómoda.
– Solo si tú me llamas Heather.
– Muy bien -dijo él agarrándole la mano izquierda y llevándosela a los labios. En ese momento, se abrió la puerta.
– ¿ Qué está pasando aquí? -gritó una voz masculina familiar.
Heather miró asustada hacia la puerta y Marcos le saltó la mano con envidiable calma.
– Nada que merezca que te enfades -contestó Marcos-. La señorita Sanders ha llegado hace unas horas buscándote y yo he intentado ayudarla.
Aquellos ojos negros los miraron iracundos.
– Raúl… -dijo ella levantándose y notando que le temblaban las piernas.
– Los dejaré solos -dijo Marcos dejando el plato en la mesa.
Heather no entendía la reacción de Raúl. Debía de creer que los había pillado en una actitud comprometida.
– Encantada de conocerte, Marcos. Gracias por tu ayuda.
Marcos asintió, miró a Raúl y se fue.
Al cerrarse la puerta, quedaron en una intimidad que Heather temía y deseaba a la vez. Aquella dicotomía de emociones la hacía sentirse mareada de nuevo. No conocía esa faceta de Raúl.
– No quería ocasionar problemas entre Marcos y tú: Ha sido muy amable conmigo. No entiendo qué tiene de malo-murmuró asombrada.
Raúl entendía lo que le estaba diciendo, pero estaba emocionalmente alterado. Cuando Elana le había dicho al llegar al hospital que Heather Sanders estaba allí esperándolo, casi le había dado un infarto.
– ¿Hubieras preferido que me ponga a dar saltos de alegría al verte casi en brazos de un hombre que te estaba devorando con los ojos… en su cabaña?
Heather parpadeó.
– Todos los hombres…
– ¿Todos los hombres te miran así? Ya lo sé.
– No, Raúl. Iba a decir que todos los hombres aquí parecen más dispuestos a mostrar más abiertamente sus sentimientos que en Estados Unidos. Marcos habla maravillas de ti y se ha portado como un caballero conmigo y me ha atendido cuando bajé de la avioneta.
– ¿Qué te pasaba? -preguntó pálido.
– Estuve a punto de desmayarme. Tú no estabas, así que él me metió en su cabaña y me dijo que me tumbara. Me dio zumo y naranjas y me dijo que durmiera. Estoy en deuda con él.
Raúl sintió un escalofrío, pero no fue hacia ella.
– No quiero hablar de Marcos.
Ella, tampoco. A pesar de su expresión de enfado, estaba estupendo y no podía dejar de mirarlo.
Debía de llevar levantado desde muy temprano porque tanto la camisa como el pantalón que llevaba estaban arrugados y sudados. No se había afeitado yeso lo hacía más viril. Parecía un depredador a punto de atacar. Heather tragó saliva.
– ¿Por qué no me has dicho que venías? -Le preguntó enfurecido-Nos habríamos visto en Buenos Aires. Te podrías haber ahorrado todo esto.
– Porque sabía que no me ibas a dejar llegar aquí -le espetó ella.
– Heather, esta región es peligrosa. Aquí hay malaria.
– Ya lo sé. Llevo semanas tomando la vacuna, así que no te preocupes. Me han vacunado de todo, incluso de la fiebre amarilla. Está todo explicado en mi certificado de salud, que está con mi visado, por si lo quieres ver.
– Pues sí, lo quiero ver. ¿Lo tienes en la maleta? Heather se secó el sudor de las manos en las caderas.
– No, en el bolso.
– Les voy a echar un vistazo.
– Muy bien.
Él se apresuró a buscar los documentos.
– La primera fecha de la fiebre amarilla es nada más llegar a Viena.
– Sí. ¿Y qué?
– Eso quiere decir…
– Que tenía la esperanza de que me echaras de menos y me pidieras que viniera aquí -contestó con la voz temblorosa-Sé que dijimos que no nos volveríamos a ver, pero, cuando me dejaste en la residencia, no sabía… no me había dado cuenta de lo difícil que me iba a resultar olvidar lo que había habido entre nosotros. Por eso, pensé que, si a ti te ocurría lo mismo, quizá me pidieras que viniera y quería estar preparada -le explicó bajando la mirada cuando él maldijo-. Por favor, no te enfades. Estos tres meses han sido muy duros. Hace dos noches di el último concierto de la temporada y decidí tomarme unas vacaciones.
– ¿En el infierno? -Le preguntó él con los ojos entrecerrados-¿Sabe tu padre que estás aquí?
Heather esperaba aquella pregunta, así que tomó aire. Raúl volvió a maldecir.
– ¡Lo sabía! -exclamó furioso.
Aquel rechazo hizo que Heather se enfadara también.
– ¡Soy una mujer adulta y hago lo que me da la gana!
– Eres su niña, Heather. Aquella noche en la cocina de casa de Evan, tu padre percibió la atracción que yo sentía por ti. Me hubiera podido matar si no fuera un hombre civilizado.
Heather se dio cuenta de que tenía razón.
– ¿Podríamos dejar de hablar de mi padre? Ni siquiera me has dicho hola y me recorrido miles de kilómetros para verte -dijo con la voz quebrada por las emociones.
– Para que lo sepas, mañana te vas de aquí en el avión de la mañana -le respondió con brutalidad él-Si hubiera sabido que venías, habría hecho que la misma avioneta en la que yo he venido te devolviera hoy mismo a Formosa.
Heather no quería pensar en el día siguiente.
Lo único importante era que estaban juntos y no podía deshacerse de ella aquella noche.
– Raúl -le imploró-¿Te importaría que nos fuéramos a tu cabaña? No quiero quitarle la suya a Marcos.
Una expresión insondable cruzó su rostro y Raúl agarró su maleta y le abrió la puerta. A pesar de su enfado, Heather salió de la cabaña con alas en los pies porque, por fin, estaba en su mundo.