– Bernardo es muy bueno -dijo Lucia Guiseppe mientras vertía un cazo de salsa sobre la pasta de Dani-. Su padre puso el restaurante hace unos cincuenta años. Entonces éramos unos jóvenes soñadores y tontos.
La diminuta mujer vestida de negro miró la resplandeciente cocina del restaurante.
– Quizá no tan tontos -siguió ella mirando el plato de Dani-. ¡Come! ¡Come!
Dani tomó otro bocado de la magnífica pasta. La salsa era tan deliciosa que por un momento pensó en lamer el plato cuando hubiera terminado. Pero como todavía no había empezado la entrevista, decidió que lo mejor era no perder los modales.
Había llegado a las tres e inmediatamente la habían llevado a la cocina. Los cocineros estaban en plena faena y se gritaban e insultaban en italiano. Sin embargo, a tenor de sus expresiones y sus risotadas, podía entender lo que decían. Había cosas en las entrañas de los restaurantes que eran iguales en todas partes.
La había recibido Bernardo, el propietario de Bella Roma, pero lo habían llamado por teléfono y había dejado a Dani con su madre. Ésta le había ofrecido una comida increíble y Dani no tenía queja.
– He indagado -le comento Lucia-. Sé que eres una Buchanan, como los restaurantes. Tu abuela no es muy simpática.
Dani no supo qué replicar.
– Puede ser… exigente.
– ¿Ahora se llama así? Bueno, no elegimos a la familia. ¡Qué se le va a hacer! Yo tengo cuatro hijos. Cuatro. Dios se portó bien con nosotros. De los cuatro, sólo Bernardo ha querido seguir con el negocio familiar. Con uno basta, ¿no? Ahora, mis nietos están creciendo. Uno quiere ser abogado, otro médico y Nicolas, peluquero -ella sacudió la cabeza-. Sin embargo, es de la familia y lo adoro. ¿El restaurante? A Alicia le encantaba trabajar aquí, pero se va a Nueva York para casarse. ¿Qué te parece? ¿Acaso no podemos celebrar una boda en Seattle? -Lucia suspiró-. ¡Qué se le va a hacer! ¿No estás casada?
– No. Lo estuve. Mi marido y yo… Él…
– Lo entiendo -intervino Lucia Guiseppe-. Algunos hombres son buenos y otros no tan buenos. Bernardo es bueno. Su mujer murió -hizo una pausa pensativa-. Eres demasiado joven para él. Es una pena.
Dani estuvo a punto de atragantarse. Bernie, como le había pedido él que lo llamara, tenía casi cincuenta años. El hombre en cuestión entró precipitadamente en la cocina.
– Perdona -se disculpó con Dani-. Mi hija va a casarse dentro de un mes. Tenemos que salvar una crisis cada cuatro horas. ¿Te ha torturado mucho mi madre?
– En absoluto -contestó Dani con la mirada en su plato-. Me ha dado de comer muy bien. Me encanta todo.
– ¡Una chica que come! -exclamó Lucia-. Me gusta.
– Voy a ir con Dani al despacho, mamá -Bernie suspiró-. Vamos a hablar de trabajo. Querrás dejarnos solos un rato…
– Ya. Soy una vieja. ¿Qué sé yo de esas cosas? No me gustaría interferir en nada importante. ¿Acaso no levanté este sitio con tu padre? ¿No trabajé todas la horas del día mientras criaba cuatro hijos?
– No le hagas caso -le susurró Bernie mientras salían de la cocina-. Puede ponerse melodramática.
– Me encanta -replicó Dani sinceramente.
– Si no tienes cuidado, puede organizarte toda tu vida.
Dani pensó que ella no estaba haciéndolo muy bien y que quizá fuera buena idea que alguien lo intentara.
Se sentaron en el abarrotado despacho de Bernie. Éste miró el montón de papeles y cárpelas que tenía en la mesa.
– Tengo que ordenar todo esto -gruñó-. Nunca tengo tiempo. Por eso quiero contratar a alguien. Alicia, mi hija, se ocupaba de hacerlo, pero se ha ido a Nueva York para estar con su novio. Esperaba que le interesara a alguno de mis hijos o sobrinos, pero no. Les encanta comer aquí, claro, pero trabajar, no tanto.
Dani pensó que Bernie se parecía mucho a su madre y reprimió una sonrisa. Le impresionó que los dos pudieran trabajar juntos todos los días sin matarse.
– Nos llevamos muy bien -le explicó él-. Casi todos los empleados llevan años aquí. La mitad de los clientes son habituales. ¿Sabes lo que significa eso?
Dani captó que no era una mera conversación y que la entrevista había empezado.
– Los clientes habituales son una fuente de ingresos fija y quieres que estén contentos -contestó ella-. Tienen sus gustos. Algunos se resisten a los cambios. Esperan mucho. Quieren que se acuerden de ellos y que los traten de una manera especial porque están ofreciendo algo que no se puede comprar con dinero: fidelidad.
– Efectivamente -Bernie lo dijo complacido-. Durante un tiempo, casi todos nuestros clientes eran jubilados y padres de familia. Estaban envejeciendo. Entonces el vecindario empezó a cambiar. De repente, estamos en la onda. O de moda. Nunca sé como decirlo. No sé si hay diferencia.
Dani sonrió. Era fantástico y, por un segundo, también lamentó, como Lucia, que no fuera un poco más joven.
– Ahora viene gente más joven. Llegué a pensar que podían chocar con los habituales, pero no ha pasado nada. Es estupendo ver a recién casados o universitarios -le dio una carta-. Somos tradicionales, mamá se ocupa de eso, nuestro cocinero jefe responde ante ella. Nick lleva diez años aquí y cuando mamá y él empiezan a gritarse, es mejor ponerse a cubierto -se rió-. Tienes suerte, porque discuten en italiano y no entenderás casi nada -repasó un par de documentos-. ¿Qué más? Ahora no hay problemas entre los empleados, pero surgen. Los empleados que llevan más tiempo recelan de los nuevos, pero se acaba solucionando. El restaurante marcha casi como la seda, pero siempre hay tensiones.
Hizo una pausa y Dani tuvo la sensación de que estaba dándole tiempo para que se imaginara a qué tensiones se refería.
– Provisiones que llegan tarde, mantelería que falla, una partida de vino defectuosa, un plato que devuelve todo el mundo -enumeró ella-. El grupo de veinte que tiene un reservado y que media hora antes de presentarse quiere cambiar el menú. ¿Ese tipo de cosas?
– Sí -Bernie asintió con la cabeza-. Muy bien, hablemos de tu experiencia.
Durante un hora, ella fue desgranando todo su currículo, desde su formación universitaria hasta el tiempo que fue responsable mientras Penny estaba de baja por maternidad. Cuando terminó, Bernie se dejó caer contra el respaldo de la butaca.
– Queremos alguien que pueda empezar inmediatamente -dijo él-. ¿Tú puedes?
– Ya he avisado en The Waterfront -confirmó Dani-. Puedo marcharme cuando quiera.
– ¿Tienes claro que mi madre es parte esencial del restaurante? Va a entrometerse y a decirte lo que tienes que hacer. Jurará que no va a hacerlo, pero no te lo creas.
– Tu madre me cae muy bien -reconoció Dani-. Trabajaremos bien juntas.
– Entonces tienes el empleo si lo quieres -Bernie dijo un sueldo impresionante-. Te llevarás parte de los beneficios. Me gustaría que empezaras durante el día. Es más tranquilo y podrás adaptarte. Cuando te hayas integrado, haremos turnos para que ninguno de los dos trabaje siempre por la noche.
– ¿Estás ofreciéndome el puesto? -Dani lo miro fijamente-. ¿Así? ¿Sin más?
– Sin más. Es algo visceral. Trabajarás bien aquí, Dani. ¿Qué dices?
Lori intentó centrarse en que Reid la había invitado a salir a cenar, como si fuera una cita formal. Además, preocuparse por la cita era menos aterrador que pensar en la reunion del consejo de administración de la fundación. Nada era oficial todavía. Los abogados seguían redactando los borradores, pero todo el mundo iba a reunirse para comentar la dirección, el objetivo, y redactar una declaración de intenciones.
La noche anterior, había navegado por Internet para hacerse una idea de lo que era una declaración de intenciones. Busco otras instituciones benéficas para saber qué intentaban hacer con el dinero. En cierto sentido, le vino bien estar asustada con la reunión del consejo porque así se olvidó un poco de lo que había dicho su hermana un par de días antes, cuando vieron la entrevista de Reid. Según Madeline, Reid había dado la cara y había soportado la humillación por ella, y no acababa de asimilarlo. Que alguien como Reid tuviera que defender su rendimiento sexual en una televisión de difusión nacional era una mortificación mayor que cualquier otra que pudiera imaginarse; sin embargo, lo había hecho de buena gana. Más aún, fue una idea suya.
¿Lo había hecho por ella? ¿Lo había hecho porque la quería, a su modo? Sintió una opresión en el pecho y los ojos le escocieron. Le daba miedo creerlo porque si lo creía, tendría que reconocer que se había enamorado de él.
Aparcaron en el estacionamiento del hotel Doubletree y entraron en el vestíbulo. Reid la tomó de la mano y la llevó a la sala de conferencias que había alquilado para la reunión.
– Estoy nerviosa -reconoció ella.
– Entonces ya somos dos.
– ¿Qué te preocupa? -Lori lo miró con asombro-. Estás haciendo algo increíble.
– Soy un mamarracho que ha salido en la primera página de los periódicos de cotilleo. He reunido un consejo de administración de primera. ¿Por qué gente tan importante y tan competente iba a tomarme en serio?
– Porque tienes el talonario.
– Quiero ser algo más que el nombre en la fachada. Preferiría no usar mi nombre, pero entiendo que soy útil como cabeza visible.
– Estás haciendo lo que tienes que hacer -ella le puso una mano en el pecho-. Estoy impresionada. En serio.
– Eso significa mucho para mí -Reid la miró a los ojos.
– Me alegro porque es verdad.
Se sonrieron y Reid sacó pecho.
– ¿Preparada?
Ella asintió con la cabeza, aunque no era verdad, y entraron en la sala de conferencias.
Ya había ocho persona sentadas. Cinco hombres y tres mujeres. Todos tenían más de cuarenta años, iban muy bien vestidos y hablaban entre ellos como si se conocieran.
Lori se sintió desplazada. No era por la ropa, Madeline la había ayudado a elegir un traje de chaqueta clásico pero atractivo, era porque aquellas personas eran ricas y triunfadoras, mientras que ella se había criado en una caravana.
Reid presento a todos. Había dos consejeros delegados, un directivo fundador de Microsoft, una mujer cuya familia era propietaria de bancos y otras personas que generaban millones con sus profesiones. Una vez sentados, Reid empezó.
– Os agradezco a todos que hayáis aceptado sentaros en este consejo. A la mayoría, no os conozco; mi director administrativo me dio una lista de nombres y empecé a llamar. Sois los mejores en vuestras actividades y eso es algo que voy a necesitar. Yo no tengo experiencia con la filantropía, pero quiero tenerla. Quiero cambiar el mundo a través del deporte, eso sí, de niño en niño. Ésta es mi declaración de intenciones. Puede ser tan sencillo como proporcionar material nuevo para la temporada de fútbol americano o tan complicado como proyectar y construir un estadio después de un huracán. Que otras instituciones benéficas se ocupen de las enfermedades, quiero que nosotros encontremos la forma de mejorar la vida de los niños mediante el deporte.
– Tenemos una buena base económica -intervino uno de los consejeros.
– Estoy de acuerdo -Reid se inclinó hacia delante-. Espero que tengamos más. Todo el dinero que obtenga por hablar en empresas dispuestas a pagar, será para la fundación. Aprovecharé mi nombre y mi prestigio para entrar donde otros no pueden hacerlo. Quiero centrar la atención en lo que es necesario. Si eso conlleva un par de reveses de la prensa, aguantaré -Reid se levantó-. Todos vosotros aportáis competencia. Algunos, administraréis el dinero. Otros, tenéis el don de saber a qué fines asignar ese dinero. Si estáis preguntándoos por la función de Lori -la señaló con la cabeza-, ella nos mantendrá con los pies en el suelo. Es enfermera de profesión. Sabe cómo tratar a la gente que está pasándolo mal. Nos mantendrá centrados.
Le sonrió. Fue una de esas sonrisas que le derretía los huesos. La mujer que estaba sentada a su lado se inclinó hacia ella.
– Vaya, se me ha acelerado el pulso, y eso que estoy felizmente casada.
– Qué me va a contar a mí…
Reid siguió hablando de lo que esperaba de ellos. Mientras lo escuchaba, ella se preguntó si aquello sería un sueño. Toda su vida había temido buscar los finales felices. Esa vez había querido intentarlo lo suficiente como para arriesgar su corazón y una relación fuera de su alcance.
Reid aparcó a la entrada del embarcadero.
– Ya sé que no es un restaurante. ¿Te importa?
Lori miro las luces de las casas al otro lado del lago y la fila de casas flotantes que había al fondo del embarcadero.
– Es fantástico -contestó ella-. ¿Vas a cocinar?
– Ni lo sueñes -él sonrió-. Más tarde traerán la comida. Pasa. Llevo mucho tiempo fuera y no debería haber periodistas merodeando.
Fueron hacia su casa. Lori aspiró el olor del agua y de las plantas y se dio cuenta de que, si no había periodistas, tampoco había motivo para que Reid se quedara en casa de Gloria. Eso significaría que ya no lo vería tanto. La idea la entristeció y la desechó para centrarse en la casa flotante de dos pisos que tenía delante. Era azul marino, las ventanas tenían marcos blancos y estaba apartada de las demás casas. Unas macetas flanqueaban el camino hasta la puerta. Reid la abrió y encendió las luces. Lori entró en un espacio sorprendentemente amplio de cuero y madera. Había una chimenea, alfombras y una escalera que llevaba al otro piso. Detrás de la sala estaba el comedor y un paso que llevaba a una cocina que parecía muy grande. En un costado estaba el despacho. Todo era perfecto. Debajo de la escalera había estanterías con libros, armarios en los rincones, baldas, colores acogedores y una verdadera sensación de hogar.
– Es preciosa -dijo ella-. Perfecta y sorprendente. Me habría imaginado un piso por todo lo alto.
– Miré algunos -Reid se encogió de hombros-, pero vi esto y lo compré al instante. Era vieja, así que la vaciamos y volvimos a construirla entera.
– ¿En plural? -Lori hizo un esfuerzo para disimular los celos-. A ver si lo adivino. Alta, rubia, grandes pechos y del sur…
Reid se acercó a ella y la besó.
– Crees que lo sabes todo, pero te equivocas. Mi decorador era un hombre y no me acosté con él.
¿Un hombre? A Lori le gustó saberlo.
– Antes de que lo preguntes -Reid le pasó los dedos entre el pelo-, no traigo mujeres aquí. Es mi refugio. Eres la primera.
Si no hubiera estado enamorada de él, esa declaración lo habría conseguido. Contuvo el aliento sin saber qué decir. Unos golpes en la puerta la salvaron de hacer una confesión.
Reid la soltó y fue a abrir al repartidor. Le pagó, y se dirigió a la cocina con dos bolsas.
– Marsala de pollo, pasta, ensalada y una tarta muy decadente de postre -le aclaró él-. Me decidí por el chocolate porque sé que te vuelve loca -sonrió-. Intento seducirte. ¿Qué tal estoy haciéndolo por el momento?
Era el hombre más guapo que había visto en su vida, pero eso ya le daba igual. La atracción física seguía siendo tan fuerte como siempre, pero ése no era el motivo de que estuviera allí. Estaba allí por él. No la había seducido con su cuerpo, la había seducido con su alma. El hombre que llevaba dentro, el ser humano, había entonado una melodía irresistible.
Fue hasta él, tomó las bolsas y las dejó en la encimera. Luego, lo besó.
– No necesito chocolate si te tengo a ti -susurró ella.
– Esta noche, tendrás las dos cosas. Muy parecido al paraíso, ¿no?
– Más de lo que te imaginas -contestó ella con una sonrisa.
– Voy a cortarte un sándwich en trocitos y te los daré -dijo Reid con una sonrisa-. Luego, te leeré un rato.
– No harás tal cosa -Gloria lo miró con el ceño fruncido-. Estaré reponiéndome de una cadera rota, pero todavía puedo tirarte algo a la cabeza.
– ¿Crees que me alcanzarías? Dudo de tu puntería.
– ¿De dónde crees que has heredado tu destreza para lanzar pelotas? -Gloria hizo una mueca como si intentara contener una sonrisa-. Esta mañana estás de buen humor. ¿Por qué?
Porque, por primera vez, su vida marchaba sobre ruedas. Desde que se había lesionado el hombro y había tenido que retirarse, se preguntaba qué podía hacer con su vida. El béisbol había sido su mundo. Por fin, tenía alguna posibilidad.
– Estoy en paz con el universo -bromeo él-. Tengo tranquilidad de espíritu.
– Eres un pelmazo -Gloria puso los ojos en blanco-, pero me aguantaré. Constituir esa fundación ha sido una decisión acertada.
Él no necesitaba su beneplácito, pero le gustó oírlo.
– Eso creo.
– No me gustan las entrevistas. Has humillado a toda la familia.
Él pensó que ningún cambio era perfecto, acercó una silla y se sentó.
– Es necesario y es el precio que tengo que pagar para transmitir mi mensaje.
Gloria se sentó en la cama. Llevaba dos semanas vistiéndose y peinándose. Llevaba ropa de andar por casa, no la ropa elegante de costumbre, pero tenía casi el mismo aspecto que siempre. Había desaparecido la mujer frágil y desvalida de hacía un par de meses.
– Estás recuperándote -reconoció él-. Me alegro.
– O me recuperaba o me moría -replicó su abuela-. Lori me atosigó, pero hizo bien -Gloria entrecerró los ojos-. Sé que estás viéndola.
A él no le extrañó. No lo habían disimulado.
– Efectivamente.
– ¿Es algo formal?
– No voy a comentar mi vida privada contigo.
– ¿Por qué? Soy tu abuela.
– Sé muy bien cuál es nuestra relación -Reid sonrió-. Llevas casi toda mi vida siendo mi abuela.
– Eres tremendamente insoportable -Gloria suspiró.
– Encantador. Querías decir encantador.
– No. Quiero hablar de Lori.
– Cotillear.
– Quiero saber qué estas haciendo con ella.
Él supo que se refería a la relación sentimental, no la sexual, pero, en cualquier caso, no iba a hablar. Tenía un par de motivos. Era juicioso que Gloria no entrara en sus asuntos personales. Además, no sabía qué contestar.
Sabía que Lori le importaba mucho. No quería pensar en sus sentimientos ni definirlos, pero los tenía. Cada vez más intensos. Se sentía bien con ella y la echaba de menos cuando no estaba. Por el momento, eso era suficiente.
– Reid. Te he hecho una pregunta -insistió su abuela.
– Lori es aparte.
– Podría decirte lo mismo.
– Sé que la aprecias y yo también.
– Yo no voy a romperle el corazón -puntualizó Gloria-.Tú podrías hacerlo.
– No voy a hacerlo -replico Reid sinceramente-. Además, ¿cómo sabes que no será ella la que me haga daño a mí?
Su abuela no dijo nada, se limito a mirar por la ventana como si supiera algo que no quería decirle. ¿Habían hablado Lori y ella?
– He oído decir que has recibido llamadas sobre donaciones -comentó Gloria antes de que él pudiera decir algo-. ¿Qué tal va eso?
– Bien. Todavía no hay ninguna compatible. No va a ser fácil encontrar sangre para Madeline, pero hay posibilidades. La buena noticia es que un hombre que se dañó gravemente el hígado en un accidente va a recibir uno nuevo. Se ha salvado una vida.
– ¿Te compensa? -preguntó Gloria-. He visto las entrevistas. Tienen que ser un mal trago para ti.
Si le parecía que la humillación pública en televisión por su rendimiento sexual era «un mal trago», entonces tenía razón.
– Me compensa -respondió él-. Aunque no se hubiera salvado ninguna vida. La gente tiene que donar, y yo se lo recuerdo.
Su abuela alargó mano. Él se inclinó y la agarró.
– Estoy orgullosa de ti.
– Gracias.
Por algún motivo que no podía explicar, esas palabras le importaron mucho.